domingo, 6 de noviembre de 2016

El acebuche gaditano


Durante cincuenta años, doce meses, nueve días y algunos minutos y segundos imposibles de contabilizar, Alicia Dávila, que en la actualidad ronda los noventa años, vivió en una mansión que poco a poco se fue quedando vacía. Pelo corto, con calvicie prominente, impoluto, del color de la nieve cuando se está deshaciendo, y peinado con raya al lado. Con manos inestables se ajustaba las horquillas recogiendo muy bien todo el cabello. Su delgadez alarmante recordaba a los prisioneros en los campos de concentración nazi. Natural de Grazalema −enclavado en la Ruta de los Pueblos Blancos, y amurallado por el Peñón Grande−, al noreste de la provincia de Cádiz, creció adicta al queso payoyo, a las cagarrias y al río Guadalete, donde los domingos de verano toda la familia iba a calmar en sus aguas el calor sofocante. Con diecisiete años, y para liberar a sus padres de una boca más que alimentar, se casó con Tomás Aceija −al que no quería, pero aprendió a hacerlo−, yéndose a trabajar a la finca El acebuche gaditano, propiedad de unos condes procedentes del sur de Francia, ubicada a las afueras de la pedanía de Benamahoma, en la falda oeste de la Sierra del Pinar, a unos 500 metros sobre el nivel del mar.
          Ella se encargaba de la cocina y de llevar el rumbo general de la casa, bajo la supervisión de la señora. Él de la mecánica, del huerto, de los arreglos en general…, y de los jardines. Juntos, con la explosión de su juventud, borraron la austeridad de aquellas paredes privadas de sonrisas, prendiendo la lumbre en cada rincón donde la sequía de la vida fue desconchando los suelos. Con la llegada del duro invierno se intensificaba la faena, porque los dueños organizaban fiestas a las que asistían invitados de muy diferentes lugares y cuyas costumbres había que satisfacer. Así que, medio deslomados y exhaustos, habiendo dejado casi enjaretada la comida de mañana, a punto el riego para el amanecer, la cubertería lustrada, la cristalería sin una sola mota de polvo y el uniforme estirado sobre la tapa del baúl, donde ella guardaba el camisón de boda y la canastilla para la criatura que nunca llegó, iniciaban la puesta de sol como ellos la entendían: ocultándose por los pies de su cama.
          Sin las prisas que aprietan en las ciudades, allí el tiempo transcurría como cortinas de humo que distorsionaban la realidad. Ajenos a cuanto armaba el esqueleto de la actualidad: atentados, crisis, guerras, destrucción masiva de empleo, tramas financieras, caída del sistema, o nuevo estallido de otra burbuja inmobiliaria −tal vez manejada desde lo virtual−, para Tomás y Alicia el mundo empezaba y acababa en el otro. Pegados a la lumbre de leña por retrasar algo más los sabañones, con miradas que hablan y palabras que silencian, en el centro de la cocina, en la robusta mesa de madera maciza, disfrutaban de su particular desayuno pantagruélico. Junto a eso, el olor a la pastilla de jabón que desprendía la ropa recién planchada, la textura de los huevos que las gallinas acababan de poner, el relinchar del caballo que avisaba para empezar la faena, los primeros rayos de luz proyectados contra la valla que limitaba el terreno de la hacienda, y los soplos de viento fuerte silbando por el hueco de la chimenea −gemidos de ladrillos que inventan un nuevo vocabulario−, hacían de preámbulo a una jornada que sería igual a la anterior y a la siguiente. Porque, mientras que los pequeños no crecieran, y los adultos siguieran vivos, nada iba a cambiar…
          La condesa fue la primera en sufrir problemas de salud. El médico que la visitaba a diario, después de la siesta, dijo que tuviera cuidado de no hacerse heridas, porque, aunque la puso un tratamiento, su sangre era muy líquida. El día de su cumpleaños, tras merendar, y con los nietos asilvestrados por la emoción de soplar las velas, también ellos, cuando se disponía a cortar la tarta, tuvo la mala suerte de que la hoja del cuchillo fue a parar contra su mano izquierda, entre el índice y el pulgar. A pesar del vendaje de urgencia hecho por uno de los yernos, y de llevarla rápidamente al hospital en Arcos de la Frontera, nada se pudo hacer por cortar la hemorragia. Tras su muerte las cosas ya no fueron iguales. El marido entró en una profunda depresión, y los hijos pusieron en marcha un proceso de cambio que, poco a poco, solo beneficiaría a sus bolsillos…
          Tomás llevaba encamado más de una semana, a causa de un fortísimo resfriado. Alicia no daba abasto. Entre atenderle a él, y ocuparse de los quehaceres de ambos, apenas le quedaba tiempo para tomarse un respiro. Aprendió a poner en marcha y conducir el tractor, limpiar los aparejos finalizada la tarea en el campo, acatar las órdenes del amo −en realidad, manías−, las de los jóvenes herederos, ansiosos por poseer más, y sostener las riendas de la gran mansión que ahora recaían solo en ella. De noche tampoco descansaba, porque la tos continua, la dificultad respiratoria y las fiebres altas, les mantenían en vela dentro de la amargura de una habitación sin perspectivas. Se quedó viuda cinco horas antes de concluir noviembre. Dijo adiós a los cielos estrellados, a la sensualidad en primavera, a las nubes que escribían el guion para guarecerse en el cobertizo, a los crepúsculos en el dormitorio, a la risa nerviosa de recién enamorados, al cutis sonrojado cuando al aire libre pasaba por detrás de ella, haciéndose el encontradizo, para hundir la vista en el océano de sus muslos, náufragos eternos pidiendo ayuda… Pero por encima de todo con él moría cuanto habían sido. A las cuatro cuarenta, como cualquier madrugada, con el uniforme complementado correctamente, calentaba el puchero de la leche, pelaba algunas patatas para freír, cortaba picatostes de pan cateto y troceaba un conejo para el guiso que nadie comería…
          Las obras que transformarían todo aquello en un hotel para clientes de alto standing, finalizaron a mitad de primavera. A la inauguración asistió lo más vip de los empresarios andaluces, famosos de los que no se pierden ningún sarao y una amplia representación de la clase política de entonces. De los antiguos solo quedaba Alicia. Los hijos del conde, tras prometer a su padre en el lecho de muerte que no echarían a la mujer de allí, arreglaron para ella la caseta de muros anchos donde antes se guardaba la cosecha y la matanza. Le asignaron también una renta vitalicia y la opción de contratar a alguien de confianza –lo que  en un principio rechazó, hasta que no hubo más remedio− para que la cuidase. Todo a cambio de una sola condición: que por nada del mundo cruzase el bulevar cuajado de sombras apretadas que conducía a la residencia principal. Pero cada vez que coincidía con su aniversario de boda las personas hospedadas en El acebuche gaditano encontraban un buffet casero y especial para su deleite. Fundamentado con sopa de Grazalema −elaborada con los mejores productos de la tierra−, tabla de chacinas ibéricas, carnes ahumadas y amarguillos para alegrar el paladar de los comensales. Alicia continuó haciéndolo mientras pudo. Entraba en la cocina, se hacía con los mandos, distribuía el trabajo y por último daba su toque personal. Era una manera, como tantas otras, de sentirse viva y útil.
          A la caída de la tarde, las personas cualificadas que ahora se ocupaban de ella, la sentaban a tomar el aire en una butaca frente al camino que conducía a sus aposentos de antes. Alicia mantenía los ojos cerrados, y, aunque apenas se tenía en pie y cualquier acción le suponía un enorme esfuerzo, podía imaginarse a sí misma con el uniforme desgastado, el juego de llaves colgando de una cadena en la cintura, poniendo un chorro de anís en el agua fresca del botijo y dirigiendo la orquesta de sartenes y cazos que durante tanto tiempo había manejado. Las cosas habían cambiado, y mucho… Ya no había hortalizas sembradas, árboles frutales, amapolas de color naranja. Tampoco quedaban gallinas, ni existían las cuadras con los caballos que montaban los condes. Quitaron la fuente decorativa traída expresamente desde Francia. Y faltaba el carruaje que tantas veces les llevó a las ferias de los pueblos vecinos. En lugar de todo aquello, hicieron una piscina que imitaba a las del Caribe, pusieron plantas tropicales y una pista de baile, acristalada, donde los borrachos que no estaban dotados para llevar el ritmo, alfombraban con traspiés la punta brillante de sus caros zapatos.
          Por primera vez en muchísimos años, sonrió. Y pensó en Tomás, en la suerte que tuvo de haber creado un hogar a su lado y haber crecido juntos: como amantes y como personas. En las cosas buenas que la vida les había regalado, y en algunos finales que, por llevarle alguna vez la contraria a lo doloroso, eran lenitivos. Pidió la caja donde guardaba las horquillas, se sujetó con maestría los cuatro pelos que le quedaban, cogió el tazón de leche manchada con sucedáneo de café, mojó en él un rosco de aceite y vino −gentileza de una paisana de Chiclana−, y se propuso disfrutar del arte de respirar, cuantas lunas llenas le quedaran.