domingo, 3 de julio de 2016

Nunca dijo 'te quiero'

Olaya del Páramo salió temprano a la calle con el pretexto de comprar el Hola para su madre. Como cada domingo, venía a comer con ellos. Con la revista, poniendo a parir a las famosas que vendían exclusivas como castañeras en cualquier esquina, dejaba en paz a la familia. Se evitaba así la misma cantinela de siempre: ‘Que si los chicos de hoy en día son unos maleducados. Que si les consentimos todo. Que si hay que joderse porque parece que les ha hecho la boca un fraile. Que si tu marido es un blando que no tiene lo que hay que tener. Que si estás muy estropeada y con más arrugas alrededor de los labios…’. El vagón de metro al que subió estaba semivacío. Tan solo tres o cuatro jóvenes soñolientos, y con muecas de abstinencia sobre los hombros, se apearon antes de hacerlo ella en Sol. Una de las cosas que más satisfacción le daba era caminar por las calles del centro cuando todavía había poca gente. Pararse en cada pasadizo para acariciar con la mirada la silueta de las casas. Pero ese día cambió de planes, y aunque después se arrepentiría cuando no le abrochase la falda negra que tanto le gustaba, entró en ‘Rodilla’ y se puso de sándwiches hasta las cejas.
          En el otro extremo de la ciudad, Olvido Arroyo hacía equilibrio con ambas manos para que no se le cayera la bandeja de pasteles que había comprado. A su edad tenía buen porte y se mantenía todavía erguida, sin pelos en la lengua, fiel a sus principios, bastante cascarrabias con todo cuanto le sacaba de quicio. No le apetecía absolutamente nada aguantar al soso del yerno y a los pijos de los nietos y tragar la paella de su hija que, por mucho que la pobrecilla se esmerara, no conseguía darle el punto al arroz. Antes de coger el autobús que la alejaría muchísimo de su barrio, se metió en un bar a comerse unos churritos grasientos y azucarados que tan ricos le sabían, más ahora que se los tenían prohibidos por culpa del colesterol y la hipertensión, pero estaba harta de las mariconadas de la tostada integral, la mermelada dietética engañada con “Sorbitol” y la asquerosidad del soluble de cebada, malta y centeno… Desde que sufrió, días atrás, un desmayo que la mantuvo en el suelo más de tres horas, hasta comprender que no vendría nadie a levantarla si no lo hacía ella, sentía necesidad de disfrutar al máximo de los placeres de la vida. No se lo había contado a Olaya. Tampoco que tenía vértigos y la visión borrosa. ‘Se lo tienes que decir a tu familia, Olvido. No puedes ser tan testaruda. Un día de estos te das un golpe y no lo cuentas. Deberíamos hacerte algunas pruebas para localizar el foco que ha provocado el mareo. ¿Quieres que hable con tu hija?’, −dijo su médico de salud mientras extendía algunas recetas. Negó con la cabeza, recogió de la mesa la tarjeta sanitaria y el volante para una analítica y salió de la consulta dando un portazo a la puerta…
          La noche que el padre de Olaya se acostó y nunca más despertó, Olvido se prometió a sí misma criar a la niña con rectitud y sin tonterías, con el solo propósito de hacer de ella una persona fuerte y libre, independiente y madura… Pero lo que sí consiguió fue levantar entre ambas una distancia, que con el tiempo se iría agrandando. ¿Podría recriminárselo su hija llegado el caso? Puede…, aunque nadie dudaría de que la quería más que a nada en el mundo. Más que a su propia vida. Por eso no tenía intención de comentarle que ahora los síntomas de una posible enfermedad parecían abrir un agujero de incertidumbre en su tejado. Algo empezaba a transformarse dentro de ella porque, de repente, tenía unas ganas inmensas de abrazarla, de pedirle perdón por tanta palabra fuera de tono, por los desprecios y desplantes en vacaciones, navidades, cumpleaños… Quería llorar y no sabía hacerlo, sentir y se le había olvidado, tocar y no tenía tacto, decirle que estaba orgullosa de la mujer en que se había convertido y, por encima de todo, lo hermosa que era. Pero, su perfil irascible le bloqueaba los sentimientos…
          Cago en la hostia. Ya se me ha pegado el arroz. Verás cuando lo pruebe la abuela. Ay que joderse… Bueno, de perdidos al río. Ahora sí que se explayará a gusto poniéndome en ridículo. Como si la oyera: que si no estoy en lo que tengo que estar, que si no pueden salirme las cosas ricas comprando marca blanca, que si con tanta hamburguesa y pasta cocida hemos perdido el paladar…’. −Hablaba con su hijo mediano, quien, atontado con las entradas masivas de WhatsApp a su móvil y la música estridente que salía por los cascos, no le hacía ni caso−. ‘Mírale, está agilipollao…’. Le dio la espalda y, para aliviar sus penas, sacó una botella de vino blanco que reservaba para asar cordero y tomó un par de tragos colmaditos. En la mesa, a falta de que llegara el mayor de los nietos, que por lo visto salía con una chica y tenía cada dos por tres calenturas −como si ella fuera idiota−, Olvido aceptó de mala gana el plato que le tendían. Y no por desprecio, sino porque las porras le habían quitado el apetito y notaba el estómago revuelto. No obstante, comió más de la mitad de la ración. Y lo hizo sin rechistar, pensando en sus cosas, ausente, organizando su cabeza: tenía que meter en una carpeta los papeles importantes, actualizar las cartillas del banco, limpiar el armarito de las medicinas, comprarse un camisón, tirar a la basura las galletas caducadas, lavar las cortinas para dejárselas limpias, por si acaso… Y tres o cuatro pequeñeces más que no venían a cuento.
          Mamá, espera, que me pongo los zapatos y te acompaño hasta el autobús. Empieza a oscurecer, y sabes que los domingos la parada está muy solitaria’. La mujer asintió sin rechistar. Ajena a los cambios de comportamiento que poco a poco se producían en su madre, Olaya no se percató del ligero temblor que no cesaba en el ojo derecho de Olvido, quien, para no tropezar y caerse, se agarró al brazo de su hija. Caminaron en silencio, sin mirarse, sin palabras que interrumpieran el momento de emoción que inundaba el corazón de ambas. De una ventana que daba a la calle estrecha que desembocaba después en el bulevar, la inconfundible voz de The Beatles, con su Let it be, inmortalizó para siempre el primero y último paseo que, por diversas circunstancias, realizarían sin enfados. Se despidieron. Una se fue pensando: ¡Qué aburrimiento, ahora a raspar la puta sartén…!, y la otra que tenía que acostumbrarse a decir te quiero
          En la sala de espera de urgencias, sentada junto a su marido en una silla incómoda de plástico duro que invita al abandono, aguardaba desde hacía cinco horas la aproximación de un diagnóstico que, a falta de otras pruebas contundentes, dijera la causa de la pérdida de conocimiento que sufría su madre, y de la que no se habría enterado de no ser porque recibió una llamada del hospital peguntando por un familiar de Olvido Arroyo, a la que el SAMUR había trasladado hasta allí. Mientras esperaba, Olaya recordaba su adolescencia y juventud como etapas poco felices: La convivencia complicada, las diferencias que tenían, las broncas a veces sin motivo, las ganas de ser independiente como fuera para hacer lo contrario de lo que había visto… En definitiva, necesidad de poner distancia con aquella mujer que le chupaba casi toda la energía, y que, habiéndole dado la vida, despertaba también su nunca curado complejo de inferioridad.
          Al día siguiente continuaba en observación. Hubo un pase a las doce de la mañana. El médico que habló con ella insinuó que algo raro presionaba su ojo derecho y que, aún a falta de algunos resultados de las pruebas realizadas, posiblemente tuvieran que intervenir para quitarlo. Así que, en breve la subirían a planta. A cualquiera le alarmaría conjugar tumor con quirófano. Informar de ello a una señora que cuatro años atrás cumplió ya los ochenta era pisar sobre terreno delicado. Pero Olvido estaba hecha de otra pasta y aguantó estoica las palabras del cirujano sin hacer preguntas ni mirar a su hija, a la que delataban los nervios. La noche anterior a la operación Olaya se quedó con ella, pero el agotamiento la venció, y no escuchó cómo la mujer lloraba en silencio por su hija: por lo que había tenido que sufrir, por lo frágil que parecía, y por todas las veces que no le había dicho lo que verdaderamente sentía… Alargó la mano que tenía libre de vías e hizo amago de tocarla, pero antes de rozarse la retiró… La intervención fue un éxito…
          Una semana después, antes de que trajeran la comida del hospital, le sirvió a su madre una buena ración del puré que había hecho para ella con toda clase de verduras, una punta de jamón ibérico, un cuarto de gallina de corral y medio kilo de morcillo gallego. Contuvo la respiración y apretó los puños, pero, en lugar de sacarle pegas al guiso, Olvido, con total delicadeza, dijo: ‘¡Qué rico te ha salido, hija!’. Olaya no daba crédito ni confiaba en la sinceridad de aquellas palabras, que suponía envenenadas o disfrazadas por el momento delicado que vivía… A partir de entonces, y por miedo a caerse, no volvió a comer en casa de su hija, lo que resultó ser de gran alivio para todos…

Nota: Nos volvemos a encontrar el 28 agosto. Feliz relajo.