domingo, 28 de enero de 2018

Tercer día de la primera quincena de diciembre

Yo estaba primero, quite de ahí’. ‘Imposible, llevo aquí desde las seis de la mañana, tengo más derecho que ninguno a entrar el primero, ¿o no, querida? −conversa un mendigo con alguien invisible−. Todos éstos −señala a la larga fila de personas que están en la cola− han venido después…’. ‘¿Les importaría avisarme cuando abran? No puedo más con el dolor de pies’, dice Mr. Harries, quien, como cada viernes, en los últimos meses, aguarda en la puerta de un almacén de San Benito el Moro, un centro vecinal en el Bronx donde reparten bolsas con alimentos básicos y un cuenco de caldo para paliar el tiempo de espera. Dos horas y media antes de esto, junto al infernillo de gas que apenas ya encienden, coloca una jarra de café y un dónut gigante que alguien de manera anónima les deja cada día en la escalera, sobre el felpudo. Así, cuando su mujer despierte comprobará que una vez más han tenido la suerte de cara y, ajena al altruismo de terceros, pensará que la buena administración del esposo ha alcanzado para subsistir con su fondo de retiro del Seguro Social, cantidad que cubre escasamente los costes de una medicina para la sclesosis que no financia el gobierno, y que de no tomarla complicaría mucho la coordinación de movimientos en sus articulaciones. Abandonado el negocio de cuidar la colada en la lavandería, ahora se ha hecho canner, como definimos en spanglish a la persona que, a cambio de unos centavos, recolecta latas y botellas y las lleva a Sure We Can, un centro de reciclaje sin fines de lucro, en Brooklyn. Pero su avanzada edad tampoco le permite reunir muchas unidades, por lo que no consigue más de cuatro o cinco dólares diarios, que guarda dentro de una lata roída a los pies de la cama. La otra tarde, volviendo de terapia, le encontré tirado en el suelo de un callejón, blasfemando, llorando y pataleando porque le habían robado su botín y al día siguiente ya no podría ir a venderlo. Metí la mano en mi bolsa y le di un paquete de fideos y dos chocolatinas. Después me arrepentí, porque ¿y si se acostumbra y no para de mendigar en mis narices…?
          Carlota está enfadada. Hay un nuevo inquilino alegrando con su presencia nuestro deteriorado y envejecido edificio. Es un hombre atractivo y educado. Trabaja de noche en la reception del Central Park West Hostel, a pocos minutos de la estación de metro de la calle 86. Se llama Ralph, es de Kansas City, en el condado de Jackson, Misuri, aunque sus antepasados proceden de Arauca, Colombia. No vive solo. Bobby, su cachorro chihuahua, ha acaparado los mimos y piropos de todos. Y como esta gata mía no se anda con tonterías, destetada de atenciones como se siente, va la jodía, piso por piso, desconchando la pintura de las paredes, creándome conflictos con los demás residentes. Hace unos años ocurrió una desgracia en el barrio de Down Under the Manhattan Bridge Overpass, cuyo acrónimo es DUMBO, del distrito de Brooklyn, zona de fábricas convertidas en lujosos lofts, con hermosas vistas a East River, y ocupados por artistas, arquitectos… Un diseñador famosísimo de prêt à porter y un arquitecto de renombre internacional se buscaron la ruina cuando sus mascotas se enzarzaron en una terrible pelea que acabó en la muerte de uno de los amos y del perro del que salió ileso. Espero que ése no sea nuestro caso, porque, después de haberlas pasado putas, estaría gracioso que apareciera mi cadáver como un colador en mitad de cualquier carretera del Chicago en plena furia de gangsters.
          ¿Con qué te has hecho eso, Maura? −dice Eric señalando el párpado que no puedo abrir−. Haberme llamado. Si no tienes ánimos o estás incómoda posponemos la sesión para otro día, ¿ok?’. ‘Ha sido con el saliente de una estantería. Ya no me duele, lo llamativo es la hinchazón y el hematoma, claro. Mis compañeras creen que no, pero estoy segura de que el encargado lo ha dejado así, me la tiene jurada… Hoy es el birthday de Carlota. Coincide con el de madre, que nunca se celebraba. De madrugada, en un pequeño saco de arpillera, metía un pan entero, una barra de salchichón, una bota de vino, y partía hacia el cementerio, de donde no regresaba hasta bien entrada la noche, trayendo los pelos alborotados y manchas de barro reseco por la falda. Atravesaba por delante de nosotros como una bala, apalancaba por dentro la puerta del dormitorio y, desmoronándose sobre la cama, blasfemaba y aullaba cual lobo’. ‘¿Qué habrías cambiado?’. ‘El desprecio hacia cualquier muestra de afecto por olor a bizcocho en la cocina’. ‘¿Conoces el método japonés “Dan-Sha-Ri”? Consiste en ordenar la vida y las cosas, desde los sentimientos a lo material que nos rodea, entendiéndonos mejor a uno mismo y deshaciéndose de lo inútil. Transmite la idea de que organizar no es recolocar, si no prescindir de lo sobrante’. ‘Pues no, nunca había oído hablar de ello. Pero si me pongo a tirar me quedo sin nada. A ver si te crees que me he hecho millonaria en los Estados Unidos’, −digo, enfadada, a un E.J. que ni por ésas entra en diálogo−. ‘Puede que el psicoanálisis esté cerca de ese método, porque hablar es elegir y elegir es descartar. Lo dejamos así’. Eric Coleman sale apresurado detrás de mí, y se monta en un taxi que aguarda en la otra acera con los intermitentes dados.
          Una sábana de algodón egipcio traída especialmente por su esposo deja al descubierto tan solo la cara de Michelle. E.J. la observa con la distancia que ya les separa. ‘¿Recuerdas lo impactados que nos quedamos en el Zoo de Philadelphia cuando vimos a los primates caminar a la altura de los árboles por una especie de túnel enrejado? −piensa el hombre en voz alta a la par que tuerce la boca con una media sonrisa−. Nuestro primer impulso fue querer dejarlos en libertad, devolverlos a su hábitat natural, de donde no tendrían que haber salido nunca. Por eso me pregunto y cuestiono tu actual situación, metida en la trena de un cuerpo que dejó de ser hace tiempo. Pero no sé qué hacer. Dímelo tú, que fuiste siempre la de las ideas brillantes. ¿No crees que a veces retenemos por puro egoísmo…?’. ‘La otra noche soñé que caminábamos cerca de la Quinta Avenida −expresa ella desde la mudez−, por la calle 53, entrábamos en ese jardín que tanto nos gusta: Paley Park, ocupábamos una de sus mesas blancas, redondas, la más próxima a la cascada y, rodeados de la vegetación que embellece todo el entorno, me declarabas por fin tu amor. Sin embargo, un grupo de ardillas peleando por el liderazgo desfloró el paisaje, y me envió de vuelta a esta maldita postura, al sinsentido en el que se ha convertido mi vida…’.
          “Nueva York. Tercer día de la primera quincena de diciembre. La señora recibía a diario a su grupo de amigas, cursis, tontas y chillonas. Había que servir el té con pastas a las cinco en punto, porque decía que eran de costumbres muy inglesas, cuando en realidad ninguna fue más allá de la provincia de Albacete. A mí tanta gilipollez me sacaba de quicio, pero lo hacía porque una de ellas, la más normalita, a la salida, dejaba buenas propinas. Por alguna extraña razón esa mujer me trataba de manera especial, despidiéndose siempre con la misma frase: ‘querida, cuando te echen de aquí, ven a verme’, a lo que yo respondía con una leve reverencia. Los trillizos cada vez necesitaban menos ayuda y más vigilancia, lo cual me obligaba a estar en el jardín observándoles muy pendiente. Un día, aburrida de empujar el columpio, darle a la comba para que saltaran, limpiarles los mocos y trazar en el suelo una rayuela que, a su corta edad, todavía ni entendían, me recosté un segundo sobre la barbacana para mirar a la gente. Entonces, uno de ellos, el menos travieso y más castigado por los otros, tropezó con una piedra y se partió la ceja. Lo metí en la casa por la puerta de servicio sangrando y gritando como poseído, seguida de sus hermanos que no dejaban de pegarme por detrás. Aparecieron los padres, se los llevaron, y yo fui resbalando, poco a poco, por el tabique que separaba la cocina del cuarto de plancha, hasta quedar sentada, vencida y segura de que mi estancia fuera del pueblo había llegado a su fin. Coloqué el uniforme bien estirado en el respaldo de la silla, y salí al desamparo de la calle con cien pesetas en el bolsillo y algo más de ropa de la que traje. Esa noche dormí dentro de una iglesia muy humilde gracias a la generosidad de su párroco. Y a la mañana siguiente, sin nada de alimento en el cuerpo, antes de gastar parte de mis ahorros en el billete de vuelta, toqué el timbre de la amiga de la señora. Un joven guapísimo abrió y dijo: ‘mamá, preguntan por ti’. El portazo que dio para encajar el pestillo enrojeció del sobresalto mis mejillas…”.
          Hoy, en el canal HBO de la televisión americana, han programado para esta noche Desayuno con diamantes. Así que preparo la cena con bastante tiempo, porque no quiero llegar estresada al primer plano del escaparate de la joyería Tiffanys, con los nervios agarrados a los tobillos, teniendo delante de mí a una Carlota desesperada reclamando su rancho. Audrey Hepburn se mete en la piel de una mujer que vive en un piso de lujo con su gata, y que mantiene relaciones con hombres adinerados para no perder el alto nivel adquisitivo al que está acostumbrada. La he visto varias veces, aunque confieso que nunca hasta el final, suelo quedarme dormida mucho antes de que aparezcan en pantalla los títulos de crédito. Una fuerte explosión sacude los cristales en el vecindario. La información todavía es muy confusa, pero casi todo apunta a la manipulación de una caldera de gas en una fábrica abandonada, donde varios homeless esconden el fracaso de su vida, o puede que el de toda una sociedad. Entre unas cosas y otras ya me he desvelado, a ver si mañana no se me olvida otra vez comprar aros de cebolla…

10 comentarios:

  1. Que no se me olvide el
    Pan 🥖 ah y los aros de cebollas.
    Que buenas letras Maite maitea

    ResponderEliminar
  2. Avanza el relato y seguimos enganchados en las vivencias de Maura, una vida nada fácil contada con el pulso de una escritura que no gusta de caminos sencillos.

    ResponderEliminar
  3. Atrapada en esa tela de araña que tejes con finas agujas, el caso es que llega el final del relato y me quedo ahí, en suspenso, esperando que llegue el siguiente saboreando lo leído.
    Gracias por compartir.

    ResponderEliminar
  4. Miguel Ángelenero 28, 2018

    Michelle dialogando con Eric desde la mudez, la descripción de Nueva York mejor que la harían la mayoría de los neoyorkinos, la aportación del "dan-sha-ri",... Disfrutamos y aprendemos con tus textos, Mayte. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  5. Por varias razones que no vienen al caso este texto me ha gustado mucho. El manejo del callejeo por New York, ese toque tan tuyo y la crecida de personajes y madurez tuya y de ellos, calan hondo, muy dentro. Dignificas este oficio en el que más de uno quisiera escribir como tú. Un beso, nena.

    ResponderEliminar
  6. Disfruto mucho leyendo tus relatos, no dejes nunca de escribir, eres genial. Un beso

    ResponderEliminar
  7. Querida Mayte, desde otra parte del globo, te mando mi cariño y decirte que me encanta , como siempre, la forma en que describes los sentimientos de tus personajes.
    Un abrazo,

    ResponderEliminar
  8. Antonio Álvarezenero 29, 2018

    Una vez más demuestras una gran capacidad para penetrar en lo más visceral de tus personajes, para crear atmósferas. Me animas a bucear entre sentimientos y emociones. Leo y releo hasta el punto de que no termino nunca de leer, sino que abandono la lectura.

    ResponderEliminar
  9. Un gusto poder leerte desde Buenos Aires. Tu literatura me llega a través de un conocido y ya estoy enganchada.

    ResponderEliminar
  10. Leido tu novena entrega. Cada vez te esmeras mas y complicas la trama. Muy interesante. Un beso.

    ResponderEliminar