domingo, 25 de marzo de 2018

Nueva York. Seis días después de la segunda quincena de marzo

En la placa conmemorativa puesta en el vestíbulo del hospital, bien visible para que al atravesar la puerta giratoria se pueda leer desde cualquier ángulo, reza la siguiente inscripción: “Mount Sinaí, fundado en 1852 para dar cobertura sanitaria a la comunidad judía asentada en Manhattan”. Actualmente eso ha cambiado, ahora atienden a pacientes del Upper East Side y de Harlem. Es decir, han pasado de los residentes boyantes de la mitad este de la isla a la población deprimida y, en su mayoría, descendiente de la más pura Nueva Orleans. Por eso no es extraño que coincidan en la consulta del cardiólogo Valentín Fuster un famoso abogado de Wall Street y un trompetista de blues en paro. Ralph me recoge en el descansillo de la escalera a las nueve en punto de la mañana, me agarro de su brazo y montamos en el taxi que nos lleva por Queens Blvd hasta el sanatorio. Así, de pronto, y sin esperarlo, que vayas a revisión al oftalmólogo, y te diga que hay que hacer una capsulotomía posterior con láser, acojona. Pero cuando se explica respiras tranquila, ya que es una limpieza de la lente implantada tras la operación de cataratas, intervención que requiere tan solo unas gotas anestésicas. Dos veces en semana, Eric Coleman, siglo y pico después de la apertura del centro, y casi desde la aparición de los primeros enfermos identificados públicamente con el VIH, lleva un grupo de terapia que empezó a funcionar en 1982, y que, por la amplia demanda que hoy en día tiene la sociedad, se ha visto en la tesitura de abrirlo a drogodependientes, emigrantes obligados a prostituirse y personas sin recursos que necesitan ser escuchadas. En una de las zonas más luminosas del edificio, hay un glass solarium donde se ubica la cafetería Plaza Café, un espacio diáfano con paneles de cristal en el tejado tipo buhardilla, donde estudiantes de medicina, personal médico, pacientes y acompañantes, disfrutan de la luz con su Starbucks coffee en vaso de cartón, como si formaran un collage de personas aisladas cada una en su propio mundo. E.J., concentrado en la pantalla del portátil, ocupa una mesa cercana al self-service. Paso por delante y se levanta para saludarme. ‘Aquí mi vecino, aquí mi psicoanalista’ −digo, mientras ambos no evitan sonreír con el apretón de manos−. ‘¿A qué has venido, Maura? ¿Te encuentras mal?’. ‘Bueno, no exactamente. Me van a chequear la vista. −Sin embargo, no digo que, al quedarme sin el part time en el supermarket que complementaba mi pensión, busco los sitios más baratos−. ¿Y tú?’. Sin responder regresa a la lectura que le retrae del exterior, y nosotros vamos a lo que habíamos venido. Pero antes, porque me corroe la curiosidad, pregunto por Mr. Coleman en el mostrador. Un tipo, aburrido de contestar casi siempre lo mismo, extiende una hoja informativa, que cojo, e indica la línea verde a seguir para llegar a la sala de terapia. ¡Vaya con Eric, toda una caja de sorpresas! Ahora resulta que es un ser solidario y generoso.
          Arriesgándome a tener que soportar por tiempo indefinido los desplantes de Carlota, hasta que suavice el enfado por haber alterado el ritmo de su rutina, y consciente de que le exaspera encontrar pelos del chihuahua incrustados en la alfombra o deslizando en zigzag por el costado del sillón, acepto que Ralph traiga hecho el almuerzo, a base de huevos revueltos, beicon, salchichas, patatas y panecillos blancos. La ocasión merece que desempolve la botella de whisky escocés, y dos copas pequeñas del juego que aquel verano me tocó en la tómbola. Brindamos y volvemos a rellenarlas. De un salto perfecto, la gata se coloca a cuatro patas en lo alto del armario, silente, por si tiene que atacar. ‘¿Sabes cuándo tomé conciencia de que había gente comprometida y dispuesta a luchar por la igualdad de todas las personas y erradicar la discriminación, la violencia y el exterminio de sus semejantes? Viendo por televisión un documentary de la cantautora y activista Joan Baez en la marcha sobre Washington de 1963 por los derechos civiles junto a Martin Luther King, desde entonces he seguido su trayectoria. ¿Por entonces tú ya estabas aquí?’. ‘Sí, y lo recuerdo, pero no participé en nada, las aglomeraciones no están hechas para mí. Además, −alarmada por si el alcohol me suelta la lengua, recoloco la postura en la silla y miro a mi guardiana que, no nos quita ojo− no creo que esas cosas sirvan de mucho’. En realidad, no lo pienso. Envidié a los manifestantes porque, mientras me pudría de rencor en la cloaca de mi ego, ellos tomaban las calles, vivían abanderando la rebelión contra los valores dominantes, se oían cantos a la libertad… En definitiva, pese a las dificultades que toda aquella reivindicación suponía y la posibilidad de acabar con los huesos en la cárcel, tenían motivos más que suficientes para seguir adelante. ‘No te creo, pareces dura, aunque conmigo no puedes, Maurita’. ‘Piensa lo que quieras, pero la vida es una mierda y no vale la pena luchar por nadie. No es rentable, coño’. ‘En mi país dicen que uno no es monedita de oro para caerle bien a todo el mundo. ¿Qué pasa para que siempre estés enfadada?’. Miro la hora y él comprende que debe marcharse… Carlota baja de su atalaya y se enrosca en la cama alrededor de mis piernas, recuperando la atención que sólo a ella le corresponde. Así, solitarias, respirando a la vez, sin intrusos…
          “Nueva York. Seis días después de la segunda quincena de marzo. Entre unas cosas y otras llevo meses sin escribir en estos cuadernos. Pero hoy, quizá empujada por la llegada de la primavera y la necesidad de seguir explicándome, decido retomar la narración en estas páginas. Ocho campanadas sonaron en una parroquia de Vigo, en las inmediaciones del centro urbano, estremeciendo las tripas relajadas del silencio y también las de mi acompañante, la hija alocada de los guardeses, al acercarse la hora de embarcar rumbo al continente americano. Eso, y la propia incertidumbre que conllevaba en sí la travesía. Viajábamos a Estados Unidos para preparar, antes de que llegaran ellos, el apartamento alquilado por el señorito y su esposa en Canal Street con la 6th Ave, donde permanecerían por tiempo indefinido, ya que, aconsejados por el médico de la familia, debían tratarla allí −nunca supimos de qué− colegas suyos con medios mucho más adelantados. Dos pueblerinas como nosotras, que a lo más alto que habíamos subido era de excursión a las montañas, desconfiábamos de la estabilidad del edificio, delgado como el lomo de una hoja de papel, donde viviríamos en la planta 26. ‘Pero si eso se cae con sólo mirarlo’, dijeron las hermanas, muertas de envidia porque nos tocó en suerte ir a nosotras. Durante la noche, el fuerte oleaje sacudió violentamente contra el malecón del puerto, obligando a que los pescadores no pudieran echarse a la mar. Sin embargo, nuestro barco zarpó, desoyendo las advertencias que desaconsejaban hacerlo. Nadie fue a despedirnos, y subimos a la embarcación sin mirar atrás. Después de varias semanas de penurias, luchando para aguantar el corrompido olor a vómito, tanto en cubierta como en la zona de camarotes, se nos terminó el pan candeal y los chorizos de matanza, bien guardados entre las dos. No nos quedó otra distracción que concentrarnos en el océano con la esperanza de ser las primeras en decir aquello de: ‘capitán, tierra a la vista’. En los muelles de Chelsea nos recogería una persona para acompañarnos al domicilio y luego a enviar un telegrama a los señores. No me gustaba nada la frivolidad de algunos miembros de la tripulación, que pensaban que, por viajar, como lo hacíamos, en tercera clase, tenían derecho a pasearse cuando les viniera en gana por la barandilla de nuestras faldas. Aquella noche no se veían estrellas en el universo, tampoco la luna. El cielo estaba completamente cubierto de nubes y amenazaba tormenta. Estábamos tan asustadas que aumentaban las ganas de hacer pis. El váter era un auténtico estercolero, un foco de infección al que me negué a entrar, no así mi compañera. Busqué algún rincón limpio donde hacerlo en el recipiente que antes transportó una empanada gallega, pero encontré las manos rudas, ennegrecidas y asquerosas de un calafate con ganas de hembra, que en esos momentos estaba dando estanqueidad a una junta de madera por la que se filtraba el agua. La siguiente imagen que solapa es la del hombre echándose mano a la entrepierna retorcido de dolor. Un oficial, al que no vi más, me salvó de revivir otra vez la misma pesadilla. Con los huesos entumecidos, la memoria del equilibrio algo trastornada y los nervios de haber llegado a la Gran Manzana, no le dimos gran importancia, en principio, al telegrama del señorito que nos daba nuestro contacto…”.
          He dejado las ventanas de casa cerradas para que no se escape Carlota y provoque a Bobby. El chihuahua es de temple tranquilo y cariñoso, pero si le buscas las cosquillas puedes toparte con una dentadura no muy agresiva, aunque sí con malas pulgas y dispuesta a marcarte la piel. Una tarde que Ralph y yo nos despistamos hablando con su vecino, nuestras mascotas se arañaron el territorio con mucho alboroto. Me vienen estas cosas a la cabeza mientras voy a terapia camino de Brooklyn. ‘¿Qué tal, Maura? −E.J. me da un folleto con los requisitos que hay que tener para asistir al grupo que lleva en Mount Sinaí, y, aunque los cumplo todos, el orgullo me impide aceptarlo−. ¿Cómo ha ido la semana?’. ‘¿Sabes a qué conclusión llego?’. ‘No, dímelo tú’. ‘¿Has tenido alguna vez la impresión de estar fuera de contexto?, yo a menudo. Del ambiente en que me muevo, de la gente, del momento histórico, del jodido pasado, de mí misma, de estas conversaciones contigo… Quizá sea una pieza deforme que no encaja con nada ni con nadie, o tal vez haya cometido demasiados errores. No lo sé. Hay un sueño que se repite últimamente: estoy a punto de despeñarme, padre y madre pasan de largo y no me oyen, pero en realidad grito hacia adentro, hacia ese bosque que hay en mí y me persigue y no me deja morir en paz. He arruinado mi vida y ahora lo veo, he desaprovechado la oportunidad de reconciliarme con el mundo, pero ya no me quedan fichas para apostar. ¿Te das cuenta, Eric? No tengo construido ningún proyecto…’. ‘Si crees en ti y en tus posibilidades todavía puedes hacerlo. Hoy has dado un gran paso, al menos creo que hay un cerrojo menos’. ‘Hoy pongo yo el punto final, no tengo ganas de seguir, no me encuentro con fuerzas’. ‘¿Nos vemos aquí la próxima semana?’. ‘Sí, aún tengo plata para pagarme los vicios’. Ambos sonreímos.
          Mira tú por dónde, como he sido buena chica, creo haberme ganado de mi puesto favorito un hot-dog con bastante mostaza y mucho chili. ¡Hum!, verdaderamente está rico. Carlota ha roto la bolsa de basura que he olvidado tirar, y también ha alborotado una carpeta llena de papeles. Pero se ha puesto bien contenta cuando aparezco con un paquete de sus galletas de pollo favoritas. Si es que no hay nada como ganarse el afecto por el estómago…

domingo, 11 de marzo de 2018

Nueva York. Décimo día de la primera quincena de diciembre

¿Sabes qué añoro más de España?: las peladillas y las almendras garrapiñadas. Sí, no lo digas, lo sé, en Little Italy, tienen de esos dulces. ¡Ah!, pero no es lo mismo. A veces, cuando reaparece la vena nostálgica, echo de menos también el crudo invierno en la aldea, aislados del resto del mundo, pensando que ahí se acabaría todo, en mitad de aquel terreno fangoso al que, en tan durísimas condiciones, era imposible acceder desde fuera. La lumbre de leña con el puchero arrimado siempre a las brasas, la presencia de los animales ateridos de frío, rebuscando por el prado hierbas que llevarse a la boca. El Misterio que madre colocaba en la banqueta enclavada en un rincón de la vaquería, al que de pequeña yo asomaba las narices con curiosidad y preguntas respecto al pesebre. La ilusión de los niños pidiendo el aguinaldo, para comprar un cucurucho de pipas en feria. Y el extraño oficio de los Magos de Oriente, que nunca pasaron por casa, quedando en la ventana el calcetín mohíno y agujereado. No me mires así, Carlota. Puede que no lo entiendas, porque eres un felino, pero déjame decirte que los recuerdos no envejecen, permanecen enteros, como el tacto y los olores…’.
          “Nueva York. Décimo día de la primera quincena de diciembre. Durante varias semanas consecutivas, y con la aprobación de la señora, acompañé a su hijo a la casa del sastre que le confeccionaba el chaqué de boda. Nunca había estado en un palacete del siglo XVIII, construido en piedra con vanos de ladrillo macizo. Tras la prueba definitiva, fui sola a recoger el pantalón gris marengo de finas rayas verticales, que estaba a falta de un remate final. La novia pertenecía a una familia adinerada de Burgos. Era enclenque y pobre de salud. No entraba dentro de sus planes casarse, su idea era irse a las misiones. Celebraron el enlace invitando a gente de mucho postín, en mi opinión muy tonta, dejando fuera al pueblo llano. Dada su debilidad no pudieron ir de luna de miel a Portugal. Así que, ambas familias, y el respectivo personal doméstico, nos trasladamos de vacaciones a Pontevedra, al pazo propiedad de mis jefes. Las hijas de los guardeses que cuidaban de aquello todo el año eran cuatro mujeronas de carnes prietas, que realizaban trabajos tan duros o más que los que hacían los hombres. Congenié muy bien con una de ellas, la que, como comprobé después, tenía la cabeza llena de pájaros. A la caída de la tarde, antes de esconderse el sol, la faena se relajaba por un rato. Entonces nosotras salíamos al porche y, embobadas con las historias que contaba sobre París, Buenos Aires, La Habana o el desierto de África, alimentadas por su gran afición al cine, hacíamos también nuestro el sueño de salir de allí. Parecía tan segura que planeábamos la marcha para el inicio del otoño. Luego, sus tres hermanas aplacaban la euforia enumerando los intentos fallidos hasta el momento. De sus labios oí por primera vez que la ciudad de los rascacielos donde lo imposible se hacía realidad se llamaba Nueva York. La señora me mandó llamar. El señorito y su esposa querían hablar conmigo… A los veinte minutos aproximadamente volví con mis compañeras, muy pensativa y madurando la propuesta que acababan de hacerme. No conté nada. Me había acostumbrado a no compartir las cosas, no fuera que alguna listilla me cogiese la delantera…”.
          Los Harries han pasado a disposición de los servicios sociales. Una asistente del hospital, afroamericana, de trato bastante afable, dice que no le está permitido facilitar información a quien no tenga un vínculo familiar con ellos. Aunque Ralph insiste, haciendo gala de sus mejores atributos de simpatía, ha sido imposible poderles ver. Nos quedamos largo rato dentro del recinto, sentados en el jardín, acongojados, muy quietos, interrumpidos los pensamientos solamente por el ir y venir de algunos pájaros que sobrevuelan bajo hasta tomar tierra. ‘¿Qué ocurrirá con ellos, Maurita?’, −pregunta mi compañero compungido−. ‘Para adivinanzas estoy, ni siquiera sé qué será de mí, conque dime tú…’. Ven, sígueme. Vayamos a un sitio muy especial en su honor y en el nuestro. No preguntes y déjate llevar’. Jamás había estado en la City Hall Station, que es una terminal abandonada por no ajustarse al tamaño de los trenes, y cuyo atractivo se fundamenta en poder recorrerla a pie. También se ve cuando el metro de la línea 6 aminora la marcha. ‘¡Guau! ¡Qué maravilla y cuánta belleza!’. ‘¿A que parece una catedral enterrada bajo el bullicio de la metrópoli? Fíjate que la construcción corrió a cargo de un paisano tuyo, el valenciano Rafael Guastavino. Mira ahí. ¿Ves los azulejos y el tragaluz…? Son dos pequeños detalles que hacen su diseño diferente. Este artista recogió la tradición de los arquitectos medievales, tabicando la bóveda con ladrillos finos y cemento, creando un sello inconfundible en su obra’. Giro el cuerpo hacia él y suelto a carcajadas: ‘¡Coño, lo que sabe el niño!’. ‘No te creas, eh. Consiste en captar la pluralidad de los clientes mientras les hago el “check in”, y si eres esponja aprendes una barbaridad. No pienso quedarme de recepcionista hasta la jubilación, aspiro a algo más. Todavía no sé qué, pero mejor, seguro’. ‘Me gustan mucho los andenes de estación y los bares de hotel. Todo está de paso, nadie permanece ni echa raíces. Llegas y te vas, sin dar explicaciones ni que te las pidan’. ‘¿Qué te trajo a Estados Unidos?’. ‘¿Regresamos…? Se ha hecho tarde’. Permanecemos sigilosos durante el largo trayecto. Solamente, cuando estamos llegando al portal, comentamos la soledad de las calles en el vecindario, porque hay miedo a salir después de una determinada hora. Entro en casa con una sed espantosa. Apenas saludo a Carlota, que me recibe con generosidad. Lleno un vaso de agua de la botella que siempre tengo en la nevera, y, según trago, noto cómo se regeneran las paredes de la garganta, que parecían lija.
          He conocido la “Estación fantasma”, −Eric toma notas deprisa en el cuaderno que imagino lleva mi nombre−, una verdadera obra de arte que me ha dejado perpleja, y orgullosa al saber que el constructor era de mi país’. ‘Espectacular, sin duda. Pero, al margen de eso, ¿qué te sugiere Hall Station? ¿Qué tiene de particular para atrapar tu atención? No te veo muy en plan turista, la verdad’. ‘Dice mi vecino Ralph que las personas buscamos entornos concretos que hacen más fácil el entendimiento con uno mismo. Y pone tres ejemplos muy claros con los que puedo o no estar de acuerdo. En primer lugar, el ambiente de cualquier templo en penumbras para reflexionar ordenando los pensamientos. Segundo, hacer un alto en el paseo marítimo de Brooklyn y, mientras tomamos decisiones, admirar el regalo del horizonte con el Bajo Manhattan enfrente…’. −Quedo abstraída en la estantería, atravesando las callejuelas de los lomos de los libros, que conozco como la palma de mi mano−. ‘¿Y el tercero?’. ‘Comerse varias porciones de tarta de queso con mucha crema de frambuesa por encima, aun sabiendo que es nitroglicerina para el colesterol’. ‘Y tú, ¿con cuál te quedas, además de la última opción? −E.J. saca del cajón una gamuza y se limpia la gafa−. Te escucho’. ‘¿Puedo fumar? −aunque no suele hacerse en terapia, el hombre asiente. La viudez le está haciendo más permisivo. Doy unas caladas al pitillo y lo apago, suficiente para templar los nervios−. ¿Sabes qué pasa? Pues que cuando estoy en un sitio por primera vez no puedo evitar pensar qué circunstancias habrán traído a otros antes que a mí. Fíjate si soy desastre que vivo en una de las ciudades más bellas de la Tierra y apenas la conozco. No estoy capacitada para opinar sobre arte y arquitectura, pero en lo personal, en cuanto a la visita realizada, sí: el andén poblado de silencio y de voces, las vías del ferrocarril que se alejan y no alcanzo, el túnel que encapsula a los vagones, el silbato de llegada que acciona el maquinista, el convoy vacío que pasa de largo, el músico ambulante que no recauda ni para un “hot-dog”, y al que ya le da lo mismo desafinar o no, el vendedor de remedios que salvan del fin del mundo y los cortes de electricidad entre estaciones, me parecen metáforas para una despedida. Mientras me hablaban del estilo Guastavino −en el Edificio de la Corte Suprema, en Washington, o en el Museo Americano de Historia Natural, en Central Park, también se puede admirar−, rescataba el escondido recuerdo del muelle en el puerto pontevedrés de Vigo, antes de embarcar rumbo a América, afligida sin el calor de la familia que va a decirte adiós. Pero, conforme se alejaba el barco de la costa española, más plana se hacía la brecha del horizonte, convertido en un simple trazo negro que debía tragarse mi pasado. Entonces fue ahí, dejando atrás Las Azores, en medio del Atlántico, yendo a muchos nudos por hora, donde traté de enterrar las imágenes de madre y padre, jurando que saldría adelante. Durante la larguísima travesía tuve que reprimir el impulso, que sentía a veces, de lanzarme por la borda harta de tanto sufrir. Ya ves, soy cobarde, egoísta y me quiero, así que, no lo hice. Y aquí estoy, delante del extraño que eres tú, a punto de decirte que ya no vendré porque me he quedado sin empleo…’. Nos devuelven a la realidad de lo que en verdad somos, médico y paciente, unos toques de nudillo, contundentes, en la puerta. Sobrepasado el tiempo estipulado de cada sesión, la siguiente persona aguarda a que me vaya para ser escuchada. Rompo a llorar avergonzada, y por primera vez creo que Mr. Coleman hace una excepción y deja a un lado al psicoanalista. ‘Te espero la próxima semana a la misma hora, y buscamos una solución para que sigas viniendo’.
          Eric cena cosas ligeras desde la última subida de azúcar que le llevó a urgencias. Prepara la conferencia que al día siguiente dará a estudiantes de la Universidad de Columbia, ubicada en el Alto Manhattan, en 116th St & Broadway. Piensa en los alumnos, que seguramente tendrán perfil freudiano, y se pregunta hasta qué punto tiene capacidad para orientarles en su formación. Cómo transmitirles la regla fundamental, el principio básico que deben tener: no implicarse, cuando hay noches que a él le resulta complicado no hacerlo. Una foto de Michelle, sentada en las escaleras de su casa, preside la mesa de trabajo. Estaba tan guapa el día de la instantánea que… En el otro extremo de la ciudad, Carlota rebaña el plato de comida y se sube al sofá, a mi lado. Empieza la serie que vemos. Antes de salir para el Central Park West Hostel, a su turno en reception, Ralph ha dejado todo preparado para que a Bobby no le falte de nada y esté ladrando hasta su regreso. Y de los Harries, la única noticia que tenemos es que van camino de St. Louis, en el estado de Misuri… ‘Carlota, hija, deja de roncar, coño, que no oigo la tele’.