domingo, 4 de diciembre de 2016

Campo minado

En plena adolescencia, y adelantada a su tiempo, Delia Navares había desarrollado toda la perspicacia que cualquier persona espabilada concentra a través de la experiencia que aportan los años. Ojos saltones, estatura normal, labios carnosos, piel mulata, pechos mayúsculos −de los de talla especial− y andares de quien transmite estar a punto de comerse el mundo, estructuran la personalidad de alguien que jamás perderá la buena costumbre de hacerse preguntas. Cada tarde, de aquel gris 1940, mientras que el hambre se agarraba a las faldas de la ciudad en semirruinas, muchas mujeres, entre las que se encontraba su madre, con el miedo a los bombardeos metido aún en el cuerpo, aprovechaban la pequeña cortina de sol que aparecía por encima de los patios, y se sentaban en sus sillas bajas de enea, a echar piezas a las sábanas o zurcir los calcetines de los suyos. Ese era el momento idóneo, inmersas en sus quehaceres y sobrehilando el borde de los pensamientos para que las penurias no se les escaparan, para dejar a los hijos un rato de desahogo.
          A Delia le gustaba descubrir nuevos paisajes, por eso no tenía reparo en descender por aquella cuesta empinadísima que atravesaba el misterioso campo hostil al que los mayores les decían que era mejor no acercarse, porque podían encontrar algún muerto… La parte más llana del mismo desembocaba en una zona adinerada cuyo barrio, apenas afectado durante la Guerra Civil, atraía la atención por su clase y elegancia. Lucía Silgo Tarraso, una muchacha aproximadamente de su edad, hija de un gerifalte afín al régimen, vivía en una gran mansión. Al otro lado de la verja que enrocaba su distinguida residencia, la postal variaba poco de un día para otro: El columpio al fondo, el perro mordiendo una pelota de goma, el ama de cría meciendo al bebé, una muñeca con la frente vendada y tumbada en el suelo, junto a un botiquín de primeros auxilios, de juguete, el aro del hula hoop apoyado sobre el banco de madera y una onza de chocolate que a la chica rica se le deshacía en la mano, y a la pobre se le llenaba la boca de agua… Los domingos por la mañana, Eloísa, la niñera, en lugar de llevarla a misa, la bajaba con ella al Rastro, donde Rodrigo, su novio, vendía cántaros.
          La hermana mayor de Delia tenía buenas manos para la confección, así que, por su decimocuarto cumpleaños, le hizo un vestido estampado que se ponía con mucho orgullo solo en festivo, y que visto al lado del de raso azul, de Lucía, parecía agostado. Uno de aquellos domingos, sin saber muy bien qué fue lo que desencadenó la pelea, sentadas en un escalón de adoquines, chupando un palulú, empezaron a discutir situándose cada una en el bando que llevaban en su portaequipaje… ¡Tan juntas y tan diferentes! ¡Tan cómplices y tan sentenciadas a no serlo! “Los tuyos mataron a mi tío a las afueras del pueblo”. “Pues anda que vosotros con todo lo que hicisteis…”. Entre lágrimas y dolor de estómago, repetían las mismas palabras acaloradas que escuchaban en sus casas a la hora de la cena… Delia echó a correr, y Lucía se refugió en el regazo de Eloísa. Por encima del griterío, un vendedor de lotería apostado en una de las esquinas de la Plaza del Campillo del Mundo Nuevo cantaba ajeno a todo: ‘Luce mi Tarara/su cola de seda/sobre las retamas/y la hierbabuena…’. Las amigas siguieron queriéndose con ese tira y afloja durante más de dos años, sin vigilancia, buscando colores convergentes entre el negro y el blanco, y un espacio neutral entre los de arriba y los de abajo, sabiendo que una era la rebelión, lo contestatario, el poso de la información oída en Radio Pirenaica que le quedaba dentro y los mimbres que construían con sólidos principios una vida sencilla. La otra, sumisa, callada, creyente, y dueña de un paladar tiquismiquis que no ha sufrido los pinchazos del hambre.
          El 10 de marzo de 1943 el destino giró bruscamente. Setenta y dos horas antes, al enterarse que seguía soltera y estaba preñada, los señores pusieron a Eloísa de patitas en la calle. Las voces e insultos que salían de la cocina alarmaron a los criados, quienes, temiéndose que llegaran a las manos, a punto estuvieron de separar a las dos mujeres. Cuando la niñera salió despavorida por el patio trasero, Lucía corrió tras ella para abrazarla, pero no la alcanzó. Entonces se quedó quieta, de pie delante de la verja, hasta que cayó la tarde y el relente de la mala suerte cayó sobre su piel de porcelana... A la tercera semana, Delia no aguantó más y le preguntó a Rodrigo. Éste, sin dar explicaciones, dijo que él no sabía nada. Once meses después de aquello, en el ecuador del crudo invierno, corría el rumor en el barrio de que la casa grande estaba vacía. La chica pobre, que necesitaba comprobarlo con sus propios ojos, se arriesgó a atravesar el campo, a pesar de la gran nevada caída la noche anterior. Según se iba acercando, apretaba los labios con la esperanza de encontrarse con Lucía, pero, al ver el jardín tan abandonado, un silencio como de toque de queda paralizó sus entrañas…
          Transcurrido algo más de medio siglo, leyendo la prensa en el centro de salud donde acudió acompañada por Fidel, ex marido de su nieta, al que recogió de la indigencia al poco de separarse, tropezó con la siguiente nota en la sección de obituarios: “Lucía Silgo Tarraso, la que fuera hija de uno de los empresarios adscritos al franquismo, murió en extrañas circunstancias en su casa de reposo, en Cudillero, Asturias. Tras las pesquisas policiales, y acabada la autopsia, sus restos mortales se trasladarán a Madrid, donde la capilla ardiente se instalará en el Tanatorio de Torrelodones, y sus cenizas se depositarán en un nicho, en la más estricta intimidad, por deseo expreso de la familia”. Una vez fuera de la consulta del médico, Delia Navares tenía planes para los días siguientes. Fidel, cómplice leal de la abuela e intrigado con la historia que acababa de compartir con él, lo preparó todo para llevarla al municipio de la sierra…
          El hombre que recibía en la puerta a las personas que iban a darle su último adiós a la fallecida lo hacía con un cordial saludo y sincero agradecimiento. Era el vivo retrato de Lucía, concretamente el mediano de los hermanos. Delia no quería ni mirarle por si la reconocía, pero el hombre le estrechó la mano. También lo hicieron dos ancianas muy afligidas y una joven que se presentó así: “Me llamo Pilar”. “Nosotros somos Delia Navares y mi nieto Fidel”. “Encantada −la besó−. Mi tía me habló mucho de usted. Si quiere nos sentamos y conversamos un rato…”. Lo hicieron al fondo de la amplia sala, en dos grandes sillones orejeros, ausentes de todos, como dos viejas conocidas en torno a una taza de té.
          En el taxi de regreso, recordaba las palabras de Pilar: “Tras la marcha de la niñera, la tía Lucía enfermó del pecho. Su padre, que achacaba la causa de todos sus males al contacto con usted, esa muchacha descarada, de ideales marxistas-leninistas y desleal a la patria, que le había metido a su niña pájaros en la cabeza, le prohibió terminantemente salir de casa, y relacionarse con nadie que estuviera fuera de su entorno. Poco después, un escándalo monumental −nunca se aclaró la cosa, pero todo apuntaba a la violación de una menor por el mayor de los Silgo Tarraso− hizo que huyeran de allí, a hurtadillas, cuan cobardes, comiéndose los mocos de la impotencia ocultos por los caminos. Ni siquiera eso humanizó a mi abuelo. Tampoco ver el deterioro prematuro de su hija, un ser convertido en fantasma de sí mismo. Me consta que trató de dar con su paradero. Yo misma puse su nombre varias veces en los buscadores de Internet, pero nada. Quería encontrarla, porque sabía que no era justo que ustedes dos pagaran por el odio y las diferencias de una generación que no era la suya. Cuando mi abuelo murió, y los hijos se repartieron la herencia, la tía Lucía se dio abiertamente al juego y a la bebida. No paraba de decir: “Cago en la pena mora, me han arruinao la vida…”.
          Fidel entró en el salón con un recipiente lleno de cerezas. Conectó el DVD. La anciana, que seguía siendo una mujer envidiablemente fuerte, había decidido pasar página al fragmento de la biografía donde aparecía Lucía Silgo Tarraso −víctima de los perjuicios de clases−. El nieto, que conocía muy bien aquella mirada, le sonrió. Ella le invitó, ofreciéndole un pico de la manta, a sentarse a su lado. En la pantalla de 56 pulgadas que vestía una de las paredes de la sala, las primeras imágenes de la película Casablanca les sumergió en el mundo de las intrigas y de las cosas posibles. El chico puso su brazo por los hombros de la abuela, y ella recostó la cabeza sobre él, porque así, dándose apoyo mutuo, eran capaces de superar todas las adversidades. En el resto de la finca el silencio impactaba, si no fuera porque cada noche lo rompían los inquilinos del ático metiendo la llave en la cerradura. “¡A que vienen borrachos y duermen otra vez en la escalera! −dijo Fidel”. “Pues que se jodan” –contestó Delia, contagiándole sus carcajadas…