domingo, 12 de noviembre de 2017

Decimocuarto día de la segunda quincena de noviembre

Al contar la vida a pedazos nunca sabes cuánto hay de objetividad en tus palabras, ni la proporción aumentada, fruto quizá del anhelo respecto a cómo te gustaría que hubieran sucedido las cosas. Pero estoy en condiciones de asegurar que me ajusto bastante a la realidad. He vivido lo que refiero… La indiferencia ejercida por los míos, algo complicado de asimilar cuando eres joven (y de mayor tampoco, ¡eh!), ha curtido mi piel enseñándome a relativizar acontecimientos ocurridos a posteriori, ya que todo, por trágico que parezca en el momento, se supera... Tengo que ir a la clínica veterinaria a coger cita para Carlota, pues la encontraron otitis hace unas semanas, molestia que la ha vuelto un poco más lenta. Yo arrastro un fuerte dolor en el costado que me impide llevarla en brazos, menos mal que el marido de una compañera, muy apañado resolviendo manualidades, ha fabricado una plataforma sobre ruedas cubierta con una funda de cuadros escoceses para transportarla. Ella apareció por casualidad, igual que llegan los grandes amores. Me aficioné a la comida asiática, lo que me convertía en clienta asidua de Gold City Supermarket, cercano a Kissena Blvd, y enclavado en un recinto abierto con más tiendas. Al otro lado de la calle está uno de los restaurantes japoneses más baratitos de la zona. Una noche, cerrado ya el local, el matrimonio de origen tokiota que lo regenta, cuando sacaba los cubos de basura a la parte de atrás, agudizando el oído antes de cerrar la puerta, creyeron escuchar el llanto de una criatura. La vieja gata que merodeaba siempre los alrededores buscando comida había tenido una camada de seis crías. Al día siguiente, festivo, almorzando allí −voy cenando menos−, me contaron el episodio tal y como he narrado. Cuando entré en casa llevaba a uno de los cachorros envuelto en mi bufanda y acurrucado en una mano, y en la otra una bolsa con leche especial y jeringas sin aguja para dársela. Eso es lo más cerca del instinto maternal que he estado nunca. Desde entonces aprendemos a conciliar, y en esas estamos…
          ¿Pero por qué te cuesta tanto hablar, Maura? Son muchos años viniendo a terapia y sabes de sobra cómo va esto. Además, hemos trabajado mecanismos para fomentar la seguridad en ti misma que hasta el momento has controlado bien, así que tendrás que averiguar cuáles son los motivos que te bloquean’. No tengo valor para sincerarme expresando que me produce verdadero pudor quedarme desnuda delante de él, observada fijamente en todos y cada uno de los gestos que hago, de cómo digo según qué cosas y consciente de que toda reacción por mi parte deja más vulnerable el código que abre la trampilla emocional. ‘Es que soy muy tímida. ¡Ya me conoces! Y me cuesta, pero cuando arranco… No te haces idea las veces que he querido hacer un desvío en mis hábitos y mudarme de casa, amueblar otro espacio diferente donde recibir al amante del momento, iniciar dietas equilibradas controlando el peso −en realidad esto último lo digo para mí, porque no he puesto ningún empeño en hacerlo−, y buscar un trabajo que me hiciera más feliz, porque desde luego contar latas de sardinas, entre otras muchas cosas, no me hace… Supongo que el miedo a lo desconocido viene de las malas experiencias. Apenas llevaba doce meses en el supermarket donde empecé en el turno de noche vigilando que no robaran de los estantes, reponiendo los artículos que faltaban y pasando el plumero por encima de los paquetes de compresas, cuando me entero de que a dos manzanas de allí acababan de poner una lavandería y buscaban personal. El sueldo era algo mayor y me decidí, por intentarlo no perdía nada. Esto pasó con la persona encargada de entrevistarnos: “¿Nombre? Maura Pumares. ¿Estado civil? Soltera. ¿Lugar de nacimiento? Soy de la Comarca del Ebro, en Burgos, España. ¿Latinoamericana? No, no, española. Pues eso, de América Latina… ¡Si usted lo dice! ¿Y qué sabe hacer? ¿Yo?, limpiar retretes y ordeñar vacas…”. Siempre me ha sorprendido que los estadounidenses, más allá de vuestras fronteras, −habrá excepciones, como es lógico− tenéis una vaga ubicación geográfica de dónde está el resto del mundo’. ‘Puede ser’ −opina un apagadísimo Mr. Coleman−. ‘Aunque eso ya me da igual. Total, a estas alturas de la película no pienso discutir sobre si mi país de origen está en Europa o en las Antillas’. ‘Igual tienes alma de maestra y no lo sabes, mira tú por dónde’. ‘¡Ja!’, −desafío a E.J.−. ‘¿Quieres decirme algo en concreto?’. ‘No. Bueno, sí. Tal vez. Puede…’. ‘Qué’. A lo mejor es una tontería, pero a veces me pregunto que si cambiar significa pulir el nuevo entorno en un diseño desconocido, ¿por qué razón acobarda desencasillarse? Estoy llena de reproches y las rachas de insomnio son una tortura. ¿Podría haberlo gestionado todo mucho mejor?, pues sí, ¿y quién no? Si Carlota hablara, diría que sufro de falta de interés. ¡Uf!, creo que me estoy yendo por las ramas. Quizá no vuelva por aquí, Eric. No hallo alivio alguno en estas charlas, todo lo contrario, me producen un malestar intenso’. ‘¿Te parece bien cortar por lo sano el tratamiento así, de modo tan brusco? Mira, hagamos una cosa, mantenemos la cita de la próxima sesión y tú decides libremente venir o no, ¿vale?’. Según caminaba hasta el metro, el primer contacto con la realidad colocó en mi paladar la amable textura de un taco mexicano relleno con carne de pollo y comprado en un carrito callejero, junto a la firme decisión de volver a la consulta del psicoanalista.
          “Nueva York. Decimocuarto día de la segunda quincena de noviembre. Mucho antes de asomar las primeras hebras del amanecer, cuando todavía nosotros estábamos en pleno sueño, padre contaba el dinero que después guardaba debajo del aparador dentro de un calcetín suyo. Siete, once, veinticinco, ochenta y nueve… En el silencio de la noche, desde el dormitorio y tapada hasta el cuello con la manta, yo calculaba la cantidad que había por el ruido que hacían las monedas al caer una sobre otra, llevándome a fantasear inocentemente convencida de que éramos ricos. Por eso, a menudo preguntaba a madre si teníamos más billetes que nadie en varios kilómetros a la redonda, siendo su respuesta una hostia en la cara y no es asunto tuyo, mocosa. Para una aldea de vida aburrida el mayor espectáculo del mundo es cualquier cosa que proceda fuera de lo rural, de lo relativo al campo y sus quehaceres. En la mía fue que la Guardia Civil estacionó un furgón delante de nuestra casa, y a la par se produjo el manchón negro y definitivo que estampé en la honorabilidad de la familia. Al parecer yo era la última persona que había visto con vida al sacerdote, por lo que tenía que acompañarles a declarar al cuartelillo. Fui sola, pero antes de salir oí cómo crujió el suelo de madera en la habitación contigua. Supuse que serían mis hermanos moviéndose de ventana en ventana para no perderse la función. Un hombre de largo bigote y modales groseros aporreaba las teclas de la vieja Olivetti transformando en palabras todo lo que les decía: ‘la noche se nos echaba encima y había que apresurarse −proseguí−. Recuerdo que el cura caminaba muy cerca, no sé si para protegerme o por miedo a caerse él’. Omití, el asunto de la violación, de la sangre reseca en mis piernas, del desprecio que sufría desde entonces, de la sospecha respecto a si la muerte del religioso estaba relacionaba con algún ajuste de cuentas (imposible pensar en los míos). Tampoco mencioné el detalle desagradable de la halitosis en el aliento de mi agresor, ni que recogí, instintivamente, sin saber muy bien por qué lo hacía, el pañuelo que tiró con sus babas, en el que aún permanecía su ADN. Salí de la sala de interrogatorios cubierta de soledad, pero decidida a realizar los cambios que necesitaba para sentirme libre. Visité a mi tía y, mientras daba de mamar a su bebé, buscamos la manera más razonable de emprender el camino hacia Burgos…”.
          Llevo prisa, lo siento. Les veo mañana. Pues sí, está empezando a llover −digo a los Harries, cuyos dedos señalan hacia el guirigay que se va a liar en el cielo−, tengan cuidado y pónganse bajo cubierto’, grito desde el cruce de Maspeth Av. con la 58th st, donde intuyo que van a comer pizza en un local legendario. He quedado con mi amiga, vamos a oír un mini concierto de cuerda ofrecido por estudiantes de arquitectura, entre los que se encuentra su nieto. Con ello recaudarán fondos para el viaje final de carrera que quieren hacer a Memphis, la cuna de Elvis. Lo convocan en un lugar especialmente bonito: Travers Park, en el barrio de Jackson Heights, en Queens. Y no es que la cosa del arte me llame la atención. Si soy sincera, este tipo de actos me aburren y dan hambre. Yo soy más de culebrón de telenovela, pero todo sea por la amistad que me une a la abuela.
          Las visitas diarias de Eric a su esposa se están convirtiendo en pura rutina exenta de alicientes. Siempre lo mismo, calcado un día de otro… Entra, y bordeando con los ojos el perímetro de la cama para no tropezarse, se gira, respira hondo, se sienta en la silla que hay junto a la ventana y aprovecha para dar una cabezadita. Michelle, molesta por el olor a orines, y no suyos, desde la mordaza inmóvil que la ata a la enfermedad, hace uso de lo que todavía no le han robado: la capacidad de pensar. Nunca estuvo enamorada de su primer marido, fue tan sólo el vehículo que la convirtió de chica pobre en mujer de un Stockbroker, en Wall Street, enviudando cinco meses más tarde, después de que él cerrara una operación de bolsa que la colocó a ella en el ranking de las personas más pudientes de Brooklyn. A medio camino del ahogo trata de ablandar una flema contundente, aunque si la máquina no pita y no vienen con el aspirador de secreciones puede que la habitación vaya oscureciéndose poco a poco… Las imágenes de la noche de bodas en un motel cutre de Las Vegas, con el fracaso sexual que vivieron, acaparan su memoria, junto a la agonía de no haber tenido valor de enmendarlo nunca. Ahora comprende que aquello no fue más que el preludio de una unión frustrada…
          Paso de puntillas hasta el dormitorio para que Carlota no vea la rojez −es tan lista la jodía− que traigo en los ojos: tormenta de cócteles con aparato eléctrico. Pero antes de reaccionar y hacerla bajar de mi cama, acaricio su vientre y nos quedamos dormidas…

9 comentarios:

  1. Gracias por un nuevo pedazo de vida. Bss amiga

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  2. No sé quién me enamora más si La Paya o E.J., Michelle o los Harries, Carlota o tú, pero esta historia me tiene cogida.

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  3. Tu si que eres lista jodía, con perdón, nos tienes enganchados a todos a este multi relato esperando no sabemos qué, al menos es lo que me pasa a mi y deseando a la vez que se alargue en el tiempo.

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  4. Miguel Ángelnoviembre 13, 2017

    Se va precisando el devenir del personaje principal, a la vez que las historias de los demás: Michelle, Carlota,...
    Seguimos atentos.

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  5. Me sigue encantando lo que cuentas y la manera de hacerlo.

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  6. Buenos dias Mayte, me ha costado mucho poder leerlo.
    Pero la verdad te engancha la historia y (como escribes de bien) parece que lo estamos viviendo.

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  7. Me encanta la historia de cada personaje, y de como la cuentas, aunque a veces me pierdo y tengo que volver a leer, quién dice qué, pero me viene genial para no saltarme ni un detalle. Gracias Mayte por entretenernos con esta bonita historia.

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  8. Gracias por esta nueva entrega, la he disfrutado mucho y espero seguir disfrutando muchas más. Besos.


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  9. Es fantástico leer tus relatos, Que bien describes los sentimientos de las personas de habla hispana que por el motivo que sea viven en Estados Unidos y en especial en Nueva York
    Muchas suerte y un fuerte abrazo amiga

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