domingo, 26 de noviembre de 2017

Decimoquinto día de la segunda quincena de noviembre

Encima de la Penn Station, como se conoce coloquialmente a la Estación Pennsylvania, entre las avenidas Séptima y Octava de las calles 31 a 33, está el Madison Square Garden, en la isla de Manhattan, paradigma de sueños, en su mayoría inalcanzables, para gente, como yo, de clase baja. Dicen que en realidad desarrollas el espíritu neoyorquino cuando has cruzado el puente de Brooklyn a pie. Lo he hecho en varias ocasiones. Tanta grandeza junta hace que te sientas muy pequeño, y a la vez afortunado, por disfrutar del skyline recortando el cielo en el horizonte, otra de las maravillosas estampas que se contemplan residiendo en esta zona del planeta. Hace años, por navidades, cuando las apreturas eran una molestia sin importancia para mí, quise vivir ese ambiente como espectadora en primera fila. No paró de nevar en todo el día y, a pesar del ir y venir de hombres y mujeres lanzados a la caza de un taxi libre por aceras intransitables, cuajaron bolas blancas y compactas a ras de encintado. La Quinta Avenida se me antojaba como arteria alargada de cabezas a colores. Un grupo de jazz tocaba a las puertas de la cadena de librerías Barnes & Noble. Eran tan buenos que les dejé un dólar en la funda del saxo, toda una fortuna en mi agujereada economía de entonces. Supongo que tenía ganas, −ya se han esfumado para siempre−, de llegar hasta Herald Square, a los almacenes Macy’s, y subir a la planta donde Santa Claus tiene montado su imperio, para preguntarle, sin rodeos, por qué demonios sigue sangrando dentro de mí la llaga de la infancia como época gris… Pero en ese momento yo era joven y me sentía importante, así que dejé a un lado la rabia y la nostalgia y me apegué a la magia de los escaparates de Bloomingdales y Bergdorf Goodman, consciente, no obstante, de que nunca pertenecería a ese mundo, y sí al bebedor solitario llamado bar fly, donde encajaba mucho mejor. Todos los caminos de regreso que te devuelven al lugar de origen bajan los humos de lo que nunca seremos. Por eso, según entraba en mi vecindario del Maspeth, el frío y la escasa luz me ubicaron en la realidad… En esa época Carlota todavía no había aparecido, de lo contrario hubiera dicho que qué coño hace una aldeana dando vueltas como tonta al pabellón deportivo, insignia de la ciudad, expresándose en spanglish agitanado.
          Pues no me gustó nada, E.J., ¡qué quieres que te diga! Sonó a: “deja de venir a la puta consulta de una vez, baby”. Me cogió por sorpresa esa reacción tuya, pero ya ves, no te guardo rencor, he vuelto y te perdono’. Una leve brisa pareció mover sus pestañas como reacción al comentario desentonado por mi parte, lo reconozco. ‘Estupendo. Lo importante es estar seguros y llevar a cabo las decisiones tomadas sin perder el rumbo elegido. ¿Qué destacarías de la semana? ¿Algo importante por encima de lo demás? ¿Cómo enmarcarías lo ocurrido a tu alrededor? No sé si me explico…’. ‘Mi mejor compañera, bueno la única que me soporta, se jubila, porque ha tenido un biznieto y la familia no puede pagar a una canguro que le cuide. Entre la plantilla, menos los jefes y el encargado, le hemos regalado un abrigo baratito. Quería invitarnos en el “diner” que hay a pocas cuadras de la 63rd St con Flushing Ave. Pero qué va, ya sabes que los gringos sois muy formales cuando se trata de billetes, −algo se me ha pegado en ese sentido−, así que, pedimos al “waiter” que nos trajera “separate checks”. Qué bueno hacen ahí el sándwich BLT, aunque prefiero un toque de salsa “honey mustard” en lugar de mayonesa. Me fui antes que ninguno, olía a despedida en plan halagos cargados de hipocresía y no estaba dispuesta a participar en ello. ¿Por qué te cuento todo esto, “¡shit!”?’. ‘¿Y lo más molesto ha sido el retiro de tu compañera, no haber comprado un abrigo de mejor calidad si hubieran participado los que no lo hicieron, entrar en el juego de la adulación, o conversar conmigo de la vida? ¿Lo tratamos?’. ‘Uy, ni tinto ni blanco. Me jode más que Carlota no venga a psicoanálisis, con ella te hincharías a llenar cuadernos. ¿Sabes que odio los camafeos? Madre tenía uno tallado en hueso, una especie de silueta Neandertal que, más que atractivo, me resultaba interesante. A veces, a hurtadillas, asomaba un ojo por la rendija del cajón de la cómoda donde lo guardaba entre el velo de los lutos y la muda limpia para los domingos. Ahí, apolillado, inservible, olvidado. Nunca me lo dejó, ni siquiera cuando propuse llevármelo para tener cerca un recuerdo suyo, y poder tocarlo por si acaso no volvía en mucho tiempo. Dio media vuelta, emitió un sonido tipo ¡quiá! Y, ya no volví…’. ‘Reflexiona eso para la próxima sesión: el camafeo, la figura materna, decir adiós para siempre… Analízalo. A lo mejor tenemos que cambiar el día, igual no puedo, pero te aviso con tiempo’.
          ¿Mr. Coleman? −un hombre trajeado con burda imitación a Wall Street y mueca de pocos amigos irrumpe en la habitación, apartando a Eric de sus cavilaciones−. Ha surgido un problema con el seguro “Ohio long term care insurance” −da cobertura a cuidados de larga duración incluso en residencia−. Pásese lo antes posible por nuestra oficina para resolverlo. Aquí le dejo mi tarjeta’. La puso sobre la mesa auxiliar y se fue sin más, como vino. E.J. se perdía en el laberinto de papeles burocráticos que le sacaban de sus casillas, igual que altera la vista un ramal de tuberías convergiendo en el colector asignado. Pero para él lo único importante en esos momentos era proporcionar a Michelle el mayor confort posible. Cada día, bajo la cúpula de aquellas cuatro paredes, luchaba contra la muy potente tentación de desconectarla del aparato que la mantenía entre las rejas de una vida insana, que ya había asolado la armadura de ese ser al que tanto agradecía. Ella adivinaba el sufrimiento de su marido, el trago de verla así, la tristeza vitalicia por no poderse comunicar con palabras y la plomiza monotonía que le cogía todo el cuerpo. Sabía que el final se acercaba, aunque el muy cabrón lo hacía lento, lento, lento… Y comprendía, quizá tarde, que las cosas importantes son aquellas que pueden darte los demás, y no lo material que nos hace bastante insensibles.
          “Nueva York. Decimoquinto día de la segunda quincena de noviembre. Al apearme del tren en la Estación del Norte de Burgos conté siete campanadas en el reloj de la fachada. La atmósfera destemplada que ya en sí despedía el edificio a través de la piedra y el ladrillo de su construcción −humanizado por el olor a sudor y a café con leche que salía de la cantina al lado de la sala de equipajes− me dio una pista aproximada de lo complicada que sería mi estancia en esa ciudad y de la que saldría gracias a un golpe de suerte, una oportunidad de las que sólo pasan una vez en la vida. Me acerqué a la zona de venta de billetes y pregunté por la dirección que llevaba escrita en un papel. Di como referencia la plaza de Santa María, donde está la Catedral. Minutos después golpeaba el pomo de un pesado portalón de madera. La simpática mujer que abrió y me estrujó contra su cuerpo tenía pechos de ama de cría. Las reglas de mi trabajo consistían en lavar, tender, planchar y vuelta a empezar, la ropa que continuamente ensuciaban los trillizos de la señora. También mantenía hirviendo el agua donde se esterilizaban las tetinas y biberones. Libraba dos horas por semana, que daban para poco más que visitar a las primas de mi tía, que preparaban galletas con canela y un toque de limón. Ahorraba todo mi sueldo, porque no gastaba en comida ni cama y aprovechaba las ropas que ellas me daban hasta quedarse viejas. Estaban al tanto de la aldea, así supe del casamiento de mi hermano mayor con la hija mediana del alcalde, y que al pequeño le extirparon la vesícula. Cuatro mujeres y tres hombres (jardinero, chofer y mayordomo) completaban la plantilla doméstica en la casa. Nosotras cargábamos con la faena más dura a nuestras espaldas, incluido el cultivo del huerto que había a las afueras. Juntándolo todo hacíamos jornadas, a veces, de unas dieciséis horas diarias: tres bebés, cuatro adolescentes, el matrimonio, la abuela y los arrimados, daban muchos quehaceres. A la señora, con una crisis posparto de caballo, no le caía bien, pero yo aguantaba, no tenía nada mejor y debía respeto a las que me consiguieron el empleo”.
          Antes de esto recuerdo mi piel cuarteada de soledad en el apeadero, las toses repugnantes del único responsable de las dependencias, el silbato del tren que iba a sacarme del infierno, el pan y tocino que me llevé de la despensa masticando con desgana trozos diminutos por no desfallecer, el agua de la fuente que arrastró consigo mis lágrimas y aquellas montañas picudas y desafiantes que tapaban el reflejo de la luna…
          Dejo a un lado mis notas y, aunque no lloro, escondo la cara por detrás de la timidez. Asumo mis lagunas: las dolorosas mejor dejarlas donde están, y las de la edad porque la incontinencia del tiempo ya las ha barrido. Carlota ha estado pendiente en todo momento sin inmiscuirse ni hacerse notar, respetando el espacio del pasado que me pertenece sólo a mí. Pero va llegando su hora y hociquea mis zapatillas en plan remolona, con esa particular manera, tan suya, de manifestar sueño y decir que me deje de coñas. Sin embargo, para alguien como yo tan falto de cariño, lo interpreto como la más grande demostración de afecto que jamás nadie me haya hecho. Escucho mucho revuelo en el edificio, puertas que se abren y cierran dando portazo, pasos acelerados bajando por las escaleras, respiraciones contenidas. Afuera, jaleo de sirenas dando la alarma de que algo no va bien. Un coro de lengua con acento diferente, solapando el eco de unas con otras, luchan por hacerse entender y contarnos que la policía se ha llevado esposados a unos delincuentes que intentaban sacar con un alambre algunas monedas de la secadora en la lavandería… Delito sin importancia y muy frecuente. Chorizos de poca monta, grita una voz rota, a la par que alguien arroja un jarro de agua fría desde una de las ventanas…

domingo, 12 de noviembre de 2017

Decimocuarto día de la segunda quincena de noviembre

Al contar la vida a pedazos nunca sabes cuánto hay de objetividad en tus palabras, ni la proporción aumentada, fruto quizá del anhelo respecto a cómo te gustaría que hubieran sucedido las cosas. Pero estoy en condiciones de asegurar que me ajusto bastante a la realidad. He vivido lo que refiero… La indiferencia ejercida por los míos, algo complicado de asimilar cuando eres joven (y de mayor tampoco, ¡eh!), ha curtido mi piel enseñándome a relativizar acontecimientos ocurridos a posteriori, ya que todo, por trágico que parezca en el momento, se supera... Tengo que ir a la clínica veterinaria a coger cita para Carlota, pues la encontraron otitis hace unas semanas, molestia que la ha vuelto un poco más lenta. Yo arrastro un fuerte dolor en el costado que me impide llevarla en brazos, menos mal que el marido de una compañera, muy apañado resolviendo manualidades, ha fabricado una plataforma sobre ruedas cubierta con una funda de cuadros escoceses para transportarla. Ella apareció por casualidad, igual que llegan los grandes amores. Me aficioné a la comida asiática, lo que me convertía en clienta asidua de Gold City Supermarket, cercano a Kissena Blvd, y enclavado en un recinto abierto con más tiendas. Al otro lado de la calle está uno de los restaurantes japoneses más baratitos de la zona. Una noche, cerrado ya el local, el matrimonio de origen tokiota que lo regenta, cuando sacaba los cubos de basura a la parte de atrás, agudizando el oído antes de cerrar la puerta, creyeron escuchar el llanto de una criatura. La vieja gata que merodeaba siempre los alrededores buscando comida había tenido una camada de seis crías. Al día siguiente, festivo, almorzando allí −voy cenando menos−, me contaron el episodio tal y como he narrado. Cuando entré en casa llevaba a uno de los cachorros envuelto en mi bufanda y acurrucado en una mano, y en la otra una bolsa con leche especial y jeringas sin aguja para dársela. Eso es lo más cerca del instinto maternal que he estado nunca. Desde entonces aprendemos a conciliar, y en esas estamos…
          ¿Pero por qué te cuesta tanto hablar, Maura? Son muchos años viniendo a terapia y sabes de sobra cómo va esto. Además, hemos trabajado mecanismos para fomentar la seguridad en ti misma que hasta el momento has controlado bien, así que tendrás que averiguar cuáles son los motivos que te bloquean’. No tengo valor para sincerarme expresando que me produce verdadero pudor quedarme desnuda delante de él, observada fijamente en todos y cada uno de los gestos que hago, de cómo digo según qué cosas y consciente de que toda reacción por mi parte deja más vulnerable el código que abre la trampilla emocional. ‘Es que soy muy tímida. ¡Ya me conoces! Y me cuesta, pero cuando arranco… No te haces idea las veces que he querido hacer un desvío en mis hábitos y mudarme de casa, amueblar otro espacio diferente donde recibir al amante del momento, iniciar dietas equilibradas controlando el peso −en realidad esto último lo digo para mí, porque no he puesto ningún empeño en hacerlo−, y buscar un trabajo que me hiciera más feliz, porque desde luego contar latas de sardinas, entre otras muchas cosas, no me hace… Supongo que el miedo a lo desconocido viene de las malas experiencias. Apenas llevaba doce meses en el supermarket donde empecé en el turno de noche vigilando que no robaran de los estantes, reponiendo los artículos que faltaban y pasando el plumero por encima de los paquetes de compresas, cuando me entero de que a dos manzanas de allí acababan de poner una lavandería y buscaban personal. El sueldo era algo mayor y me decidí, por intentarlo no perdía nada. Esto pasó con la persona encargada de entrevistarnos: “¿Nombre? Maura Pumares. ¿Estado civil? Soltera. ¿Lugar de nacimiento? Soy de la Comarca del Ebro, en Burgos, España. ¿Latinoamericana? No, no, española. Pues eso, de América Latina… ¡Si usted lo dice! ¿Y qué sabe hacer? ¿Yo?, limpiar retretes y ordeñar vacas…”. Siempre me ha sorprendido que los estadounidenses, más allá de vuestras fronteras, −habrá excepciones, como es lógico− tenéis una vaga ubicación geográfica de dónde está el resto del mundo’. ‘Puede ser’ −opina un apagadísimo Mr. Coleman−. ‘Aunque eso ya me da igual. Total, a estas alturas de la película no pienso discutir sobre si mi país de origen está en Europa o en las Antillas’. ‘Igual tienes alma de maestra y no lo sabes, mira tú por dónde’. ‘¡Ja!’, −desafío a E.J.−. ‘¿Quieres decirme algo en concreto?’. ‘No. Bueno, sí. Tal vez. Puede…’. ‘Qué’. A lo mejor es una tontería, pero a veces me pregunto que si cambiar significa pulir el nuevo entorno en un diseño desconocido, ¿por qué razón acobarda desencasillarse? Estoy llena de reproches y las rachas de insomnio son una tortura. ¿Podría haberlo gestionado todo mucho mejor?, pues sí, ¿y quién no? Si Carlota hablara, diría que sufro de falta de interés. ¡Uf!, creo que me estoy yendo por las ramas. Quizá no vuelva por aquí, Eric. No hallo alivio alguno en estas charlas, todo lo contrario, me producen un malestar intenso’. ‘¿Te parece bien cortar por lo sano el tratamiento así, de modo tan brusco? Mira, hagamos una cosa, mantenemos la cita de la próxima sesión y tú decides libremente venir o no, ¿vale?’. Según caminaba hasta el metro, el primer contacto con la realidad colocó en mi paladar la amable textura de un taco mexicano relleno con carne de pollo y comprado en un carrito callejero, junto a la firme decisión de volver a la consulta del psicoanalista.
          “Nueva York. Decimocuarto día de la segunda quincena de noviembre. Mucho antes de asomar las primeras hebras del amanecer, cuando todavía nosotros estábamos en pleno sueño, padre contaba el dinero que después guardaba debajo del aparador dentro de un calcetín suyo. Siete, once, veinticinco, ochenta y nueve… En el silencio de la noche, desde el dormitorio y tapada hasta el cuello con la manta, yo calculaba la cantidad que había por el ruido que hacían las monedas al caer una sobre otra, llevándome a fantasear inocentemente convencida de que éramos ricos. Por eso, a menudo preguntaba a madre si teníamos más billetes que nadie en varios kilómetros a la redonda, siendo su respuesta una hostia en la cara y no es asunto tuyo, mocosa. Para una aldea de vida aburrida el mayor espectáculo del mundo es cualquier cosa que proceda fuera de lo rural, de lo relativo al campo y sus quehaceres. En la mía fue que la Guardia Civil estacionó un furgón delante de nuestra casa, y a la par se produjo el manchón negro y definitivo que estampé en la honorabilidad de la familia. Al parecer yo era la última persona que había visto con vida al sacerdote, por lo que tenía que acompañarles a declarar al cuartelillo. Fui sola, pero antes de salir oí cómo crujió el suelo de madera en la habitación contigua. Supuse que serían mis hermanos moviéndose de ventana en ventana para no perderse la función. Un hombre de largo bigote y modales groseros aporreaba las teclas de la vieja Olivetti transformando en palabras todo lo que les decía: ‘la noche se nos echaba encima y había que apresurarse −proseguí−. Recuerdo que el cura caminaba muy cerca, no sé si para protegerme o por miedo a caerse él’. Omití, el asunto de la violación, de la sangre reseca en mis piernas, del desprecio que sufría desde entonces, de la sospecha respecto a si la muerte del religioso estaba relacionaba con algún ajuste de cuentas (imposible pensar en los míos). Tampoco mencioné el detalle desagradable de la halitosis en el aliento de mi agresor, ni que recogí, instintivamente, sin saber muy bien por qué lo hacía, el pañuelo que tiró con sus babas, en el que aún permanecía su ADN. Salí de la sala de interrogatorios cubierta de soledad, pero decidida a realizar los cambios que necesitaba para sentirme libre. Visité a mi tía y, mientras daba de mamar a su bebé, buscamos la manera más razonable de emprender el camino hacia Burgos…”.
          Llevo prisa, lo siento. Les veo mañana. Pues sí, está empezando a llover −digo a los Harries, cuyos dedos señalan hacia el guirigay que se va a liar en el cielo−, tengan cuidado y pónganse bajo cubierto’, grito desde el cruce de Maspeth Av. con la 58th st, donde intuyo que van a comer pizza en un local legendario. He quedado con mi amiga, vamos a oír un mini concierto de cuerda ofrecido por estudiantes de arquitectura, entre los que se encuentra su nieto. Con ello recaudarán fondos para el viaje final de carrera que quieren hacer a Memphis, la cuna de Elvis. Lo convocan en un lugar especialmente bonito: Travers Park, en el barrio de Jackson Heights, en Queens. Y no es que la cosa del arte me llame la atención. Si soy sincera, este tipo de actos me aburren y dan hambre. Yo soy más de culebrón de telenovela, pero todo sea por la amistad que me une a la abuela.
          Las visitas diarias de Eric a su esposa se están convirtiendo en pura rutina exenta de alicientes. Siempre lo mismo, calcado un día de otro… Entra, y bordeando con los ojos el perímetro de la cama para no tropezarse, se gira, respira hondo, se sienta en la silla que hay junto a la ventana y aprovecha para dar una cabezadita. Michelle, molesta por el olor a orines, y no suyos, desde la mordaza inmóvil que la ata a la enfermedad, hace uso de lo que todavía no le han robado: la capacidad de pensar. Nunca estuvo enamorada de su primer marido, fue tan sólo el vehículo que la convirtió de chica pobre en mujer de un Stockbroker, en Wall Street, enviudando cinco meses más tarde, después de que él cerrara una operación de bolsa que la colocó a ella en el ranking de las personas más pudientes de Brooklyn. A medio camino del ahogo trata de ablandar una flema contundente, aunque si la máquina no pita y no vienen con el aspirador de secreciones puede que la habitación vaya oscureciéndose poco a poco… Las imágenes de la noche de bodas en un motel cutre de Las Vegas, con el fracaso sexual que vivieron, acaparan su memoria, junto a la agonía de no haber tenido valor de enmendarlo nunca. Ahora comprende que aquello no fue más que el preludio de una unión frustrada…
          Paso de puntillas hasta el dormitorio para que Carlota no vea la rojez −es tan lista la jodía− que traigo en los ojos: tormenta de cócteles con aparato eléctrico. Pero antes de reaccionar y hacerla bajar de mi cama, acaricio su vientre y nos quedamos dormidas…