domingo, 2 de octubre de 2016

Tánger

Cuando a la noche le brota un sarpullido de luces artificiales a lo largo del Paseo Marítimo, casi vacío de turistas, hacinados dentro de los hoteles, y el mar, en su descenso y ascenso, gime de cansancio al final del día, César, alquilado por tres meses en un apartamento en la decimoquinta planta de una torre en primera línea de playa, después de haber cenado ligero a base de verduras cocidas al dente y un tomate picado con una lata de caballa en aceite de oliva virgen, baja a tomar un mojito de vodka con limón y toque de menta a The beach of the water, un restaurante de costa a 125 kilómetros aproximadamente de Algeciras. En su tiempo −según cuentan los longevos del lugar− debió ser una casa de pescadores con lonja, donde vivieron cuatro familias poblando la posada de niños que pronto dejaron de serlo para dar mano de obra al negocio. Al fondo, accediendo por el porche, se sale al merendero, donde el aroma a buganvilla identifica el lugar. Desde ahí, si el cielo amanece limpio de bandadas de halcones abejeros rompiendo el horizonte, se aprecian perfectamente las caderas de la bahía penetrando en la arena con sensualidad. Así que, con todo más o menos en calma, César Picarzo se trasladó con la memoria a su pasado en Tánger…
          Enmarcado por el Mediterráneo a la derecha, el Atlántico a la izquierda y de frente Andalucía, en la Avenida de Mohammed Tazi, cerca del barrio Marshan, se encuentra el Café Hafa colgado en un acantilado donde los Rolling Stones, Paul Bowles y Pasolini, entre otros −la leyenda dice que también lo hicieron The Beatles y Bob Marley−, saborearon su inconfundible té marroquí con hierbabuena. Desde ahí, aquella calurosa tarde de julio, mientras aguardaba la llegada de su ex mujer para comunicarle que no tenía intención de concederle el divorcio, César recordó cómo había empezado su aventura en aquella ciudad llena de encanto donde encontró, además de un cruce de culturas, en armonía, y conviviendo entre sí, el anonimato que tanto necesitó cuando Granada se le hizo hostil y desagradable, al ganar un juicio contra una empresa textil y a favor de los trabajadores…
          La primera vez que escuchó salam alaykum entraba en la Medina, por el Gran Zoco −Place du 9 avril−, con los ojos como platos. Recién desembarcado, llevaba una maleta de tamaño mediano, donde cabe solo lo importante, y, escrito en ambas lenguas, la dirección de un familiar de la mujer que limpiaba en casa de sus padres, y que, amablemente, le había ofrecido quedarse con ellos, en el barrio Barud, situado enfrente del puerto. Pero antes quiso conocer mejor el suelo que pisaría en adelante. La calle Semmerine es un hermoso mapa desplegado donde las campesinas, sentadas junto al género, venden las hortalizas que ellas mismas cultivan. Le enamoraron sus pasajes estrechos, laberínticos, alfombrados en color tierra rojiza. Sus puertas arabescas, ensambladas en las fachadas encaladas y azules en algunos sitios, con murales artesanos y exclusivos en las paredes, convergiendo lo viejo con la diversidad de lo nuevo. Pronto se dio cuenta de que el tangerino es, por naturaleza, afable y hospitalario, supersticioso y nada o apenas racista. Se quedó durante horas apoyado en un muro, eclipsado por la puesta de sol más maravillosa que jamás hubiera contemplado. Cuando vio abajo lo que parecía el cementerio, le llamó la atención que las tumbas fueran tan estrechas. Le explicaron que eran así porque se entierra de costado y mirando a La Meca.
          Aïsha −significa viva− era una preciosidad de veinte años, diez menos que él. Con los ojos castaño claro, esbelta, con una clara urgencia marcada en su rostro por salir del ambiente machista y oprimido donde se había criado. Atraída por el huésped de su madre, y en contra de las tradiciones femeninas de sumisión arraigadas en una cultura que en ese sentido se le hacía muy cuesta arriba, coqueteaba con él. Insinuándose tal y como había aprendido en las películas occidentales… De ahí a casarse no pasaría mucho tiempo. Para César todo era nuevo. Diseñaba y vendía pulseras de cuero, collares, bolsos de piel bien curtida y babuchas con toque hippie. Aunque el asunto de la boda le superaba, sabía que, de no hacerlo, jamás habrían estado juntos. La ceremonia duró tres días, como es tradicional en la zona: El primero dedicado al inicio de una etapa para la mujer, el segundo practicando a la novia el ritual de protección −tatuajes de henna− y el tercero con los invitados en una gran jaima, en plena calle, disfrutando de la ceremonia y sus manjares. La felicidad, la pasión, la lujuria, o como quiera que se llame aquello que les pasa a los enamorados, duró quince años porque los diez siguientes fueron de desencuentros e infidelidades. Acostumbrar su lengua a la piel de Aïsha no le costó nada, pero a la gastronomía de allí sí, a pesar de haber frecuentado en Granada el restaurante El Sultán, junto a la Catedral, donde consumía a menudo cuscús de ternera, pastela o tajine de pollo y cilantro, aunque no con aquel toque tan personal que le daban a cominos o ras el hanout −mezcla de condimentos−.
          César Picarzo y Aïsha Bakkali residieron en Boukhalef, un barrio humilde en los alrededores del Aéroport Tánger-Ibn Batauta, en una casa pequeña, con pocas pertenencias y grandes ilusiones. Hasta que una tarde al volver de la tetería Al Ándalus, próxima a la Librería de las Columnas, en Avenue Pasteur, la encontró con su cuñado jadeando en la cama. A partir de entonces, una avalancha de dolorosas deslealtades e improperios tuvieron lugar en el lecho compartido. Ella, alejándose con la misma intensidad que cuando hizo lo contrario, creció y maduró por su cuenta −gracias a la reforma en 2004 del código de la familia de Marruecos, Mudawana¸ que otorga a la mujer cierta igualdad respecto al hombre… Y que, aunque todavía queda un largo camino, sin duda es todo un progreso para Marruecos−. Él, enganchado como las grapas quirúrgicas que sellan la carne desgarrada y no quieren caer, fue incapaz de sacársela de la cabeza, por lo que decidió regresar a Granada, con barba de un lustro, el pelo largo, la espalda encorvada, el brillo que antes tuvo en los ojos desaparecido y la manía casi enfermiza de andar por La Alhambra cantando con un hilo de voz: ‘Lo nuestro duró/lo que duran dos peces de hielo/en un güisqui on the rocks…’.
          La espera en el Café Hafa se hizo larga. Ocho días llevaba ya en Tánger disfrutando de lo que conocía tan bien: La Kasbah, la Plaza Faró, con sus espectaculares vistas sobre el Estrecho de Gibraltar −valiéndole el apelativo de el muro de los perezosos’−, los Cabos Espartel y Malabata, Dar el Makhzen −palacio del sultán o del gobernador−, actualmente sede de los museos de Artes Marroquíes y el de Antigüedades… Hospedado en el Hotel Continental, por el que habían pasado personalidades como Pío Baroja o Winston Churchill, apuraba aquel, su último viaje al Magreb, seguro de las decisiones que tomaría en adelante. Aïsha estaba más guapa que nunca. Envuelta en una túnica roja que resaltaba todavía más su piel aceitunada, desprendía elegancia por el zócalo de la terraza mirador. Iba acompañada de otra persona mayor que ella, a la que César no conocía, y a quien presentó como su abogada. De un portafolios de piel, hecho probablemente por los curtidores de Marrakech, sacó la documentación que recogía el acuerdo para poner fin a aquella relación. Fingió que leía el texto, sostuvo las hojas un buen rato, haciéndose de rogar y, tras quedarse pensativo, las dejó de nuevo sobre la mesa. Sorbió dos veces seguidas el té de jazmín y, antes de abandonar la reunión, a medio levantarse de la silla, dijo que no firmaba…
          Una selección de baladas de Bruce Springsteen sonaba con fuerza por los altavoces de The beach of the water. Consumido ya el quinto mojito, César tenía la boca pastosa. Aun así, a pesar de remar en solitario en la trainera de su propia travesía, todavía era capaz de reconocer que le costaba muchísimo aceptar la ruptura con Aïsha, que no volvería a tener las mismas emociones y curiosidades de entonces, que ni restos de caricias le quedaban ya en su piel moribunda, y que, por mucho que mirara hacia la costa de África, siempre le separaría de ella la manera de entender las cosas, que a fin de cuentas se asemeja a un continente lleno de dudas. Aunque la borrachera ralentizaba sus movimientos, se giró para observar a una mujer de avanzada edad que tomaba asiento tres mesas más allá, y a la que uno de los camareros servía una infusión cuyo aroma a menta impregnaba todo el merendero. Envuelta en un chador de color discreto, con una leve inclinación de cabeza, dijo: salam alaykum… César, punzado el corazón de nostalgia y a punto de echarse a llorar, respondió: alaykum salam. A esa misma hora, envuelta en el mestizaje de la vida nocturna y divertida en Tánger, y con la intención de seguir bailando hasta el amanecer, Aïsha giraba alrededor de sí misma, al ritmo de la música y de las luces que proyectaban su sombra, como una musa que duda entre quedarse en el mar o bucear hacia el océano.