domingo, 29 de enero de 2017

Tallin

Desde que Olivia no está, a veces vivo momentos tan duros que me dan ganas de parar las máquinas y dejarme llevar por la pereza, escorado y baldío en tierra de nadie. Pero entonces es cuando me digo lo tonto que soy, y la suerte que he tenido de haber crecido junto a ella. Mi mujer, por si todavía no lo había dicho, tenía carácter, personalidad y mucha desenvoltura a la hora de buscar solución a los problemas. Por eso, poco después de regresar de La Habana, asimilando los acontecimientos maravillosos que me habían ocurrido allí, y ocupado en encontrar la manera de compensar a la familia Rodríguez por tanto cariño dado, me puse al habla con Eloy, y le trasladé la posibilidad de traer a su hija aquí, haciéndome cargo del dinero del pasaje, y con mi cuñada, para que, como ya hizo con la muchacha chilena que vivió con nosotros unos meses, la contratase temporalmente en su puesto de flores en el mercado. Así que el padre, por un lado, y yo, por otro, realizamos las gestiones pertinentes para que la chica pudiera salir del país con todo en regla. La próxima primavera hará casi dos años de esto, los mismos que lleva Alina residiendo en casa. Y, aunque añora a los suyos muchísimo −tanto como yo a mi compañera−, sabe que aquí tiene mejores herramientas para faenar su futuro, aunque el precio a pagar por las ausencias sea doloroso.
          La convivencia entre nosotros resulta fácil. No tengo ninguna queja. Se ha integrado perfectamente, respetando mis costumbres sin ninguna objeción: cenar pronto, bajar la basura a diario −aunque haya poca−, recoger los pelos que quedan en la ducha para que no se atasque, ir al cine una vez por semana −no siempre viene conmigo− y no alterar el descanso de los vecinos. En mi caso, lo que he tenido que cambiar o añadir es solo culinario: patatas chip por “chicharritas” −rodajas muy finas de plátano verde frito−, y alubias por frijoles negros… Volver a ocuparse de alguien motiva el quehacer cotidiano, porque no es igual comprar para dos que pensar para uno, y eso me gusta. Ella tiene plena libertad para entrar y salir como quiera, pero la verdad es que compartimos hasta la frontera que separa nuestra edad. Una noche, mientras vemos en DVD un concierto de Zubin Mehta, regalo por mi cumpleaños, le cuento que me voy a ir tres semanas a Estonia, y que, si le apetece, la invito a venir. ‘Pero si no tengo vacaciones, carajo’. ‘Por eso no te preocupes, niña, yo lo soluciono −digo tajante−’. Tras breves minutos de silencio me suelta: ‘Oye, mi hermano, ¿y por qué no cogemos el carro y hacemos el viaje por carretera?, será divertido. Yo conduzco, tú no te va’a cansar, viejo’. Esa propuesta despierta en mí lo atractivo de pasar por Francia, Bélgica, Alemania, Polonia, Lituania, Letonia…, así que, sin madurar demasiado la idea, acepto el reto. ‘Pero al volante nos turnamos ¡eh!’. Sonríe.
          Entrar en el nordeste de Europa con espíritu viajero es como colarse dentro de un cuento de hadas con espacios muy cuidados. Ya en el Condado de Harju, yendo por una carretera arbolada, se preludia el maravilloso paisaje que nos espera. Tallin, nuestro destino final, es una capital pequeña, con muchos kilómetros de costa y apenas nada de playa, porque en la época soviética construyeron grandes muros que impedían a los ciudadanos huir a otros países vía Suecia. Alina viene muy documentada. Habla de ‘La Puerta del Mar’, la más antigua y primer monumento que uno disfruta nada más llegar. De ‘Las Tres Hermanas’, conjunto de casas medievales, adosadas, que se encuentran en la calle Pikk, y que pertenecieron a un antiguo mercader que las mandó levantar para sus hijas −hoy alberga uno de los hoteles más exclusivos de la zona−. Y, sobre todo, con esa profunda pasión tan cubana, que pone en el sentir de las cosas, tiene gran curiosidad por saber cuánto hay de verdad en la leyenda del lago Ülemiste, que dice que cada otoño el anciano que lo habita sale de las profundidades y pregunta a los guardianes si han acabado las obras en la metrópoli, a lo que éstos responden que aún no. Con las mismas, el hombre da media vuelta y se va por donde vino. Si le hubieran dicho que sí, habría invocado a las aguas para destruir la ciudad.
          Nuestro hostal, junto al puerto, no queda lejos del centro. La habitación de Alina, más grande que la mía, tiene unas vistas preciosas al Báltico, lo que agradece con el abrazo número infinito que recibo... Todo para ella es un mosaico estampado de realidades con distintos matices a lo conocido hasta ahora. Le encanta descubrir las diferencias en los caracteres de las personas−no deja de observar con discreción a cada individuo−, porque dice que depende mucho del lugar del planeta donde hayan nacido, y de las influencias del sol y de la luna, más que de la historia propia de cada pueblo, para que se desarrollen de una determinada manera. ‘No sé, −apunto yo−’. ‘Ay, mi viejo, que sí, coño. Por ejemplo: si los cubanos nos caracterizamos por ser guaracheros y optimistas, y los estonios son reservados, independientes y bebedores, la mezcla entre ambos sería…, alguien como tú −rompimos a carcajadas−’. El sueldo que gana no es para tirar cohetes −a veces recargo a escondidas su tarjeta de crédito−, pero ha sido educada en la generosidad. Por eso, la primera compra que hace son unos pendientes muy sencillos de ámbar en color miel para Mirta y la segunda una pitillera vintage de metal apropiada para Eloy −que algún día les llevará−. A mí me obsequia con una lámina preciosa de las calles nevadas de Tallin. ‘¿Y tú no quieres nada? −pregunto−’. ‘Es suficiente con el conocimiento que me llevo y la oportunidad de haber venido? −una vez más me deja sin palabras−’. ¡Qué gran mujer y que bonita por dentro!
          El Museo Etnográfico en Rocca al Mare es como un pueblo en mitad del bosque donde han conjugado naturaleza e historia, manteniendo las mismas construcciones originales en madera en las que siglo y medio atrás vivieron los lugareños, así como una escuela, la capilla, la taberna, granjas… Todo conservado con absoluta dedicación, reproduciendo vestimenta, utensilios y tradiciones. Hay incluso campesinos confeccionando hatillos decorativos como antaño, y cocineros elaborando platos idénticos a cómo se hacían en el pasado. En el hostal nos indican que a la visita se puede llevar un picnic que ellos mismos preparan para sus clientes, pero nosotros preferimos comer en el mesón que, como todas las dependencias del museo, es una obra de arte en sí. Mientras que Alina ve a una mujer hacer mantas en la máquina tejedora, yo me siento en uno de los bancos corridos que hay en varias mesas esparcidas por el recinto. Estoy cansado y no dejo de pensar en Olivia. Puedo sentir su mejilla pegada a la mía, el calor de su brazo enlazado con el mío, esas definiciones suyas tan divertidas, o el mal genio que se le ponía si olvidaba quitarme los calcetines y me metía en la cama con ellos. Busco en el interior de mi mochila el termo que me hacía llevar porque decía que un cafetito a mitad de la caminata rejuvenecía las fuerzas, pero ya no lo encuentro, como tampoco la bolsa con frutos secos por si tenía hambre… Memorizo el paisaje que más tarde pasaré a limpio en papel cuadriculado, pliego en mi corazón la brisa del suave verano que ya me obliga a llevar manga larga, estrecho las horas para apurar la jornada irrepetible, como lo son todas las de nuestra vida, buenas y malas… Desde donde estoy, unos árboles enmarcan la espectacular vista que tengo sobre el Báltico, haciéndolo todavía más irresistible. Soy afortunado. Miro al horizonte y pienso también en mi buen amigo Eloy, ¡cuánto daría por tenerlos a todos conmigo…!
          Hago en silencio casi todo el camino de regreso a Madrid. ‘Miguel, ¿qué ocurre?’. ‘Nada, niña. Nostalgias de viejo’. ‘Pero, mi hermano, si no lo cuentas, si te lo callas, y dejas que la herida sangre, el dolor se hará muy grande…’. Giro la cabeza hacia la ventanilla −conduce ella−, y vuelvo al punto donde han quedado interrumpidas mis reflexiones, que sugieren que debo apresurarme si quiero realizar el tercer periplo… Durante treinta minutos avanzamos bajo una lluvia infernal que golpea en el parabrisas con brusquedad. Tanto que decidimos hacer noche en San Sebastián, porque no escampa. En el restaurante La Muralla −que conozco muy bien−, la invito a cenar salteado de verduras de temporada y tacos de bacalao sobre piperrada y crema suave de ajo, acompañado por un caldo blanco y seco del Penedès. Sobre la mesa pongo un pequeño paquete envuelto en papel oscuro, y se lo doy. ‘Toma cariño, esto es para ti, ábrelo’, −reproducción en miniatura echa a mano del edificio del Ayuntamiento de Tallin que data de 1322−. Se emociona, se levanta y me abraza. ‘Nunca olvidaré cada uno de los rincones que he disfrutado, pero lo mejor ha sido poder vivirlos contigo −dice, asaltándola un chorro de lágrimas−’.
          Ya en el calor de nuestra casa, puestas las zapatillas −que no han perdido el molde de mis juanetes−, rodeado de lo que me entiende y conoce muy bien: pinturas adquiridas a lo largo de los años, películas convertidas en verdaderas joyas del cine, el cactus que sigue erecto como el primer día, los libros que siempre salvan de algún naufragio, el edredón que Olivia se trajo de Portugal y la música que suaviza cuando me enfado porque no comprendo −a Alina se le ha despertado la afición por la ópera−, me siento delante del ordenador para escribir un correo electrónico a Eloy, donde le cuento detalles de la capital de Estonia, de los lugares que hemos visitado −adjunto reportaje fotográfico−, y me extiendo explicando lo guapa que está su hija y cómo ha disfrutado. Continuo: ‘Amigo, sois una familia tan rica en valores, que a ella se los habéis multiplicado’. De mí, y los achaques que empiezan a aparecer, no hablo, no vaya a ser que se alarme y preocupe a la chica… Noto algo de frío, me levanto y cojo una chaqueta de lana que siempre tengo a mano por si acaso. Voy a la sala de estar y veo a Alina a moco tendido mientras sigue el final de una novela sudamericana. Acaban los títulos de crédito, me mira compungida y dice: ‘Deja que te pregunte una cosa, mi hermano, ¿tú por qué realizas los viajes que organizaste con tu mujer?’. Camino un poco para situarme más cerca de ella, pongo mi mano sobre su hombro y contesto: ‘Porque pensamos que sería un bonito broche a nuestro proyecto de vida en común, antes de que a uno de los dos, o a ambos, los sueños se nos quedaran en el vestuario, convertidos en la caricatura de nosotros mismos’.

domingo, 15 de enero de 2017

La Habana

Entre unas cosas y otras, para ir de Baracao a La Habana, me tiré más de veinte horas metido en una guagua de largo recorrido. Hace cinco años que estoy viudo, y uno de los proyectos que teníamos mi mujer y yo era que, al jubilarnos, saldríamos a conocer mundo. Pero nada de esos paquetes concertados para gente mayor, donde te pones a comer sin sentido, sino algo por nuestra cuenta: circuitos que nosotros mismos habíamos configurado. Queríamos envejecer a la vez, disfrutar del tiempo, de la mutua compañía, sin prisas, sin teléfonos que sonaran de madrugada obligándonos a salir de la cama, a veces a mitad de la fiebre… En definitiva, hacer todo lo que, por circunstancias profesionales de cada uno, nos había sido imposible. Como es de suponer, cuando ella se apagó para siempre, la vida me rabiaba por dentro, al punto de crecerme un instinto destructivo, hasta entonces sedado o desconocido. Sin embargo, poco a poco, el vacío empezó a cuajarse en mi estómago, y asumí que, aunque Olivia ya no estaba, yo sí podía materializar nuestros deseos. Así que, después de mucho esfuerzo por mi parte, y gracias también a la ayuda incondicional de la gente que me quiere, por fin levanto cabeza y me encuentro aquí, en una isla del mar de las Antillas −primer destino pensado−, empapado en sudor, sin camisa, con un pantalón de pijama muy fino y escuchando cantar “Guantanamera” a cualquier hora del día o de la noche. Me hospedo en La Habana Vieja, en una casa burguesa de dos alturas de las que llaman solares −requisada como muchas otras después de la revolución− y donde ahora viven unos amigos de mi cuñada que alquilan solo a conocidos para sacarse unos pesos, desahogando así su ruinosa economía. El cuarto, que antes perteneció al hijo mayor, ya casado, es bastante pequeño. Desde la cama contemplo un póster de Manhattan pegado en el cristal de la ventana, con una vista espectacular del Puente de Brooklyn, mostrando al fondo a miles y miles de personas cruzándolo a pie. Pienso en los sueños, quizá frustrados, de aquel chaval que pobló de esperanzas el colchón en el que ahora me acuesto: mismas ansias que a todos nos surgen por salir de un determinado sitio y respirar, prosperando con idénticas oportunidades −en su caso como las de los estadounidenses− y no convertirse en olvidado de la sociedad. Mirta Rodríguez, mi patrona, me cuenta que aquel muchacho suyo era bueno con los libros. Así que, en la Universidad de Ciencias Médicas de la Habana, se licenció en Enfermería, entrando a trabajar en el equipo del Hospital Universitario General Calixto García…
          Como no voy a convertir esto en un profundo regreso a la nostalgia, porque Olivia jamás lo permitiría, diré que mi mujer habría encajado aquí perfectamente, valiéndose de esa facilidad suya que tenía para ser viajera, buscando la almendra real de los sitios, tratando de entender los problemas de sus gentes, dejándose empapar por la esencia de sus calles, a través del gusto y del olfato. A menudo decía que hay que ir sin impermeable porque de lo contrario nada queda en ti. Como era muy atrevida, sé muy bien que habría culminado uno de sus más rocambolescos sueños: Pasear por la plaza de la Catedral y, delante de la estatua de su admirado Antonio Gades, bailarín y coreógrafo −de bronce y a tamaño natural, tan vinculado al país−, apoyado en una de las columnas de piedra del Palacio del Conde de Lombillo, taconear como si fuera La Polaca en El amor brujo. Pero la realidad es que este cronista camina solo por La Habana
          Las conversaciones que mantengo con Eloy Rodríguez, ‘el doctorcito’ −apodado así por quienes le conocen−, transcurren al aire libre o en cualquier local donde sirvan ron. Alguna vez, también, como cosa extraordinaria, tomamos un daikiri en el Floridita, por el que tantas veces pasó Compay Segundo, o un mojito en La Bodeguita del Medio −aquí Olivia habría recordado el concierto al que asistimos en 2004 en el Palau Sant Jordi, Neruda en el corazón, para conmemorar el centenario del nacimiento del poeta chileno que tanto frecuentó este local−… Cada día, cuando acaba su trabajo, voy a esperarlo al barrio de El Vedado. Me tomo mi tiempo para llegar, observo a las gentes que van de un lado a otro, a los turistas que inmortalizan con sus cámaras su paso por la isla. Anoto cosas que se me ocurren en una libreta pequeña −que dejaré casi nueva a la biznieta de mis amigos− y disfruto adentrándome por dos vías, la Calle 25 y la Avenida de los Presidentes, maravillándome de esos contrastes arquitectónicos que tiene La Habana: colonial, neoclásico, el movimiento moderno, y un elemento característico de las casas cubanas: ventanas en forma de arco, con cristales de colores para que se filtre la luz solar... Alcanzo mi destino en la Ave. 27 y Universidad, donde se emplaza el hospital cuyos pabellones observo en un pésimo estado de conservación −excepto el “Cuerpo de Guardia”, que está muy arreglado, y es similar a la unidad de urgencias que conocemos aquí−. Eloy me llama alzando una mano por encima de los transeúntes. Su sonrisa blanca enmarcada en piel mulata clara, su abrazo bonachón y todo cuanto representa su persona, son el epílogo de otra jornada conjugando palabras hasta bien entrada la noche, consolidando el enjambre de libertad y esperanza al que aspira todo ser humano…
          Un sábado por la tarde, borrachos como cubas, sentados en el Malecón, con esa espectacular vista que ofrece del mar, y tras la terapia de risa y llanto que nos aplicamos cada uno, Eloy dijo: ‘Te voy a hacer una confesión, compadre. Alguna vez, estando al borde de la desesperación, me han entrado muchas ganas de arrojar una balsa al agua, cruzar el Estrecho de la Florida, ganar algo de plata, reclamar a la familia y marcharnos a Europa. Pero, ay chico, no sé qué poder tiene esta tierra sobre mí, que me ha inoculado de salitre las venas. Así que, con las mismas, doy media vuelta al pensamiento y decido que mi lucha está aquí, junto a mis viejitos, a los más desfavorecidos en la pirámide del sistema, y, por supuesto, al lado de mami, que jamás saldrá de la isla. Eso sí, mi amigo −añadió mirándome a los ojos−, si tú pudieras ayudar a la niña, no me gustaría que se quedara en una simple mesera de restaurante…’.
          Mirta y su marido me tratan como a un hijo más. Durante los dos meses que llevo viviendo con ellos me siento un tipo afortunado. Eloy y yo tenemos puntos de vista muy diferentes sobre determinadas cosas −algunas dejaré en el anonimato por respeto a él−. Como la vez que trato de hacerle comprender que sería bueno desprendernos de los simbolismos que enemistan a las personas, para que los suburbios de la sinrazón queden vacíos. No llegamos a discutir porque nos queremos mucho, pero empleamos tonos maleducados. Entonces, su mamá, con la sabiduría que la caracteriza, y la habilidad para ganarnos por el estómago, hace que, como dos peleles, nos rindamos a sus pies, pasando por delante de nuestras narices, las delicias de un exquisito plato que prepara con esmero, a base de puerco asado, yuca con mojo y arroz congrí. Y, mirándonos con regaño, de pronto estalla: ‘¿Qué pasó? ¡Ay, mijito! ¡Ustedes no entendieron nada todavía! Háganme el favor de meterse en sus cabezotas, que “no hay peor cuña que la del mismo palo”. Ya son mayorcitos, carajo, para aprenderse la lección’.
          Con dieciséis años Eloy tuvo una niña preciosa con una chica del barrio que después no halló más salida que hacerse jinetera −prostituta−, abandonando a la pequeña a la suerte de su padre. Nunca más han vuelto a saber de ella. Desde entonces, y con la presencia de los abuelos, que prácticamente la han criado, sacaron adelante a Alina no sin dificultad para que su padre pudiera continuar los estudios. Una vez terminados, y al poco de empezar a trabajar, se casó con su actual pareja llevándose con él a su hija. La chica, dulce donde las haya, demuestra gran responsabilidad a la hora de cuidar de sus hermanos gemelos recién nacidos. Pero con el tiempo descubre, a través de otras compañías, lo complicado que resulta mantenerse en pie para quien piensa diferente al régimen, las necesidades que ve a su alrededor y algunas de las miserias sumergidas: la dificultad para adquirir determinados productos básicos como maquillaje, perfume y complementos varios que, salvo en el mercado negro −muy costoso−, o a través de contactos en Estados Unidos y México, son impensables para los de su posición… Por miedo a que se metiese en problemas políticos, o siguiese los pasos de su madre, gracias a un paciente que a menudo visitaba el hospital a diálisis, logró que la contratase en el bar de copas que regentaba, un espacio orientado al turista que no consulta la lista de precios. Sin embargo, las malas lenguas, que como en todos los sitios aquí también las hay, rumoreaban que allí servían algo más que bebida… Eso tenía muy mosqueado a Eloy, que no veía el momento de sacarla de allí porque, como todo padre, aspira a un futuro mejor para su hija…
          No puedo partir de la isla sin despedirme, tal vez para siempre, del Malecón habanero. Hace muy mal día y el mar está picado, sacudiendo con enfado contra la estructura en los ocho kilómetros de costa que recorre. No obstante, me siento en el muro que se extiende por la costa, abro un pequeño libro de poemas que traje de Nicolás Guillén y leo: ‘Saber de pronto/que iba a verla otra vez, que la tendría/cerca, tangible, real, como en los sueños…/…Un roce apenas, un contacto eléctrico/…una mirada, /un palpitar del corazón…’. De haber venido con Olivia, estos versos habrían tomado cuerpo. Pero aquí estoy, solo, y acompañado por mis poetas, con el peso de su historia y de la mía sobre los hombros, con la certeza de que después de un final acontece siempre un principio, y viceversa. Me llevo la paz que vine buscando, y el propósito que tanto he tardado en cuajar. Ya en el Aeropuerto Internacional José Martí, a 18 kilómetros de La Habana, mientras Mirta, Eloy y Alina me despiden con un sincero ‘Cuídate mucho, mi hermano’, yo empiezo a hacer acopio del forraje con el que armará la estructura del siguiente viaje que, esta vez, haré acompañado. Por cierto, me llamo Miguel…