domingo, 26 de febrero de 2017

Miguel y Eloy

Varios años después de haber salido de La Habana, regresé por periodo de un mes para que la familia, o lo que quedaba de ella, conociera a mi hijo Andy. Mi padre, emocionadísimo por el reencuentro, aguardaba impaciente nuestra llegada. El niño, pegado a mis piernas, caminaba tropezándose. Y era tal la desorganización para recoger el equipaje, que opté por cargar con él apoyado en la cadera. Una pelota de dudas y temores se apoderaba de mi estómago: ¿Habré perdido el acento cubano? ¿Notarán que me he vuelto de costumbres aceleradas? ¿Traeré bastante maquillaje para dar a las amigas? ¿Recordaré la lección de Miguel en cuanto a la diferencia que hay entre ser turista o viajero? Y lo del arroz, los frijoles y el puerco, ¿seré capaz de comerlo a diario, ahora que vengo de menús variados…? Al poquitico de bajarnos del carro de uno de mis primos que nos vino a buscar, Eloy descendió los cinco escalones que le separaban de la calle, todo lo rápido que le permitía la avanzada artrosis. Y lo hizo sin dejar de llorar. Entre sus manos colocó la carita del niño y la cubrió de besos, igual que la mía. El contacto con su piel, la ternura que siempre me había dado y la seguridad de que nada malo podía pasarme si permanecía pegada a él ahuyentaron los miedos de mí, situándome en las raíces habaneras que nunca habían desaparecido del fondo de las entrañas. Entonces, dirigiéndome al pequeño, dije: ‘Este grandullón cabezota de aquí, con pinta de ser la mejor persona del mundo, es tu otro abuelo, mi amor’.
          Me llevó más de dos días limpiar la casa, estaba irreconocible en comparación a lo impoluta que la recordaba. Mi madre, con quien apenas tuve comunicación porque éramos de caracteres incompatibles, abandonó el hogar poco después de haberme ido a España ¡He dejado de quererle, mijita!, dio por toda explicación, cuando la realidad era muy distinta, porque partió a Santa Clara detrás de un hombre que en lugar de quererla la acosaba. Entre ese acontecimiento y el de mis hermanos que emigraron a Estados Unidos, uno de ellos a Miami y los dos restantes a Connecticut y Oregón, respectivamente, Mirta falleció. Por tanto, con nosotros repartidos por ahí, y exceptuando las visitas de mis tías y sus hijos, papá se quedó muy solo. ¡Toma viejo, en Tallin compré esta pitillera vintage de metal para ti! Se rascó la barbilla, la cogió tembloroso y dijo: ¡Pues no se hable más, la ocasión merece un estreno por todo lo alto! De un paquete de cigarrillos negros sin filtro H. Upmann los sacó uno a uno y los encamó dentro de la lata. Encendió el sobrante, y señaló la silla que estaba a su lado para que me sentase. ‘¡Háblame de Miguel, mi niña!’
          Lo primero que le dije es que no había palabras suficientes en el mundo para agradecer lo que aquella persona había hecho por mí. Aunque del viaje a la India regresó bastante enfermo, aguantó algo más de tres años junto a nosotros. Recuerdo que, recién llegado, cuando le di la noticia del embarazo, me abrazó y con voz entrecortada dijo que se sentía el hombre más feliz de la Tierra, y que nos cuidaría hasta el final de sus días. Así lo hizo. Los cuatro primeros meses del total de nueve estuve en reposo, y los cinco restantes disfrutando de la experiencia de notar cómo un ser humano se abría hueco dentro de mí. Al poco de nacer Andy, su padre dijo no estar preparado para cambiar pañales y dar biberones… Nos mudamos a casa del viejo, que ya apenas salía, y contratamos a una persona para que se quedara al cargo de ellos mientras yo iba a trabajar. He pensado muchas veces que, una vez cumplidos los sueños configurados con Olivia, su organismo llegó hasta ahí y se fue apagando... Me trató como a una hija y solamente me pidió una cosa: ‘Alina, ¿llevarás mis cenizas a la Cuerda Larga, uno de los ramales montañosos de la Sierra de Guadarrama?, me gustaría que se esparcieran allí porque también están las de mi mujer’. ‘Ay mi hermano, no digas tonterías. Eso no va a pasar todavía, ¿oíste?’. Pero sabíamos muy bien que se acercaba un temporal con pronóstico grave y reservado. Al siguiente fin de semana, dos de sus sobrinos y yo cumplimos ese último deseo…
          Andy y Eloy hicieron muy buenas migas. El niño alucinaba viendo al abuelo tallar en ramas gruesas de madera guerrilleros en miniatura. Y como papá no estaba en condiciones de moverse en las guaguas, prefirió quedarse en casa disfrutando del nieto. Yo tenía pendientes dos visitas que no quería dejar de hacer. Recuerdo que de pequeños bromeábamos con Mirta diciendo que la enterraríamos en el Cementerio Chino de La Habana, porque sus rasgos nos parecían más orientales que caribeños, pero lo cierto es que sus restos descansan en el de Colón, el más grande de toda Cuba. Lo comenzaron a construir en 1871, levantándose en primer lugar “La Puerta de la Paz”, de estilo románico y bizantino, por el arquitecto español Calixto de Loira. La entrada al camposanto da a la Calzada de Zapata, avenida al norte del barrio de El Vedado. Hasta llegar a la tumba estatal de ella, tuve que realizar un largo recorrido. Pasé por delante de la del escritor Alejo Carpentier e incluso me detuve en la de Alberto Korda −famoso por fotografiar a Ernesto Che Guevara mirando el cortejo fúnebre de las víctimas del atentado terrorista al barco La Coubre, el 5 de marzo de 1960, en el que hubo cien fallecidos y doscientos heridos−. En ese momento pensé en Miguel, y recordé una frase que decía a menudo: ‘Los muertos viven porque van contigo’. Cierto, por eso no me iría sin volver al Malecón, pero antes… En la lápida de mi abuela busqué un escondite donde dejar los pendientes de ámbar color miel que compré para ella en Tallin. Ahuequé las flores del espacio insertado en el mármol, y los puse ahí.
          Andy tuvo la tripilla suelta y algunas décimas de fiebre. Nada alarmante, pero preferí llevarlo conmigo. Una de mis amigas me prestó su carro para llegar a la ciudad de Santa Clara, fundada en 1689. Alberga la Cayería Norte, inmensa barrera de coral que se extiende desde Hicacos −Varadero− hacia el oeste, una de las maravillas del mundo. Mamá me citó en el Parque Vidal, ubicado en el centro histórico de la urbe. Allí también me llamó bastante la atención la fuente de “El niño de la bota”, que representa eso, a un pequeño de seis o siete años de edad que, durante la guerra de secesión de Estados Unidos, llevaba agua en las botas a los enfermos y heridos en la contienda. Mientras esperaba afiné el oído y, emocionadísima, recibí el sonido de ciertas expresiones de mi país que tenía acostadas: “¡Está bueno ya!  −¡Basta!−, guanajo −simple y tonto−, acere, ¿que bolá? −hola, ¿qué tal?−, fanguero −lugar con mucho barro…−”. Fuimos a comer congrí −arroz con frijoles− en el restaurante El Alba, cuya decoración está hecha con caricaturas de los artistas plásticos de la localidad. Cruzamos muy pocas palabras, todas en torno a mi niño. Después mamá se marchó con la misma frialdad con la que vino.
          Apresúrate mijita, que no llegamos’, gritó Eloy al otro lado de la puerta… Antes de retornar a Madrid recorrí La Habana de nuevo. Y, ahorita que lo pienso, encontré algunas calles tan irreconocibles a consecuencia del abandono urbanístico que me pareció transitarlas por primera vez. ‘Se lo debemos al abuelo Miguel, chamaco’, le dijo papá a Andy, que estaba encantado viendo el mar desde El Malecón. Se refería a recordarle allí, sentados sobre el muro que tanto le gustaba. Me contó que ahí mismo, donde nos encontrábamos, comprendió que la generosidad de las personas puede traspasar los límites de la resistencia, y que lo vio claramente en aquel hombre que llegó a Cuba solitario y entristecido, con un propósito firme, y salió de la isla con el convencimiento de haber encontrado a una buena familia y, lo mejor de todo, a mí, una hija para él. Me caían las lágrimas. Discrepé con papá, porque si había alguien afortunado era yo, por contar con dos padres maravillosos. El niño se abrazó a Eloy. Y entonces, no sé por qué, me vinieron a la mente unos versos de los que el viejo anotaba en papeles que después repartía por la casa: “Nos hicieron creer que cada uno de nosotros es la mitad de una naranja, y que la vida sólo tiene sentido cuando encontramos la otra mitad. No nos contaron que ya nacemos enteros, que nadie en nuestra vida merece cargar en las espaldas la responsabilidad de completar lo que nos falta” (John Lennon).  Me resultó muy doloroso dejar solo a mi padre en circunstancias físicas tan vulnerables, pero sabía también que, si optaba por quedarme con él, mi hijo no tendría iguales oportunidades que en Europa o Norteamérica −si decidía emigrar allí cuando fuese mayor−. Dilema, rabia, impotencia, ganas de chillar, úlcera que supura…, y todo a punto de reventar dentro de mí. Eloy se empeñó en acompañarnos hasta el aeropuerto, y el nieto no se soltaba de su mano. Aquello, con un fuerte sentimiento de culpabilidad, me rompía por dentro… La última imagen de papá que recuerdo con nitidez es esa de nuestra despedida, de pie derecho, tapándose el rostro a la vez que tiraba el bastón al suelo, y Andy, apretado a mi cuello, decía: ‘Mami, yo quero que se venga con nosotros elagüelo’.
          En un cajón del aparador encontré una carpeta que Miguel había conservado con la documentación y pasos que siguió para traerme a Madrid desde La Habana. Guardadas en sobres de visita pulcramente alineados había algunas tarjetas que llamaron mi atención. Entre ellas una de un alto cargo de inmigración con un número de teléfono escrito al dorso. Probablemente, pasados tantos años, ya no estarían las mismas personas, pero por intentarlo no perdía nada…

14 comentarios:

  1. Creo que la historia de Miguel según está escrito este relato, no queda cerrada, y eso me gusta. Sigue, lo haces muy bien, nena.

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  2. Gracias Mayte me has dejado un pellizco en el estómago.No me gustan las despedidas,Porque he tenido muchas a vece para siempre.Me ha hecho recordar la de mi padre,aún siento en la cara el roce de su barba.

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  3. Quince días se me antojan un periodo muy largo para retomar el viaje... mérito tuyo, señora relatora

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  4. Pues si es verdad que se hace larga la espera, y a la vez muy corto el relato. Espero que Alina nos lleve a todos los sitios que le quedaron pendientes a Miguel, ese retorno a La Habana era necesario. Quiero mas.

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  5. Yolanda Bravofebrero 26, 2017

    Me han encantado, la verdad es que te metes tanto que parece que lo estás viviendo, mi enhorabuena y creo que tienes mucho exito.

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  6. Mayte, cada vez me gusta mas.....y como te digo siempre eres una gran escritora.
    Un beso muy grande

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  7. Muy interesante, voy a leérmelos de dos en dos para que me cunda más, con uno me sabe a poco.
    Un beso

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  8. Muchas gracias. como siempre, me ha gustado.

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  9. Maria Victoria Fernandezfebrero 27, 2017

    Ole mi niña. Qué grande eres y cómo disfruto con todo lo que escribes. Un beso y gracias.

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  10. Antonio Álvarezfebrero 27, 2017

    Contigo recupero mi derecho a sentir, a estar vivo. Contigo encuentro la pausa para hundirme en la profundidad de las emociones. ¡Un lujo, querida Mayte!

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  11. Miguel Ángelfebrero 28, 2017

    Tu historia me recuerda a lugares queridos por mi: Cuba, la Sierra de Guadarrama,... ¿Cómo acabará? Aunque lo importante es el camino, con los encuentros producidos a lo largo de él. Un abrazo, Mayte.

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  12. En título elegido para la entrega Miguel y Eloy es muy acertado, pues pones a ambos como fuente de lo que ahora es Alina, prolongada en el vértice de Andy. Este es un relato en que pones de relieve la identidad y señalas que para conocer mejor es probable que haya que tomar distancia, ¿a eso te refieres cuando la protagonista recuerda la diferencia entre "turista" y "viajero"? El texto me ha hecho sentir, en este segundo recorrido por La Habana, esa parte de nosotros que admira a los héroes y que, al tiempo, sale adelante con lo que encuentra en el puchero.

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  13. Siempre dejas al lector con ganas "de más".
    Tus relatos enganchan al lector desde el primer párrafo.
    Abrazos desde Málaga

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  14. Muy bueno el reencuentro de Alina con la realdiad cubana. El relato es excelente, pero a mí en particular me causó mucha nostalgia, porque cuando un cubano comienza a vivir en otro país, cuando pone nuevamente los pies en Cuba muchas cosas ya les son ajenas. Ello me causó tristeza y también la despedida con su padre. Pero, repito, la redacción es excelente, amena y hace que quien lea el relato se haga a idea de que está viviendo esa propia historia

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