domingo, 17 de diciembre de 2017

Primer día de la primera quincena de diciembre

En el 107 th Precinct Police Department, del 70-01 de Parsons Blvd, los Harries fueron interrogados varias veces sin sacar nada en claro. Desde entonces van contando que el agente Murphy, al que Paul Newman dio vida en la gran pantalla, sigue patrullando las calles en una de las zonas más conflictivas de la ciudad, y que ellos, americanos de orden, como Dios manda, se prestan a colaborar estrechamente con la Jefatura 42, Fort Apache, en el Sur del Bronx −ahí se desarrolló también la película del mismo nombre−. Sin embargo, como ocurre casi siempre, la realidad dista mucho de la fantasía, teniendo poco que ver una con otra. Podría llamarse casualidad, destino, mala pata o coincidencia, lo que situó a este peculiar matrimonio en el lugar equivocado… Su cada vez más mermado poder adquisitivo les ha empujado a activar una fuente de ingresos que, aunque no da para mucho, les permite, al menos, estar ocupados. Se trata de un pintoresco servicio para el vecindario. Consiste en que, por un puñado de centavos irrisorios, pasan el día sentados en la lavandería cuidando la colada hasta que reaparecen los propietarios que, cuando se la llevan, les dan una propina. Algunos, ni eso, simplemente las gracias, o nada. Aquella noche, en el Maspeth, delante de estos ancianos, una banda de delincuentes destrozaron el mobiliario llevándose el dinero de las máquinas y convirtiéndoles en testigos asustados, en ciudadanos que ya nunca dejarían de mirar para atrás, por si acaso…
          A Carlota los años la están haciendo todavía más sibarita, lo que repercute en mi bolsillo, porque el único pienso que quiere es de salmón y arroz. O sea: una pasta el caprichito. Pero como es muy probable que tanto la una como la otra estemos a punto de incorporarnos a la recta final de nuestra existencia, pues eso… Envejecer, además de hacerte más desinhibido, supone en sí infinitos síntomas, unos vienen acompañando al deterioro físico o la enfermedad, y otros porque sí, como son los sentimientos de nostalgia y melancolía. Hace tiempo que tengo por costumbre traer a casa folletos publicitarios donde aparecen, entre otros, el Hotel Chelsea, cualquiera de las calles del SoHo embellecidas con esa arquitectura Cast-Iron Building, los grandes ventanales que diferencian a este barrio del resto o la programación actualizada de los espectáculos en Broadway, pongo por caso. Mi gata, que es muy melancólica, ahora que no trepa a las alturas, porque no le responden las patas, ni aparece a primera hora de la mañana con los bigotes engolfados, insiste para que esparza la propaganda de hoy por el suelo. Duda unos instantes si colocarse sobre el histórico edificio de apartamentos Dakota −donde fue asesinado John Lennon− en la 72th. St. y Central Park, o en Federal Hall, primer capitolio. Sin embargo, porque seguramente habrá gateado mucho por ahí, se estira situando el vientre y el pecho encima de Gantry Plaza State Park −al otro lado del East River−, uno de los miradores menos conocidos de la ciudad, asentado sobre los antiguos muelles de Queens y una fábrica de Pepsi demolida, desde cuyo embarcadero el horizonte ofrece hermosas vistas del atardecer sobre Midtown Manhattan. Carlota arruga los ojos y se deja cautivar por el tono rojizo del cielo, a la vez que tiembla el suelo debajo de nosotras, como si la réplica de cualquier seísmo quisiera alcanzarnos.
          Aguardo en el vestíbulo hasta que Eric me llama a terapia. El espacio es austero, con unas cuantas sillas incómodas pensadas para no recrearse haciendo corrillos. La puerta del despacho ha quedado entreabierta, un olor característico a tabaco con toque de azúcar caramelizada se cuela por la rendija ajustándose a la cordillera del mapa que trazará mi monólogo. El radiador que hay metido en el hueco de la escalera que sube a la planta superior proporciona un calor horroroso y hace un ruido ensordecedor que se dispara a la par que el metro de media tarde atraviesa esta parte de Brooklyn. E.J. me llama y entro, tiene varios papeles en la mano que mete en un cajón en cuanto me acomodo. ‘Debe de haber una avería gorda −digo−, porque he visto en la calle la chimenea naranja y blanca que monta Con Edison −compañía que se encarga del mayor sistema de vapor de los Estados Unidos−, cuando está reparando una tubería’. ‘Infiltración, fuga, sabotaje… ¿qué crees?, −pregunta−. ‘Ni idea, pero lo que sí te digo es que aquí hace un bochorno insoportable’. ‘Sí, un poco’. ‘Esta semana ha sido malísima. Me ha faltado dinero en la caja, seguramente le he dado de más a algún cliente en las vueltas, pero claro no puedo demostrarlo. Una vez, siendo muy niña, me mandaron a casa del médico a recoger un dinero que éste debía a padre. Cogí las monedas y las apreté en la mano con todas mis fuerzas. En ningún momento la abrí hasta llegar. Se las di, y, por lo visto, iba una peseta de menos. Puedes imaginarte cómo reaccionaron’. ‘Cuéntamelo tú, Maura’. ‘Eran insultos que entonces no entendía. Amenazas tales como quemarme viva en el infierno, cortar mis manos y echárselas de comida a los monstruos del bosque, dejarme atada a un árbol a la intemperie donde nadie escuchase los gritos. En fin, como ves, todo con sumo cariño y delicadeza. Yo cerraba los ojos y repasaba mentalmente: cinco por una es cinco, cinco por tres quince, cinco por ocho cuarenta… ¿Oyes el silbato? Eso es que la rotura está resuelta. Me voy, tengo dolor de estómago y se me ha puesto muy mala leche’. ‘De acuerdo. En cualquier caso, habíamos acabado con la sesión’.
          “Nueva York. Primer día de la primera quincena de diciembre. De pequeña no aguantaba ver cómo padre desollaba liebres y curtía las pieles para cubrir con ellas nuestras piernas ayudando así a combatir el crudo invierno. Me horrorizaba el hecho de llevar pegado un trozo de animal muerto. Sin embargo, instalada ya en Burgos, cegada por la amargura que provocan los momentos bajos, echaba en falta esas costumbres aldeanas. Y así, tumbada sobre aquel colchón cuyos muelles encontraron acomodo en mi espalda, y espantando las chinches pretenciosas que, a la lumbre avivada de mi entrepierna, paseaban a su antojo bajo las sábanas, me preguntaba si no estaría equivocándome, si la necesidad de realizarme como ser humano, atrapando, más que una nube, la materia a la que empezaba a darle forma, no me conduciría hacia la loma escarpada del fracaso. En definitiva, conseguir que los proyectos y la felicidad sigan siendo importantes, o arrimar el hombro para que se cumplan los deseos. Los trillizos y la mala hostia de la señora me traían de cabeza: ellos porque no paraban de llorar a todas horas, y ella porque cuestionaba cada cosa que hacía poniéndome en ridículo delante de los demás, con acusaciones que no se sostenían por increíbles. Una noche, casi de madrugada, que fui a beber agua y de paso a hacer pis, vino por detrás y me abofeteó pensando que salía de la cama del marido. La enganché del pelo por la coleta y le dije que fuera la última vez que me ponía la mano encima si quería seguir concibiendo. Acobardada, con la garganta enrojecida y la yugular a punto de reventar, se le desbordaron las mamas por una repentina subida de leche, aunque nunca había dado de mamar. Ahora, analizándolo, entiendo que en lo de convivir con gente, de joven, no tuve mucha suerte, y de mayor tampoco… Una de las cosas que más disfrutaba era cuando bajaba a lavar la ropa de los niños al río Arlanzón −entonces se realizaba así la colada, ahí o en los lavaderos− con las demás muchachas que servían en otras casas, y después, mientras se secaba al sol, nosotras poníamos a parir a los amos. Eso, tan sencillo e insignificante, aparentemente, nos sacaba de la rutina que nos sepultaba poco a poco. La que más y la que menos, aprovechaba para verse allí con el novio. Yo con los pensamientos y el afán de seguir buscando no sabía todavía el qué…”.
          En la habitación de Michelle el silencio hace la función de escape suavizando el sinsabor cuando no tienes nada que decirte. De una bolsa de papel marrón, E.J. saca algunos sobres con fotografías que ella clasificaba por año y ciudades: Atenas, Mississippi, Nueva Escocia, Granada, Boston, Dublín, El Cairo…, y se las enseña a la vez que lee las anotaciones del reverso que contextualizan aquellas cosas que la cámara no inmortalizó en la imagen. ‘Lo recuerdo, querido −piensa su mujer con los ojos cerrados y la lengua seca−, esa de ahí, no, no, la de abajo, está hecha en el fiordo de Oslo. Cuánto disfrutabas al contarte que ese escenario fue clave en la invasión alemana de Noruega en 1940. Uy, espera, espera, acércame un poquito más la de la Torre de La Doncella, en Estambul, ¿cómo era la leyenda que nos contaron? ¿Un padre le llevó a su hija una cesta con frutas exóticas y dentro había un ofidio venenoso que la picó muriendo en sus brazos? Sí, ¿verdad? ¡Ay!, mira las de Venecia en el vaporetto navegando por el Gran Canal, cómo te mareaste al principio, después no había quien te parase “¡fuck!” −emite un sonido inapreciable a modo de carcajada−. Pues, fíjate, las de Groenlandia se me habían olvidado. Ah, pero no las de Japón, espectaculares esas del Gran Buda en Nara, y las de Iun Torii, del santuario Itsukushima, en la prefectura de Hiroshima. Mírate ahí, qué gracioso, con los edificios del templo construidos sobre el agua por detrás de ti. Ah, no, no, haz el favor de esconder esas de ahí, no me gustan nada las del Haiden −sala de culto u oratoria−, parezco más gorda y ya ves, menuda figurita que tengo’, −quiere guiñarle un ojo, pero…’.
          Los Harries apenas aparecen en público. Dicen las malas lenguas que cualquier día de estos ocurre una desgracia, porque ya no se mantienen en pie. Michelle hace de tripas corazón con todas sus fuerzas para que el endeble vínculo que le une a la vida no se rompa. Carlota ha amurallado un espacio en el alféizar de la ventana, que considera muy suyo y defiende a muerte, desde donde controla el misterioso mundo de los tejados. E.J., a media luz, en el rincón que pasa más desapercibido de la cocina, casi justo al lado de donde se integra el zaguán del patio trasero, sacia su hambre tremebunda con unos bagel esponjosos y rellenos de crema de queso. A cierta distancia de todos ellos, luchando contra las cosas que me agobian, me bloquean y me hacen ser insoportable, seguramente, de cara a la galería, contrariada, descubro en el espejo del armario que se me han caído demasiado los pechos…

domingo, 26 de noviembre de 2017

Decimoquinto día de la segunda quincena de noviembre

Encima de la Penn Station, como se conoce coloquialmente a la Estación Pennsylvania, entre las avenidas Séptima y Octava de las calles 31 a 33, está el Madison Square Garden, en la isla de Manhattan, paradigma de sueños, en su mayoría inalcanzables, para gente, como yo, de clase baja. Dicen que en realidad desarrollas el espíritu neoyorquino cuando has cruzado el puente de Brooklyn a pie. Lo he hecho en varias ocasiones. Tanta grandeza junta hace que te sientas muy pequeño, y a la vez afortunado, por disfrutar del skyline recortando el cielo en el horizonte, otra de las maravillosas estampas que se contemplan residiendo en esta zona del planeta. Hace años, por navidades, cuando las apreturas eran una molestia sin importancia para mí, quise vivir ese ambiente como espectadora en primera fila. No paró de nevar en todo el día y, a pesar del ir y venir de hombres y mujeres lanzados a la caza de un taxi libre por aceras intransitables, cuajaron bolas blancas y compactas a ras de encintado. La Quinta Avenida se me antojaba como arteria alargada de cabezas a colores. Un grupo de jazz tocaba a las puertas de la cadena de librerías Barnes & Noble. Eran tan buenos que les dejé un dólar en la funda del saxo, toda una fortuna en mi agujereada economía de entonces. Supongo que tenía ganas, −ya se han esfumado para siempre−, de llegar hasta Herald Square, a los almacenes Macy’s, y subir a la planta donde Santa Claus tiene montado su imperio, para preguntarle, sin rodeos, por qué demonios sigue sangrando dentro de mí la llaga de la infancia como época gris… Pero en ese momento yo era joven y me sentía importante, así que dejé a un lado la rabia y la nostalgia y me apegué a la magia de los escaparates de Bloomingdales y Bergdorf Goodman, consciente, no obstante, de que nunca pertenecería a ese mundo, y sí al bebedor solitario llamado bar fly, donde encajaba mucho mejor. Todos los caminos de regreso que te devuelven al lugar de origen bajan los humos de lo que nunca seremos. Por eso, según entraba en mi vecindario del Maspeth, el frío y la escasa luz me ubicaron en la realidad… En esa época Carlota todavía no había aparecido, de lo contrario hubiera dicho que qué coño hace una aldeana dando vueltas como tonta al pabellón deportivo, insignia de la ciudad, expresándose en spanglish agitanado.
          Pues no me gustó nada, E.J., ¡qué quieres que te diga! Sonó a: “deja de venir a la puta consulta de una vez, baby”. Me cogió por sorpresa esa reacción tuya, pero ya ves, no te guardo rencor, he vuelto y te perdono’. Una leve brisa pareció mover sus pestañas como reacción al comentario desentonado por mi parte, lo reconozco. ‘Estupendo. Lo importante es estar seguros y llevar a cabo las decisiones tomadas sin perder el rumbo elegido. ¿Qué destacarías de la semana? ¿Algo importante por encima de lo demás? ¿Cómo enmarcarías lo ocurrido a tu alrededor? No sé si me explico…’. ‘Mi mejor compañera, bueno la única que me soporta, se jubila, porque ha tenido un biznieto y la familia no puede pagar a una canguro que le cuide. Entre la plantilla, menos los jefes y el encargado, le hemos regalado un abrigo baratito. Quería invitarnos en el “diner” que hay a pocas cuadras de la 63rd St con Flushing Ave. Pero qué va, ya sabes que los gringos sois muy formales cuando se trata de billetes, −algo se me ha pegado en ese sentido−, así que, pedimos al “waiter” que nos trajera “separate checks”. Qué bueno hacen ahí el sándwich BLT, aunque prefiero un toque de salsa “honey mustard” en lugar de mayonesa. Me fui antes que ninguno, olía a despedida en plan halagos cargados de hipocresía y no estaba dispuesta a participar en ello. ¿Por qué te cuento todo esto, “¡shit!”?’. ‘¿Y lo más molesto ha sido el retiro de tu compañera, no haber comprado un abrigo de mejor calidad si hubieran participado los que no lo hicieron, entrar en el juego de la adulación, o conversar conmigo de la vida? ¿Lo tratamos?’. ‘Uy, ni tinto ni blanco. Me jode más que Carlota no venga a psicoanálisis, con ella te hincharías a llenar cuadernos. ¿Sabes que odio los camafeos? Madre tenía uno tallado en hueso, una especie de silueta Neandertal que, más que atractivo, me resultaba interesante. A veces, a hurtadillas, asomaba un ojo por la rendija del cajón de la cómoda donde lo guardaba entre el velo de los lutos y la muda limpia para los domingos. Ahí, apolillado, inservible, olvidado. Nunca me lo dejó, ni siquiera cuando propuse llevármelo para tener cerca un recuerdo suyo, y poder tocarlo por si acaso no volvía en mucho tiempo. Dio media vuelta, emitió un sonido tipo ¡quiá! Y, ya no volví…’. ‘Reflexiona eso para la próxima sesión: el camafeo, la figura materna, decir adiós para siempre… Analízalo. A lo mejor tenemos que cambiar el día, igual no puedo, pero te aviso con tiempo’.
          ¿Mr. Coleman? −un hombre trajeado con burda imitación a Wall Street y mueca de pocos amigos irrumpe en la habitación, apartando a Eric de sus cavilaciones−. Ha surgido un problema con el seguro “Ohio long term care insurance” −da cobertura a cuidados de larga duración incluso en residencia−. Pásese lo antes posible por nuestra oficina para resolverlo. Aquí le dejo mi tarjeta’. La puso sobre la mesa auxiliar y se fue sin más, como vino. E.J. se perdía en el laberinto de papeles burocráticos que le sacaban de sus casillas, igual que altera la vista un ramal de tuberías convergiendo en el colector asignado. Pero para él lo único importante en esos momentos era proporcionar a Michelle el mayor confort posible. Cada día, bajo la cúpula de aquellas cuatro paredes, luchaba contra la muy potente tentación de desconectarla del aparato que la mantenía entre las rejas de una vida insana, que ya había asolado la armadura de ese ser al que tanto agradecía. Ella adivinaba el sufrimiento de su marido, el trago de verla así, la tristeza vitalicia por no poderse comunicar con palabras y la plomiza monotonía que le cogía todo el cuerpo. Sabía que el final se acercaba, aunque el muy cabrón lo hacía lento, lento, lento… Y comprendía, quizá tarde, que las cosas importantes son aquellas que pueden darte los demás, y no lo material que nos hace bastante insensibles.
          “Nueva York. Decimoquinto día de la segunda quincena de noviembre. Al apearme del tren en la Estación del Norte de Burgos conté siete campanadas en el reloj de la fachada. La atmósfera destemplada que ya en sí despedía el edificio a través de la piedra y el ladrillo de su construcción −humanizado por el olor a sudor y a café con leche que salía de la cantina al lado de la sala de equipajes− me dio una pista aproximada de lo complicada que sería mi estancia en esa ciudad y de la que saldría gracias a un golpe de suerte, una oportunidad de las que sólo pasan una vez en la vida. Me acerqué a la zona de venta de billetes y pregunté por la dirección que llevaba escrita en un papel. Di como referencia la plaza de Santa María, donde está la Catedral. Minutos después golpeaba el pomo de un pesado portalón de madera. La simpática mujer que abrió y me estrujó contra su cuerpo tenía pechos de ama de cría. Las reglas de mi trabajo consistían en lavar, tender, planchar y vuelta a empezar, la ropa que continuamente ensuciaban los trillizos de la señora. También mantenía hirviendo el agua donde se esterilizaban las tetinas y biberones. Libraba dos horas por semana, que daban para poco más que visitar a las primas de mi tía, que preparaban galletas con canela y un toque de limón. Ahorraba todo mi sueldo, porque no gastaba en comida ni cama y aprovechaba las ropas que ellas me daban hasta quedarse viejas. Estaban al tanto de la aldea, así supe del casamiento de mi hermano mayor con la hija mediana del alcalde, y que al pequeño le extirparon la vesícula. Cuatro mujeres y tres hombres (jardinero, chofer y mayordomo) completaban la plantilla doméstica en la casa. Nosotras cargábamos con la faena más dura a nuestras espaldas, incluido el cultivo del huerto que había a las afueras. Juntándolo todo hacíamos jornadas, a veces, de unas dieciséis horas diarias: tres bebés, cuatro adolescentes, el matrimonio, la abuela y los arrimados, daban muchos quehaceres. A la señora, con una crisis posparto de caballo, no le caía bien, pero yo aguantaba, no tenía nada mejor y debía respeto a las que me consiguieron el empleo”.
          Antes de esto recuerdo mi piel cuarteada de soledad en el apeadero, las toses repugnantes del único responsable de las dependencias, el silbato del tren que iba a sacarme del infierno, el pan y tocino que me llevé de la despensa masticando con desgana trozos diminutos por no desfallecer, el agua de la fuente que arrastró consigo mis lágrimas y aquellas montañas picudas y desafiantes que tapaban el reflejo de la luna…
          Dejo a un lado mis notas y, aunque no lloro, escondo la cara por detrás de la timidez. Asumo mis lagunas: las dolorosas mejor dejarlas donde están, y las de la edad porque la incontinencia del tiempo ya las ha barrido. Carlota ha estado pendiente en todo momento sin inmiscuirse ni hacerse notar, respetando el espacio del pasado que me pertenece sólo a mí. Pero va llegando su hora y hociquea mis zapatillas en plan remolona, con esa particular manera, tan suya, de manifestar sueño y decir que me deje de coñas. Sin embargo, para alguien como yo tan falto de cariño, lo interpreto como la más grande demostración de afecto que jamás nadie me haya hecho. Escucho mucho revuelo en el edificio, puertas que se abren y cierran dando portazo, pasos acelerados bajando por las escaleras, respiraciones contenidas. Afuera, jaleo de sirenas dando la alarma de que algo no va bien. Un coro de lengua con acento diferente, solapando el eco de unas con otras, luchan por hacerse entender y contarnos que la policía se ha llevado esposados a unos delincuentes que intentaban sacar con un alambre algunas monedas de la secadora en la lavandería… Delito sin importancia y muy frecuente. Chorizos de poca monta, grita una voz rota, a la par que alguien arroja un jarro de agua fría desde una de las ventanas…

domingo, 12 de noviembre de 2017

Decimocuarto día de la segunda quincena de noviembre

Al contar la vida a pedazos nunca sabes cuánto hay de objetividad en tus palabras, ni la proporción aumentada, fruto quizá del anhelo respecto a cómo te gustaría que hubieran sucedido las cosas. Pero estoy en condiciones de asegurar que me ajusto bastante a la realidad. He vivido lo que refiero… La indiferencia ejercida por los míos, algo complicado de asimilar cuando eres joven (y de mayor tampoco, ¡eh!), ha curtido mi piel enseñándome a relativizar acontecimientos ocurridos a posteriori, ya que todo, por trágico que parezca en el momento, se supera... Tengo que ir a la clínica veterinaria a coger cita para Carlota, pues la encontraron otitis hace unas semanas, molestia que la ha vuelto un poco más lenta. Yo arrastro un fuerte dolor en el costado que me impide llevarla en brazos, menos mal que el marido de una compañera, muy apañado resolviendo manualidades, ha fabricado una plataforma sobre ruedas cubierta con una funda de cuadros escoceses para transportarla. Ella apareció por casualidad, igual que llegan los grandes amores. Me aficioné a la comida asiática, lo que me convertía en clienta asidua de Gold City Supermarket, cercano a Kissena Blvd, y enclavado en un recinto abierto con más tiendas. Al otro lado de la calle está uno de los restaurantes japoneses más baratitos de la zona. Una noche, cerrado ya el local, el matrimonio de origen tokiota que lo regenta, cuando sacaba los cubos de basura a la parte de atrás, agudizando el oído antes de cerrar la puerta, creyeron escuchar el llanto de una criatura. La vieja gata que merodeaba siempre los alrededores buscando comida había tenido una camada de seis crías. Al día siguiente, festivo, almorzando allí −voy cenando menos−, me contaron el episodio tal y como he narrado. Cuando entré en casa llevaba a uno de los cachorros envuelto en mi bufanda y acurrucado en una mano, y en la otra una bolsa con leche especial y jeringas sin aguja para dársela. Eso es lo más cerca del instinto maternal que he estado nunca. Desde entonces aprendemos a conciliar, y en esas estamos…
          ¿Pero por qué te cuesta tanto hablar, Maura? Son muchos años viniendo a terapia y sabes de sobra cómo va esto. Además, hemos trabajado mecanismos para fomentar la seguridad en ti misma que hasta el momento has controlado bien, así que tendrás que averiguar cuáles son los motivos que te bloquean’. No tengo valor para sincerarme expresando que me produce verdadero pudor quedarme desnuda delante de él, observada fijamente en todos y cada uno de los gestos que hago, de cómo digo según qué cosas y consciente de que toda reacción por mi parte deja más vulnerable el código que abre la trampilla emocional. ‘Es que soy muy tímida. ¡Ya me conoces! Y me cuesta, pero cuando arranco… No te haces idea las veces que he querido hacer un desvío en mis hábitos y mudarme de casa, amueblar otro espacio diferente donde recibir al amante del momento, iniciar dietas equilibradas controlando el peso −en realidad esto último lo digo para mí, porque no he puesto ningún empeño en hacerlo−, y buscar un trabajo que me hiciera más feliz, porque desde luego contar latas de sardinas, entre otras muchas cosas, no me hace… Supongo que el miedo a lo desconocido viene de las malas experiencias. Apenas llevaba doce meses en el supermarket donde empecé en el turno de noche vigilando que no robaran de los estantes, reponiendo los artículos que faltaban y pasando el plumero por encima de los paquetes de compresas, cuando me entero de que a dos manzanas de allí acababan de poner una lavandería y buscaban personal. El sueldo era algo mayor y me decidí, por intentarlo no perdía nada. Esto pasó con la persona encargada de entrevistarnos: “¿Nombre? Maura Pumares. ¿Estado civil? Soltera. ¿Lugar de nacimiento? Soy de la Comarca del Ebro, en Burgos, España. ¿Latinoamericana? No, no, española. Pues eso, de América Latina… ¡Si usted lo dice! ¿Y qué sabe hacer? ¿Yo?, limpiar retretes y ordeñar vacas…”. Siempre me ha sorprendido que los estadounidenses, más allá de vuestras fronteras, −habrá excepciones, como es lógico− tenéis una vaga ubicación geográfica de dónde está el resto del mundo’. ‘Puede ser’ −opina un apagadísimo Mr. Coleman−. ‘Aunque eso ya me da igual. Total, a estas alturas de la película no pienso discutir sobre si mi país de origen está en Europa o en las Antillas’. ‘Igual tienes alma de maestra y no lo sabes, mira tú por dónde’. ‘¡Ja!’, −desafío a E.J.−. ‘¿Quieres decirme algo en concreto?’. ‘No. Bueno, sí. Tal vez. Puede…’. ‘Qué’. A lo mejor es una tontería, pero a veces me pregunto que si cambiar significa pulir el nuevo entorno en un diseño desconocido, ¿por qué razón acobarda desencasillarse? Estoy llena de reproches y las rachas de insomnio son una tortura. ¿Podría haberlo gestionado todo mucho mejor?, pues sí, ¿y quién no? Si Carlota hablara, diría que sufro de falta de interés. ¡Uf!, creo que me estoy yendo por las ramas. Quizá no vuelva por aquí, Eric. No hallo alivio alguno en estas charlas, todo lo contrario, me producen un malestar intenso’. ‘¿Te parece bien cortar por lo sano el tratamiento así, de modo tan brusco? Mira, hagamos una cosa, mantenemos la cita de la próxima sesión y tú decides libremente venir o no, ¿vale?’. Según caminaba hasta el metro, el primer contacto con la realidad colocó en mi paladar la amable textura de un taco mexicano relleno con carne de pollo y comprado en un carrito callejero, junto a la firme decisión de volver a la consulta del psicoanalista.
          “Nueva York. Decimocuarto día de la segunda quincena de noviembre. Mucho antes de asomar las primeras hebras del amanecer, cuando todavía nosotros estábamos en pleno sueño, padre contaba el dinero que después guardaba debajo del aparador dentro de un calcetín suyo. Siete, once, veinticinco, ochenta y nueve… En el silencio de la noche, desde el dormitorio y tapada hasta el cuello con la manta, yo calculaba la cantidad que había por el ruido que hacían las monedas al caer una sobre otra, llevándome a fantasear inocentemente convencida de que éramos ricos. Por eso, a menudo preguntaba a madre si teníamos más billetes que nadie en varios kilómetros a la redonda, siendo su respuesta una hostia en la cara y no es asunto tuyo, mocosa. Para una aldea de vida aburrida el mayor espectáculo del mundo es cualquier cosa que proceda fuera de lo rural, de lo relativo al campo y sus quehaceres. En la mía fue que la Guardia Civil estacionó un furgón delante de nuestra casa, y a la par se produjo el manchón negro y definitivo que estampé en la honorabilidad de la familia. Al parecer yo era la última persona que había visto con vida al sacerdote, por lo que tenía que acompañarles a declarar al cuartelillo. Fui sola, pero antes de salir oí cómo crujió el suelo de madera en la habitación contigua. Supuse que serían mis hermanos moviéndose de ventana en ventana para no perderse la función. Un hombre de largo bigote y modales groseros aporreaba las teclas de la vieja Olivetti transformando en palabras todo lo que les decía: ‘la noche se nos echaba encima y había que apresurarse −proseguí−. Recuerdo que el cura caminaba muy cerca, no sé si para protegerme o por miedo a caerse él’. Omití, el asunto de la violación, de la sangre reseca en mis piernas, del desprecio que sufría desde entonces, de la sospecha respecto a si la muerte del religioso estaba relacionaba con algún ajuste de cuentas (imposible pensar en los míos). Tampoco mencioné el detalle desagradable de la halitosis en el aliento de mi agresor, ni que recogí, instintivamente, sin saber muy bien por qué lo hacía, el pañuelo que tiró con sus babas, en el que aún permanecía su ADN. Salí de la sala de interrogatorios cubierta de soledad, pero decidida a realizar los cambios que necesitaba para sentirme libre. Visité a mi tía y, mientras daba de mamar a su bebé, buscamos la manera más razonable de emprender el camino hacia Burgos…”.
          Llevo prisa, lo siento. Les veo mañana. Pues sí, está empezando a llover −digo a los Harries, cuyos dedos señalan hacia el guirigay que se va a liar en el cielo−, tengan cuidado y pónganse bajo cubierto’, grito desde el cruce de Maspeth Av. con la 58th st, donde intuyo que van a comer pizza en un local legendario. He quedado con mi amiga, vamos a oír un mini concierto de cuerda ofrecido por estudiantes de arquitectura, entre los que se encuentra su nieto. Con ello recaudarán fondos para el viaje final de carrera que quieren hacer a Memphis, la cuna de Elvis. Lo convocan en un lugar especialmente bonito: Travers Park, en el barrio de Jackson Heights, en Queens. Y no es que la cosa del arte me llame la atención. Si soy sincera, este tipo de actos me aburren y dan hambre. Yo soy más de culebrón de telenovela, pero todo sea por la amistad que me une a la abuela.
          Las visitas diarias de Eric a su esposa se están convirtiendo en pura rutina exenta de alicientes. Siempre lo mismo, calcado un día de otro… Entra, y bordeando con los ojos el perímetro de la cama para no tropezarse, se gira, respira hondo, se sienta en la silla que hay junto a la ventana y aprovecha para dar una cabezadita. Michelle, molesta por el olor a orines, y no suyos, desde la mordaza inmóvil que la ata a la enfermedad, hace uso de lo que todavía no le han robado: la capacidad de pensar. Nunca estuvo enamorada de su primer marido, fue tan sólo el vehículo que la convirtió de chica pobre en mujer de un Stockbroker, en Wall Street, enviudando cinco meses más tarde, después de que él cerrara una operación de bolsa que la colocó a ella en el ranking de las personas más pudientes de Brooklyn. A medio camino del ahogo trata de ablandar una flema contundente, aunque si la máquina no pita y no vienen con el aspirador de secreciones puede que la habitación vaya oscureciéndose poco a poco… Las imágenes de la noche de bodas en un motel cutre de Las Vegas, con el fracaso sexual que vivieron, acaparan su memoria, junto a la agonía de no haber tenido valor de enmendarlo nunca. Ahora comprende que aquello no fue más que el preludio de una unión frustrada…
          Paso de puntillas hasta el dormitorio para que Carlota no vea la rojez −es tan lista la jodía− que traigo en los ojos: tormenta de cócteles con aparato eléctrico. Pero antes de reaccionar y hacerla bajar de mi cama, acaricio su vientre y nos quedamos dormidas…

domingo, 29 de octubre de 2017

Nueva York. Octavo día de la segunda quincena de noviembre

Amurallado por dos ríos: el Hudson, y el que da nombre al barrio, palpita Harlem al norte del alto Manhattan, mezclándose esbelto y a la vez en ruinas sobre la textura de un lienzo abstracto donde se ha posado la huella de varias generaciones. Con el paso del tiempo, y teniendo en cuenta los altibajos que a veces la convivencia arranca a jirones, Carlota ha desarrollado una intuición bastante afilada y sabe al momento qué me pasa, de dónde vengo o qué cosa he mandado a la mierda. Sé lo que me espera, hoy lleva todo el día sola e imagino que estará hambrienta, lo que puede traducirse también en zalamera. Pero no tengo humor para seguirla el juego, así que pienso quitármela de encima comiendo sopa de fideos instantánea, que aborrece, y helado de crema de cacahuete, que le da repelús… El tintineo de las llaves contra el embellecedor de la cerradura la sitúa en posición de ataque, pero cuando empiezo a silbar Singing in the rain se abalanza amorosamente cruzándose entre mis piernas. Restriega el hocico por la suavidad de las medias de hilo, sin engancharlas, y apoya las patas con firmeza para no perder el equilibrio. Sin embargo, y en vista que no correspondo a sus muestras de afecto, encoge todo el cuerpo como si fuera una bola de carne tirada en el suelo, me mira desconfiada achicando los ojos, congela los bigotes en abanico bien separados y, tras pensárselo unos segundos, adivina que huelo a góspel, a la iglesia Greater Temple Refuge, donde asisto al espectáculo, tal y como yo lo siento, una o dos veces al año. No soy creyente, ni aparezco Biblia en mano con párrafos subrayados, pero hay algo especial que me atrae muchísimo: su fuerza, el coro, la alegría que contagian y calan hasta las entrañas y esa sana invitación a mover las caderas. Aunque nunca he alcanzado la catarsis como ellos, igual si lo sigo intentando…
          La primera vez que oí la palabra “gentrificación” pensé que se trataba de otro programa inteligente incorporado a una lavadora de nueva generación. Después, conociendo el significado, la ubiqué aquí, en las mismas calles y plazas donde Martin Luther King y Malcom X pronunciaron algunos de sus discursos más importantes. El asentamiento de una generación de clase media-alta ha cambiado el color de Harlem, poniéndolo de moda social, económica y culturalmente, lo que sin duda ha obligado a la gente humilde a desplazarse hacia otros suburbios de la ciudad, al ser insostenible ese nivel de vida para ellos. Sin embargo, por sus bulevares, cada domingo, fluyen las escalinatas que conducen hasta el latido del corazón afroamericano, pegado a ese asfalto del que ya nadie lo podrá desmochar. “Nueva York. Octavo día de la segunda quincena de noviembre. Dice mi psicoterapeuta que todas las rutas para entender el pasado están dentro de mí. En mi pueblo la predicción del tiempo la daba el cabrero a la vuelta de pastar con el rebaño: ‘Éntrate pa dentro que agua pronto está escapando. Ponle pellizo ar zagal que hace un pasmo…’. Expresiones muy nuestras, propias de la época de mi infancia. En cambio, para mí tenía esta especial, con toda la entonación asturiana que podía: ‘lo veo en tu cara, neña, volarás bien alto’. Desde por la mañana, en la cocina siempre había pucheros puestos al abrigo de la lumbre baja. Apenas salía, y empezaba a acomodarme a la vida de encerrada. Así fue cómo aprendí a cocinar lo más básico para no morirme de hambre. Estaba al cuidado de un potaje de garbanzos. Tenía que quitar la espuma, procurar que no se consumiera el caldo y añadir, en el momento justo, chorizos y un buen pedazo de tocino saladillo. La cuñada pequeña de madre, dieciocho años menor que ella y, por tanto, más próxima a mi manera de entender ciertos aspectos de la vida, venía cada tarde a hacerme compañía. Estaba en la recta final de la preñez, lo cual la liberaba de faenar en el campo. Dos primas suyas trabajaban en Burgos, una sirviendo en casa del terrateniente más poderoso de la comarca, y la otra en la de un coronel del Ejército de Tierra ya retirado. Tal vez, mi tía no sabía que, intercediendo indirectamente por mí, contribuía, con la ayuda también de esas otras dos mujeres, a alcanzar la libertad tan deseada…”.
          Hace semanas que Michelle no abre los ojos, ni parece reaccionar a ningún estímulo físico. Sin embargo, sus constantes vitales están dando valores normales. Eric la visita a diario. New York Times en mano, lee con tono muy suave aquello que intuye querrá saber su esposa. Pero hoy se ha puesto a hablar por los codos de cosas más cotidianas: de la chapuza que les han hecho en el grifo del fregadero, que si antes se salía sólo un poquito, ahora es como el gran diluvio universal. Del flamante coche que se ha comprado la hija del reverendo, donde pasea al tonto del novio, podrido de dinero y con algún cromosoma suelto por el organismo y fuera de su sitio. O de lo mal que lleva la tarea de coserse los botones cuando penden sólo de un hilo. Le cuenta que en Montague St., en el barrio residencial Brooklyn Heights donde trabajaban sus padres de cocinera y mayordomo, con derecho a vivienda en el sótano, todo sigue más o menos igual, conservando la elegancia de las estructuras sobresaliendo en curva, la seriedad de los ladrillos rojos tirando a marrón alguno de ellos y la identidad, tan neoyorquina, de las escaleras de incendio que, vistas de frente, parecen dentaduras en zigzag rompiendo la estética exterior de las fachadas. Una mañana de puro invierno, bajo la nieve cayendo con suma delicadeza, la actual señora Coleman cruzaba el puente hacia Manhattan. Apenas se divisaba el puerto, como tampoco podía sentirse el vértigo de los más de 84 metros de altura. Y fue ahí, arropada entre los gruesos cables de acero y sus dos sólidas torres neogóticas, donde encontró, caminando entre la multitud, pero cerca de ella, a su primer marido. La persona que la situaría sobre la plataforma de una vida absolutamente acomodada…
          ¿Y qué tal si nos cambiamos de sitio? Tú te tumbas en el diván, y yo, mientras me limo las uñas, te analizo’, −suelto de repente a E.J., que desdobla el borde trasero de la playera que le molesta−. ‘Hay que ver lo que se te ocurre, Maura. Aunque sería muy aburrido, te lo aseguro’. Dejo pasar unos minutos de silencio, que él respeta, y pienso en cuánto disfruto haciendo que por un segundo pierda la compostura. Pero supongo que la templanza va implícita en el esqueleto del psicoanálisis, porque aún no lo he conseguido. ‘Ahora, a la salida del metro, cuando venía, en mitad de la estampa invernal y desierta, parecida a la que sacan en las películas de aquí, me he sentido haciendo el papel principal. ¡Qué gran palabra!: protagonista, ¿verdad? ¡Cojonuda! ¿De qué? ¿De la vida que vivo y que si me paro a analizarla detenidamente resulta que quizá haya sido infeliz? ¿Del personaje engañoso, oiga que lo bordo, ¡eh¡, −aclaro con énfasis y en un paréntesis−, sobre todo para mi persona, creyendo que el pasado es algo efímero que sólo está ahí porque ha ocurrido y…, mucho mejor no tocar las aguas para que sigan tranquilas? O, ¿hasta dónde estoy dispuesta a llegar, cueste lo que me cueste, con tal de no dar mi brazo a torcer y mantener la venda pegada a los ojos?’. Mr. Coleman deja de dar vueltas a un clip que aparece y desaparece entre sus dedos, entreabre la comisura de los labios, se remanga la camisa por debajo del codo, y mira al infinito hasta que… ‘Pero para llegar a manifestar esa insatisfacción habrás tenido que apartar algunas capas. ¿Te has parado a pensar cuáles son?’, −pregunta Eric−. ‘Madre nunca quiso a nadie fuera de su persona, puro egoísmo, y si soy sincera me asusta la posibilidad de haber desarrollado sus mismos genes… En la aldea la llamaban “la sí-no”, por contestar a todo con esos monosílabos. Una noche padre vino alegre, y le obligó a dormir a la intemperie. Esa fue la excusa que necesitaban para separar el dormitorio y retirarse el saludo. Otra vez, mi hermano mayor sufrió un accidente de moto, le escayolaron una pierna, y sólo le preguntó si ese trasto le impediría cargar bidones en la furgoneta... ¡Vieja ingrata! −suelto, al tiempo que estiro una arruga del pantalón producida al cruzar las piernas. Y, como E.J. observa con lupa todos mis movimientos, añado−: en la primera casa donde serví en Burgos, la señora era una maniática de la estética, y no consentía llevar nada fuera de su sitio, así que sudábamos la gota gorda con aquellas planchas de hierro tan pesadas. Algo se me ha pegado, ¿no crees?’. ‘Bueno, paya. Lo dejamos por hoy. ¿Agendo día y hora como siempre? La sesión ha sido muy interesante. Sigue el proceso de quitar las lonchas de corteza seca, verás que al final te quedará un pedazo de madera lisa y lista para barnizar…’. ‘Me descoloca usted Mr. Coleman’, −digo guiñándole un ojo−.
          La mayor parte del tiempo en esta ciudad lo pasas desplazándote en transporte público, donde, quien más quien menos, aprovecha para leer o dar una cabezadita. A mí me placen ambas cosas. En el largo camino hasta llegar a Queens, entorno los ojos, y evoco el olor a cuero de la bota de vino que el herrero de mi pueblo tenía colgada de un clavo en la puerta. Los seres humanos estamos hechos de un conjunto infinito de emociones, sensaciones que dan alguna pista de lo complejos y, a la vez, simples que somos. Un recuerdo concreto, un poso que no ha cuajado, ese tren que ya no pasará otro día, el envoltorio de un caramelo de menta que no sabemos por qué guardamos, un plástico que ya está caduco, la melodía de una canción infantil que escuchamos algunas noches, las cenizas de los que se fueron y temes que el viento espante, o esa jodida costumbre de verlo todo de color negro, nos hundirá como especie, en el caso de que no estemos espabilados. Si de algo me está sirviendo la terapia es para comprender que vivir instalada, como he hecho hasta ahora, en la amargura no me ha conducido a ningún buen puerto. ¡Qué raro! Carlota no ha salido a recibirme, se le nota por la respiración que tiene la barriga llena y parece que ha llorado…

domingo, 15 de octubre de 2017

Nueva York. Quinto día de la segunda quincena del mes de noviembre

Carlota no ha parado de maullar hasta bien entrada la madrugada, ni de recoger las pelusas del gato del vecino, golfo como el dueño, extraviadas debajo del felpudo de entrada. ¡Como esto siga en modo desamor, igual tengo que darme al Advil para combatir la jaqueca, o trepar con ella a cuatro patas hasta los tejados a exfoliar la pena…! “Nueva York. Quinto día de la segunda quincena del mes de noviembre. Perdida la vista en el vacío y muy mareada, permanecí tendida en la camilla con la desagradable sensación de tener cerca la respiración acelerada de mi agresor mordiéndome la oreja. El médico de guardia, cuyo diagnóstico hoy hubiera sido cuestionado, sólo puso en el informe, simplemente, trastorno postraumático, pasando por alto un matiz importantísimo: tenía delante de sus narices la agresividad de una violación y no activó el protocolo a seguir… Yo luchaba por salir de allí lo más rápido posible, del ambiente inhóspito de la sala de curas vaporizada en extracto de cloroformo. Por eso, atrapada entre la incertidumbre y los efectos secundarios del sentimiento de culpa que germina en las tripas como tabiques que pueden emparedarte, no me atreví a preguntar por la otra persona que me acompañaba… Padre esperaba en el llano del camino, antes de entrar a la explanada donde, además del nuestro, había un par de caserones más. Miró a uno y otro lado, chascó la lengua, escupió en diagonal, se rascó la calva e, increpándome, dijo: ‘límpiate los mocos y que no vuelva a verte así’. Sus palabras, puntiagudas como carámbanos, hincaron sobre mis hombros toda la crueldad que contenían”.
          Los Harries son unos viejitos cuya costumbre es hacer la compra, dos o tres artículos a lo sumo, diez minutos antes del cierre, justo cuando estamos a punto de cuadrar la caja. Siempre traen noticias frescas del vecindario porque consideran que así ponen la guinda en el broche de nuestra aburridísima, según ellos, jornada rutinaria. Verles discutir en la calle forma parte del paisaje urbano. ‘Sabes que me molesta un montón y lo haces todavía más aposta. ¿No puedes acostarte sin calcetines, coño?’. ‘¡Ja! Pues anda que tú, dejar la dentadura todas las noches encima del lavabo. Eso sí que es una asquerosidad, hija’. ‘¡Yooo! Pero qué dices, si no me falta ni un solo diente. ¡Habrase visto cosa igual! ¡Qué hombre éste…!’. Tras unos minutos de silencio y sin soltarse del brazo, él, enternecido, dice: ‘Cuidado con el escalón, querida, no te vayas a tropezar’. Cuando llegan hasta mi puesto depositan en la banda transportadora unos clínex, una botella de zumo de melocotón y un paquete de café soluble. ‘¿Cuánto es?’ −pregunta ella−. ‘$17.11’. ‘¡Qué caro está todo!, ¿verda, usté? No sé adónde vamos a llegar’. El mendigo que cada día merodea alrededor nuestro entra a pedir alguna de esas bolsas de comida que, por distintas circunstancias, al final quedan rotas en las estanterías y van directas a la basura. Pero el encargado, ser despreciable e insensible donde los haya, le suelta: ‘largo de aquí, imbécil. A cagar a la vía’. El hombre nos mira, se da media vuelta, y hasta perderlo de vista sigue empujando el carrito donde amontona piezas de reciclaje inservibles en su mayoría…
          E.J. abrió su primera consulta en una habitación pegada al garaje (hoy trastero) que le alquiló a Michelle en su casa actual en Brooklyn. Pronto se hizo con una amplia clientela que corrió la voz de lo buen profesional que era. Rápidamente se les llenó el porche de pacientes, ocupando también un espacio considerable en el bulevar. ‘Deberías de instalar el gabinete dentro, Eric −le dijo la casera una tarde lluviosa con viento, en vista de la afluencia cada vez mayor de personas que acudían a hablarle de sus fobias y complejos−, sería más cómodo y privado’. ‘Tienes razón, lo pensaré…’. Empezaban a intimar, no como dos quinceañeros apasionados, sino como adultos que posicionan aquello que creen más conveniente para ambos. Meses después, en secreto, y en compañía de una pareja amiga, se fueron y volvieron de Las Vegas como Mr. y Mrs. Coleman, bajo las habladurías de todos porque la señora le doblaba la edad. Diez años después seguían comportándose como dos desconocidos con un contrato de arrendamiento en apariencia renovable. Nadie dudaba que se tenían mucho respeto, admiración y cariño, pero había algo que no funcionaba e impedía aportar lo esencial para darle sentido al hogar… En sillas de madera maciza y diseño antiguo se sentaban a cenar en los extremos de la mesa rectangular del comedor. Sin hablar, sin compartir, metidos en ese mundo hermético donde el otro no estaba invitado.
          A veces celebro fechas que no aparecen en rojo en ningún calendario: cuando la alcaldesa parió a su primer hijo, un sietemesino con cara de gánster. El día que despropiaron del terreno a los gitanillos (repatriados al puesto fronterizo de la más absoluta miseria), que me regalaron un colgante de oro con el colmillo extraído al patriarca estando de cuerpo presente. O el momento en que decidí que no valía la pena seguir llorando… El Bronx es muy grande y da para mucho. Sus contrastes estampan un condado fundamentalmente de inmigrantes, cuya población más numerosa es la formada por la comunidad latina. En el noroeste, en el barrio adinerado de Riverdale, se encuentra la gran finca de Wave Hill, que comprende un centro cultural y sus jardines públicos con vistas espectaculares al río Hudson. Ahí, acodada en una de las balaustradas que separan las zonas temáticas (invernadero Marco Polo Stufano, bosque nativo, alpinum…), voy a festejar ese tipo de cosas, y a pensar en lo bueno y regular que me ha pasado en la vida, ahora que hago repaso de ella… Con el paso del tiempo, quizá porque lo condiciona también el hacerse mayor, lamento no haber regresado en alguna ocasión a España y poner ante los míos todo en su sitio, aclarando dudas prescritas. Sin embargo, agarrada a lo fácil, no me he preocupado de investigar qué pasó realmente aquella noche en el bosque. Tal vez si hubiera vuelto al lugar de los hechos… A las pocas semanas de acudir a terapia, el psicoanalista mencionó algo que ya no he olvidado: ‘Maura, hay circunstancias terribles que nos vacían del todo, y solo nosotros conocemos dónde está el interruptor para alumbrar nuestra calle interior, esa que cada uno llevamos estampada en las entrañas…’. Yendo hacia el metro paso por delante de Calvary Hospital, especializado en cuidados paliativos, y pienso en mis padres, en el final que tuvieron e ignoro…
          Cuando alguien en el supermarket me pregunta tal o cual cosa sobre este Estado, e intuyo que lo visita por primera vez, yo siempre digo que sólo hay que patear aquí y allá para darse cuenta de que existe una ciudad diferente que no aparece en las guías turísticas, ni ofertan las agencias de viajes. Una vida mucho más barata y tranquila, a pesar de los grupos derrotistas que hay en todas partes pregonando lo peligroso que también puede llegar a ser. Hablo de determinados cinturones de Harlem, de Queens, de Bushwick en Brooklyn, de Chinatown…, paisajes alejados del Upper East Side, por ejemplo, de las firmas de alta costura, del poder financiero y de esa población, acelerada y casi sin vida familiar, que se mata por conseguir unas migajas de éxito y un pódium pegado a los triunfadores… Dicen que en el Bronx la gente permanece quieta o deambulando por la calle, sin rumbo, esperando algo que nunca pasa. Me gustan sus avenidas sombrías, ocupadas por personas solitarias, el color y estilo de los edificios, esa mezcla de condado emergente con zonas decrépitas. −Le digo a E.J., que tiene la vista puesta en un insecto que se ha posado en el cristal de la ventana−. No sé por qué, Eric, pero de alguna manera me recuerda a mi aldea, como si en el fondo de mi imaginación hubiera tendido un puente entre un espacio y otro, para no perder la identidad de dónde vengo’. ‘Háblame de eso, paya’. ‘No sé… Mi único deseo es que no ocurra lo inevitable, que los oscuros presagios no se cumplan y que la provisionalidad, una vez asumida, haga de nosotros seres más fuertes y más libres. A trescientos metros de la vaquería, sentada en la valla de piedra que separaba el cementerio del monte, esperaba una sacudida de viento que me asustara e hiciera desaparecer la hinchazón de la tripa que yo identificaba como gases… El espejo maldito y delator cambiaba las curvas de mi silueta. Tenía vómitos y angustia permanente, así que fuimos al médico. Luego, en la casa, de la paliza que me dio padre delante de todos, figuras permaneciendo de pie frías y estáticas, perdí al bebé. Al poco tiempo apareció en una acequia el cadáver del sacerdote, lo encontraron unos campesinos que iban de paso, y, por los signos brutales que descubrieron, especularon con la posibilidad de que podría haber sido asesinado, sospecha que corrió como la pólvora’. ‘¿Qué se te pasó por la cabeza? Cuéntame. ‘Pues, algo sencillo: muerto el perro acabada la rabia’. −El hombre se queda pensativo mirando el reloj y, a continuación, el parpadeo de la luz verde en el contestador−. ‘Bien, ahí lo dejamos. ¿Cómo llevas el ejercicio?’. ‘Mi gata, enrabietada o celosa, no sabría definirlo, disfruta muchísimo arañando cada hoja, como si las letras que plasmo la provocaran empujándola a la acción…’. Mr. Coleman escucha atento el mensaje grabado por una paciente que necesita cambiar el horario de la sesión. Sube a la planta de arriba, llena la bañera y se mete en sales aromáticas. Nunca imaginó que la vida sin su esposa tuviera tantos huecos y rendijas por donde se filtra el frío, tanta soledad que lejos de cerrar heridas las sangra mucho más. ‘Ay, Michelle, Michelle…’.

domingo, 1 de octubre de 2017

Nueva York. Tercer día de la segunda quincena de noviembre

Carlota olisquea mis papeles girando en círculo sobre ellos. Observando con distancia cada adjetivo, como si entendiera su significado para explicarlo sin problema. Estira los bigotes, levanta las orejas tratando de juntarlas y brinca a su cueva de lona donde inicia el proceso de la digestión felina… “Nueva York. Tercer día de la segunda quincena de noviembre. La lluvia torrencial nos cogió por sorpresa. La comarca estaba en fiestas y ya no quedaban camas en la posada El Ciervo Cruzado (en honor a una especie protegida que abundó en el siglo pasado), ubicada en la intersección de dos localidades. La dueña, a través de un vecino, mandó recado para que fuera. No era la primera vez que les echaba una mano, y de paso me sacaba algunas propinas. Pero cuando llegué dos sobrinas suyas se habían encargado de todo. Por acortar, y pese a la poca visibilidad que había, regresé por el sendero estrecho de la montaña. En el tramo más peligroso, donde si se te iba un pie caías barranco abajo hasta el infinito, coincidí con el cura (hacía doblete en varias aldeas) y acepté su compañía. Pronto se echaría la noche y ese trayecto a solas imponía muchísimo. Horas después, desorientada, con una herida en la frente, las rodillas magulladas y soltando palabras indescifrables, llegué con mis hermanos al puesto de la Cruz Roja…”.
          Geográficamente, Queens se sitúa en la parte occidental de Long Island (frontera entre el océano Atlántico y Nueva Inglaterra). Es el distrito más grande, tanto como alguna capital de provincia europea, de los cinco que componen la ciudad de los rascacielos, la metrópoli que nunca duerme. Corona es un barrio obrero perteneciente a ese condado. El 15 de octubre de 2003 (desde entonces he seguido yendo regularmente) yo era una de las muchas personas que aguardaban la apertura de la Casa Museo de Louis Armstrong, en el 34 56 de la 107 st., la vivienda que ocupó con su esposa Lucille desde 1943 hasta julio de 1971, fecha de su fallecimiento. Nunca había planteado la posibilidad de fijar una residencia, a él le gustaba vivir así: hoy aquí, mañana allí, pasado…, a saber. Fue ella quien, cansada de ir de hotel en hotel, y pudiendo haberlo hecho en una zona más selecta, la compró y decoró a su gusto, ocupándose también de ponerle los mimbres a un lugar que sería para ambos mucho más que cuatro paredes y un tejado. Así que, estando en plena gira (esa vez no le acompañó), le mandó un telegrama donde decía: ‘querido, cuando llegues a New York dale esta dirección al taxista, porque a partir de ahora ahí está nuestro hogar’. La cocina es espectacular. Con ese azul celeste de los muebles combinado con remates en blanco y la sobriedad aportada por los electrodomésticos, dan ganas de sacar las cacerolas y ponerse a hacer arroz con frijoles para los visitantes. Aprendí a amar el jazz al poco de llegar a América. Frecuentaba tugurios de mala reputación donde se hacía muy buena música, y mi primer novio tocaba el bajo en un cuarteto que actuaba en un local de Harlem (no duramos mucho porque en aquella época no estaban bien vistas las relaciones interraciales). Por eso, pasear la vista por encima de los objetos personales del genio de la trompeta, nacido en Nueva Orleans, que cantó, entre otros, el hermosísimo tema What a wonderful world, proclamando en él un mundo maravilloso, era y es para mí un regalo exquisito. Un detalle especial que el destino o la suerte han tenido conmigo. En cada pieza prevalece fundamentalmente la humildad y la empatía del matrimonio hacia sus semejantes. De ahí que cobren muchísimo vigor documentos gráficos que muestran a Lucille repartiendo helados a los niños, o preparando bocadillos para darles de merendar, mientras que Louis, sentado en las escaleras de entrada, con todos los chavales pegados a él, les enseña a tocar canciones, porque igual así les despertaba la vocación y se labraban un porvenir más confortable…
          Siempre he pensado que detrás de cada ladrillo hay una historia que merece ser contada. Una vida que crece o finaliza al otro lado de las cortinas, un proyecto o un fracaso que se abre paso echando raíces alrededor de la chimenea, un ayer o un mañana que estructura el tejido y la pasta con la que estamos hechos cada uno de nosotros: solos o acompañados, tristes o eufóricos, viejos o jóvenes, fuertes o blandos… Apenas cinco personas esperamos en el andén la llegada del metro. Nos aborda un vagabundo que pide unos centavos para comprar un billete a Beverly Hills y al que nadie hacemos caso... Me vienen a la memoria imágenes sueltas que seguro tendrán algún significado: un saco de tela de sábana que yo misma cosí y usé para guardar la poca ropa que tenía, la cuerda de una peonza que escondida en el escote me daba suerte, una alubia seca para no olvidar de dónde vengo y las lágrimas que por orgullo no derramé ante el desafecto de los míos. Burgos me pareció el paraíso, y la habitación que me cedieron, a cambio de realizar trabajos domésticos, un palacio. Ahora tengo muy claro que nunca me asustaron las jornadas largas y duras, sino la crueldad en el trato que pueden llegar a ejercer algunos miembros de tu misma sangre.
          Aunque su esposa ya estaba muy limitada, su sola presencia arriba era suficiente para conservar el orden y la armonía de las cosas. E. J. parece un alma en pena. Ha perdido su cualidad dicharachera, cambiándola por un silencio sepulcral que le hace retraído. Lleva barba desarreglada, manchas de tomate en la camisa y algún que otro botón descosido. Envases de comida rápida, periódicos atrasados, ceniceros a rebosar de colillas y un aparato de radio destripado ocupan los rincones libres del despacho. ‘La taberna funcionaba solamente de viernes a sábado, en la franja horaria que iba desde las dieciocho horas hasta las veintiuna treinta. Además de beber, se celebraban concejos cuando tocaba, y el juez de paz, improvisando un estrado, hacía cumplir la ley. El tabernero, al que una granada amputó medio brazo en la guerra, rellenaba las frascas de vino sujetándolas con el muñón. Padre era el cuarto miembro de la partida de mus, completada con el alcalde, el médico y el guardia civil. A mí se me llevaban los demonios oyendo sus risotadas reaccionarias… Algunos hombres, en plan machitos, con los zapatos relucientes y el traje de los domingos recién cepillado, se iban de putas una vez al mes. Las chicas de mi edad aspiraban a seguir los pasos de las casadas, y éstas a alcanzar el relajo sexual de las viudas. Madre, siempre refunfuñando, con la cabeza gacha, metida en su mundo de pecados imperdonables y juicios de valor gratuitos, se convertía en un ser intratable…’. ‘Y a ti, Maura, ¿qué te molestaba más’, −pregunta Eric con tono entristecido−. ‘La indiferencia’. ‘¿De ellos?’. ‘No, quizá mía por permitir que me chuparan la ilusión y reaccionar tarde’. −El timbre del teléfono interrumpe la conversación, Michelle lleva días vomitando y requieren la presencia de Mr. Coleman. Sin embargo, agota hasta el final el tiempo contratado−. ‘Disculpa, ¿decías…?’. ‘Mi hermano pequeño parecía más accesible. Me armé de valor y le pedí ayuda, porque quería contar en la cena que, suponiendo que no me dejarían formar parte del negocio, pensaba salir allí y buscar un empleo. Me miró malhumorado, se dio media vuelta, cargó la mercancía en la furgoneta y, antes de arrancar, dijo: “Lo que tienes que hacer es buscarte un novio que te saque los pájaros de la cabeza…”. Quedé estática’. ‘Lo dejamos ahí. Profundiza y busca a ver si hay más de un camino que te llevara a esa inmovilización. La próxima sesión, si tú quieres, trabajamos ese aspecto’, −puntualiza E. J., que lleva tiempo aplicando conmigo el método del psicoanálisis denominado “Asociación Libre”, que trata de que el paciente exprese sus ideas sin ninguna coacción, aunque es el especialista quien decide dónde hacer énfasis en algunas cuestiones descritas por la persona.
          Mrs. Coleman se relaja por dentro en cuanto Eric aparece, no está siendo nada fácil adaptarse a la nueva situación. Echa de menos su dormitorio, el canto de los pájaros, el ruido del generador eléctrico situado en el sótano y las visitas, menos cada vez, de un par de amigas que se siguen interesando por ella. Quisiera decirle que han incorporado un par de alimentos a su dieta que no tolera, y que la matan las molestias de estómago. Pero sabe que cada día están más lejos, y se limita a seguir con los ojos cerrados para no influir y hacerle sentir culpable. Viene el médico a hacer la visita rutinaria, y dice: ‘mire, su mujer se mantiene estable, con un corazón fortísimo, lo que puede traducirse en un tiempo incalculable de vida. Conocemos la existencia de un fármaco intravenoso experimental que estimula a estos pacientes y en parte a veces les hace reaccionar. Nos gustaría probarlo, no se conocen efectos secundarios. Para ello necesitamos que firme el consentimiento, y los permisos del traslado al hospital’. Antes de irse se acerca a la cama y comprueba que la sonda de la nariz no se ha salido. E. J. huele a tabaco y a despedida. Mrs. Coleman imagina que se clava las uñas en las palmas de la mano obligándose a revelarse… Han accionado el mando a distancia que baja las persianas y conectan pequeñas luces a ras del suelo para que las habitaciones no permanezcan completamente a oscuras. Ella desea con todas sus fuerzas que todo acabe…

domingo, 17 de septiembre de 2017

Nueva York. Primer día de la segunda quincena de noviembre

Los cambios de luz cayendo en cascada sobre las fachadas de los edificios traen consigo el principio del otoño, y los de la vida la oportunidad de abrirse a otros horizontes para crecer como seres humanos. No sé muy bien qué hago delante de este montón de cuartillas rayadas y amarillentas, ni cuáles son los verdaderos motivos que me empujan a escribir en ellas sobre mi pasado. Tampoco tengo calculado el tiempo que me llevará hacerlo, ni si a mitad del proceso deje de tener sentido para mí y lo mande todo a tomar por saco…
          Me llamo Maura Pumares, aunque en mi tierra me conocen como la paya, porque de niña jugaba en la ribera del río con los gitanillos de las chabolas cercanas a la falda del apeadero. Vivo de alquiler en Queens, en un apartamento modesto, en el vecindario Maspeth, donde residen muchos inmigrantes europeos, y por donde a veces camino absorta con mi taza termo en una mano y un fular estampado arrastrando por el asfalto en la otra. Comparto el techo con Carlota, mi vieja y mansa gata, que me espera moviendo la cola de un lado a otro, o lamiendo el respaldo del sillón, cosa que, dicho sea de paso, me da muchísima rabia. Un par de veces en semana vuelvo tarde, justo cuando atraviesan Manhattan las ramas que esparce el árbol de la noche. Soy introvertida, desconfiada y tengo un punto maniático que, según el estado de ánimo, desarrollo más o menos.
          Corre una brisa agradable y aún queda una hora para acudir a mi cita en Brooklyn. Así que, me paro en un puesto de perritos calientes y compro uno con bastante mostaza y mucho chili.
          Eric J. Coleman (E.J.) es un tipo con pinta de investigador privado que parece a punto de destapar el escándalo del siglo, alcanzar la fama y retirarse de por vida a Bahamas. Su pelo ensortijado aún conserva los últimos reflejos de lo que debió ser un rubio intenso. Es rechoncho, gracioso de cara, con los ojos siempre arrugaditos, risueños, y luce tirantes fluorescentes que, como dos largas autopistas onduladas, atraviesan su prominente barriga. De profesión psicoanalista (esta práctica en América da de comer a muchas familias), tiene la consulta dentro de su propio domicilio, en Bushwick Ave, un bulevar amplio, de doble carril en ambos sentidos y arbolado. Es una persona cercana que te hace sentir entre amigos. Inicia todas las sesiones desde la naturalidad, sin usar ningún estereotipo o técnica aparente. Es decir, te va metiendo en conversación con mucha habilidad… La primera vez fue escalofriante escuchar lamentos y lloriqueos procedentes del piso de arriba. Después he sabido que los emite Michelle, su esposa, encamada desde hace más de una década a consecuencia de una extraña enfermedad que él califica de fantasma, puesto que no deja rastro y a día de hoy no hay manera de localizar su origen, y en la que el enfermo va quedando en estado vegetativo.
          ¿Te apetece agua? −asiento con la cabeza. Saca una botella de medio litro y la desprecinta antes de dármela−. ¿Cuéntame cómo has llevado la semana?’. ‘Bueno, un tanto rara. No creas que me siento cómoda en el trabajo, he tenido un desencuentro con el encargado. El muy idiota dice que ya estoy mayor para seguir de cara al público, que mejor me quede en el almacén clasificando la mercancía. ¿Acaso sabe él cómo tratar a mis clientes? Cuáles son sus gustos, sus marcas favoritas o lo que les preocupa. No, ¿verdad? −E. J. sonríe y abre el cuaderno donde supongo que desmenuza con palabras parte de mis emociones−. ¿Te he dicho que a pesar de los años que llevo aquí todavía no se me ha ido del olfato el olor a leche recién ordeñada, ni la imagen de las manos grandes de mi padre aliviando el peso de las ubres? Nuestra vaquería era un negocio pequeño, de corto recorrido, no te vayas a pensar que facturábamos como hacen ahora las industrias lácteas, que no. Nosotros abastecíamos a un área minúscula de la Comarca del Ebro. Con padre a pie de obra, madre luchando con el ganado y las faenas domésticas, y mis hermanos en la cadena de reparto, yo reivindicaba con firmeza un espacio común junto a ellos. Se me daban bien los números, y por fin empezábamos a obtener algunos beneficios. Alguien tenía que ocuparse de las cuentas, ¿no?’. ‘¿Y qué pasó?’ −pregunta E.J. haciéndose de nuevas, aunque lo sabe de sobra−. ‘Pues nada, que la mancha de la desigualdad se expande como la lava… ¿Sabes lo que decía mi abuelo cuando alguna mujer destacaba en determinados campos que él consideraba de hombres?: “hembra espabilada mejor atada”. ¡El muy cabronazo!’. ‘¿Y cómo reaccionabas ante la negativa a que entraras en el mundo laboral? ¿Tu madre, por aquello de ser mujer, se solidarizaba contigo…?’. ‘¿A ti qué te parece, coño? Pues mal, lo encajaba fatal, lógico. Y no, mamá no estaba para esos menesteres tan plañideros…’. ‘Bueno, por hoy hemos terminado. Trabájalo. Anota aquello que consideres importante y luego lo comentamos, y si necesitas adelantar la sesión no dudes en llamar. ¿Fijamos en principio mismo día y hora para la siguiente semana?’. ‘De acuerdo. Pero el ejercicio que me pides… No prometo nada, ¡eh…!’.
          E.J. abre una caja de madera que simula el lomo de un libro y saca del interior tabaco de liar. Aparta la cortina. Apenas media docena de niños, sentados en un escalón de la calle, solitarios y silenciosos, desplazan de un lado a otro un balón tan desganado como lo están ellos. El cielo, oculto tras una capa gruesa de niebla, dibuja en las aceras empobrecidas de luz artificial siluetas que en la oscuridad parecen siniestras. Apaga el cigarrillo después de haberle dado dos caladas profundas, y sube despacio las escaleras que le separan de su otra realidad. La sanitaria que atiende a Michelle aguarda junto a la cabecera de la cama el inminente traslado en ambulancia a una residencia de mayores donde recibirá cuidados especiales. Cuando Eric entra en el dormitorio, apenado por haber tenido que tomar esa decisión, ella aprovecha para ir al baño y así dejarles a solas. Se queda casi en la puerta, con las manos en los bolsillos del pantalón y pintando en la alfombra una media luna con la punta del zapato. Vuelve abajo y pasa a limpio sus notas, asegurándose de hacerlo en el cuaderno donde pone Maura… Desde el otro lado de la isla se acerca el ronquido seco de una sirena que parpadea, y todo parece quedar muy lejos… ‘Mr. Coleman, han llegado los camilleros. ¿Les acompaño, o lo hace usted?, −dice la enfermera−. ‘No se preocupe, márchese, yo me ocupo. Gracias por todo. Tenga: una carta de recomendación. Mañana le ingreso en cuenta el salario del mes y lo acordado del despido’.
          Pasa el metro elevado a gran velocidad haciendo temblar todos los edificios colindantes, incluido el nuestro, que parece como si fuera a desplomarse. Carlota, asustadísima y a punto de darle una taquicardia, me salta encima hasta que, haciéndola hueco, consigue enroscarse. Son algo más de las cuatro de la madrugada. Ya no duermo ocho horas seguidas. Ahora me despierto durante la noche conciliando un sueño envejecido y transformado en un ligero vaivén, o roto también por el trasiego de los aeropuertos de la ciudad: John F. Kennedy y LaGuardia Airport. Suena el microondas, han terminado de salir todas las palomitas, pongo dos puñados en My cat's dish, y el resto en un cuenco, que coloco junto a una Coca-Cola. Leo las primeras palabras conjugadas y sigo escribiendo según sugerencia de E. J. “Nueva York. Primer día de la segunda quincena de noviembre. En casa nunca funcionó el lenguaje del tacto. Por más que trato de encontrar alguna caricia que me transporte a la infancia soy incapaz. Sí, en cambio, las miradas severas de mis padres marcando el camino, dando importancia a lo que para mí carecía de ella, y obviando aquello que yo deseaba. A menudo me he preguntado qué escala de valores era la más adecuada, si la suya o la que yo empezaba a conformar. Dicho de otra manera: era significativo que pusieran el grito en el cielo ante el hecho de quedarme entre documentos en la oficina improvisada en el corral, desoyendo cualquier posibilidad que me hiciera medianamente feliz, y, sin embargo, no tuvieran en cuenta lo peligroso de ir sola hasta el pueblo vecino, a la escuela, por un sendero estrecho (a un lado el acantilado, al otro la montaña rocosa…). Aquel día me entretuve más de lo acostumbrado. Apenas un gajo de luna alumbraba el campo. Según pisaba, en el suelo crujían las chinas entremetidas en el barrizal de tierra. El miedo aumentaba las ganas de hacer pis. De repente… La siguiente imagen que me aparece es que uno de mis hermanos me sacaba en brazos del bosque, mientras que el otro quitaba pegotes de maleza adheridos a los bajos de mis ropas…”. Carlota se ha despertado y continúa panza arriba.
          Eric se acuesta en el mismo diván donde lo hacen sus pacientes. Ha acondicionado unas almohadas y tiene echadas  por encima algunas mantas de viaje. Está agotado y se siente vacío. Ha sido una jornada desgarradora, muy dura, de grandes cambios, pero con tanta presión le es imposible cerrar los ojos. Prende la lámpara de la mesita auxiliar y ojea una revista. “El psicoterapeuta: verdades y mentiras de un hito”.
          Salgo rápidamente de la ducha, hoy me toca hacer en el primer turno part time (media jornada) compensatoria a la pensión que por sí sola no me alcanzaría ni para comer poco más que hamburguesas diarias. Tras abandonar el apartamento dejando a Carlota de guardia, que por cierto se está poniendo las botas con un pienso nuevo rico en proteínas, me encamino hacia el vecindario latino donde se ubica el supermarket en el que trabajo de cajera. Un par de mujeres abandonan la cafetería de la esquina, a una de ellas todavía le quedan restos de croissant en el labio inferior. Las conozco, son conductoras de la línea Q de autobús y clientas de la misma peluquería a la que yo también voy…
          Eric se prepara para dar una conferencia en Columbia University. Después visitará a su esposa y, por último, atenderá las visitas programadas para la tarde. ‘Háblame del bosque, Maura’, −dice E. J., sacando de la cajonera un puñado de pañuelos de papel…