Andy

LA HABANA
Entre unas cosas y otras, para ir de Baracao a La Habana, me tiré más de veinte horas metido en una guagua de largo recorrido. Hace cinco años que estoy viudo, y uno de los proyectos que teníamos mi mujer y yo era que, al jubilarnos, saldríamos a conocer mundo. Pero nada de esos paquetes concertados para gente mayor, donde te pones a comer sin sentido, sino algo por nuestra cuenta: circuitos que nosotros mismos habíamos configurado. Queríamos envejecer a la vez, disfrutar del tiempo, de la mutua compañía, sin prisas, sin teléfonos que sonaran de madrugada obligándonos a salir de la cama, a veces a mitad de la fiebre… En definitiva, hacer todo lo que, por circunstancias profesionales de cada uno, nos había sido imposible. Como es de suponer, cuando ella se apagó para siempre, la vida me rabiaba por dentro, al punto de crecerme un instinto destructivo, hasta entonces sedado o desconocido. Sin embargo, poco a poco, el vacío empezó a cuajarse en mi estómago, y asumí que, aunque Olivia ya no estaba, yo sí podía materializar nuestros deseos. Así que, después de mucho esfuerzo por mi parte, y gracias también a la ayuda incondicional de la gente que me quiere, por fin levanto cabeza y me encuentro aquí, en una isla del mar de las Antillas −primer destino pensado−, empapado en sudor, sin camisa, con un pantalón de pijama muy fino y escuchando cantar “Guantanamera” a cualquier hora del día o de la noche. Me hospedo en La Habana Vieja, en una casa burguesa de dos alturas de las que llaman solares −requisada como muchas otras después de la revolución− y donde ahora viven unos amigos de mi cuñada que alquilan solo a conocidos para sacarse unos pesos, desahogando así su ruinosa economía. El cuarto, que antes perteneció al hijo mayor, ya casado, es bastante pequeño. Desde la cama contemplo un póster de Manhattan pegado en el cristal de la ventana, con una vista espectacular del Puente de Brooklyn, mostrando al fondo a miles y miles de personas cruzándolo a pie. Pienso en los sueños, quizá frustrados, de aquel chaval que pobló de esperanzas el colchón en el que ahora me acuesto: mismas ansias que a todos nos surgen por salir de un determinado sitio y respirar, prosperando con idénticas oportunidades −en su caso como las de los estadounidenses− y no convertirse en olvidado de la sociedad. Mirta Rodríguez, mi patrona, me cuenta que aquel muchacho suyo era bueno con los libros. Así que, en la Universidad de Ciencias Médicas de la Habana, se licenció en Enfermería, entrando a trabajar en el equipo del Hospital Universitario General Calixto García…
          Como no voy a convertir esto en un profundo regreso a la nostalgia, porque Olivia jamás lo permitiría, diré que mi mujer habría encajado aquí perfectamente, valiéndose de esa facilidad suya que tenía para ser viajera, buscando la almendra real de los sitios, tratando de entender los problemas de sus gentes, dejándose empapar por la esencia de sus calles, a través del gusto y del olfato. A menudo decía que hay que ir sin impermeable porque de lo contrario nada queda en ti. Como era muy atrevida, sé muy bien que habría culminado uno de sus más rocambolescos sueños: Pasear por la plaza de la Catedral y, delante de la estatua de su admirado Antonio Gades, bailarín y coreógrafo −de bronce y a tamaño natural, tan vinculado al país−, apoyado en una de las columnas de piedra del Palacio del Conde de Lombillo, taconear como si fuera La Polaca en El amor brujo. Pero la realidad es que este cronista camina solo por La Habana
          Las conversaciones que mantengo con Eloy Rodríguez, ‘el doctorcito’ −apodado así por quienes le conocen−, transcurren al aire libre o en cualquier local donde sirvan ron. Alguna vez, también, como cosa extraordinaria, tomamos un daikiri en el Floridita, por el que tantas veces pasó Compay Segundo, o un mojito en La Bodeguita del Medio −aquí Olivia habría recordado el concierto al que asistimos en 2004 en el Palau Sant Jordi, Neruda en el corazón, para conmemorar el centenario del nacimiento del poeta chileno que tanto frecuentó este local−… Cada día, cuando acaba su trabajo, voy a esperarlo al barrio de El Vedado. Me tomo mi tiempo para llegar, observo a las gentes que van de un lado a otro, a los turistas que inmortalizan con sus cámaras su paso por la isla. Anoto cosas que se me ocurren en una libreta pequeña −que dejaré casi nueva a la biznieta de mis amigos− y disfruto adentrándome por dos vías, la Calle 25 y la Avenida de los Presidentes, maravillándome de esos contrastes arquitectónicos que tiene La Habana: colonial, neoclásico, el movimiento moderno, y un elemento característico de las casas cubanas: ventanas en forma de arco, con cristales de colores para que se filtre la luz solar... Alcanzo mi destino en la Ave. 27 y Universidad, donde se emplaza el hospital cuyos pabellones observo en un pésimo estado de conservación −excepto el “Cuerpo de Guardia”, que está muy arreglado, y es similar a la unidad de urgencias que conocemos aquí−. Eloy me llama alzando una mano por encima de los transeúntes. Su sonrisa blanca enmarcada en piel mulata clara, su abrazo bonachón y todo cuanto representa su persona, son el epílogo de otra jornada conjugando palabras hasta bien entrada la noche, consolidando el enjambre de libertad y esperanza al que aspira todo ser humano…
          Un sábado por la tarde, borrachos como cubas, sentados en el Malecón, con esa espectacular vista que ofrece del mar, y tras la terapia de risa y llanto que nos aplicamos cada uno, Eloy dijo: ‘Te voy a hacer una confesión, compadre. Alguna vez, estando al borde de la desesperación, me han entrado muchas ganas de arrojar una balsa al agua, cruzar el Estrecho de la Florida, ganar algo de plata, reclamar a la familia y marcharnos a Europa. Pero, ay chico, no sé qué poder tiene esta tierra sobre mí, que me ha inoculado de salitre las venas. Así que, con las mismas, doy media vuelta al pensamiento y decido que mi lucha está aquí, junto a mis viejitos, a los más desfavorecidos en la pirámide del sistema, y, por supuesto, al lado de mami, que jamás saldrá de la isla. Eso sí, mi amigo −añadió mirándome a los ojos−, si tú pudieras ayudar a la niña, no me gustaría que se quedara en una simple mesera de restaurante…’.
          Mirta y su marido me tratan como a un hijo más. Durante los dos meses que llevo viviendo con ellos me siento un tipo afortunado. Eloy y yo tenemos puntos de vista muy diferentes sobre determinadas cosas −algunas dejaré en el anonimato por respeto a él−. Como la vez que trato de hacerle comprender que sería bueno desprendernos de los simbolismos que enemistan a las personas, para que los suburbios de la sinrazón queden vacíos. No llegamos a discutir porque nos queremos mucho, pero empleamos tonos maleducados. Entonces, su mamá, con la sabiduría que la caracteriza, y la habilidad para ganarnos por el estómago, hace que, como dos peleles, nos rindamos a sus pies, pasando por delante de nuestras narices, las delicias de un exquisito plato que prepara con esmero, a base de puerco asado, yuca con mojo y arroz congrí. Y, mirándonos con regaño, de pronto estalla: ‘¿Qué pasó? ¡Ay, mijito! ¡Ustedes no entendieron nada todavía! Háganme el favor de meterse en sus cabezotas, que “no hay peor cuña que la del mismo palo”. Ya son mayorcitos, carajo, para aprenderse la lección’.
          Con dieciséis años Eloy tuvo una niña preciosa con una chica del barrio que después no halló más salida que hacerse jinetera −prostituta−, abandonando a la pequeña a la suerte de su padre. Nunca más han vuelto a saber de ella. Desde entonces, y con la presencia de los abuelos, que prácticamente la han criado, sacaron adelante a Alina no sin dificultad para que su padre pudiera continuar los estudios. Una vez terminados, y al poco de empezar a trabajar, se casó con su actual pareja llevándose con él a su hija. La chica, dulce donde las haya, demuestra gran responsabilidad a la hora de cuidar de sus hermanos gemelos recién nacidos. Pero con el tiempo descubre, a través de otras compañías, lo complicado que resulta mantenerse en pie para quien piensa diferente al régimen, las necesidades que ve a su alrededor y algunas de las miserias sumergidas: la dificultad para adquirir determinados productos básicos como maquillaje, perfume y complementos varios que, salvo en el mercado negro −muy costoso−, o a través de contactos en Estados Unidos y México, son impensables para los de su posición… Por miedo a que se metiese en problemas políticos, o siguiese los pasos de su madre, gracias a un paciente que a menudo visitaba el hospital a diálisis, logró que la contratase en el bar de copas que regentaba, un espacio orientado al turista que no consulta la lista de precios. Sin embargo, las malas lenguas, que como en todos los sitios aquí también las hay, rumoreaban que allí servían algo más que bebida… Eso tenía muy mosqueado a Eloy, que no veía el momento de sacarla de allí porque, como todo padre, aspira a un futuro mejor para su hija…
          No puedo partir de la isla sin despedirme, tal vez para siempre, del Malecón habanero. Hace muy mal día y el mar está picado, sacudiendo con enfado contra la estructura en los ocho kilómetros de costa que recorre. No obstante, me siento en el muro que se extiende por la costa, abro un pequeño libro de poemas que traje de Nicolás Guillén y leo: ‘Saber de pronto/que iba a verla otra vez, que la tendría/cerca, tangible, real, como en los sueños…/…Un roce apenas, un contacto eléctrico/…una mirada, /un palpitar del corazón…’. De haber venido con Olivia, estos versos habrían tomado cuerpo. Pero aquí estoy, solo, y acompañado por mis poetas, con el peso de su historia y de la mía sobre los hombros, con la certeza de que después de un final acontece siempre un principio, y viceversa. Me llevo la paz que vine buscando, y el propósito que tanto he tardado en cuajar. Ya en el Aeropuerto Internacional José Martí, a 18 kilómetros de La Habana, mientras Mirta, Eloy y Alina me despiden con un sincero ‘Cuídate mucho, mi hermano’, yo empiezo a hacer acopio del forraje con el que armará la estructura del siguiente viaje que, esta vez, haré acompañado. Por cierto, me llamo Miguel…


TALLIN
Desde que Olivia no está, a veces vivo momentos tan duros que me dan ganas de parar las máquinas y dejarme llevar por la pereza, escorado y baldío en tierra de nadie. Pero entonces es cuando me digo lo tonto que soy, y la suerte que he tenido de haber crecido junto a ella. Mi mujer, por si todavía no lo había dicho, tenía carácter, personalidad y mucha desenvoltura a la hora de buscar solución a los problemas. Por eso, poco después de regresar de La Habana, asimilando los acontecimientos maravillosos que me habían ocurrido allí, y ocupado en encontrar la manera de compensar a la familia Rodríguez por tanto cariño dado, me puse al habla con Eloy, y le trasladé la posibilidad de traer a su hija aquí, haciéndome cargo del dinero del pasaje, y con mi cuñada, para que, como ya hizo con la muchacha chilena que vivió con nosotros unos meses, la contratase temporalmente en su puesto de flores en el mercado. Así que el padre, por un lado, y yo, por otro, realizamos las gestiones pertinentes para que la chica pudiera salir del país con todo en regla. La próxima primavera hará casi dos años de esto, los mismos que lleva Alina residiendo en casa. Y, aunque añora a los suyos muchísimo −tanto como yo a mi compañera−, sabe que aquí tiene mejores herramientas para faenar su futuro, aunque el precio a pagar por las ausencias sea doloroso.
         La convivencia entre nosotros resulta fácil. No tengo ninguna queja. Se ha integrado perfectamente, respetando mis costumbres sin ninguna objeción: cenar pronto, bajar la basura a diario −aunque haya poca−, recoger los pelos que quedan en la ducha para que no se atasque, ir al cine una vez por semana −no siempre viene conmigo− y no alterar el descanso de los vecinos. En mi caso, lo que he tenido que cambiar o añadir es solo culinario: patatas chip por “chicharritas” −rodajas muy finas de plátano verde frito−, y alubias por frijoles negros… Volver a ocuparse de alguien motiva el quehacer cotidiano, porque no es igual comprar para dos que pensar para uno, y eso me gusta. Ella tiene plena libertad para entrar y salir como quiera, pero la verdad es que compartimos hasta la frontera que separa nuestra edad. Una noche, mientras vemos en DVD un concierto de Zubin Mehta, regalo por mi cumpleaños, le cuento que me voy a ir tres semanas a Estonia, y que, si le apetece, la invito a venir. ‘Pero si no tengo vacaciones, carajo’. ‘Por eso no te preocupes, niña, yo lo soluciono −digo tajante−’. Tras breves minutos de silencio me suelta: ‘Oye, mi hermano, ¿y por qué no cogemos el carro y hacemos el viaje por carretera?, será divertido. Yo conduzco, tú no te va’a cansar, viejo’. Esa propuesta despierta en mí lo atractivo de pasar por Francia, Bélgica, Alemania, Polonia, Lituania, Letonia…, así que, sin madurar demasiado la idea, acepto el reto. ‘Pero al volante nos turnamos ¡eh!’. Sonríe.
          Entrar en el nordeste de Europa con espíritu viajero es como colarse dentro de un cuento de hadas con espacios muy cuidados. Ya en el Condado de Harju, yendo por una carretera arbolada, se preludia el maravilloso paisaje que nos espera. Tallin, nuestro destino final, es una capital pequeña, con muchos kilómetros de costa y apenas nada de playa, porque en la época soviética construyeron grandes muros que impedían a los ciudadanos huir a otros países vía Suecia. Alina viene muy documentada. Habla de ‘La Puerta del Mar’, la más antigua y primer monumento que uno disfruta nada más llegar. De ‘Las Tres Hermanas’, conjunto de casas medievales, adosadas, que se encuentran en la calle Pikk, y que pertenecieron a un antiguo mercader que las mandó levantar para sus hijas −hoy alberga uno de los hoteles más exclusivos de la zona−. Y, sobre todo, con esa profunda pasión tan cubana, que pone en el sentir de las cosas, tiene gran curiosidad por saber cuánto hay de verdad en la leyenda del lago Ülemiste, que dice que cada otoño el anciano que lo habita sale de las profundidades y pregunta a los guardianes si han acabado las obras en la metrópoli, a lo que éstos responden que aún no. Con las mismas, el hombre da media vuelta y se va por donde vino. Si le hubieran dicho que sí, habría invocado a las aguas para destruir la ciudad.
          Nuestro hostal, junto al puerto, no queda lejos del centro. La habitación de Alina, más grande que la mía, tiene unas vistas preciosas al Báltico, lo que agradece con el abrazo número infinito que recibo... Todo para ella es un mosaico estampado de realidades con distintos matices a lo conocido hasta ahora. Le encanta descubrir las diferencias en los caracteres de las personas−no deja de observar con discreción a cada individuo−, porque dice que depende mucho del lugar del planeta donde hayan nacido, y de las influencias del sol y de la luna, más que de la historia propia de cada pueblo, para que se desarrollen de una determinada manera. ‘No sé, −apunto yo−’. ‘Ay, mi viejo, que sí, coño. Por ejemplo: si los cubanos nos caracterizamos por ser guaracheros y optimistas, y los estonios son reservados, independientes y bebedores, la mezcla entre ambos sería…, alguien como tú −rompimos a carcajadas−’. El sueldo que gana no es para tirar cohetes −a veces recargo a escondidas su tarjeta de crédito−, pero ha sido educada en la generosidad. Por eso, la primera compra que hace son unos pendientes muy sencillos de ámbar en color miel para Mirta y la segunda una pitillera vintage de metal apropiada para Eloy −que algún día les llevará−. A mí me obsequia con una lámina preciosa de las calles nevadas de Tallin. ‘¿Y tú no quieres nada? −pregunto−’. ‘Es suficiente con el conocimiento que me llevo y la oportunidad de haber venido? −una vez más me deja sin palabras−’. ¡Qué gran mujer y que bonita por dentro!
          El Museo Etnográfico en Rocca al Mare es como un pueblo en mitad del bosque donde han conjugado naturaleza e historia, manteniendo las mismas construcciones originales en madera en las que siglo y medio atrás vivieron los lugareños, así como una escuela, la capilla, la taberna, granjas… Todo conservado con absoluta dedicación, reproduciendo vestimenta, utensilios y tradiciones. Hay incluso campesinos confeccionando hatillos decorativos como antaño, y cocineros elaborando platos idénticos a cómo se hacían en el pasado. En el hostal nos indican que a la visita se puede llevar un picnic que ellos mismos preparan para sus clientes, pero nosotros preferimos comer en el mesón que, como todas las dependencias del museo, es una obra de arte en sí. Mientras que Alina ve a una mujer hacer mantas en la máquina tejedora, yo me siento en uno de los bancos corridos que hay en varias mesas esparcidas por el recinto. Estoy cansado y no dejo de pensar en Olivia. Puedo sentir su mejilla pegada a la mía, el calor de su brazo enlazado con el mío, esas definiciones suyas tan divertidas, o el mal genio que se le ponía si olvidaba quitarme los calcetines y me metía en la cama con ellos. Busco en el interior de mi mochila el termo que me hacía llevar porque decía que un cafetito a mitad de la caminata rejuvenecía las fuerzas, pero ya no lo encuentro, como tampoco la bolsa con frutos secos por si tenía hambre… Memorizo el paisaje que más tarde pasaré a limpio en papel cuadriculado, pliego en mi corazón la brisa del suave verano que ya me obliga a llevar manga larga, estrecho las horas para apurar la jornada irrepetible, como lo son todas las de nuestra vida, buenas y malas… Desde donde estoy, unos árboles enmarcan la espectacular vista que tengo sobre el Báltico, haciéndolo todavía más irresistible. Soy afortunado. Miro al horizonte y pienso también en mi buen amigo Eloy, ¡cuánto daría por tenerlos a todos conmigo…!
          Hago en silencio casi todo el camino de regreso a Madrid. ‘Miguel, ¿qué ocurre?’. ‘Nada, niña. Nostalgias de viejo’. ‘Pero, mi hermano, si no lo cuentas, si te lo callas, y dejas que la herida sangre, el dolor se hará muy grande…’. Giro la cabeza hacia la ventanilla −conduce ella−, y vuelvo al punto donde han quedado interrumpidas mis reflexiones, que sugieren que debo apresurarme si quiero realizar el tercer periplo… Durante treinta minutos avanzamos bajo una lluvia infernal que golpea en el parabrisas con brusquedad. Tanto que decidimos hacer noche en San Sebastián, porque no escampa. En el restaurante La Muralla −que conozco muy bien−, la invito a cenar salteado de verduras de temporada y tacos de bacalao sobre piperrada y crema suave de ajo, acompañado por un caldo blanco y seco del Penedès. Sobre la mesa pongo un pequeño paquete envuelto en papel oscuro, y se lo doy. ‘Toma cariño, esto es para ti, ábrelo’, −reproducción en miniatura echa a mano del edificio del Ayuntamiento de Tallin que data de 1322−. Se emociona, se levanta y me abraza. ‘Nunca olvidaré cada uno de los rincones que he disfrutado, pero lo mejor ha sido poder vivirlos contigo −dice, asaltándola un chorro de lágrimas−’.
          Ya en el calor de nuestra casa, puestas las zapatillas −que no han perdido el molde de mis juanetes−, rodeado de lo que me entiende y conoce muy bien: pinturas adquiridas a lo largo de los años, películas convertidas en verdaderas joyas del cine, el cactus que sigue erecto como el primer día, los libros que siempre salvan de algún naufragio, el edredón que Olivia se trajo de Portugal y la música que suaviza cuando me enfado porque no comprendo −a Alina se le ha despertado la afición por la ópera−, me siento delante del ordenador para escribir un correo electrónico a Eloy, donde le cuento detalles de la capital de Estonia, de los lugares que hemos visitado −adjunto reportaje fotográfico−, y me extiendo explicando lo guapa que está su hija y cómo ha disfrutado. Continuo: ‘Amigo, sois una familia tan rica en valores, que a ella se los habéis multiplicado’. De mí, y los achaques que empiezan a aparecer, no hablo, no vaya a ser que se alarme y preocupe a la chica… Noto algo de frío, me levanto y cojo una chaqueta de lana que siempre tengo a mano por si acaso. Voy a la sala de estar y veo a Alina a moco tendido mientras sigue el final de una novela sudamericana. Acaban los títulos de crédito, me mira compungida y dice: ‘Deja que te pregunte una cosa, mi hermano, ¿tú por qué realizas los viajes que organizaste con tu mujer?’. Camino un poco para situarme más cerca de ella, pongo mi mano sobre su hombro y contesto: ‘Porque pensamos que sería un bonito broche a nuestro proyecto de vida en común, antes de que a uno de los dos, o a ambos, los sueños se nos quedaran en el vestuario, convertidos en la caricatura de nosotros mismos’.


GOA
Aunque eran otros tiempos y no estaba bien visto, Olivia y yo nunca nos casamos. Aquello encendió a la familia, empeñada en enderezar nuestro camino intentando hacernos cambiar de opinión y celebrar el matrimonio como estaba mandado. Pero avanzaron los meses y desistieron de su intento, al ver que en nuestra cara de felicidad no aparecía siquiera una mueca insignificante de lo contrario. Aquel primer año las cosas marchaban muy bien para nosotros, los siguientes también. Así que, cercano al aniversario, fuimos a cenar conejo al ajillo a una taberna típica de la calle de Argumosa, en Madrid, y después a casa de unos amigos recién regresados de recorrer el Sur de Asia. Emocionados con todas las maravillas que habían visto, contaron que, atraídos por la belleza de sus playas, los arenales y la oleada de libertad en estado puro, en alguno de esos países crecía el movimiento hippie muy en auge. Aquello nos cautivó hasta tal punto que despertó en nosotros el deseo de conocer, más pronto que tarde, dicho continente. Además, la irresistible tentación de bañarnos desnudos a la luz de la luna y escuchar fados hasta el amanecer potenciaba aún más la impaciencia. Éramos jóvenes, atrevidos, inquietos, desinhibidos, aventureros, curiosos. Tanto que se nos hacía imprescindible vivir en propia carne las delicias y el hechizo de ciudades como Cochín, Dandeli, Pune… Sin embargo, las circunstancias de la vida no nos permitieron ir más allá de algún que otro verano a Asturias…
          Actualmente Alina ya no vive conmigo, sino con un chico de nuestro barrio que conoció en un concierto en Cambrils un fin de semana. Se les ve muy enamorados, y espero que sean tan dichosos como lo fui yo. Los domingos suben a comer a casa. Preparo fideuá, mi plato estrella. Así que, cuando este último, manejando la noticia entre el postre y la siesta, les digo que voy a emprender un largo viaje, ella monta en cólera por miedo a que me pase algo estando tan lejos. Pero enseguida comprende que es un duelo que tengo que hacer en solitario, un cierre de herida que ayudará a que me quede en paz. Ha preparado mis pastillas, la ropa interior, la bolsa de aseo, y todo un manual de advertencias por si me pongo malo, triste o perdido. Me acerca a Barajas y nos besamos dentro del coche. Antes de bajarme la miro, y percibo la belleza y la melancolía del otoño que se han concentrado en sus ojos.
          El avión que me trae a la India aterriza en el Aeropuerto Internacional de Dabolim con cinco horas de retraso. A la salida me espera un taxi que me lleva hasta el estado de Goa, a cuarenta y cuatro kilómetros de distancia −colonia portuguesa durante más de cuatrocientos años hasta que en 1961 obtuvo la independencia−, que cuenta con unas playas estupendas acordes para la meditación, practicar yoga y donde siempre hay alguien dispuesto a enseñarte a respirar con los chakras. Tengo alquilada una típica casa goana. Muy simple, sin ostentación, sólo con lo necesario, porque cuando llegan los monzones hay que recogerlo todo rápidamente. He elegido este lugar por dos razones fundamentales: La primera, porque es el tercer destino que me faltaba de los pensados con Olivia, y la segunda, porque tengo que aclarar mis ideas, relajarme, analizar qué no he hecho bien y en qué me he equivocado. Es decir: un viaje al interior de las entrañas. En la ciudad no voy a estar muchos días. Después iré a la costa a contemplar cómo fabrican sus nidos las tortugas Ridley que desovan aquí una vez al año. Pero, primero, he de acostumbrarme al cambio de hora, al clima templado y húmedo, a los alimentos cargados de especias, a comer con la mano −porque de no hacerlo, podrían sentirse incómodos−, a la libertad de hacer lo que te dé la gana, a la pureza, a lo exótico que me resulta la mosquitera de cuatro puntos que cubre mi cama y a las puestas de sol…
          El puerto de Mormugao, en la desembocadura del Río Zuari, es la puerta de entrada y salida al tránsito de lo comercial, y uno de los mejores de la India. Camino por las calles y me maravillo de la ausencia de estrés, algo impensable en la jungla de la que vengo. Los tenderetes de las tiendas, montados al estilo mercado de pulgas o rastro −los artículos salen con un precio que siempre hay que regatear−, dan idea del horizonte que presumo creativo: camisas de algodón y seda, alfombras hechas a mano, complementos de cuero, adornos y, por supuesto, ‘Kangan’ −pulseras de varios colores significando cada uno de ellos algo concreto−. En las sociedades donde estamos tan etiquetados no es frecuente converger con quien piensa distinto. Por eso choca mucho comprobar lo bien integrados que están en esta zona el catolicismo y el hinduismo, sin molestarse ni pisar el terreno del otro. La Catedral de Santa Catalina de Goa, que pertenece al Patriarcado de las Indias Orientales, de construcción manierista, me parece una verdadera joya que seduce mis ojos. Tampoco pierdo la oportunidad en la capital de Panaji, que significa “tierra que nunca se inunda”, de pasar por delante de la estatua de Abbé Faria, cercana al río Mandovi. Panjim Kadamba −terminal de autobuses−, el barrio de Fontainhas tan lisboeta, el Instituto Menezes Braganza que alberga la biblioteca central y el Templo de Maruti, forman parte del atractivo que habría sido mucho más hermoso junto a Olivia. Antes de partir a mi segundo destino, compro un sari para Alina, en tonos rojos con adornos dorados, y hago un alto para tomar chai −té negro−.
          Agonda, final de la etapa que realizo, es una playa tranquila donde no abunda el turismo. Bastan unas pocas horas aquí para darse cuenta de que el silencio descubre mucho de uno mismo y debilita el ego que a la corta corrompe. Paralelo a la costa hay un largo camino y la mayoría de los alojamientos se sitúan ahí, al lado opuesto de la carretera. Todas las mañanas los niños de los alrededores acuden a la escuela, situada en el centro de la ribera, educados, en orden y muy respetuosos con las personas y con el entorno natural, ya que no en vano, “El Panchayat” −la administración− ha trabajado duro para concienciar a la gente en que reduzca lo más posible el consumo de energía evitando con ello el daño al medioambiente. Ya no tengo fuerzas para realizar varios desplazamientos. Sólo quiero ir al Cabo de Rama, por si es verdad que el agua de su río está caliente. Aquí no hay museos, ni catedrales, ni lujo, ni tiendas de souvenir, ni monumentos urbanos en memoria de alguien destacado, pero sí hay hospitalidad, y todos los trebejos que se necesitan para arreglarse por dentro. En una sola calle encuentras restaurantes que ofrecen comida casera, y tenderetes que muestran la colorida mercancía de las improvisadas tiendas construidas en chapa y uralita. No necesitan más. Yo tampoco…
          Hari Babu −que significa León y Padre−, con la piel tostada, es un pescador longevo, desdentado y sabio, que ofrece su humilde embarcación a todo aquel que, a cambio de un cuenco de arroz, planee asistir al avistamiento de delfines en su hábitat natural. No descarto hacerlo, pero antes, tendido en hamaca, prefiero disfrutar de los atardeceres y del espectáculo que regalan las águilas marinas cuando alzan el vuelo llevando un pez entre las garras. Cada día, con la caña y un pequeño cubo donde supongo pondrá sus presas, el viejo pasa por delante de mi terraza. Se para, me enfoca con la dificultad que da la tristeza entrecerrada de la presbicia y, como si en un primer momento fuera a decir algo que enseguida se arrepiente, reinicia su peregrinación remolcando el embalaje invisible que le encorva. Durante los seis días que permanezco en Agonda, el hombre repite el mismo gesto, hasta que una noche, cuando faltan solamente cuatro para irme, en un inglés tan precario como el mío, dice: ‘Mañana sales a pescar conmigo, no me hagas esperar…’.
          A la vez que respira Hari emite sonidos extraños que en mitad del mar acojonan, porque uno piensa que de un momento a otro aparecerá un tiburón a arrancarte un pie. De gran sensibilidad y parco en palabras, deja que hable yo mientras lanzo el sedal según sus indicaciones. Empiezo por las cosas que me preocupan, por aquello que podía haber hecho mejor, por la frustración de no tener posibles para sacar a Eloy y Mirta de Cuba, de las expectativas puestas en Alina, de cuanto dejaré inacabado, de la magia de la India que invita a la meditación, de la sonrisa que me provoca recordar una de las frases de Olivia: ¡Cuidado, Miguel, que te cortas en la barbilla…’, de lo equivocados que estamos creyéndonos insustituibles anteponiendo el trabajo a la vida, y de la corazonada, más potente si cabe, de que el tiempo se agota y habrá que ir cerrando el ciclo… ‘Hoy cenamos pescado −que yo identifico como caballa o parecido− al curry y coco’, escucho a la vez que peleo para bobinar el carrete. Sentados en el suelo, sobre una alfombra, después de haber llenado el estómago, el anciano me ofrece una pipa, que fumo con gusto. Antes de despedirnos para siempre, me da una bolsa donde ha metido un poco de cúrcuma, planta que me dice es buena para el hígado, digestiva y anticáncer…
          Carta de La Habana, los amigos del barrio que me esperan para reanudar la partida de mus, el cruasán del desayuno que compro en la pastelería de la plaza, la poesía de Pablo Milanés que sacude de mi lado toda tontería: “El tiempo pasa/nos vamos poniendo viejos…”, el álbum de fotos que tengo que completar, los consejos de Hari Babu −al que siempre recordaré como un hombre bueno, y no veré nunca más−, una sorpresa que dice Alina que tiene para mí y la recta final de mi vida que se acerca, allanan el camino al sueño, que en ninguna cama concilio como en la mía…


MIGUEL Y ELOY
Varios años después de haber salido de La Habana, regresé por periodo de un mes para que la familia, o lo que quedaba de ella, conociera a mi hijo Andy. Mi padre, emocionadísimo por el reencuentro, aguardaba impaciente nuestra llegada. El niño, pegado a mis piernas, caminaba tropezándose. Y era tal la desorganización para recoger el equipaje, que opté por cargar con él apoyado en la cadera. Una pelota de dudas y temores se apoderaba de mi estómago: ¿Habré perdido el acento cubano? ¿Notarán que me he vuelto de costumbres aceleradas? ¿Traeré bastante maquillaje para dar a las amigas? ¿Recordaré la lección de Miguel en cuanto a la diferencia que hay entre ser turista o viajero? Y lo del arroz, los frijoles y el puerco, ¿seré capaz de comerlo a diario, ahora que vengo de menús variados…? Al poquitico de bajarnos del carro de uno de mis primos que nos vino a buscar, Eloy descendió los cinco escalones que le separaban de la calle, todo lo rápido que le permitía la avanzada artrosis. Y lo hizo sin dejar de llorar. Entre sus manos colocó la carita del niño y la cubrió de besos, igual que la mía. El contacto con su piel, la ternura que siempre me había dado y la seguridad de que nada malo podía pasarme si permanecía pegada a él ahuyentaron los miedos de mí, situándome en las raíces habaneras que nunca habían desaparecido del fondo de las entrañas. Entonces, dirigiéndome al pequeño, dije: ‘Este grandullón cabezota de aquí, con pinta de ser la mejor persona del mundo, es tu otro abuelo, mi amor’.
          Me llevó más de dos días limpiar la casa, estaba irreconocible en comparación a lo impoluta que la recordaba. Mi madre, con quien apenas tuve comunicación porque éramos de caracteres incompatibles, abandonó el hogar poco después de haberme ido a España ¡He dejado de quererle, mijita!, dio por toda explicación, cuando la realidad era muy distinta, porque partió a Santa Clara detrás de un hombre que en lugar de quererla la acosaba. Entre ese acontecimiento y el de mis hermanos que emigraron a Estados Unidos, uno de ellos a Miami y los dos restantes a Connecticut y Oregón, respectivamente, Mirta falleció. Por tanto, con nosotros repartidos por ahí, y exceptuando las visitas de mis tías y sus hijos, papá se quedó muy solo. ¡Toma viejo, en Tallin compré esta pitillera vintage de metal para ti! Se rascó la barbilla, la cogió tembloroso y dijo: ¡Pues no se hable más, la ocasión merece un estreno por todo lo alto! De un paquete de cigarrillos negros sin filtro H. Upmann los sacó uno a uno y los encamó dentro de la lata. Encendió el sobrante, y señaló la silla que estaba a su lado para que me sentase. ‘¡Háblame de Miguel, mi niña!’.
         Lo primero que le dije es que no había palabras suficientes en el mundo para agradecer lo que aquella persona había hecho por mí. Aunque del viaje a la India regresó bastante enfermo, aguantó algo más de tres años junto a nosotros. Recuerdo que, recién llegado, cuando le di la noticia del embarazo, me abrazó y con voz entrecortada dijo que se sentía el hombre más feliz de la Tierra, y que nos cuidaría hasta el final de sus días. Así lo hizo. Los cuatro primeros meses del total de nueve estuve en reposo, y los cinco restantes disfrutando de la experiencia de notar cómo un ser humano se abría hueco dentro de mí. Al poco de nacer Andy, su padre dijo no estar preparado para cambiar pañales y dar biberones… Nos mudamos a casa del viejo, que ya apenas salía, y contratamos a una persona para que se quedara al cargo de ellos mientras yo iba a trabajar. He pensado muchas veces que, una vez cumplidos los sueños configurados con Olivia, su organismo llegó hasta ahí y se fue apagando... Me trató como a una hija y solamente me pidió una cosa: ‘Alina, ¿llevarás mis cenizas a la Cuerda Larga, uno de los ramales montañosos de la Sierra de Guadarrama?, me gustaría que se esparcieran allí porque también están las de mi mujer’. ‘Ay mi hermano, no digas tonterías. Eso no va a pasar todavía, ¿oíste?’. Pero sabíamos muy bien que se acercaba un temporal con pronóstico grave y reservado. Al siguiente fin de semana, dos de sus sobrinos y yo cumplimos ese último deseo…
          Andy y Eloy hicieron muy buenas migas. El niño alucinaba viendo al abuelo tallar en ramas gruesas de madera guerrilleros en miniatura. Y como papá no estaba en condiciones de moverse en las guaguas, prefirió quedarse en casa disfrutando del nieto. Yo tenía pendientes dos visitas que no quería dejar de hacer. Recuerdo que de pequeños bromeábamos con Mirta diciendo que la enterraríamos en el Cementerio Chino de La Habana, porque sus rasgos nos parecían más orientales que caribeños, pero lo cierto es que sus restos descansan en el de Colón, el más grande de toda Cuba. Lo comenzaron a construir en 1871, levantándose en primer lugar “La Puerta de la Paz”, de estilo románico y bizantino, por el arquitecto español Calixto de Loira. La entrada al camposanto da a la Calzada de Zapata, avenida al norte del barrio de El Vedado. Hasta llegar a la tumba estatal de ella, tuve que realizar un largo recorrido. Pasé por delante de la del escritor Alejo Carpentier e incluso me detuve en la de Alberto Korda −famoso por fotografiar a Ernesto Che Guevara mirando el cortejo fúnebre de las víctimas del atentado terrorista al barco La Coubre, el 5 de marzo de 1960, en el que hubo cien fallecidos y doscientos heridos−. En ese momento pensé en Miguel, y recordé una frase que decía a menudo: ‘Los muertos viven porque van contigo’. Cierto, por eso no me iría sin volver al Malecón, pero antes… En la lápida de mi abuela busqué un escondite donde dejar los pendientes de ámbar color miel que compré para ella en Tallin. Ahuequé las flores del espacio insertado en el mármol, y los puse ahí.
          Andy tuvo la tripilla suelta y algunas décimas de fiebre. Nada alarmante, pero preferí llevarlo conmigo. Una de mis amigas me prestó su carro para llegar a la ciudad de Santa Clara, fundada en 1689. Alberga la Cayería Norte, inmensa barrera de coral que se extiende desde Hicacos −Varadero− hacia el oeste, una de las maravillas del mundo. Mamá me citó en el Parque Vidal, ubicado en el centro histórico de la urbe. Allí también me llamó bastante la atención la fuente de “El niño de la bota”, que representa eso, a un pequeño de seis o siete años de edad que, durante la guerra de secesión de Estados Unidos, llevaba agua en las botas a los enfermos y heridos en la contienda. Mientras esperaba afiné el oído y, emocionadísima, recibí el sonido de ciertas expresiones de mi país que tenía acostadas: “¡Está bueno ya!  −¡Basta!−, guanajo −simple y tonto−, acere, ¿que bolá? −hola, ¿qué tal?−, fanguero −lugar con mucho barro…−”. Fuimos a comer congrí −arroz con frijoles− en el restaurante El Alba, cuya decoración está hecha con caricaturas de los artistas plásticos de la localidad. Cruzamos muy pocas palabras, todas en torno a mi niño. Después mamá se marchó con la misma frialdad con la que vino.
          Apresúrate mijita, que no llegamos’, gritó Eloy al otro lado de la puerta… Antes de retornar a Madrid recorrí La Habana de nuevo. Y, ahorita que lo pienso, encontré algunas calles tan irreconocibles a consecuencia del abandono urbanístico que me pareció transitarlas por primera vez. ‘Se lo debemos al abuelo Miguel, chamaco’, le dijo papá a Andy, que estaba encantado viendo el mar desde El Malecón. Se refería a recordarle allí, sentados sobre el muro que tanto le gustaba. Me contó que ahí mismo, donde nos encontrábamos, comprendió que la generosidad de las personas puede traspasar los límites de la resistencia, y que lo vio claramente en aquel hombre que llegó a Cuba solitario y entristecido, con un propósito firme, y salió de la isla con el convencimiento de haber encontrado a una buena familia y, lo mejor de todo, a mí, una hija para él. Me caían las lágrimas. Discrepé con papá, porque si había alguien afortunado era yo, por contar con dos padres maravillosos. El niño se abrazó a Eloy. Y entonces, no sé por qué, me vinieron a la mente unos versos de los que el viejo anotaba en papeles que después repartía por la casa: “Nos hicieron creer que cada uno de nosotros es la mitad de una naranja, y que la vida sólo tiene sentido cuando encontramos la otra mitad. No nos contaron que ya nacemos enteros, que nadie en nuestra vida merece cargar en las espaldas la responsabilidad de completar lo que nos falta” (John Lennon).  Me resultó muy doloroso dejar solo a mi padre en circunstancias físicas tan vulnerables, pero sabía también que, si optaba por quedarme con él, mi hijo no tendría iguales oportunidades que en Europa o Norteamérica −si decidía emigrar allí cuando fuese mayor−. Dilema, rabia, impotencia, ganas de chillar, úlcera que supura…, y todo a punto de reventar dentro de mí. Eloy se empeñó en acompañarnos hasta el aeropuerto, y el nieto no se soltaba de su mano. Aquello, con un fuerte sentimiento de culpabilidad, me rompía por dentro… La última imagen de papá que recuerdo con nitidez es esa de nuestra despedida, de pie derecho, tapándose el rostro a la vez que tiraba el bastón al suelo, y Andy, apretado a mi cuello, decía: ‘Mami, yo quero que se venga con nosotros elagüelo’.
          En un cajón del aparador encontré una carpeta que Miguel había conservado con la documentación y pasos que siguió para traerme a Madrid desde La Habana. Guardadas en sobres de visita pulcramente alineados había algunas tarjetas que llamaron mi atención. Entre ellas una de un alto cargo de inmigración con un número de teléfono escrito al dorso. Probablemente, pasados tantos años, ya no estarían las mismas personas, pero por intentarlo no perdía nada…


ALINA
Alina, mi madre, sufrió mucho por no poder sacar a Eloy de La Habana y traerlo aquí con nosotros cuando la recta final de su vida, por edad y degeneración, parecía estar cada vez más próxima. Pero el abuelo, de quien hemos heredado la testarudez, entre otras muchas cosas, era un tipo con las ideas bastante claras, muy suyo, que decía que hasta el último aliento sus pies no pisarían más suelo que el habanero. Los exámenes finales me tenían como un zombi deambulando por la casa, por eso no escuché el móvil de mamá, con su dichoso “Let it be" como tono de llamada personalizado. Así que no pude reaccionar hasta verla desplomarse en la silla, temiéndome que no había recibido buenas noticias. Compramos el billete de avión por Internet y se fue esa misma noche con el corazón en un puño por si no llegaba a tiempo de ver a su padre. Semana y media después regresó sumida en una profunda depresión, de la que ya no saldría. Como tampoco la sonrisa, esa que tanto iluminaba el sitio donde ella estuviera, asomaría nunca más a balconear por la comisura de sus labios.
          Mami se metió en médicos, porque no se encontraba bien. Tras muchas pruebas diagnosticaron que padecía una enfermedad hereditaria llamada anemia drepanocítica, que en Cuba se conoce como sicklemia, y que produce una destrucción de los glóbulos rojos más rápida de lo normal. Crisis de dolor, órganos dañados y trastornos neurofaciales, son síntomas que se dan frecuentemente. Por tanto, ante tamaña perspectiva, pospuse la selectividad y me dediqué a cuidarla. Pasó dieciocho meses de la cama al sillón y viceversa, escuchando sus óperas favoritas: Katia Kabanová, de Leoš Janáček, o Rigoletto, de Verdi, entre otras, alternándolas con la música de Noel Nicola o Amaury Perez, seguramente para sentirse más cerca de su patria. Aquello fue todo un revés, porque además del sufrimiento de mamá, que fue mucho y muy severo, es que también quedaron en papeles de estraza ajados nuestros planes y la tradición de recorrer el mundo, desmoronándose ante nosotros el castillo de naipes sobre el que íbamos a construir el futuro. Sin contar que el destino, cabrón y traicionero, posee la potestad de manejarlo todo a su antojo… Si se cumplía el pronóstico, cuya respuesta era más bien afirmativa, me quedaba solo y con la brújula de los sentimientos bastante tocada…
          Eran las fiestas del barrio y mamá quería que me despejara y divirtiera un rato, pero no lo necesitaba, y sí pasar el mayor tiempo posible con ella. Esa noche había luna llena y nos gustaba mirar por la ventana, encontrarla más reluciente o mate, fea o bonita, misteriosa o evidente…, según estuviera también nuestro estado de ánimo. Nací en plenilunio y siempre me han contado que ese día el abuelo Eloy fue a contemplarla desde El Malecón… Tendido en la cama a su lado, un mes después de haber pasado uno de los episodios más difíciles que recuerdo durante su enfermedad, cogió unos álbumes de fotos y me enseñó algunas que nunca había visto del lago Ülemiste en Estonia, del Cabo de Rama en India, tomando mojitos en La Bodeguita del Medio, tumbados al sol en la playa, subiendo un monte, cruzando un río, abrazada a un muñeco de nieve con una pierna en suspensión, regateando en los mercadillos hippies, o pintando mi habitación en rojo, porque había leído un artículo sobre Reiki donde decía que dicho color proporcionaba ganas de vivir y fuerza para llevarlo a cabo… Entendí que así, sin palabras, solo con imágenes, me decía muchas cosas, y resumía parte de las biografías de los abuelos, de Mirta, del tiempo vivido con mi padre, de los recuerdos de Olivia tan presentes, de las oportunidades para llevar a cabo determinados sueños, de mis chaladuras de infancia, de los amigos que tanto la han querido, y de ella, que es para mí la mujer más hermosa del mundo... Recostó la cabeza sobre mi pecho y pensé en lo corto que es todo…
          A finales del otoño, cuando los días tienen menos horas de luz, mamá murió. Yo estaba hecho un mar de dudas porque pronto tendría que tomar ciertas decisiones. No sabía si buscar trabajo en Madrid, o emigrar a Canadá, país que me sedujo desde niño −no en vano me he criado entre mapas−. Pero lo primero era cumplir las últimas voluntades que Alina dejó detalladas, igual que hicieran sus antepasados. Disponía del dinero recibido en herencia, cantidad que, distribuyéndola bien, para alguien como yo acostumbrado a gastar lo imprescindible, daría para mucho. Llegué a la zona de Peñalara, en la cara norte de Cuerda Larga, y como pude, sin ninguna experiencia, accedí al Risco de los Pájaros, cuya altitud −de pánico− era de 2334 metros. Y desde ahí, las postales que descolgaba el horizonte nevado y montañoso eran espectaculares. Mami dejó instrucciones muy claras: ‘Estoy segura que el sitio te enamorará, justo donde lo verás puntiagudo y sobresaliente. También asistirás al vuelo magistral de las águilas y buitres, escapándose de la vegetación cuando presienten que acecha algún peligro. Lleva hasta ahí mis cenizas y unos pétalos de narciso amarillos – ese color es el de la sabiduría, y conecta a uno de los siete chakras− o de crocus violeta, cuya textura es como la de la cáscara de huevo. Arrójalo todo al vacío, que el sentido del viento se encargará de orientar la caída…’. Así lo hice, paso a paso, en el mismo lugar donde ella tiró las del abuelo Miguel…
          A las nueve de la mañana de un miércoles a mitad de febrero, pisé tierra en el Aeropuerto Internacional de Santiago de Cuba. La parte de mi sangre habanera hervía de ganas empujándome a conocer el país a fondo, pero ese viaje relámpago tenía un único objetivo, y no podía perder mucho tiempo, quizá en un futuro no lejano… Lo primero que hice fue localizar el Hostal La Ceiba, en el centro de la ciudad −mismo nombre del árbol que en culturas prehistóricas se consideraba sagrado−. Desde la agencia tenía reservado un jeep con chófer que me llevaría hasta Parque Nacional Turquino, en el centro Oeste de la Sierra Maestra, donde un amabilísimo guía haría para mí el trayecto muy agradable. Cuando dejamos el carro y continuamos la subida a pie, algunas piedras estaban resbaladizas por la lluvia caída el día anterior. Yo buscaba un lugar muy concreto, cercano al puesto de Radio Rebelde: la emisora de la Revolución fundada por el comandante Ernesto Che Guevara el 17 de febrero de 1958. Sólo tenía como referencia del sitio una postal del abuelo que recibió mamá por su cumpleaños. El escenario visual no podía ser más majestuoso, porque jamás había visto un abanico de tonalidades igual. Me costó trabajo localizar el tronco al que le faltaba un determinado pedazo, como si alguna vez en la noche cerrada un peligroso mamífero le hubiera hincado el diente. Pero, mirado desde otro ángulo, lo que parecía era la entrada a un refugio. Saqué de la mochila un fular corto de lana y seda en color rojo, que mami no se quitó del cuello los últimos meses, y ahí lo dejé sujeto con una piedra encima. Sabía que, poco antes de derrocar al dictador cubano Fulgencio Batista, y que el líder del Ejército Guerrillero, Fidel Castro, tomara el poder, su padre anduvo junto a ellos por el monte. Seguramente ese simbolismo fue lo que empujó a mi madre a elegir el mismo o similar paisaje, para dejar algo suyo donde antaño un grupo de personas lucharon y creyeron que podían ofrecer un mundo mejor repartido: más justo, más equilibrado, menos discriminador… Aunque después la Historia pone a cada cual en su sitio implacablemente.
          Estoy muy orgulloso de la familia que he tenido. Responsable, profunda, variada, comprometida, aventurera, con espíritu viajero… Olivia, Miguel, Mirta, Eloy, Alina… Todos y cada uno de ellos, con su personalidad perfectamente estructurada, han sido para mí, y lo serán siempre, engranajes imprescindibles que fundamentan la maquinaria que me obliga a rodar, aun sin ganas, porque, como afirmaba uno de los abuelos: ‘De momento, si no cambio de opinión, darme por vencido no entra dentro de mis planes más inmediatos’. En mi hogar de Madrid, que se ha quedado tan grande, y donde presiento que voy a estar muy poco, he cerrado varias habitaciones, aunque el duelo continúa dentro de mí. Sentado en el suelo sobre una alfombra de Cachemira, elijo una recopilación de cantatas de Händel, mientras leo el libro de poesías de Eliseo Diego que compré en Cuba: “…un poema/no es más que unas palabras/que uno ha querido, y cambian/de sitio con el tiempo, y ya/no son más que una mancha,/una esperanza indecible…”. Paseo la vista por la vitrina donde está guardada la porcelana, y me doy cuenta de que nunca hasta ahora había reparado en ella, en las manos que la colocarían al principio guardando una cierta armonía, en las siguientes que retirarían el polvo de la dejadez en sus bordes, en las de mi madre que acariciarían aquellos platos y aquellas tazas admirándolas como ejemplares únicos. Junto a todo eso, comportándome como un recién llegado que empieza a descubrir los objetos de los muebles, observo que hay una pipa con tabaco, una pila de guías del mundo, billetes de avión caducados de fecha, y de distintos medios de transporte, una botella con agua del Caribe, recortes de prensa, y una bolsa de tela con agujas de tejer y ovillos, que son parte de alguna prenda incompleta para abrigar en invierno...
          Parece que estoy viendo al abuelo Miguel recortándose la barba, mientras me guiñaba un ojo y le decía a mamá: ‘¿A dónde vamos con el niño en primavera…? Ahí no, Alina, que los búfalos me asustan…’.


ANDY

No sé si la abuela Olivia, de la que tanto he oído hablar y a quien imagino cercana, cariñosa, con suaves tonos de maquillaje realzando su belleza y prendas muy sencillas, hubiera querido conocer el sudoeste de Inglaterra, y más concretamente la ciudad de Bath, fundada por los romanos como un complejo termal en el condado de Somerset, pero por si acaso la traigo conmigo en el corazón, como al resto de los que ya no tengo al lado. Siguiendo la tradición familiar que nos define con espíritu algo nómada, extiendo sobre la tabla donde se trazan las rutas el mapa configurado con los sitios que voy a visitar, haciendo acopio de cuantas notas he recopilado respecto a costumbres, cultura y lugares más emblemáticos, que no famosos. Destacando, por supuesto, el Teatro Royal, en Saw Close, donde pienso disfrutar del mejor Shakespeare −soy de gustos bohemios− y del impresionante salón en el que, a su hora, sirven el té mayordomos idénticos a los que había en el siglo XIX.
          Me muevo por las calles de esta ciudad con suelo de adoquines en las peatonales y amuralladas por edificios prácticamente de tres alturas, de estilo georgiano y característicos por sus piedras color miel extraídas de las canteras de la región. Casi todo el cielo en Reino Unido es una película gris aislante que no deja penetrar el buen humor que aportan los rayos del sol. Quizá de ahí venga el hermetismo británico que, según mi opinión, les hace ser tan rancios. En el tiempo escaso que llevo he comprobado que los botanienses son de trato seco, chocante para un tipo como yo que ha crecido en lo coloquial y rodeado de calorcito. Antes de hacer el “check-in” en el albergue Backpackers −que no está mal para pasar algunas noches si no eres muy exigente−, la parada obligatoria, según me indicaron en el aeropuerto, es deleitar el paladar con un manjar típico de esta tierra: los “Sally Lunn buns” −bollos cuya receta de horneado mantienen en secreto−. ¡Cómo le habrían gustado a mi vieja! Sé que estoy preparado y abierto a cuanto me depare esta aventura. Hoy mis circunstancias son muy distintas a cuando viajé solo por primera vez para cumplir los últimos deseos de mamá. Sin embargo, por miedo a que la adrenalina que segregan las emociones solape el recuerdo de los míos, traigo una serie de amuletos que harán mi periplo mucho más ligero: La navaja multiusos de Miguel, la foto de El Malecón en la que Mirta aparece con una postura como si estuviera flotando, la funda billetero de tela impermeable donde mami, cuando salía por ahí, guardaba la documentación y el dinero por si le robaban el bolso, una carta que me escribió Eloy estando ya muy malito y el prendedor para el pelo de la abuela Olivia.
          He madrugado bastante. En el desayuno sirven “baked bens” −tostadas que llevan por encima alubias cocinadas en salsa de tomate−. A mí, que soy de chocolate con churros, me dan ganas de salir corriendo al váter y regalarle los jugos de mis últimos lustros, pero me adapto si no quiero desfallecer. Siento gran curiosidad por conocer el puente Pulteney, que se hizo para atravesar el río Avon. Así que, ataviado con el equipo completo de caminante, me dirijo hacía él. Fue diseñado por Robert Adam y finalizaron sus obras allá en 1773. Es habitable, y forma parte de los únicos cinco existentes en el mundo que también lo son. Visto desde el lado norte parece un suburbio suspendido por grandes columnas que surgen del fondo del agua, tan distinto de la cara sur que, si se mira de lejos, da la impresión de ser un pequeño pueblo elegante con torreones y campanarios. La realidad es que atravesarlo es impresionante, ya que a lo largo de toda la estructura hay tiendas de antigüedades, un bar de zumos y diversos comercios de los que al abuelo Miguel y a mami tendríamos que haber sacado a empujones. Me quedo un rato mirando a un mimo transformado en Estatua de la Libertad. ¡Qué bien lo hace! Y cuando cae una moneda en su cajón de hojalata parpadea una luz en la antorcha.
          Con una botella de agua y dos recipientes de comida asiática que he comprado en un punto de venta callejera, me siento en el césped frente al “Royal Crescent”, que es un conjunto de viviendas pareadas como en cuarto creciente y con una fachada que crea una instantánea que da aspecto de palacio. Después de esa franja reservada al “Afternoon Tea” −té de la tarde− con “scones” −panecillos típicos de Escocia con “clotted cream” una nata densa típica de Inglaterra−, visito el “Postal Museum”, que está alojado en el sótano de la oficina de correos. Contiene exposiciones de plumas y sellos, buzones, vestidos de época y toda clase de complementos del cartero. Mientras que un guía trata de despertar el olfato a tinta y papel que allí planea, por alguna extraña razón, delante de la vitrina que protege los sellos de caucho, me viene a la memoria La Habana y el abuelo Eloy. Mamá contaba que en el Hospital Universitario General Calixto García, donde trabajaba como enfermero, los pacientes pedían que fuera él quien los bajara a las pruebas médicas, porque decían que deslizaba la camilla con tanta delicadeza como lo haría un trasatlántico de seda a toda máquina por los pasillos. Cada semana el abuelo nos escribía, a veces para contar chismorreos y otras para insistir que se encontraba animado, pero sabíamos que no era así. De pequeño, en el colegio, fantaseaba con mis compañeros afirmando que algún día me iría a mi castillo en el imperio de Cuba…
          Costwolds es un distrito no metropolitano cuya zona típicamente inglesa se halla ensamblada entre lomas verdes y pequeños pueblos. De todo su perímetro elijo la aldea lanera de Painswick −desde Bath merece la pena hacer el trayecto en tren−, estampada sobre una colina que mira a los valles Stroud. Antes de introducirme por los prados, en honor de mami que tan presente la tengo en este viaje, hago un alto en “The Royal Oak”, un pub restaurante del siglo XVI con decorados medievales y una chimenea de leña que invita a quedarse. Bean Howard es el hijo del encargado. Calculo que sea aproximadamente de mi edad, o puede que algo mayor. Es educado, solo bebe cerveza y se maneja bien al otro lado de la barra. No hay más clientes, así que le hago un par de preguntas, y por suerte para mí la conversación se prolonga. Descubro a una persona misteriosa, inconformista, que se lo guarda todo para sí −mi carácter latino-caribeño es más dado a expresar−, con un desagradable a veces humor ácido que a mí desde luego me descoloca y desvela, desde mi punto de vista, esa imagen tan anglosajona de creerse superiores al resto de la humanidad. Aunque claro, después uno profundiza y…
          Es la primera vez que me emborracho y, para ser del todo sincero, no sé por qué lo hago. Claro que, a quien se le diga que con media pinta de cerveza rubia estoy al borde del coma etílico, se parte de la risa. En casa siempre había una botella de ron de la marca “Legendario. Añejo Blanco” −producido en Santiago de Cuba−, que mamá mantenía precintada y tan sólo en ocasiones especiales ponía de adorno en la mesa junto a unos platicos −muy a su manera− con picadillos de queso, jamón, aceitunas, y a veces, dándome gusto, añadía unos saliditos con pedacitos de pizza. Recuerdo que el abuelo Miguel, guiñándome un ojo e imitando el acento cubano, decía, señalando con un dedo al frasco de vidrio: ‘Mijita, ¿pero que tú no comprendes que esto es una tentación para las tripas y una pena dejarlo así, echadito a perder?’. Entonces, pasados unos minutos de silencio, nosotros dos rompíamos a carcajadas, mientras que ella, enfadadísima, refunfuñaba llamándonos tontos de remate. Painswick invita al recogimiento, o eso es lo que yo percibo. Me impresiona la belleza de la antigua iglesia de St. Mary, con sus 99 árboles del tejo −cuentan que cada septiembre se recortan y que las partes más frescas se utilizan para elaborar el “paclitexel”, fármaco para el tratamiento del cáncer− entre tumbas que datan del siglo XVIII. Y no me voy sin visitar Art Couture Gallery, donde encuentro una amplia gama de cerámica de artistas locales, joyas hechas a mano y muchas obras de arte “wearable−vestidos que cambian de color y de tamaño, por ejemplo−.
         Horas antes de abandonar Reino Unido, y con síntomas de estar incubando un fuerte resfriado, regreso a Bath entrada la media noche. He dejado para el final una de las visitas estrella que ofrece esta ciudad: los jardines Parade Gardens, donde me sorprenden unas bellísimas estatuas florales. Sentado en una hamaca, bien abrigado, a pie de césped y a nivel del río Avon, repaso tramo a tramo lo que ha dado de sí el viaje. Las cosas que inevitablemente van a quedar atrás y cuantas me llevo instaladas por debajo de la piel en pequeñas partículas. Ahora no sabría precisar en cuál de mis cumpleaños el abuelo Miguel, que entonces salía poquísimo a la calle, no me compró ningún regalo material. Pero cuando llegué del colegio tenía en los pies de la cama un paquete. Lo abrí y corrí a darle un abrazo. Con lágrimas en los ojos dijo que era uno de los libros de poesía preferidos de la abuela Olivia, y que a ella le hubiese encantado que lo tuviera yo. Así que sin grandes esfuerzos vienen frescos a mi memoria los siguientes versos de la estadounidense Elizabeth Bishop, poetisa laureada nacida en 1911 en Massachusetts: “Perdí mi tierra, mi rumbo y aguanto/de lo más bien tanta pérdida. Es cosa/de acostumbrarse: no, no es para tanto”. Cierro los ojos y reflexiono sobre mi futuro, ultimando detalles hasta dar el paso definitivo que cambiará mi vida por completo. Cuando los vuelvo a abrir tengo a Bean Howard delante, maquillado y pidiéndome ayuda para ponerse el traje que le convertirá en Estatua de la Libertad
        La vez que mami volvió de La Habana de enterrar al abuelo Eloy, la sorprendí con la nariz rastreando los muebles, las cortinas, las servilletas, las estanterías a rebosar de revistas, de papeles que llevan ahí siglos, de discos de vinilo… Fue también al cajón de las servilletas, al otro donde guardamos la ropa de cama, a la despensa y por último a la cocina… ‘¿Pero, ¿qué haces?’, pregunté alarmado y pensando que había perdido la cabeza. Me contestó muy sería: ‘Reconocer los olores del hogar es volver a los instantes de amor y de diferencias que se establecen en toda relación’. No dudo que sea así, pero en cualquiera de los casos acabo de abrir la puerta de mi casa y de momento solo huele a cerrado…



MADRID
Recoge el cuarto, Andy. Y lo que tengas para lavar ponlo en el cesto de la ropa sucia. Ordena el armario, mijito, que parece una leonera. Vamos, por favor. Date prisa’, habría dicho mami si viera que lo tengo todo manga por hombro, con cajas y paquetes invadiendo las habitaciones. Hacer maletas es una aventura donde los participantes son las cosas que hemos decidido llevar con nosotros, pero embalar un hogar es guardar las caricias en el tejado abuhardillado de la memoria, incorporando también el fracaso, el desengaño, los restos de pintura desprendida de las paredes y los cimientos que, debilitados por la adversidad, sin firmeza han tambaleado. Entre libros, en las estanterías de la galería que ya en su momento la abuela Olivia mandó acristalar para ganarle espacio al comedor, encuentro un tesoro incalculable de material recopilado de viajes que Miguel y mamá realizaron, y que yo recibo como el mejor patrimonio que podían dejarme. Un panel compuesto por entradas a museos, billetes y planos de metro, pasajes de avión, programas de actividades culturales, mapas urbanos, tiques de mercadillos, facturas de hostales, hoteles y muchas fotos, destacando una muy arrugada, amarillenta, con las puntas comidas, y en cuyo pie hay escrito: “Hari Babu. El sabio de Goa”. Lo guardo todo en una mochila de colorines, junto con cuadernos y demás documentos que más adelante revisaré, porque estoy convencido de que eso va a reforzar mi vida de aquí en adelante. Aunque no queda más remedio, por cuanto complicaría el traslado, duele dejar bajo la tutela del papel burbuja otros objetos que contienen un enorme valor sentimental: las tazas de porcelana que nunca se usaron, algunos muebles antiguos y los que nosotros incorporamos de segunda mano o de Ikea, la máquina de coser en la que el abuelo arreglaba nuestra ropa con mucha destreza, el carro de la compra donde me montaba de pequeño hasta llegar a la frutería y el teatro de guiñoles, a tamaño natural, que alguien me regaló unas navidades.
          Emparejado con los barrios de Malasaña y de Ríos Rosas está el de Justicia −llamado así porque acoge las sedes del Tribunal Supremo y el de Cuentas−. Recorrerlo es como volver a los columpios de la infancia, al tostado de las palomitas deslizándose por la superficie de la lengua, a la película de los viernes alquilada en el videoclub, que los tres veíamos con los pies metidos casi en la estufa, y a los domingos soleados en la plaza Santa Bárbara cambiando cromos de la liga de fútbol con los amigos. También íbamos a la calle San Mateo con Hortaleza, a “La tapita del Cantábrico”, un bar donde trabajaba de camarero nuestro vecino. Ahí solían sentarme en el taburete próximo a una especie de pecera redonda llena de cacahuetes sin cáscara que había encima de la barra, y en la que, aprovechando cualquier descuido de los mayores, yo metía la mano. A pocos metros de allí, a la altura del número diez de la calle de San Lorenzo, vivía una modista, amiga de mami, también cubana, a la que visitábamos una tarde de cada mes, y que, en agradecimiento, nos obsequiaba con ensaimadas que después nosotros mojábamos en chocolate espeso y caliente. Su hija, una niña guapísima, responsable, algo empollona y extremadamente delgada, se empeñaba a toda costa en decir que éramos novios. Nada más alejado de la realidad. Perdimos todo contacto cuando fijaron su residencia en Alcañiz, un municipio de la provincia de Teruel, adonde fueron a abrir un taller de costura. Poco a poco dejamos de frecuentar la zona. Ahora que lo hago para despedirme, ha cambiado tanto que apenas me reconozco en pantalón corto correteando por ella.
          Estos últimos días apuro lo que queda en la nevera, pero me doy cuenta de que me faltan todos los ingredientes para hacer un caldo castizo, cuya textura perdure dentro de mí por largo tiempo. En el mercado, al pasar por delante del puesto de flores donde mamá tuvo su primer trabajo, alguien me reconoce: ‘Tú eres el hijo de Alina, ¿verdad?’. ‘Si, lo soy’, contesto. ‘¿Sabes?, fuimos compañeras y nos llevábamos muy bien. ¡Qué buena persona era! Me apené muchísimo cuando supe que había muerto. Lo siento de verdad, hijo’. ‘Gracias, señora’. ‘¿Qué te trae por aquí?, no te había visto antes’. ‘He venido a comprar zanahorias, puerro, apio, morcillo y un cuarto de gallina, es que me hace falta para preparar un consomé’. ‘Espera que eche el cierre y te acompaño, hoy ya he vendido todo el bacalao…’. Se agarra de mi brazo y no para de hablar. ‘Desde que ahí −señala enfrente− abrieron el centro comercial nos han jodido de lo lindo. Ya nadie apuesta por este tipo de plazas de abastos, dicen que solo los viejos y los que todavía se resisten al “todo envasado” siguen comprando aquí. ¡Qué tontería!’. Continúa su monólogo eligiendo los mejores puestos donde debo adquirir la mercancía, presentándome como si fuera de su familia y achuchándome a cada rato. ‘Anda que no lo pasó mal tu madre cuando el cabrito de tu padre la dejó. Pero como yo digo: ¡Más vale humo que escarcha!’.  ¿Te apetece un helado?’. Me excuso y la emplazo quizá para otra ocasión, pero la verdad es que no me gusta lo que transmite, porque mami nunca habló mal de papá, todo lo contrario. He crecido sin rencor hacia él, teniendo muy claro que las decisiones de las personas merecen respeto, porque hasta lo más inverosímil tiene explicación. Contribuyó a darme la vida, y siempre tuve claro que, en el momento en que yo lo quisiera, pondrían a mi alcance todas las herramientas de búsqueda para dar con su paradero. Una noche que cenamos solos el abuelo y yo le pregunté: ‘¿Por qué nosotros no tenemos marido?’. Me miró como a punto de acabar conmigo y respondió: ‘Pues porque entre lo blanco y lo negro hay más colores…’.
          Mientras se cuecen los fideos y reinicia el ordenador, me pongo una copa de vino blanco y leo estos versos de Walt Whitman: “No dejes que termine el día sin haber crecido un poco,/ sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños./ No te dejes vencer por el desaliento./…No dejes de creer que las palabras y las poesías/sí pueden cambiar el mundo”. Nunca imaginé ni por asomo que me vería en la tesitura de dar un giro radical al mío, pero ha llegado la hora de cerrar la casa de Madrid. Quizá esta migración no sea un adiós definitivo, pero sí el ánimo indefectible de salir del acotado espacio sentimental que, de manera puntual, ha bloqueado mis fuerzas con vivencias que, de tanto escucharlas, hice mías. Que nadie piense que dicho lo anterior voy a olvidarme de mis antepasados. Por mi parte sería muy desagradecido hacerlo, ya que sin ellos no habría sido nadie. Es sólo que necesito otro escenario para cambiar las cortinas por estores, la lumbre de gas por una de inducción, las sábanas de hilo por las que no se planchan, los sillones estampados por pufs desiguales, los perfumes a lavanda por uno con más cuerpo, y las cañerías de plomo por la cualidad de volver a ilusionarme… Que no estoy acostumbrado a beber se sabe, así que, muy confundido, entre un sobrante de alcohol agrietado en mis labios y el paño de vaho que cubre los azulejos, creo haber oído el timbre de la puerta. Son las sobrinas de Miguel, a las que he citado para comunicar mi partida inminente y poner a su disposición el inmueble, ya que al menos dos de ellas, seguramente malmetidas por terceros, consideraban que mami y yo éramos inmigrantes hambrientos, aprovechados y sin escrúpulos a la caza de la fortuna del viejo. Hasta que tuve conocimiento de los parentescos de sangre, que no tienen que ver en absoluto con los del corazón, las consideré mis tías. Fui al mismo colegio que sus hijos, pasamos algunas gripes juntos −eso une mucho− y defendí ante los compañeros la integridad de nuestros coches de bomberos teledirigidos. Al margen de los rencores y desprecios padecidos, creo que en el fondo me quieren…
          Miro el reloj nervioso, están dando las seis de la mañana. Faltan pocas semanas para que llegue la primavera y todavía las temperaturas a primera y última hora descienden bastante. En breves minutos despega mi avión, cierro los ojos y me digo: ‘Si pudiera dormir un poco’. Me dejo llevar… Parece que estoy viendo a mami conmigo en brazos delante de las carteleras de los cines de la Gran Vía decidiendo cuál iría a ver el siguiente miércoles, día del espectador. Al abuelo Miguel con las manos manchadas de grasa arreglando la cadena de mi bicicleta, a Eloy pixelado de ternura cuando me tuvo cerca, a Mirta manejando los fogones y a Olivia trazando rutas a lo desconocido… Empezamos a tomar altura y, en cuanto la ciudad que me lo ha dado todo va quedándose pequeña, comprendo que ya no hay vuelta atrás. El pasajero que ocupa el asiento contiguo al mío diseña vestidos de fiesta en un cuaderno de dibujo, y no pierde detalle de las notas que subrayo sobre el país multicultural al que me dirijo. Debajo de nosotros, majestuosa y con inigualable personalidad, la lengua del Atlántico Norte se va ensanchando. Entonces pienso en Alina Rodríguez, mi madre, aquella muchachita que, desde La Habana, con una maletica insignificante, lo cruzó en sentido contrario al mío, con los mismos miedos e idénticas emociones, seguramente, que ahora llevo yo encima. ‘Abróchense los cinturones. Iniciamos descenso’, me coge desprevenido y con lágrimas. Bean Howard, que ha viajado desde Painswick, Inglaterra, me espera impaciente en el Aeropuerto Internacional Toronto Pearson, Canadá…


CAMBIOS
Recuerdo que cuando bajé del avión llevaba una masa de nervios enredada entre las tripas. Había dejado atrás todo lo conocido hasta entonces: la calle que me vio nacer, el hogar que siempre fue para mí un refugio, los amigos que se han mantenido fieles a pesar de no haber sido muy dado a la vida social, y la única marca de leche que tolero y me gusta. Pero, sobre todo, lo que verdaderamente me tenía en ascuas −un problema más mío que de los demás− y preocupado, por si llevaba escrito en el empedrado de la frente que a partir de ahora dormiría con un hombre, era la relación amorosa que iniciaba con Bean Howard, y el agobio que me removía las entrañas por si no estaba a la altura. Por la angustia de sentirme señalado con el dedo, de parecer un bicho raro en la distribución encasillada de la sociedad, de no arriesgar por pudor al qué dirán, de haber dado el paso equivocado, de que a continuación del relajo me salga la pluma loca y, por supuesto, de no aceptar aquello que he venido negando desde la adolescencia.
          ¿Nos quedamos con esta lámpara o te parece atrevida?’ −digo, alzándola con la mano, y cuya tulipa es el mapa de Asia, aunque al prender la luz lo que aparece es la figura de Ava Gardner−. ‘Sí. Ok. Nos la llevamos…’. Han bastado seis meses organizándolo todo, dos de ellos con Bean allí, para realizar, por la vía legal, nuestro traslado a Toronto. Es decir, que además de conseguir un “basement” −sótano− económico en el barrio alternativo de “Kensington Market”, bohemio, hippie y con toque latino, también ha obtenido ambos permisos de trabajo −lo cual no es fácil en estos tiempos− en un establecimiento de comida rápida. Las escaleras que bajan a nuestra casa se parecen a las de cualquier boca de metro, con idéntica inclinación e igual fealdad. Eso sí, una vez dentro la cosa cambia. La cocina, como es costumbre en Canadá, está pegada al salón y completamente amueblada, el resto de piezas no. Pero, amarrados a los chispazos de apasionamiento que se producen fletando la complicidad de un nuevo proyecto, las iremos completando poco a poco.
          En los “Dollar Stores” −tiendas con artículos a muy bajo precio− encontramos desde cubiertos a papel higiénico, y algo de alimentación. Seleccionamos los productos que nos parecen, y cuando queremos darnos cuenta salimos cada uno cargando dos bolsas grandes. Nos gustan los muebles sencillos, por eso aprovechamos la posibilidad de adquirirlos en “Yard sales”, ocasiones en las que los vecinos exponen en el jardín para su venta las cosas de las que desean desprenderse. Suelen hacerlo un día concreto, anunciándolo en carteles que ellos diseñan, distribuyen y cuelgan de las farolas por los alrededores. A veces encuentras auténticas gangas que, de ser nuevas, costarían un ojo de la cara, pero otras… Bean y yo hemos tenido suerte. Nos llevamos a buen precio un somier, una brújula que colocaremos encima de la repisa de la chimenea, un taburete que pondremos en el baño, con tres patas cortas, en verde claro, donde darnos sentados crema en los pies, y algún que otro capricho más…
          Toronto es una ciudad cosmopolita, muy limpia, que se ha ido configurando dentro del sistema operativo de la multiculturalidad, formada por una sociedad tolerante, honrada, sin apenas picardía ni delincuencia, y que manifiesta un respeto ejemplarizante y envidiable por el medio ambiente. Son múltiples las cosas que me sorprenden y atraen de aquí, donde todo es a lo grande y parece que nada tenga fin: los fríos hirientes para mi sangre habanera, las nevadas intensas y copiosas, la hamburguesa de carne de búfalo, de alta calidad, más gruesa y sabrosa del mundo, “Yonge Street”, que empieza en el lago Ontario y acaba al final de la provincia, y que está registrada como la calle más larga en el Libro Guinness de los Récords, que la gente diga incansablemente “sorry” hasta cuando estornuda, que la preferencia, esté el semáforo como esté, la tenga siempre el peatón y que al menos en una de las intersecciones se pueda cruzar en diagonal … Un cambio de cultura y una forma de vida a la que, cual esponja, pronto me adapto.
          Cuando le conté a Bean mis planes por correo electrónico todavía no tenía claro el lugar al que iba a trasladarme. Fue él quien propuso Toronto y la posibilidad de venirse conmigo Estaba harto de la vida que llevaba en Bath: acorralado en la rutina. Le apetecía innovar, experimentar, cambiar determinados patrones que, como a tantas otras personas, le habían encasillado. Bueno, y que nos enamoramos desde el primer momento, eso también cuenta. Es un estupendo compañero de viaje que se deja empapar por aquello que vale la pena. Tenemos repartidas las tareas domésticas, ocupándonos cada uno de lo que mejor sabemos hacer. Desde que le vi vestido de mimo, con aquel traje espantoso de Estatua de la Libertad, en el puente Pulteney, intuí que era una persona llena de valores y que no retrocedería ante ningún reto. Lo corroboró el hecho de haberlo dejado todo y venirse al otro extremo de sus orígenes, con un desconocido del que no sabía más de lo que ha querido contarle. No se me ocurre otra definición para explicar lo nuestro que decir que deseamos compartir la vida porque nos queremos, porque confiamos en que salga bien, porque vamos a echarle muchas ganas, y porque si algo he aprendido de los míos es a no rechazar ninguna oportunidad que me haga medianamente feliz. Recuerdo que, entre los papeles de mami y del abuelo Miguel, que ahora guardo en uno de mis cajones, hay una hoja arrancada de un libro de Dulce Chacón con estos versos que me aplico constantemente: “…Solo allí, en lo más alto de nosotros mismos,/en lo más profundo de nuestras inquietudes,/podremos separar los brazos, y volar…”.
          Los canadienses tienen un sentido de la puntualidad bastante potente. Por eso, a la hora del almuerzo, en esa franja horaria que va entre las 12:00 Md y las 2:00 pm, cuando los trabajadores hacen un alto para comer, los establecimientos públicos se ponen a rebosar de gente haciendo fila de forma muy ordenada. Bean, que viene del sector de la hostelería y se maneja al otro lado de la barra como anillo al dedo, despacha con rapidez los pedidos: ensalada de arroz con champiñones y alverjas, sándwich de ternera ahumada en pan de centeno o integral −según las preferencias− y, por supuesto, café “Tim Hortons”, que como son tan celosos de lo nacional ha de ser ese. Es muy común también aprovechar lo que ha quedado de la cena anterior, llevándolo en envases reutilizables. Mi trabajo, que no es como para tirar cohetes, consiste en, además de mantenerlo todo limpio, ir reponiendo lo que agotan los camareros. Que no falten servilletas, vasos de cartón, azucarillos, sobres de salsas… Bien abastecido cada compartimento. A veces pienso que debo haber heredado esta cualidad de la abuela Olivia, porque, según contaban, en su despensa siempre había de casi todo…
        Nuestro barrio está justo detrás del de Chinatown. En apenas seis o siete manzanas se concentra una de las zonas más bonitas de Toronto, y donde uno siempre encuentra algún sitio abierto para relajarse y tomar un pedazo de tarta casera. Una tarde, sentado en una pizzería en Spadina Avenue −una de las calles más anchas de la ciudad−, mientras esperaba que Bean terminara su turno en el restaurante, leí en el periódico una información que me atrajo: ‘Se busca personal para poner en marcha escuela de baile. Interesados acudir mañana al casting. Gracias’. El abuelo Miguel decía que mami y yo habíamos nacido para mover el esqueleto. Ella, que lo hacía francamente bien, me enseñó a llevar el ritmo de la salsa, el bolero, el chachachá…, arrancando de mí el miedo al ridículo y la sosería que tenía al principio. Ensayábamos en el comedor, y el abuelo, nuestro fan número uno, aplaudía con idéntico entusiasmo al que ponen los admiradores de las estrellas del rock. Dudo por un momento, pero recorto el anuncio y lo guardo en el bolsillo. Igual me acerco…
        Dicen unos amigos que hemos hecho aquí, una pareja simpatiquísima de orientales, con dos niñas encantadoras en plena adolescencia, que este invierno está siendo uno de los más suaves que recuerdan desde que se instalaron en estas tierras. Sin embargo, a mí me parece brutal. Bean lleva varios días pegado a la calefacción. Está de baja a consecuencia de una hernia de disco que arrastra de atrás. Me apena verle retorcido de dolor. Yo tampoco salgo más que lo imprescindible. Así que, cuando no estoy atendiéndole a él, puesto que necesita ayuda hasta para ir al baño, barnizo una cajonera que abandonaron junto a la basura y que nos gustó mucho por su diseño antiguo, pensando que sería rompedor con nuestra decoración. Conversamos poco, su estado le tiene muy callado, pero nos abrazamos mucho, porque eso nos da la fuerza para seguir luchando.      
        Es jueves por la tarde, ha oscurecido completamente y apenas hay un alma por la calle. El padre de mi novio acaba de ponerle una videoconferencia, y creo que le hace chantaje emocional para que vuelva. Mientras tanto, he bajado a la sala comunitaria de lavandería, y ando seleccionando la ropa: primero las prendas delicadas, como hacía el abuelo Miguel, después lo blanco, y lo de color para más tarde. Acabo de sacar la segunda tanda de la secadora y, antes de poner la última colada donde van los pantalones, camisas gordas −incluyendo también los uniformes de trabajo− y demás cosas de abrigo, reviso los bolsillos, no sea que vaya algún dólar canadiense y la liemos. Introduzco los dedos en el de mi sudadera, y saco el recorte de prensa… Esta melodía: “¡Óigame Compay! No deje el camino por coger la vereda”, traída directamente desde “Buena Vista Social Club” −local muy popular de La Habana−, me regala el oído con las palabras que quiero escuchar… Respiro hondo, me río a carcajadas y tomo la decisión de presentarme a la selección de candidatos… Cuando subo a casa Bean me espera sonriente, toma mis manos, me conduce hasta el dormitorio, enciende la lámpara, le guiña un ojo a Ava Gardner y, entonces, el universo se desliza con fogosidad entre los pliegues temblorosos de mis dedos…



TORONTO
Toronto me ha cambiado la vida. Mis jefes de la escuela de baile dicen que parezco más canadiense que español y cubano. Pero lo cierto es que me siento muy orgulloso de llevar el mestizaje de ambos territorios dentro de mí. Olvidar de dónde vengo es como amordazar al madrileño barrio de Chamberí o al Malecón habanero, con todo el pellizco que de cada uno llevo en el alma. Malo sería también no reconocer que si hoy estoy aquí, comportándome como una persona sin dobleces y sabiendo que las riquezas que me hacen gozar son intangibles, es gracias a mami. Las dificultades que tuvo que pasar para sacarme adelante, con la ventisca en contra por ser soltera y emigrante, nunca obstaculizaron mi crecimiento. No carecí de nada básico. Sin duda, las raíces humildes de las que arranco han aportado el circuito por donde desplazar lo que me llega a lo hondo del corazón. Lo contrario haría de mí un ser despreciable y egoísta, adjetivos para los que no he sido educado. Desde que vivo aquí, asumiendo y aceptando lo que soy, expresando lo que pienso en libertad, y no teniendo más de lo que quiero a mi lado, siento la conciencia tranquila a la hora de dormir. La verdad es que, de no ser porque el pelo se me empieza a caer, y porque esta agua potable a menudo me tiene estreñido, diría que una perfección casi mansa ha acampado en torno mío…
          Bean y yo nos movemos sin problemas por el PATH, la ciudad subterránea que, a través de galerías, comunica los edificios más destacados del centro, y que fue pensada para que durante los meses de invierno, cuando el frío es insoportable y la superficie está nevada, no haya necesidad de salir al exterior, ya que dentro hay farmacias, pastelerías, sucursales bancarias, restaurantes, peluquerías, tiendas de ropa, así como accesos directos a la sala de conciertos Roy Thomson Hall, y al Museo de la Fama del Hockey sobre hielo, que recoge la historia de este deporte. También al metro, a una terminal ferroviaria y a más de media docena de hoteles de lujo… El color de cada una de las cuatro letras sirve para orientarse en la dirección que se quiera tomar: rojo el sur, naranja el oeste, azul el norte y amarillo el este. En fin, que se podría subsistir perfectamente en esta metrópoli bajo tierra. Eso sí, cuando cierran las oficinas el tránsito de peatones se reduce hasta dejar las galerías casi desiertas. Una noche que se nos hizo tarde regresando del cine atravesamos varios de esos pasillos vacíos, con el único sonido de nuestros pasos. De haber estado en otro sitio jamás nos habríamos arriesgado, pero aquí se vive tan seguro que ni siquiera se cierra la puerta con llave.
          Hiroshi y Naoko Akiyama −su apellido de soltera es Oshiro−, nuestros amigos orientales, y que como a todos les vertebra una historia que contar, trabajan en sendos rascacielos del distrito financiero. Ella en el mercado de valores, él en el Royal Bank of Canadá, uno de los bancos más importantes y sólidos, con más de dos millones de clientes en Estados Unidos. Siempre que podemos, al final de la jornada laboral, si coincide que Bean no tiene turno de tarde, quedamos para regresar juntos a casa, donde Mizuki y Keiko, sus hijas, a las que consideramos sobrinas, aguardan impacientes nuestra llegada, con la mesa puesta y los cuencos listos para la sopa de miso blanco con verduras y los platos de teriyaki de salmón −asado en adobo de salsa dulce−. Todo delicioso. Antes de retirarnos a descansar, las niñas nos hacen prometer que pronto las llevaremos a la localidad de St. Jacobs, donde se asienta la comunidad menonita. Es lo que tienen los niños, que, en cuanto están pachuchos y les dices: te voy a llevar a…, si no lo cumples has hipotecado tu credibilidad de por vida.
          A una hora de Toronto, lejos del confort que arropa la cotidianidad que rodea las ciudades, se asienta este movimiento pacifista que habita en sus austeras granjas, donde elaboran los productos naturales y ecológicos que consumen y venden para subsistir. A las chicas, ver en directo cómo hay gente que todavía se desplaza en carretas para disfrutar del paisaje, renunciando a la comodidad de hacerlo en los vehículos de motor, las tenía en un ay. Antes de iniciar la caminata adentrándonos en el bosque, compro unos dulces con toque de mermelada de arándanos. Cuando nos planteamos realizar esta aventura, preparándola junto a los padres, la intención, además de disfrutar con las chicas haciendo algo fuera de la rutina, era que comprobaran por sí mismas que hay otras maneras de vivir, y que lo rural, en determinadas circunstancias, a veces marca el compás de la humanidad. Ser testigo del asombro que reflejan las caritas de Mizuki y Keiko, de la emoción y complicidad respetuosa que han demostrado tener, ha sido para nosotros reconfortante.
          Hiroshi y Bean se han aficionado al curling, deporte que nació en Escocia a mediados del siglo XVII, en el que dos equipos compiten deslizando ocho piedras de granito por una pista de hielo con la ayuda de una especie de cepillo de palo largo. Pero a Naoko y a mí nos aburre. Un sábado por la tarde que se viene conmigo a patinar al aire libre a la Plaza Nathan Phillips, la más céntrica de Toronto, me habla de dragon boat, una competición náutica que se practica en verano, y que consiste en que veinte participantes, diez a cada lado, en una embarcación china, remen a la par, concentrados, en silencio, como en estado de meditación. En Canadá se expandió cuando un doctor realizaba un estudio en mujeres operadas de cáncer de pecho, con mastectomía simple o total, y determinó que ese tipo de ejercicio era rehabilitador para la pronta recuperación de las pacientes y la movilidad del brazo afectado. Ella lo conocía por compañeras de trabajo aquejadas de dicha enfermedad, y a mí me interesaba porque una de las profesoras de baile, a la que quiero mucho, se encuentra en estos momentos en esa situación. Estoy seguro que la información que he recopilado sobre este tema será de gran ayuda para mi amiga, ahora que se le habían tumbado los ánimos.
          “Sabía que estaban ahí, /que tus palabras iban y venían./…Que buscaban el horizonte/de mi línea más recta./…Lo sabía y dejé/que cruzaras mi umbral”. Conozco estos versos de Ana María Drack a través del abuelo Miguel. A veces me vienen a la memoria cuando, entre mi pareja y yo, el desembarco de la discusión toma posiciones en la isla del dormitorio, volviendo hostil hasta el aire que respiramos. Entonces, guarecido en lo que me aporta sosiego, salgo de casa sin portazo, alquilo una canoa para navegar por el Lago Ontario y dejo que el curso de las horas sople las cenizas que hayan quedado de la desavenencia.
          En Downtown Yonge, conocido como “el distrito del entretenimiento”, está la escuela de baile donde trabajo, no lejos de la Taberna de Zanzíbar, una emblemática discoteca que en la década de los sesenta comenzó siendo un local con música en vivo, y que con el tiempo fue transformándose en otro de estriptis, llegando a tener demandas insólitas. Aunque dejar el empleo del restaurante supuso para mí una liberación, tampoco quería herir los sentimientos de mi pareja al haber sido él quien lo buscó. Pero, por otro lado, aguantar en un lugar donde no eres feliz hace que a la larga las válvulas de la energía y de la paciencia envejezcan. Por eso, cambiar de escenario me ha devuelto las fuerzas. Tanto los compañeros como los jefes actuales están siendo piezas fundamentales para el aprendizaje que llevo a cabo, ya que los patrones que traía del sentido del ritmo eran caseros. Aquí desarrollo, con las herramientas precisas, la expresividad del cuerpo. Enseño pasodoble, tango, vals, samba, rock…, a dos grupos de personas. Y nos lo pasamos en grande.
          Una muralla de dos caras sin boquetes se ha levantado en nuestro hogar. Por una se ve el riachuelo que los celos han secado, por la otra el amerizaje de la amistad tan sólida que tengo con la japonesa. A la abuela Olivia le gustaba todo tipo de calzado. Mami tomó la costumbre de acariciar la butaca donde aquella se los cambiaba, por si absorbía algo de su ímpetu. El Bata Shoe Museum, cerca de la universidad de Toronto, acoge la mayor colección de zapatos del mundo. Un modelo lucido por Elvis en una de sus últimas apariciones en público, otro de un antiguo emperador asiático, los diseños combinando colores que con tanto arte movió Fred Astaire, algunos que lució Grace Kelly, así como unos mocasines indígenas, en color beis, tienen al visitante embelesado. Si puedo no me pierdo ninguna exposición temporal. Últimamente las de diseñadores vanguardistas van a la cabeza con mucho glamour.
          Todos los días, a las siete de la mañana, si no ha nevado, Naoko y yo corremos por la playa. Con ella es muy fácil expresar en voz alta las preocupaciones. Escucha atentamente, tiene empatía y mucho instinto. A través de su exquisita educación transmite esa confianza que uno busca siempre en los demás. ‘Estoy muy preocupado, amiga. Siento que cada vez Bean se separa más de mí. Está serio. Sé que le pasa algo, porque apenas habla. Me duele que sufra y no lo comparta conmigo’, −digo, mientras descansamos un momento para hidratarnos con una bebida isotónica−. ‘Bueno, Andy, dale tiempo. Yo creo que se está adaptando. Piensa que habéis tenido bastantes cambios, y que no todas las personas procesamos por igual. Dejar tu país, y te lo digo por experiencia, es muy triste, además de la coyuntura propia que rodea a cada cual para hacerlo. Opino que no debes pasar por alto que tu marido es introvertido, pero que te quiere, y que está enamoradísimo de ti, no hay ninguna duda. ¿Por qué no tomas tú la iniciativa y le preguntas…?’. Reanudamos la marcha y, cincuenta minutos después, duchado, y habiendo dejado sobre la mesa de la cocina la lista de lo que tengo que comprar, por si él quiere añadir algo, pongo las cosas del desayuno sobre la superficie de un ambiente cortante…


EL LATIDO DE LAS CATARATAS
Noto por la respiración que Bean sigue durmiendo profundamente. Anoche llegó tarde del trabajo y tuve que ponerle pomada muscular en las lumbares. Así que procuro no hacer ruido al coger el abrigo, los guantes y el gorro del armario. Antes de abandonar el dormitorio, empujado por uno de esos arrebatos de ternura que a veces nos dan a las personas, me pongo a la altura de la cabecera de la cama, con la amorosa intención de apartarle de la frente un mechón de pelo rizado que le cae en cascada. Pero, retraído por la frialdad que últimamente está teniendo, aquieto la espontaneidad de la mano y prefiero marcharme. Claro que, es justo decir que mis salidas de tono también son para echarme de comer aparte. Naoko espera sonriente fuera del carro con el maletero abierto por si tengo que meter el equipo de fotografía y la mochila. Todavía no conozco las Cataratas del Niágara, y qué mejor manera de hacerlo que con ella, aprovechando asimismo que las niñas y su padre asisten a un campeonato de curling, y que mi novio nunca nos acompañaría porque sufre de vértigos. Tenemos algo menos de dos horas de trayecto, un tiempo precioso de conversación confidente…
          ¿Van mejor las cosas entre vosotros, Andy? ¿Estáis poniendo cada uno de vuestra parte?’, −dice, mientras da un volantazo para mantenerse a la izquierda en la bifurcación y continuar por Queen Elizabeth Way−. ‘¡Qué va, mijita!, −me doy cuenta que según cumplo años uso más expresiones habituales en mami−. Estoy harto de ser yo quien da siempre el primer paso. A veces pienso que vivo con un extraño’. −Mostrando una cortina de lluvia que quita brillo a la simpatía de sus ojos, gira un poco la cabeza hacia mí y la escucho−. ‘Te comprendo, amigo. Pero todo depende del interés que os mueva a resolver el asunto. Opino que seguir así no compensa: por desgaste, por sufrimiento y porque sin duda la relación y el cariño empeoran… ¿No crees?’. −Me quedo unos minutos pensativo. Sé que lleva razón, pero dentro de mí es como si la batalla ya la tuviera perdida−. ‘A ver si organizo una cena romántica y hablamos. Es una lástima, la verdad, que todo lo que soñamos juntos se vaya al traste. Son los malditos celos que le matan…’. −Ríe a carcajadas y pregunta−. ‘Uy, ¿y de quién, si puede saberse?’. ‘De ti’. −Aquí sí que le ha dado la risa floja−. ‘Pero si soy inofensiva’. −Nos carcajeamos.
          Naoko, nunca me has contado por qué os vinisteis de Japón. ¿Cómo fue? ¿Hace mucho?’. −Tengo la sensación de haber hecho preguntas desafortunadas, porque se pone muy triste−. ‘Hiroshi nació en la isla de Awaji, en la prefectura de Hyōgo, en el oriente del mar interior de Seto. Y yo en Kobe, al sur de la isla de Honshū. Desde que se juntaron su camino y el mío en el festival de jazz, presionadas por los prejuicios debido a nuestras diferentes clases sociales, las familias hicieron todo lo posible por alejarnos, sin comprender que así lo único que conseguían era trenzar más el deseo de estar juntos. Con el fin de que el olvido fuera menos traumático, me mandaron a Australia con las tías de mi padre, que residían allí desde jovencitas. Nos escribíamos cartas de amor a través de una amiga que se prestó voluntaria al juego y, para no levantar sospechas, aparenté bastante desinterés hacia aquel hombre. Al día siguiente de regresar, incorporada al empleo tras un año sabático, desde la boca profunda de un portal caliente y apasionado, empezamos a urdir la marcha que tardaría en llegar dos años después. Desde entonces estamos aquí, hemos vuelto solo en una ocasión, y tenemos intención de repetir este verano, más que nada para que las niñas conozcan aquello. Pero, ya veremos…’. Respeto los minutos de silencio que preceden hasta llegar, y me pongo a mirar por la ventanilla.
          Desde el puente Rainbow, que cruza el río Niágara, las vistas son impresionantes. Las panorámicas de las tres cataratas −la canadiense Herradura de Caballo, la estadounidense y Velo de Novia, la más pequeña− dejan al visitante fascinado ante su magnitud, maravilloso regalo de la Naturaleza. Presentando el pasaporte en vigor o el carné de conducir electrónico, se puede atravesar caminando de una a otra frontera. Dudamos un poco si hacerlo o no, pero preferimos dejar esa posibilidad, y la de observarlas desde el mirador Journey Behind the Fall, quizá para más adelante, por si viniéramos todos. Es bellísima la vista al anochecer, cuando son iluminadas por las luces de gigantescos cañones de colores.  Estar allí, en el corazón de la cascada, salpicándonos la potencia del agua como si nos fuera a arrastrar abismo abajo y entendiendo que somos seres privilegiados por tener la suerte de disfrutar de algo así, reabrió el diálogo iniciado por Naoko, quien no podía disimular la sombra de nostalgia que envolvía sus recuerdos. Aún hoy, hablar de su madre en concreto −lo sé porque en la comisura de los labios se le ciñe un recogido de amargura− le causa dolor. Posiblemente porque una de las muchas barreras que ha tenido que derribar de la cultura japonesa es la de la de compartir las inquietudes con los demás…
          Hiroshi y yo vinimos a trabajar a la filial que suministra al continente europeo la maquinaria agrícola que se hace en la sede central en Kobe, donde desempeñábamos puestos destacados en el departamento de administración −cuenta, mientras recorremos una avenida situada al borde del río Niágara, único por venir del sistema de los Grandes Lagos−. Cuando nuestro jefe más directo nos propuso el traslado, estando al corriente de las complicadas circunstancias personales que tanto nos hacían sufrir, vimos la vía de escape perfecta para cortar de raíz la desagradable situación. Los míos utilizaban todo tipo de estrategias para persuadirme, pero yo tenía las cosas muy claras, y acabé de guardar, con las entrañas partidas, las últimas prendas en la maleta. Se bajaron del taxi el conductor, para colocar el equipaje, y mi pareja, a abrazarme. Nadie nos despidió en el aeropuerto −qué distinto al caso de mami, pensé−. Días después recibí una llamada de mi hermano mayor sugiriendo que me olvidara de ellos, que no contase en el futuro con mi parte de herencia, y, por supuesto, que no se me ocurriera aparecer con los mocos colgando, arrepentida y preñada. Canadá nos gustó mucho desde el primer momento, y decidimos establecernos aprovechando la oportunidad de cambiar de compañía. Así, hasta llegar donde estamos’.  −Se calla angustiada: recordar le presiona la congoja−.
          De nuevo en el carro, tras haber almorzado unos sándwiches de peamel −bacón loncheado muy fino, encurtido y enrollado en harina de maíz−, vamos hacia el canal Welland, con la simple intención de mirar barcos. Ahí me dejo llevar imaginando que alguna de las embarcaciones tomaría rumbo a La Habana, donde el abuelo Eloy, asomado al horizonte y agitando las manos repetidas veces, esperaría impaciente mojándose con saliva el labio inferior, casi abrasado del humo del tabaco. Puede que otras se dirigieran al norte español, concretamente a la costa asturiana, para recoger a Miguel y Olivia que, tumbados en hamacas de playa, navegan sin moverse cogidos del brazo por el cauce de la vida… “Contigo traes, a tu costado atado,/el mar de ancho pulmón y duro acento,/y a la húmeda sombra del costado/el río soñador y soñoliento” (Pedro Garfias). Naoko tararea una canción de cuna japonesa en la que una madre pide al niño que se duerma por favor… ‘Hiroshi, solo por ser pobre, no merecía el desprecio de mi familia. La suya tampoco se quedó atrás. El padre nunca le perdonó que se viniera conmigo y no continuara la tradición de cultivar los campos, casarse con una mujer de igual clase, dedicada a él, tener muchos hijos y acatar las normas… Pero su perfil siempre fue diferente… Vivir en América ha contribuido a occidentalizar nuestras costumbres y, aunque adaptarse lleva su tiempo, hemos procurado expresar normalidad en todo, con la suerte de que Mizuki y Keiko barnizan de felicidad nuestra madera envejecida’.
          Hacemos el regreso más distendido. Nos hemos quedado con ganas de ir a la Isla de Cabra, deshabitada y situada en el mismo centro de las cataratas, en el río Niágara. Es boscosa y tiene caminos para practicar senderismo. Ahí también se puede visitar el monumento al inventor serbio-americano Nikola Tesla, quien destacó por descubrir la corriente alterna y la “terapia mecánica”, −se utiliza habitualmente en medicina y fisioterapia−. ‘¿Vas bien, mijita?’. ‘Estupenda, amigo. Hablar contigo me ha venido de lo mejor. ¿Y tú qué piensas hacer respecto a lo de Bean?’. ‘Llevármelo de viaje a Cuba…’. Las luces de la autopista estampan contra el arcén irregular diapositivas de nuestro rostro: planos sonrientes y nostálgicos que trazan en los márgenes autobiográficos estados de ánimo cambiantes. Naoko va relajada y yo medio dormido. Ha sido un día interesante y desde luego intenso. Apenas encontramos tráfico, lo que se agradece. Queremos llegar pronto, mañana empieza la rutina. Selecciono la emisora de radio Air Toronto, donde dan música instrumental, y le cuento un poco por encima cómo será la coreografía que preparo con los alumnos para una fiesta organizada por la escuela, y a la que invitaré a mis amigos.
        Mantengo la esperanza de encontrar a Bean despierto, y bajo las escaleras ansioso por contarle la propuesta de viaje que llevo en la mochila, junto a una botella de icewine −vino de hielo−, para meter en la nevera y tomarlo muy frío. Haber estado tantas horas fuera de casa, además del placer de haber compartido momentos con Naoko, me ha servido para valorar a quien duerme a mi lado. El ruido de fondo de un partido de béisbol que dan por televisión amortigua el portazo de la puerta, que se me ha escapado por la corriente. Mi compañero está sentado en el sillón, de espaldas a la entrada. Me acerco y le abrazo por detrás. Noto fastidio y olor a cerveza. Ni se conmueve. Entonces, doy la vuelta para mirarle de frente y digo: ‘¿Qué te parece si ahora en vacaciones nos vamos a…?’. Pero no puedo acabar, porque me interrumpe secamente con el anuncio de que se va unas semanas a Bath, a ver a su padre, y que hablaremos al regreso…


KOBE
Bean lleva siete días en Reino Unido, y la casa se me cae encima. Las baldosas supuran tristeza por las juntas, desencolando el cemento cuarteado, y la soledad enrarece tanto el ambiente, que ni siquiera pasando la aspiradora por los rincones soy capaz de devolver la armonía a mi persona. Hiroshi, un apasionado del bricolaje, muy perfeccionista en el acabado de lo que arregla, viene, con la excusa de desatascar el fregadero, a ver cómo estoy. En la despensa busco un paquete de té verde para hacernos una infusión, pero sólo veo galletas dietéticas, que detesto tanto. ‘¿Cómo estás, Andy?’. ‘Raro’, −contesto−. ‘¿Por qué no te vienes de vacaciones con nosotros a Japón? Mizuki y Keiko tampoco han estado. Será divertido, lo pasaremos bien. Aquí realmente no haces más que dar vueltas a las cosas. Piénsalo, y nos dices. Partimos dentro de un mes y hay que prepararlo todo’. ‘Uf, no sé qué decirte, mijito. Para entonces habrá vuelto el inglés y… Pero bueno, deja que lo consulte con la almohada. Me apetece muchísimo…’. A estas alturas de la historia sabemos que he aprendido del abuelo Miguel a trazar una ruta en el mapa, coger cuatro trapos, algo de dinero, unas buenas botas y lanzarme a la aventura cuando la melancolía viene desbocada a agarrarme por las pelotas…
         Kōbe es una ciudad exótica e industrial, de las más pobladas del país. Bastaron 20 segundos para que un terremoto de 7,2 grados en la escala Richter la destruyera. ‘¿Veis ese espigón de ahí, el que está destrozado junto al nuevo?, −señala Naoko−. Lo han dejado tal cual para que no olvidemos lo que pasó. Nuestra zona, adinerada y residencial, fue una de las menos afectadas. Sin embargo, el barrio de Nagata estuvo muy castigado’. Hiroshi traga saliva, se limpia las lágrimas y dice: Nosotros por suerte no nos encontrábamos en la isla de Awaji, sino en Tokio, por un asunto familiar, de lo contrario…’. Las niñas, que ya no lo son tanto, me abrazan compungidas. ‘Vamos al Earthquake Memorial Museum −propone Naoko−. Hay grandes pantallas donde reproducen el seísmo’. Mizuki y Keiko están agotadas, pero resisten porque saben que para sus padres es importante compartir esas experiencias. “Dejé por ti un temblor, dejé una sacudida,/un resplandor de fuegos no apagados,/dejé mi sombra en los desesperados/ojos sangrantes de la despedida”, susurro casi al oído estos versos de Rafael Alberti. ‘Entonces ese mismo año os conocéis en el festival de Jazz, ¿no?’, −pregunto−. ‘Qué va, fue al siguiente, −contesta Hiroshi−.
          Las chicas se han quedado atrás, enganchadas a las redes sociales. Nosotros esperamos pacientes en el jardín Sorakuen, donde se ubica la residencia de un antiguo alcalde que, al igual que las viviendas contiguas, fue derribada durante la Segunda Guerra Mundial, siendo reconstruido todo el conjunto posteriormente. En medio hay un estanque rodeado de arbustos tropicales llamados sotetsu. Estamos en Kitano-chō, distrito a los pies de la cordillera de Rokko. ‘¿Y vuestra boda?’. ‘En realidad nos casamos por lo civil un año antes de que naciera Mizuki, y lo hicimos en Toronto, −dice Naoko−. Para mis padres he sido la hija díscola que iba contra las normas de esta sociedad tan estricta con las mujeres: caminar dos pasos por detrás del hombre, no opinar abiertamente en público, desposarse con alguien del mismo entorno y posición social…, características que pueden darse también en otros países, sin duda…’. ‘Nunca fui de su agrado −continúa él−, creían que me movía sólo por dinero: un cazafortunas muerto de hambre. Los míos tampoco admitieron que no me dedicara al campo, siguiendo la tradición. Nos gustaría tanto cambiar el criterio de unos y otros que… Pero hay cosas imposibles. Nuestro mayor deseo era casarnos rodeados de los nuestros, pero cuando lo comunicamos fue tal el desprecio que nos volvimos a Canadá. Aquello supuso para nosotros la ruptura definitiva. Ya no existían puentes, porque lo estricto y encorsetado acababa de cargarse el sentido común. De repente nos sentimos intrusos en el país que nos vio nacer…’.
          El día ha dado para mucho. Me duelen los pies y tengo ganas de llegar al hotel para meterlos en agua caliente. Sin embargo, no puedo ser descortés y acompaño a Hiroshi a la cafetería giratoria de la Torre del Puerto de Kōbe, donde se alcanza a ver hasta la bahía de Osaka. ‘Aquí veníamos Naoko y yo al principio de conocernos para mezclarnos entre los turistas y pasar desapercibidos. En Japón no solo se estremece la tierra, lo hacen también las entrañas de quienes tienen que irse fuera. A mí se me ha tachado de oportunista en lugar de enamorado. No te voy a engañar −añade, eligiendo muy bien las palabras−, a veces en Toronto echo de menos espacios acogedores como éste en el que ahora estamos, pero después comprendo que con el ser humano se mueve también el paisaje propio que incorpora cada uno, donde cabe lo bueno y lo malo, el éxito y el fracaso, el cariño y el desconsuelo…’. Las luces de neón brillan a lo lejos, parpadeando como ramos de colores distribuidos por la ciudad para que nadie se sienta solo. Estoy vivo. Percibo el fuerte olor, que el viento deja caer como gasas, al salitre del mar de esta manga del Pacífico, que me recuerda a otros muelles donde, para no extraviarlos en las mudanzas, guardé momentos de amor y de despedida. ‘Le echas de menos, ¿verdad?’, −pregunta Hiroshi de repente−. ‘¡Muchísimo, mijito!’. −Ambos bebemos un trago largo de sake−. ‘A veces es difícil querer sin que parezca lo contrario. Bean no es un tipo fácil de tratar. Modula una manera de ser que puede resultar crispante para los de fuera. Imagino cómo será para ti. Hay quienes no encajan por más que lo intentan. Quizá se precipitó yendo a Toronto, igual no estaba preparado para un cambio de vida tan radical… No sé, conquístalo una vez más…, y ten muy claro que mañana el sol volverá a salir por el Este…’.
          Mizuki y Keiko esperan a su padre en recepción con dos bolsas llenas de bocadillos y botellas de agua. Se van al Museo Anpanman, héroe con la cabeza de pan, protagonista de las aventuras de libros infantiles, escritos e ilustrados por Takashi Yanase, que leyeron de pequeñas, y por quien sienten curiosidad de ver cómo es a tamaño real. Naoko y yo iremos a hacer senderismo por el Mount Maya. ‘¿Lo estás pasando bien? −me pregunta en pleno contacto con la Naturaleza, pero no puedo contestar porque retoma la conversación−. Espera aquí un segundo, te quiero presentar a alguien. −Viene acompañada de una mujer mayor que ella. Me saluda con una leve inclinación de cabeza, y yo respondo igual−. Fue mi profesora de ética y la primera persona que me abrió los ojos a Occidente…’. Me pareció alguien interesantísimo, muy preparada y absolutamente actual. Dice no haber salido del país, pero a mí se me antoja que ha dado más de una vuelta al mundo…
          El taxi que nos lleva al Aeropuerto Internacional de Kansai, ubicado en una isla artificial de la bahía de Osaka, no tiene una sola mota de polvo, y las manos del taxista están cubiertas con guantes de algodón blanco impoluto. Naoko, sentada a mi lado, va muy triste. ‘¿Qué ocurre, mijita?. −Con la cabeza me dice que nada−. ¿Qué te preocupa? Sabes que me lo puedes contar’. −Se apoya en mi hombro y rompe a llorar−. ‘Daría lo que fuera por abrazar a mi familia…’. Un tiempo después supe que tanto ella, por su lado, como Hiroshi, por el suyo, lo intentaron, pero una vez más se impuso la torpeza del desencuentro… ‘Tío Andy, ¿me dejas el lado de la ventanilla?’, dice Keiko poco antes de despegar nuestro avión.
         Los vahos que despiden por sus bocas las alcantarillas se cuelan en mi nariz provocando estornudos. Hace algo más de una semana que he regresado a Toronto y todavía no hemos coincidido un rato a solas Bean y yo. A consecuencia de un virus gripal varios compañeros suyos están de baja, lo que obliga a los demás a cubrir turnos escandalosamente largos. Así que, cuando no trabaja, duerme. He ido un par de noches a buscarle, pero, intencionadamente o no, siempre volvemos con gente. ¿Dónde han quedado las semillas de aquél cómico disfrazado de Estatua de la Libertad, y de la luz que prendía, la suya propia, si una moneda caía dentro de la caja de hojalata? Me pregunto: ¿cuál ha podido ser el motivo que tanto ha turbado la ilusión del principio, la emoción de sentirse uno conmigo? ¿Qué riada ha desbordado la cubeta de los sueños, el propósito de crecer juntos y envejecer a la vez? ¿Cuál de todos los tsunamis ha arrancado de nuestro atlas el archipiélago configurado para comprender al otro? ¿Dónde ha ido a parar el detalle de regalarnos rosas frescas cada final de mes…?
         Hoy celebro mi cumpleaños. Vienen los japoneses a comer a casa y estoy preparando arroz con frijoles y un poquitico de puerco. ¡Ya lo sé!, tengo que perfeccionar el guiso hasta darle el toque especial del abuelo Eloy. Recuerdo a mami y a Miguel cuando en fechas señaladas decían que las cosas había que festejarlas a lo grande: yendo al cine y a la ópera. Las chicas me han regalado una pajarita para el esmoquin que en ocasiones alquilo, y sus padres un vale para una cena de dos en uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad que está en la planta cuarenta y cinco de uno de los edificios del centro. Me noto muy habanero, por eso he colocado en la mesa unos platicos con aperitivos típicos de allí, así hacemos tiempo hasta que estemos todos. Suena el timbre de la puerta, y Mizuki dice: ‘¡Vaya, otra vez se ha olvidado el tío Bean de coger las llaves!’, pero, cuando abre, es un mensajero que trae una carta sin matasellos para mí…



BEN HOWARD
El abuelo Miguel compraba galletas Napolitanas en caja de cartón duro −todavía se me hace la boca agua recordando el sabor a canela−, para que, una vez vacías, yo pudiera reutilizarlas guardando dentro mi colección de tesoros exclusivos, descargados del bolsillo abultado del babi, porque de no haberlo hecho así se habrían perdido en el censo ordenado de los armarios. Anoche no tenía sueño y abrí una sabiendo que todos son artículos del bazar que mercadea a orillas de la nostalgia: chapas de TriNaranjus, un cubilete rojo de parchís, un cacho de tela deshilachada con una inicial sujeta por alfileres, un imperdible de plástico, la primera pulsera de cuero regalo de mami, calcomanías de los tebeos de moda, una cuarta de cuerda de esparto y papeles de varios tamaños con dibujos de trazo infantil y anotaciones. Desdoblo uno de ellos y leo estos versos hermosos de Eeva Kilpi, poeta finlandesa, centrada en lo cotidiano de las emociones y sentimientos femeninos: “Dime si molesto,/dijo él al entrar,/porque me marcho inmediatamente./No sólo molestas,/contesté,/pones arriba toda mi existencia./Bienvenido”.
          Me he mudado a un miniapartamento luminoso, céntrico y con unas vistas generosas de la ciudad, en Queen St. West, a pocas “cuadras” del Peter Pan Bistro −cuyos menús quedan lejos del alcance de mi bolsillo−. La cocina y el comedor dormitorio son una sola pieza separada por medio mostrador con cajones a un lado y dos taburetes al otro. Un ventanal hasta la junta del techo canaliza los rayos de sol hacia el sofá convertible en cama al llegar la noche. Pegado a la puerta estrecha del aseo, esquinado en el suelo para no estorbar, reside el equipo de música y algún zabuton −cojín japonés− traído de Kōbe. Hiroshi y Naoko están muy preocupados por mí, y como se les han agotado las ideas para arrancarme de casa han confiado dicha tarea a Mizuki y Keiko, quienes, cuando terminan de estudiar, vienen cada tarde con diversas propuestas, como colgar las estanterías hechas por su padre con maderas rescatadas de las basuras, y poner en ellas lo que sigue todavía sin desembalar. Pero donde hacen más hincapié, y poder de convicción vaya si tienen, es en salir a algún sitio, a pesar de decirles que una aguanieve de años me ha caído por encima.
          Bean no se presentó a mi comida de cumpleaños, y tampoco apareció por casa al día siguiente y, según tengo entendido, todavía no ha retirado sus pertenencias del garaje cedido por el casero cuando rescindimos el contrato de alquiler. ‘Querido Andy −comienza así la carta suya traída en mano−. No sé por dónde empezar. Sabes que no me resulta fácil expresar los sentimientos al ser bastante parco en palabras, pero quizá debería hacerlo pidiéndote perdón. Mereces una persona al lado que no escatime en cariño y sepa entregarse desinteresadamente. Alguien que no se haga el remolón en la aduana de los prejuicios por cobardía. En definitiva: un ser libre como tú. Lo mejor que me ha pasado en la vida es haberte conocido y descubrir una manera de querer diferente e impensable hasta entonces. Lo peor comportarme como un imbécil que antepone disciplina por felicidad. La naturalidad tuya tratando cualquier asunto, delicado o no, frente a la estricta y encorsetada educación que he recibido, debería haber bastado para abrirme los ojos a un horizonte más templado. No ha sido así, y lo lamento muchísimo. Soy consciente de la mala imagen que dejo, de lo desagradable de los últimos meses haciéndotelo pasar muy mal. No he sabido evitarlo. Echo de menos mi ciudad, mi gente, mi familia y no me siento cómodo en Toronto. Te quiero, pero tomo la decisión, aunque sea equivocada y después me arrepienta, de no seguir contigo. Diles a Mizuki y Keiko que las voy a recordar siempre. Asumo la culpa y me llevo el corazón en pedazos, pero me niego a hacerte más daño. Te deseo lo mejor, en lo personal y en lo profesional. Llegarás alto, lo sé. Tal vez amanezca un día en que dejes de guardarme rencor, sacando lo positivo de esta ruptura. Quiero acabar diciendo que con nuestra separación uno de los dos sale perdiendo, y no eres tú, por eso, con el tiempo espero tener valor para perdonarme. Tendrás éxito en todo cuanto te propongas, no lo dudo en absoluto. Cuídate, y no dejes de soñar’. La he leído tantas veces que todavía una sobre otra no ha solapado el dolor de la primera…
          Huele a chocolate recién hecho, y eso evoca en mi memoria al Madrid castizo con sus callejuelas estrechas, empinadas, y la oferta de fonda barata y taberna de guardia que nunca le fallan al viajero. Son las siete de la mañana, hace un frío de justicia y he salido con Naoko a correr por Queen’s Park. En un cruce de caminos, el anciano plantado en jarras que siempre sermonea con la llegada del fin del mundo, y al que se le nota mucho la cojera, tira de un viejo perro desgreñado y hediondo como él, a la vez que vocea con dedo acusador a un público invisible: ‘Bastards, you are going to push me to the ground’. (Cabrones, me vais a tirar al suelo). Hacemos un alto para beber café del termo que traemos para la ocasión, y sentados en un banco próximo a la escultura del crítico literario Northrop Frye, quien defendió durante toda la vida “el orden de las palabras”, digo: ‘No creas, cuesta muchísimo, pero no tengo más remedio que hacerme a la idea de que jamás volverá. Es un proceso lento y, sobre todo, desgarrador, que quema las entrañas y te deja noqueado. Buscar a Bean entre la gente que se mueve de un lado a otro de la ciudad es como tirar piedras a un charco de agua que aleja y distorsiona el paisaje reflejado, que ya no podrás tocar por mucho que alargues la mano… −Los ojos de mi amiga se van achicando según se humedecen−. Sin vosotros, sin la energía de las niñas, sin la comprensión de Hiroshi, sin tu paciencia y cariño, no lo conseguiría. Sois la familia que he elegido y…’. Naoko me abraza y todo comienza a tomar sentido.
          Ha pasado casi un año y sigo volcado en el trabajo sin atender lo sentimental. Algunos profesores de la escuela preparamos una coreografía para la representación teatral de cuentos infantiles organizada por el Ayuntamiento de Toronto. La sala cedida para los ensayos es bastante pequeña, por lo que montamos los pasos calculando cómo será el espacio real que habrá en el escenario. Aquella compañera operada de cáncer de pecho, a la que recomendé el deporte náutico dragon boat, me cita en el restaurante Seven Lives, donde sirven riquísima comida mexicana, entre otras cocinas varias. La veo espectacular, su piel vuelve a tener un tono natural, ha ganado peso y se plantea adoptar un bebé. Hasta que no esté físicamente a pleno rendimiento no se reincorporará, pero le gusta que le cuente cómo está el ambiente. ‘¿Quieres decirme algo en particular?’. Noto que titubea y da rodeos a la conversación. ‘Me he acordado mucho de ti −dice−. Al terminar el tratamiento, y autorizada por la oncóloga, hemos viajado a San Francisco, Buenos Aires y parte de Reino Unido. En Londres vi a Bean −se me acelera el corazón−. Al principio no caí, pero cuando me acerqué era inconfundible. Salíamos de un centro comercial y le digo a mi marido: Mira que original ese mimo vestido de Estatua de la Libertad. Él me reconoció y paró la actuación’. ‘¿Cómo está?’. ‘Triste y aviejado −responde−. Me preguntó por ti y apareció la derrota en su mirada. Vive en Bath con su padre, la crisis retardada ha quebrado el negocio y se mantienen de lo que gana en la calle como cómico…’.
          Desde hace semanas no ha dejado de nevar. Me desplazo por la red PATH sin salir apenas a la superficie, excepto para cosas puntuales, como hoy, que he quedado con Mizuki y Keiko en Nathan Phillips Square, por si podemos patinar en la pista montada al aire libre. Están convirtiéndose en dos bellísimas mujeres, con carácter y la cabeza muy bien amueblada. Han heredado el comportamiento sencillo de su padre y el físico de su madre, lo que las hace todavía más atractivas e interesantes. Ya casi no vienen con nosotros, van con su grupo de amigos donde hay dos pretendientes italianos que no las dejan ni a sol ni a sombra, y de los que están, según me cuentan, muy enamoradas. ‘¿Volverás alguna vez a España, tío Andy?’. Esto me coge desprevenido. ‘No lo sé mijita. Nunca se sabe. El futuro y las circunstancias son imprevisibles…’. Pero mejor les habría dicho que lo que de verdad me apetecía era regresar a la ciudad interior de las personas que se me han ido, a sus parques llenos de escondites, a sus estaciones de trenes donde siempre paraba el mío, a los abrazos como la banda sonora que te reinventa y a la fideuá de los domingos… La plaza está llena de gente, y el hielo listo para resistir la herida que le dejará la cuchilla. Mientras me deslizo con total libertad por el circuito, tengo la sensación como que me traslado al principio de venir aquí, donde cada experiencia era un horizonte a explorar, y la vida con Bean la estructura de una nueva patria. Aunque todavía me duele su ausencia y la manera que tuvo de despedirse sin mirarme a los ojos, paso por delante de determinadas calles por si el eco me nombra… Y como dice Hiroshi, imitando mis mejores momentos: ‘Pero, ¿que tú por qué no pasa página ya, mi hermano?’.
          He recibido una invitación de boda desde Oregón. Mi tío el mayor −nunca nos hemos visto− celebra su quinto matrimonio −ninguno de ellos, salvo el primero que duró once años, han superado los seis o siete– y quiere que vaya. Pero, casualmente coincide que la profesión me sitúa en otro cuadrante del atlas: en América del Sur, hacia la mitad oriental del subcontinente. Naoko me lleva al aeropuerto, y, antes de entrar a la sala donde espera el resto de bailarines, abrimos una de las cremalleras de la maleta grande, porque había olvidado guardar la pajarita de mis chicas junto al espíritu habanero. ‘Llama cuando llegues’. ‘Que sí, pesada. No te preocupes’. ‘Es que te conozco, y con nada se te va el santo al cielo’. ‘Que no, coño. Ya lo verás’. ‘Bueno, vale’. ‘Anda, gruñona. Ven aquí, que te quiero’. ‘Y yo a ti’. ‘Un mes se pasa en nada, y cuando quieras darte cuenta he vuelto…’.


SALVADOR DE BAHÍA

Un fleco apaisado de costa atlántica se despliega frente a mí como un pelo indefinido que atraviesa la brecha del horizonte. En el restaurante Recanto da Lua Cheia −Esquina de la Luna Llena−, ocupo una mesa que parece estar encima de donde las olas se repliegan para volver a su punto de origen. La voz envolvente y acariciadora de Ivete Sangalo, cantante y compositora brasileña, armoniza la espera de los comensales que aguardamos pacientes para degustar la famosa Moqueca de peixe: guiso de pescado elaborado con hortalizas, hojas de cilantro, pimienta malagueta… Mientras llega, y encarpeto las fotos digitales en el dispositivo móvil, me dejo empapar por la solemnidad de una cerveza rubia bien fría. Estoy en Salvador de Bahía pasando algo más de dos semanas: unos  días por trabajo, otros por puro placer. El Ayuntamiento de Toronto, en colaboración con otras alcaldías de ámbito nacional e internacional, ha enviado aquí un comité de personas vinculadas al mundo de la cultura para asistir al festival anual que organiza Olodum, grupo, fundamentalmente percusionista, creador del Samba-Reggae, nacido en 1979 de la inquietud social por extirpar el racismo y sacar a los niños y adolescentes de la miseria, ofreciéndoles un motivo para vivir, reactivando su autoestima, bien a través de la música, o en los talleres de artesanía cuyas obras venden después en la tienda Axé financiando con ello la causa.
          Hoy tengo un tiempito libre. Así que, además de disfrutar del paisaje que acompaña los sabores del almuerzo, he hecho algunas compras por ahí... Remeras, para Mizuki y Keiko, pintadas a mano, poniendo “Brasil Terra de Sonhos” −Brasil Tierra de Sueños−. Para Hiroshi un pescador de pie en canoa china tallado en madera. Y para Naoko un colgante triangular representando a un hombre y a una mujer, en postura amorosa, perfilado con suma delicadeza. Adquirido todo en el Mercado Modelo, edificio de estilo neoclásico construido como un centro de abastecimiento que hoy acoge a comerciantes de todo tipo, convirtiéndolo en un enorme souvenir. Reserva una parte importante de su espacio para manifestaciones artísticas de, por ejemplo, capoeira −arte marcial combinando danza, música y acrobacias−. La segunda planta es para los buenos restaurantes, con vistas a Bahía de Todos los Santos. La primera sensación que tengo al caminar por el recinto es la de percibir el esqueleto de dos continentes, armado con la transigencia de sus pieles mezcladas y la versatilidad de unas raíces encoladas al suelo que les ha visto nacer. Salvador, como la llaman las gentes de aquí, es la sede de la música universal de la humanidad, lo que, de alguna manera, la hermana con La Habana en el fondo de mi corazón…
          En el barrio de El Pelourinho, una mujer entrada en edad, de procedencia afroamericana −la mayoría de esta población es fruto del mestizaje−, vestida con el traje típico de baiana, tiene en la calle un puesto fijo donde ofrece sorbetes de Caipirinha −sin alcohol, solo con azúcar, lima y hielo−, que sirve regalando una cueva por sonrisa al faltarle los cuatro dientes incisivos superiores. Ya me cuento entre sus parroquianos habituales. De conversación fluida, aporta esa visión sencilla y cotidiana de los sitios tan apreciada por el viajero. Descendiente de esclavos negros llegados de África a manos de europeos colonizadores del país, narra su historia con desgarro abanicando la falda a la altura de los tobillos al compás de los tambores. Tras muchos meses de sufrimiento viviendo en condiciones infrahumanas en un sótano bajo el nivel del mar −la humedad tornaba el ambiente irrespirable−, el bisabuelo de la anciana, no así el resto de familiares, se salvó de una muerte segura porque a uno de los carceleros que les vigilaban se le salió el hombro y pedía ayuda en un grito de dolor. El preso, acercándose muy despacio a él, le sostuvo el brazo unos segundos hasta que se lo colocó de un tirón. Eso le sirvió para conservar intacta la vida, pero no indultó las calamidades que pasaría a lo largo de la misma, y que tan solo disfrutó en la recta final cuando comprobó que sus hijos eran personas libres. La mujer se vuelve de espaldas para atender a algunos clientes y yo prometo regresar al día siguiente para beber juntos. Afligido, continúo mi camino y leo un grafiti donde pone lo siguiente: “Cuando menos lo esperamos, la vida nos coloca delante un desafío que pone a prueba nuestro coraje y nuestra voluntad de cambio”. (Paulo Coelho).
          Antes de las cinco de la tarde da comienzo el festival en plena calle. Los alrededores se van llenando de colores vivos y de cuerpos que se mueven al son del ritmo. Me sitúo en un extremo cercano desde el cual observo la perfecta ejecución que inicia Olodum, transmitiendo a cada uno de los presentes lo que verdaderamente son y representan: el espíritu de África. Soy bailarín, sé marcar el paso y dejar que la música me ayude a expresar cuanto llevo dentro, echando a un lado las preocupaciones, aunque solo sea mientras dura la melodía. Pero lo que estoy viviendo aquí es una sensación de libertad en estado puro, que apenas encuentro palabras para describir. Suenan los tambores y no podemos parar de movernos, como si los pies y los brazos ya no nos pertenecieran, como si los glúteos y la barriga fueran cometas buscando la cima de una montaña que a lo mejor custodia el embrión de las cosas, porque todo lo que me rodea en este momento, por pequeño que sea, es motivo de alegría. Miro en torno mío y me dan ganas de abrazar, de besar, de materializar esa cultura crecida que nos empuja a tocar la piel del otro y esas grietas de su textura que tanto dicen de sí…

          El comisario del evento encargado de atender a los invitados VIP venidos de fuera, satisfaciendo la petición hecha por algunos de nosotros, nos acompaña a visitar la parte de favelas. Según nos acercamos, el olor, la luz y la visibilidad cambian completamente. Desde arriba, lo que se ve es un mosaico de estructura no organizada: hueco despejado, chabola levantada con materiales de mala calidad que arrugará el viento o arrastrará el agua torrencial. En un mismo espacio conviven prostitutas, drogadictos, vendedores de crack, mendigos, gente extremadamente pobre que pone al descubierto la gran separación que existe en Salvador entre muy ricos y muy pobres. Y la clase media, a la que pertenecíamos nosotros en Madrid, tiene grandes dificultades para salir adelante. El sistema de enseñanza, a diferencia de otros países, es de pago hasta la entrada a la universidad. De manera que, si no tienes plata, tus hijos se quedan a las puertas, por muy buenos estudiantes que sean.
          João es un chaval inquieto de doce años con vocación de médico. Muy disciplinado en el día a día, asustadizo frente a lo desconocido, cariñoso si tú también lo eres con él y maduro para su edad. Su madre, camarera del hotel donde me hospedo, viuda desde antes de parir, trabaja duro para salir adelante y, con todo y con eso, si paga el colegio no cubre otras necesidades... Al finalizar la jornada el chico espera a su madre sentado en el encintado de la acera. Ella sale, le abraza y besuquea, casi asfixiándole entre sus grandes pechos, mientras que él, muy vergonzoso, mira a ambos lados por si hubiera algún conocido. Esa imagen me enternece y me trae muy cálidos recuerdos. Una de las veces que coincido con ellos les invito a tomar Guaraná −bebida gaseosa− y así poder conversar. Como tantas mujeres que tienen que sobrevivir en un mundo misógino no le ha sido fácil. Pero, aún imaginándonos las dificultades por las que habrá tenido que pasar, el niño ha crecido respetuoso dentro de un entorno limpio de rencor. Cuando nos separamos, reflexiono el testimonio escuchado y pienso en lo generoso que fue el abuelo Miguel con mami, y también en las desahogadas posibilidades económicas que ahora tengo, y que quizá yo podría…
          Por mis venas corre sangre habanera y un vínculo ineludible que me apega al mar como medusa enroscada entre las olas. Recién duchado, y listo para vivir la última velada brasileña, tomo el Elevador Lacerda, que recorre en treinta segundos los 72 metros del acantilado que separa ciudad alta y ciudad baja. Grupos de jóvenes bailando la música que reproducen a todo volumen sus magnetofones, y familias con niños pequeños jugando a pelota, compartiendo bocadillos y refrescos, son claro ejemplo del placer de disfrutar en la playa a la luz de las estrellas, desprendidos de los lujos materiales que esclavizan. Pero en estos momentos que busco tranquilidad, acabo caminando descalzo por Praia do chega nego. A lo lejos se escucha el bullicio que he ido dejando atrás. Recostado sobre una barca de pescadores, cuya red destejida ha quedado huérfana, cierro los ojos y veo el Malecón. En este momento comprendo mucho mejor, observando a estas gentes, la filosofía de vida que tenían los míos. Una muchacha vestida de blanco, de piel tostada y brillante, corriendo en zigzag por la orilla, persigue una cometa intangible. Bien podría ser mami…
          Llego al hotel empapado en sudor y todavía tengo que terminar de hacer la maleta. Junto con la llave de la habitación, me entregan en recepción una nota que alguien del evento ha dejado para mí, por la que me informa de que han quedado mañana alrededor de las diez −no volamos hasta última hora de la tarde−, a la salida del restaurante, para visitar la Casa Museo del escritor Jorge Amado. En ella gestó buena parte de su obra al lado de su inseparable compañera Zélia Gattai, su esposa. También escritora, fotógrafa y memorialista, como le gustaba definirse a sí misma. El inmueble es sencillo, dentro de su elegancia, y dispone de un jardín y piscina. Dentro encontramos su colección de arte, con piezas que fueron adquiriendo en común. Desde cuadros de Picasso a figuras de barro del artesano Mestre Vitalino. Compartieron más de medio siglo de matrimonio, tuvieron dos hijos y una existencia, con una parte en el exilio, fructífera. Las cenizas de ambos descansan ahí, a la sombra de un árbol de mango. Paso los dedos por las teclas de su máquina de escribir y agudizo el oído para que la música de la lengua portuguesa me enamore. Antes de abandonar Salvador de Bahía, le prometo a la madre de João que recibirán noticias mías muy pronto.
          Mizuki ha regañado con el novio y se pasa el tiempo tirada en el sillón de casa, llorando y diciendo que es el ser más desgraciado del mundo. Desde que he vuelto sus padres están mucho más tranquilos, porque saben que se desahoga conmigo. Nos estamos hinchando a ver pelis de dramones y a palomitas. ‘¿Tú crees que le olvidaré algún día?’ −me pregunta−. ‘Claro, cariño. Mi abuela Olivia decía que la mancha de una mora con otra verde se quita’. ‘Ay, tío Andy, cuando te pones intelectual no hay quien te entienda’. ‘¿De qué habláis? Esperadme que no me entero’, grita Keiko desde el cuarto de baño…


JOAO
Desde la medianoche han rebajado a la mitad la alerta por huracanes que fue activada hace algo más de una semana. Las imágenes difundidas por la CBC muestran cómo el último sufrido, al tocar tierra, se convierte en tormenta tropical e inunda algunas zonas de la región de Ontario. Lejos, en el silencioso enigma de las sombras, suenan las campanas de una iglesia, o puede que se trate del quejido del viento revocando al golpear contra los muros… Tengo a los japoneses de okupas en casa, andan de obra en la suya y, según sospecha Hiroshi, la cosa va para largo. Pero ya les he dicho que por mi parte no hay problema, al revés, estoy encantado de tenerles cerca. Naoko ya no es la mujer fuerte y dispuesta de antes. El tiempo nos pasa factura a todos, aunque lo importante es permanecer juntos. Las chicas se independizaron hace mucho. Mizuki tiene una niña adoptada que me llama abuelo y una pareja cuya relación está en crisis permanente. Keiko sigue en Boston, desarrollando un proyecto de ingeniería genética en la universidad donde imparte clases. Le va bastante bien y se la nota feliz. Vive por todo lo alto en una mansión de lujo acompañada de su perro caniche y dos tortugas. Yo llevo retirado del baile casi dos años, y por la escuela voy lo menos posible, solamente si me necesitan para algo en concreto. Así que, según dice una amiga nuestra, damos el pego de tres viejitos encantadores jugando a parecer canadienses…
          Ya tengo el diagnóstico de las pruebas que ha pedido el especialista. Y por los síntomas, antes de decírmelo, tal como sospechaba, he heredado la enfermedad de anemia drepanocítica −como sicklemia se conoce en Cuba−, que produce una destrucción de los glóbulos rojos más rápida de lo normal. Comparadas con otras analíticas que conservo de mami, el patrón de la mía muestra claras diferencias. Aun así, confieso que estoy acojonado, porque, a pesar de encontrarme bien, de un tiempo a esta parte noto más cansancio realizando las tareas domésticas. Eso, o que mis compañeros de piso me están acostumbrando muy mal. En cualquiera de los casos, nada que no arregle, según ellos, un auténtico té japonés preparado por nativos. Sin embargo, aun cuando tengo mucho bajón, gracias a mi manera de entender la vida, a la fuerza que saco de no sé dónde, a la esperanza de no irme tan pronto y a la facilidad que tengo para recomponerme, disfruto de los pequeños placeres regalados por ésta: gajos que serán irrepetibles en otra naranja. Además de la maravillosa compañía, Hiroshi se encarga de hacer funcionar todo lo estropeado: el cajón que no cierra, la luz fundida, el váter que no traga, la mecedora desencolada…
          João ha hecho realidad su deseo de convertirse en médico, labor que desarrolla en un hospital público en Río de Janeiro desde hace pocos años. Como ocurre en otros países del mundo, este sector aquí también sufre la masificación y precariedad en los medios, lo que limita a los facultativos a la hora de cumplir con el derecho que toda persona tiene a ser atendido. Mantuvo una relación eventual −ninguno quiso ir más allá− con la jefa de pediatría del centro. Ahora, cuando coinciden por los pasillos y el vello se les eriza, agachan la cabeza para no demostrar que se echan de menos. En el tiempo libre que le queda, amplía los conocimientos, porque tiene como objetivo marcharse a otro hospital, privado en este caso. Vive en el barrio de Maracaná, cerca de Rue Senador Furtado, en una casa individual de dos plantas, recién remodelada, y un sótano enorme donde ha montado su propia sala de cine. Pero el trayecto hasta llegar donde ahora está, no resultó un camino pausado, ni de rosas…
          El chico amanecía cada mañana empapado en sudor, y con la incertidumbre impregnada en la piel de haber podido mojar la cama, pensando que el tipo enclenque, con poses de bailarín amanerado, se echara para atrás enviando el ingreso mensual que financiaba sus estudios. “Debajo del puente, en el río,/hay un mundo de gente,/abajo, en el río, en el puente./Y arriba del puente/la calle, el colegio,/los niños, los gritos,/te vas sin un beso…/Arriba del puente…/Abajo, en el río… (Pedro Guerra)”. Sin embargo, cumplí la promesa rigurosamente hasta que terminó la Vestibular −equivalente a la Selectividad en España−, ya que, a partir de ahí, la formación académica es gratuita. Se trasladó a la Universidad de São Paulo, donde continuó su buena racha de obtener unas notas excelentes, lo que le ha colocado siempre entre los primeros de su promoción, dando así sentido, sin lugar a dudas, a los esfuerzos hechos, no solo por su parte, también por la de su madre, que ha sacrificado, para que él fuera feliz, el deseo de permanecer juntos y verle establecido en Salvador de Bahía, colmándola de nietos tirando de su falda como hiciera de niño cuando le pedía un helado bahiano. Todas las veces que hablábamos por teléfono, le repetía hasta la saciedad que en el aspecto económico aquello para mí no suponía ningún esfuerzo. Las cosas me iban bien, y ganaba más dinero del que podría haber gastado aun derrochándolo. Pero, en ese sentido, por mucho hincapié que hacía para tranquilizarle, João vivía permanentemente en el desafío de la cuerda floja.
          A punto de finalizar el curso en la escuela, con un enjambre de alumnos ensayando histéricos y profesores malhumorados evaluando a destajo, agravado el ambiente por el caos provocado tras la repentina destitución del director y su equipo de confianza, lo dejé todo empantanado y corrí al aeropuerto para llegar a tiempo a la graduación de mi protegido, en un viaje relámpago que no olvidaré por dos razones: la entrañable y festiva ceremonia, y la consolidación del cariño que, por encima de la distancia, había crecido en nosotros. Reservé una mesa para tres en el mejor restaurante latino de São Paulo. Acudió sólo él. La madre, que arrastraba de siempre un fortísimo complejo de inferioridad, se mantenía al margen y alejada de todo tipo de vida social. Gesto que agradecí, y que fue, ahora lo entiendo, muy generoso, porque me dio la posibilidad de conocerle más a fondo. João bebía agua compulsivamente para refrescar la garganta. ‘Nunca podré agradecerle todo cuanto ha hecho por mí, señor’, −rompió el hielo−. ‘No tienes por qué. Ha sido un placer. Llámame Andy, mijito…’. Sonrió tímidamente. Y, al fin, consiguió relajarse, lo que contribuyó a que tuviéramos una agradable cena.
          Durante los años de carrera había continuado enviando pequeñas cantidades de dinero, incluso simbólicas, para cubrir sus gastos de manutención y alojamiento. Posteriormente, cuando él ya manejaba su propia plata, en una de las múltiples visitas que me hizo a Toronto, quiso devolver uno a uno cada dólar invertido en su persona. Una vez, sentados en el sofá de casa, tras marcharse Hiroshi y Naoko a la suya, João sacó de la cartera un cheque del Banco de Brasil que extendió a mi nombre. Miré el rectángulo de papel con recelo. Guardé silencio unos minutos que parecieron interminables, y fui al dormitorio en busca de un pedazo de biografía. ‘Ésta de aquí, la de los dientes grandes y sonrisa blanca como la nieve, es Mirta −dije, señalándola en la foto−. No la conocí personalmente, ya no vivía cuando fuimos a La Habana, pero, por lo que me contaron, tenía la habilidad de ayudarte a valorar lo insignificante. Los dos grandullones del fondo, sobrados de cariño el uno para el otro, son mis abuelos Eloy y Miguel. Juntos formaron una gran familia, aunque no numerosa, y tuvieron el don de dejar muy alto el concepto de amistad. Mira mami, mijito, ¡qué jovencita y qué guapa!, conmigo en brazos, y la Puerta de Alcalá al fondo, sobre los tejados plomizos y vigilantes de Madrid. Tiene que estar por aquí escondida, espera… A ver… Sí, es él: te presento a Hari Babu, el filósofo de todos nosotros…’. Él me observaba con disimulo y muy atento. Entonces, rompió el talón y dejó los pedazos amontonados en la mesa. Desde ese día no le he vuelto a ver, y las llamadas comienzan a ser bastante espaciosas…
         Nunca hice las cosas para que me lo agradeciera, tampoco por lástima, ni por compromiso. Era una cuestión interna muy mía, algo que siempre percibí en mi gente, y que no va más allá de entender que, si se tiene la posibilidad de brindar oportunidades, hay que hacerlo: así crecemos todos. Ahora que no trabajo, y que las horas resultan a veces tediosas, me paso los días en internet buscando noticias suyas. Estoy seguro de que en algún momento pensará en mí. También de que habrá triunfado personal y profesionalmente, consiguiendo la admiración y el respeto de sus colegas. Me hubiera gustado estar más unidos y no perder el contacto. Contarle que estoy enfermo y asustado, y conocer su diagnóstico. Saber qué proyectos tiene a corto, medio y largo plazo. Pero respeto, como no puede ser de otra manera, su decisión de alejarse… ‘Abuelo’. ‘Dime, amor’. ‘Bébete un traguito de mi jarabe para la tos, verás cómo te pones bueno’ −dice la hija de Mizuki. Y su madre, que no escucha bien, grita desde la otra punta−: ‘Niña, no seas pesada… Tío Andy, en cuanto te pongas bueno nos vamos los dos al Pelourinho a vibrar al ritmo de los tambores. ¿Quieres…?’.


OLIVIA
Han pasado muchos años y casi tres generaciones desde que el abuelo Miguel fuera por primera vez a La Habana y emparentara con mami echando raíces en el corazón de Eloy: un legado de cariño y entendimiento que concluye en mí como único sobreviviente y narrador. Pero nada de la historia a la que he ido dando forma hubiera crecido sin la principal protagonista, esa mujer que ha vehiculado las cordilleras si acechaban las dudas, el chato de vino en la taberna del relajo, los ríos y sus afluentes, el oleaje, el sentido del humor, la fidelidad, el viaje clandestino, la caída de la hoja, el frío en las cumbres de la soledad, las turbulencias del vuelo −a veces con aterrizaje forzado− y las luces y las sombras que han estructurado el atlas del ser humano recorriendo algunas arterias y bifurcaciones circunstanciales. Olivia es la almendra de cada persona que durante estos meses hemos contado nuestras cosas abiertamente. Es la materia, el músculo, la columna vertebral, el alumbrado en mitad del campo, la suerte de amainar el epicentro de la tormenta, el deseo inagotable por quedarse en lo sencillo, el camino boscoso que paso a paso hay que ir descubriendo y las manos templadas que uno quiere tener cerca por si el lobo feroz sale de su caverna a amedrentar, con rayos y truenos, el sosiego de las personas.
          De haber vivido más tiempo ahorita sería una entrañable anciana recordando su niñez y las calamidades de la época conmigo en el parque… Cada vez que podía, siendo yo pequeño, mientras me lavaba los dientes esmeradamente, el abuelo hablaba de su mujer con admiración. En ocasiones pensé que lo que decía era, más que real, producto de su imaginación. Pero… ‘¿Sabes, hijo? Era la más guapa de la verbena −se le llenaban los ojos de lágrimas−. Antes, tanto en los barrios como en los pueblos había este tipo de ferias. Los chicos sacaban a bailar a las chicas puestas en círculo alrededor de la pista, y, si aceptaban tres veces seguidas, entonces sonaba la campana y se hacían novios. Yo no es que fuera tímido, es que era soso de remate. Además, como se me enganchaba un pie con otro, no me atrevía a proponérselo a ninguna. Debió de fijarse en mí desde un principio, y buscó la manera de cogerme desprevenido proponiendo marcarnos un pasodoble. Apagué el pitillo con la puntera del zapato y miré en torno mío convencido de ser afortunado despertando las cosquillas de la envidia en los demás. Desde ese mismo instante decidí compartir la vida con ella y no he dejado de seguirla hasta el infinito…’. Entonces aparecía mami, le acariciaba la barbilla y él agachaba la cabeza buscando la imparcialidad del suelo que no pregunta. Desaparecían juntos dejándome así, con cara de tonto, y un cerco de dentífrico reseco en la periferia de los labios…
          Keiko ha venido de vacaciones y lleva conmigo todo el fin de semana. Entre los dos montamos la mesa, preparamos unos aperitivos y esperamos que llegue el resto de la familia. Comeremos carne a la brasa con salsa de teriyaki. ‘Tío Andy, por favor, cuéntame otra vez la historia del prendedor de pelo de la abuela Olivia’. ‘Pues, verás… Los festivos cogían su seiscientos y pasaban el día por ahí. Compraban embutidos de la zona y hogazas, patatas de la huerta y tomates recién cortados, o legumbres para enriquecer el puchero… A veces se encontraban con fiestas medievales, romerías −no eran creyentes−, encierros −tampoco taurinos−, mercadillos de baratijas y ropa económica, y muy rara vez actos culturales. Eran tiempos más feos… Una compañía de teatro itinerante representaba “La casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca, en una aldea del interior de Castilla. Como llegaron antes de lo previsto entraron a la cantina a tomar un bocado. El local era la leñera anexa a la casa particular del cantinero. La actriz que daba vida a Adela, la hija apasionada y rebelde, bebía aguardiente como si de gaseosa se tratara. Lucía un abrigo imitación leopardo hasta los tobillos, y mostraba un lamentable aspecto: sin maquillaje y desgreñada. Se fijó, más que en los abuelos, en la cazuela de barro donde apenas quedaba rastro de los choricillos a la sidra que se habían pedido. Acercó una silla y, sin pedir ningún permiso, se sentó entre ambos dejando fluir por la boca los estragos del alcohol. Decía que estaba cansada y harta de ir de un lado para otro, mendigando una función más, un poco de cariño sin acabar en el estraperlo del placer o unas medias de licra a cambio de un plato de lentejas. Al finalizar el espectáculo la felicitaron y comprobaron que la magia del personaje se había tragado la borrachera. Entonces ella, que en ese momento iba muy de diva, se quitó del pelo el prendedor para regalárselo a la abuela…’.
          Mizuki se ha ido con su nuevo novio un par de semanas fuera, porque dice que necesita poner distancia para conocerse a fondo, sin que la juzguemos continuamente o cuestionemos sus decisiones. La niña está con su padre adoptivo, y me temo muy mucho que será por una larga temporada. Keiko ha regresado a Boston y promete volver en cuanto le sea posible. ¡Tan responsable, como sus padres! Así que, nos hemos quedado vacíos y atrapados en el malestar del estómago que levanta los jugos de la soledad. Todos los días salimos a dar un paseo. Naoko se agarra de nuestro brazo y caminamos despacio hasta el Jimmy's Coffee, un lugar acogedor donde nos gusta pasar la tarde del domingo. ‘Goa marcó un antes y un después… De ser el último viaje que pensaba realizar el abuelo a la memoria de Olivia, se convirtió en el escenario ideal para agarrarse a la vida −cuento, ante la humeante taza que tengo delante y los atentos ojos de mis amigos−. Cuando Miguel visitó ese país le faltaban las fuerzas y estaba a punto de darse por vencido. La ausencia de su mujer era cada vez más difícil de sobrellevar, y empezaba a no interesarse por ninguna cosa. Maduraba la idea de irse a una residencia con el fin de dejar que Alina viviera su propia vida, sin tener que estar pendiente de él. Pero…, la noticia del embarazo de mami le obligó a cambiar de planes, dándole un motivo potente para afeitarse muy bien cada mañana: rozar mi carita de recién nacido’. “El aire de la noche desordena tus pechos,/y desordena y vuelca los cuerpos con su choque./Como una tempestad de enloquecidos lechos,/eclipsa las parejas, las hace un solo bloque”. (Miguel Hernández).
          Les acompaño hasta su casa. Ya en la mía, elijo al azar un viejo disco: la voz rota e inconfundible de Janis Joplin me hace recordar una anécdota de la infancia. ‘¿Por qué Olivia nunca viene a atarme los cordones?’, −solté de sopetón. Él salió por los cerros de Úbeda diciendo−: ‘Lazo grande entre lazo chico sujetan el pie del señorito’. Apenas tenían fotos: alguna en la Puerta del Sol tomando las uvas por nochevieja, otras en el campo con amigos, y una de medio cuerpo, de ella sola, donde se la veía recostada en la barandilla de lo que reconozco como el Estanque del Retiro, y que el abuelo sacaba de su cartera cuando no le veía nadie para besarla una y cien veces. Ese gesto me chocaba y enternecía −hoy soy yo quien lo hace−. Mami manejaba muy bien las palabras, y decía al respecto que “la gente que queremos no debería irse tan pronto”. Pero se van, como lo hicieron ellos, como lo haremos todos… ‘Ay, mi hermano, que sí. Que las piernas más bonitas eran las de tu mujer. Que no me lo restriegues más, coño’. ‘¡Cómo te pones, Alinita!’. ‘No me llames así, viejo. Que no me gusta’. ‘Pero si lo hago con cariño, mijita…’, −rompía a carcajadas−. ‘Zalamero…’, −y le pellizcaba la mejilla−. ‘¿Y tú de qué te ríes, mocoso? Anda y ve a hacer los deberes, que te distraes con una mosca’, decían a la vez mientras que yo me iba refunfuñando porque al final me echaban la culpa de todo. Y no. No era cierto.
          A partir de aquí no sé qué nos deparará el futuro, pero intentaré seguir siendo viajero... Puede que João dé señales de vida, que Hiroshi se jubile en breve y monte su tallercito en el chiscón donde guarda las herramientas y repara lo que vamos estropeando los demás. Es posible que Mizuki consiga la estabilidad por la que lucha sin saberlo, que los descubrimientos de Keiko den la vuelta al mundo y curen los males de otras personas, que Bean alcance la paz y el sosiego, y que Naoko tenga paciencia para aguantarnos a todos. Seguramente las cosas podrían haber sucedido de otra manera, pero entonces serían los recuerdos y las vivencias de otras gentes, sus viajes particulares y los destinos que hubieran elegido. ‘Siéntate ahí, Naoko. Mira, ¿ves aquellos puntos relucientes en el horizonte que aparecen y se van al instante? Hay quien dice que es la costa de la Florida. Pero yo lo dudo… Sólo se adivina. Me siento feliz de que estemos en el Malecón, en el mismo lugar donde Eloy y Miguel conversaban de la vida con un habano entre manos y mamá se despedía del Caribe…’. En el vaivén de estas aguas transparentes arrancó la historia de Olivia y es en este punto donde me vienen a la memoria los versos de una canción de Silvio Rodríguez: “…tú me recuerdas las cosas/no sé, las ventanas/donde los cantores nocturnos cantaban/amor a La Habana, amor a La Habana”. ‘Abuelo, cierra los ojos y pide un deseo’. ‘Vale. Ya está’. ‘¿Cuál es?’. ‘Si te lo digo, ya no es un deseo…’. Pero yo jugaba a las adivinanzas con su cara: si fruncía el entrecejo significaba que le dolía la barriga, si guiñaba un ojo que haría de rabiar a mami, si apoyaba las manos bajo la barbilla que me iba a dar una charla de las suyas y si entornaba los ojos es que se moría de ganas de rodear una vez más las caderas de su compañera. ‘Que te estás durmiendo, hombre, y te manchas. ¿No ves que se te cae el helado?’, −decía ella sentada frente a él en el parque−. ‘Que no me duermo, Olivia. Es que me hace daño el sol…’. ‘Pues ponte aquí, a la sombra, a mi lado’. Y él, obediente, se dejaba caer junto a ella…






1 comentario:

  1. Sabía que nos sorprenderías dándole a esta historia un trato especial. No dejes de escribir. Un beso.

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