domingo, 11 de marzo de 2018

Nueva York. Décimo día de la primera quincena de diciembre

¿Sabes qué añoro más de España?: las peladillas y las almendras garrapiñadas. Sí, no lo digas, lo sé, en Little Italy, tienen de esos dulces. ¡Ah!, pero no es lo mismo. A veces, cuando reaparece la vena nostálgica, echo de menos también el crudo invierno en la aldea, aislados del resto del mundo, pensando que ahí se acabaría todo, en mitad de aquel terreno fangoso al que, en tan durísimas condiciones, era imposible acceder desde fuera. La lumbre de leña con el puchero arrimado siempre a las brasas, la presencia de los animales ateridos de frío, rebuscando por el prado hierbas que llevarse a la boca. El Misterio que madre colocaba en la banqueta enclavada en un rincón de la vaquería, al que de pequeña yo asomaba las narices con curiosidad y preguntas respecto al pesebre. La ilusión de los niños pidiendo el aguinaldo, para comprar un cucurucho de pipas en feria. Y el extraño oficio de los Magos de Oriente, que nunca pasaron por casa, quedando en la ventana el calcetín mohíno y agujereado. No me mires así, Carlota. Puede que no lo entiendas, porque eres un felino, pero déjame decirte que los recuerdos no envejecen, permanecen enteros, como el tacto y los olores…’.
          “Nueva York. Décimo día de la primera quincena de diciembre. Durante varias semanas consecutivas, y con la aprobación de la señora, acompañé a su hijo a la casa del sastre que le confeccionaba el chaqué de boda. Nunca había estado en un palacete del siglo XVIII, construido en piedra con vanos de ladrillo macizo. Tras la prueba definitiva, fui sola a recoger el pantalón gris marengo de finas rayas verticales, que estaba a falta de un remate final. La novia pertenecía a una familia adinerada de Burgos. Era enclenque y pobre de salud. No entraba dentro de sus planes casarse, su idea era irse a las misiones. Celebraron el enlace invitando a gente de mucho postín, en mi opinión muy tonta, dejando fuera al pueblo llano. Dada su debilidad no pudieron ir de luna de miel a Portugal. Así que, ambas familias, y el respectivo personal doméstico, nos trasladamos de vacaciones a Pontevedra, al pazo propiedad de mis jefes. Las hijas de los guardeses que cuidaban de aquello todo el año eran cuatro mujeronas de carnes prietas, que realizaban trabajos tan duros o más que los que hacían los hombres. Congenié muy bien con una de ellas, la que, como comprobé después, tenía la cabeza llena de pájaros. A la caída de la tarde, antes de esconderse el sol, la faena se relajaba por un rato. Entonces nosotras salíamos al porche y, embobadas con las historias que contaba sobre París, Buenos Aires, La Habana o el desierto de África, alimentadas por su gran afición al cine, hacíamos también nuestro el sueño de salir de allí. Parecía tan segura que planeábamos la marcha para el inicio del otoño. Luego, sus tres hermanas aplacaban la euforia enumerando los intentos fallidos hasta el momento. De sus labios oí por primera vez que la ciudad de los rascacielos donde lo imposible se hacía realidad se llamaba Nueva York. La señora me mandó llamar. El señorito y su esposa querían hablar conmigo… A los veinte minutos aproximadamente volví con mis compañeras, muy pensativa y madurando la propuesta que acababan de hacerme. No conté nada. Me había acostumbrado a no compartir las cosas, no fuera que alguna listilla me cogiese la delantera…”.
          Los Harries han pasado a disposición de los servicios sociales. Una asistente del hospital, afroamericana, de trato bastante afable, dice que no le está permitido facilitar información a quien no tenga un vínculo familiar con ellos. Aunque Ralph insiste, haciendo gala de sus mejores atributos de simpatía, ha sido imposible poderles ver. Nos quedamos largo rato dentro del recinto, sentados en el jardín, acongojados, muy quietos, interrumpidos los pensamientos solamente por el ir y venir de algunos pájaros que sobrevuelan bajo hasta tomar tierra. ‘¿Qué ocurrirá con ellos, Maurita?’, −pregunta mi compañero compungido−. ‘Para adivinanzas estoy, ni siquiera sé qué será de mí, conque dime tú…’. Ven, sígueme. Vayamos a un sitio muy especial en su honor y en el nuestro. No preguntes y déjate llevar’. Jamás había estado en la City Hall Station, que es una terminal abandonada por no ajustarse al tamaño de los trenes, y cuyo atractivo se fundamenta en poder recorrerla a pie. También se ve cuando el metro de la línea 6 aminora la marcha. ‘¡Guau! ¡Qué maravilla y cuánta belleza!’. ‘¿A que parece una catedral enterrada bajo el bullicio de la metrópoli? Fíjate que la construcción corrió a cargo de un paisano tuyo, el valenciano Rafael Guastavino. Mira ahí. ¿Ves los azulejos y el tragaluz…? Son dos pequeños detalles que hacen su diseño diferente. Este artista recogió la tradición de los arquitectos medievales, tabicando la bóveda con ladrillos finos y cemento, creando un sello inconfundible en su obra’. Giro el cuerpo hacia él y suelto a carcajadas: ‘¡Coño, lo que sabe el niño!’. ‘No te creas, eh. Consiste en captar la pluralidad de los clientes mientras les hago el “check in”, y si eres esponja aprendes una barbaridad. No pienso quedarme de recepcionista hasta la jubilación, aspiro a algo más. Todavía no sé qué, pero mejor, seguro’. ‘Me gustan mucho los andenes de estación y los bares de hotel. Todo está de paso, nadie permanece ni echa raíces. Llegas y te vas, sin dar explicaciones ni que te las pidan’. ‘¿Qué te trajo a Estados Unidos?’. ‘¿Regresamos…? Se ha hecho tarde’. Permanecemos sigilosos durante el largo trayecto. Solamente, cuando estamos llegando al portal, comentamos la soledad de las calles en el vecindario, porque hay miedo a salir después de una determinada hora. Entro en casa con una sed espantosa. Apenas saludo a Carlota, que me recibe con generosidad. Lleno un vaso de agua de la botella que siempre tengo en la nevera, y, según trago, noto cómo se regeneran las paredes de la garganta, que parecían lija.
          He conocido la “Estación fantasma”, −Eric toma notas deprisa en el cuaderno que imagino lleva mi nombre−, una verdadera obra de arte que me ha dejado perpleja, y orgullosa al saber que el constructor era de mi país’. ‘Espectacular, sin duda. Pero, al margen de eso, ¿qué te sugiere Hall Station? ¿Qué tiene de particular para atrapar tu atención? No te veo muy en plan turista, la verdad’. ‘Dice mi vecino Ralph que las personas buscamos entornos concretos que hacen más fácil el entendimiento con uno mismo. Y pone tres ejemplos muy claros con los que puedo o no estar de acuerdo. En primer lugar, el ambiente de cualquier templo en penumbras para reflexionar ordenando los pensamientos. Segundo, hacer un alto en el paseo marítimo de Brooklyn y, mientras tomamos decisiones, admirar el regalo del horizonte con el Bajo Manhattan enfrente…’. −Quedo abstraída en la estantería, atravesando las callejuelas de los lomos de los libros, que conozco como la palma de mi mano−. ‘¿Y el tercero?’. ‘Comerse varias porciones de tarta de queso con mucha crema de frambuesa por encima, aun sabiendo que es nitroglicerina para el colesterol’. ‘Y tú, ¿con cuál te quedas, además de la última opción? −E.J. saca del cajón una gamuza y se limpia la gafa−. Te escucho’. ‘¿Puedo fumar? −aunque no suele hacerse en terapia, el hombre asiente. La viudez le está haciendo más permisivo. Doy unas caladas al pitillo y lo apago, suficiente para templar los nervios−. ¿Sabes qué pasa? Pues que cuando estoy en un sitio por primera vez no puedo evitar pensar qué circunstancias habrán traído a otros antes que a mí. Fíjate si soy desastre que vivo en una de las ciudades más bellas de la Tierra y apenas la conozco. No estoy capacitada para opinar sobre arte y arquitectura, pero en lo personal, en cuanto a la visita realizada, sí: el andén poblado de silencio y de voces, las vías del ferrocarril que se alejan y no alcanzo, el túnel que encapsula a los vagones, el silbato de llegada que acciona el maquinista, el convoy vacío que pasa de largo, el músico ambulante que no recauda ni para un “hot-dog”, y al que ya le da lo mismo desafinar o no, el vendedor de remedios que salvan del fin del mundo y los cortes de electricidad entre estaciones, me parecen metáforas para una despedida. Mientras me hablaban del estilo Guastavino −en el Edificio de la Corte Suprema, en Washington, o en el Museo Americano de Historia Natural, en Central Park, también se puede admirar−, rescataba el escondido recuerdo del muelle en el puerto pontevedrés de Vigo, antes de embarcar rumbo a América, afligida sin el calor de la familia que va a decirte adiós. Pero, conforme se alejaba el barco de la costa española, más plana se hacía la brecha del horizonte, convertido en un simple trazo negro que debía tragarse mi pasado. Entonces fue ahí, dejando atrás Las Azores, en medio del Atlántico, yendo a muchos nudos por hora, donde traté de enterrar las imágenes de madre y padre, jurando que saldría adelante. Durante la larguísima travesía tuve que reprimir el impulso, que sentía a veces, de lanzarme por la borda harta de tanto sufrir. Ya ves, soy cobarde, egoísta y me quiero, así que, no lo hice. Y aquí estoy, delante del extraño que eres tú, a punto de decirte que ya no vendré porque me he quedado sin empleo…’. Nos devuelven a la realidad de lo que en verdad somos, médico y paciente, unos toques de nudillo, contundentes, en la puerta. Sobrepasado el tiempo estipulado de cada sesión, la siguiente persona aguarda a que me vaya para ser escuchada. Rompo a llorar avergonzada, y por primera vez creo que Mr. Coleman hace una excepción y deja a un lado al psicoanalista. ‘Te espero la próxima semana a la misma hora, y buscamos una solución para que sigas viniendo’.
          Eric cena cosas ligeras desde la última subida de azúcar que le llevó a urgencias. Prepara la conferencia que al día siguiente dará a estudiantes de la Universidad de Columbia, ubicada en el Alto Manhattan, en 116th St & Broadway. Piensa en los alumnos, que seguramente tendrán perfil freudiano, y se pregunta hasta qué punto tiene capacidad para orientarles en su formación. Cómo transmitirles la regla fundamental, el principio básico que deben tener: no implicarse, cuando hay noches que a él le resulta complicado no hacerlo. Una foto de Michelle, sentada en las escaleras de su casa, preside la mesa de trabajo. Estaba tan guapa el día de la instantánea que… En el otro extremo de la ciudad, Carlota rebaña el plato de comida y se sube al sofá, a mi lado. Empieza la serie que vemos. Antes de salir para el Central Park West Hostel, a su turno en reception, Ralph ha dejado todo preparado para que a Bobby no le falte de nada y esté ladrando hasta su regreso. Y de los Harries, la única noticia que tenemos es que van camino de St. Louis, en el estado de Misuri… ‘Carlota, hija, deja de roncar, coño, que no oigo la tele’.

10 comentarios:

  1. Camino por New York a través de tus palabras, y siento crecer la ciudad dentro de mí. Gracias por despertarme todos los sentidos. Un beso, nena.

    ResponderEliminar
  2. Lectura intermitente para descubrir capa a capa la vida de Maura y sus vecinos!Gran dominio de la literaturas por entregas! Esperando el próximo episodio...

    ResponderEliminar
  3. Con usted siempre se me saltan las lágrimas y quiero viajar inmediatamente. Un gusto contarme entre sus lectores. Saludos desde Buenos Aires.

    ResponderEliminar
  4. Puente sobre aguas turbulentas, y toda la discografía de S.&.G. escucharía con gusto sentado junto a Carlota. No dejes de escribir, quienes te leemos nos hacemos mejores y lo agradecemos. Y, a quienes no te leer, que les den.

    ResponderEliminar
  5. Antonio Álvarezmarzo 11, 2018

    ¡Cómo dominas las emociones! "...déjame decirte que los recuerdos no envejecen, permanecen enteros, como el tacto y los olores…’." ¡Qué bien me lo paso leyéndote, niña! Y Carlota roncando... Jajaja.

    ResponderEliminar
  6. ..."de sus labios por primera vez oí hablar de la ciudad de los rascacielos donde lo imposible se hace realidad"... Tu cuento habla de una España en pasado, cuya realidad ha ido creciendo en el recorrido temporal de lo que Maura dejó atrás. Evocas aquella emoción que sentíamos por crecer, por desbordar la vida. Tiene mucha actualidad lo que escribes, porque reivindicas ese espíritu que en cierta medida hoy se ve un poco lángido. Sigue adelante porque te veo en cada rincón de tus entrelíneas.

    ResponderEliminar
  7. Cuando leo tus artículos, revivo mi estancia en Nueva York, las emociones se acumulan
    Un beso fuerte

    ResponderEliminar
  8. Miguel Ángelmarzo 12, 2018

    La estación de tren abandonada, la salida del puerto de Vigo, Eric solo, los Harries sin visitar,...Soledad, despedidas, melancolía,...Y Carlota a lo suyo. Seguimos adelante con las diferentes historias dentro de la historia. Hasta la próxima. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  9. Esa despedida de los familiares, en el puerto de Vigo en este caso, me ha llevado hasta el de Santurce hace muchos años de la mano de una tía abuela, que lloros.
    Es que era todo tal y como lo describes, y me imagino que lo de la vieja estación y todo lo demás de NY es tal cual.
    Esa facilidad que tienes de mezclar tiempos sin perder el hilo de la historia de Maura, hace que esté pendiente del punto y aparte para ver si toca Burgos, Eric, Ralph o la eterna Carlota.
    Muchas gracias por el regalazo.

    ResponderEliminar
  10. Me encanta leerte. Me quedo intrigada cada vez que cambias de tiempo, de personaje..
    Espero el próximo con muchas ganas. Besos

    ResponderEliminar