domingo, 22 de mayo de 2016

Como gota malaya

‘¡Qué cabeza la mía!’, murmuró mientras volcaba unos espaguetis −que remataría más tarde a la carbonara− en el agua que hervía en la cacerola, cuando en realidad pensaba hacer arroz integral como base para una ensalada. En un táper con compartimentos −así los sabores no se solapaban−, puso los ingredientes que ya tenía preparados: medias lunas de tomates cherry, manzana, jamón cocido, dados de queso feta y cinco o seis gajos de naranja roja. Cerró la ventana del dormitorio cuando se dio cuenta que, a lo lejos, un empedrado de nubes tapaba el horizonte y amenazaba con desencadenar una tormenta típica de verano, de esas que tanto presenció en el sur. Además, protegió los cristales recién limpios bajando el toldo. Y pensó: ‘¿Dónde coño habré puesto el pasaporte y las llaves del coche?’. Bastaron unos segundos para caer en la cuenta que había metido la mochila −y dentro de ésta lo que buscaba− en el armario, detrás de la ropa que usó el día anterior, y que había olvidado colgar.
          Su vida cambió radicalmente una noche que, a la salida de una discoteca, encontró su vehículo con las ruedas pinchadas y aceptó regresar hasta su casa, en un barrio castizo de Madrid, con el tipo que, tan solo una hora antes, había echado un polvo recostados en la pared del callejón a donde daba la salida de emergencia… Al cabo de los meses, tras verse muy acosada por ese individuo, propuso a sus jefes −trabajaba para una prestigiosa compañía de seguros− trasladarse de país a cubrir una vacante que dejaba otra compañera. Desde entonces, y sin volver mucho la vista atrás, salvo para pensar en los suyos, a los que añoraba, aunque hablaban a diario, residía en aquella ciudad centroeuropea, entregada a su profesión, y a un sueño que, poco a poco, iba tomando forma…
          La historia de Dolores Casas bien podría ser la de cualquier mujer libre de compromisos, sin pareja estable, que ha sobrepasado el medio siglo y con alguna que otra cosa bastante clara: todos somos prescindibles y nada es para siempre, la felicidad se estructura con caricias de corta duración que acompañan en el recuerdo hasta el final de los días y que habría que proponerse vivir cada jornada como si fuera la última de nuestra existencia. Su fino olfato para los negocios la llevó a situarse cerca de la cúpula de dirección. El manager comercial, observando su destreza en las maniobras para captar a nuevos clientes, con habilidades envidiables a la hora de configurar las pólizas, personalizándolas en algunos casos, fue implicándola paulatinamente en proyectos millonarios que colocarían, por un lado, a la empresa, y por el otro, a él mismo, en el ranking como la aseguradora que más facturaba dentro del sector de dicha actividad financiera.
          En uno de los salones privados del restaurante Cantinetta Antinori, asistió a una cena organizada por el departamento de relaciones internacionales de la Embajada China en Viena. Los jefes de Lola llevaban meses negociando con el emisario del Asia Oriental la posibilidad de expandirse tanto allí, como en Japón, Corea del Norte y Vietnam −aunque cada uno habría de tratarse por separado−... Querían crecer, mejorar sus condiciones de servicio, adecuarse a otras costumbres y a una cultura mercantil diferente a la conocida hasta entonces. Algo que solo conseguirían cruzando las fronteras. Entre los invitados estaba Hai Kwan −el nombre significa ‘mar’, el apellido ‘la montaña’−, quien trabajaba a las órdenes del asistente del secretario de la mano derecha del director ejecutivo de la Bolsa de Valores de Hong Kong. Es decir, un simple empleado que se manejaba muy bien con los idiomas y elegido como último recurso al haber enfermado de repente el titular que tendría que haber ido. La falta de costumbre de llevar esmoquin y pajarita le colocaba en situaciones incómodas: sudor en la frente, enrojecimiento en el cuello por los continuos ahuecamientos que hacía con un dedo en el borde de la camisa, molestias en la barriga por estar muy apretado el fajín plisado y cierta irritación en la bragueta, al llevar el pantalón cargado en un lado… Harto de traducir gilipolleces para los jefes, se escabulló hasta llegar a una de las barras donde, coincidiendo con la agente de seguros, también pidió un dry martini. No sería lo único en que estarían de acuerdo. Compartían la sensación de pérdida de tiempo, de entender que no encajaban en aquel ambiente circunscrito casi por intereses creados, de no querer trepar a toda costa y el detestar vestirse de etiqueta. Mantuvieron una conversación tan interesante que se prolongó hasta el amanecer, cuando salieron a fumar un cigarrillo a la terraza. Para entonces ya no quedaba nadie y apenas restos de comida fría en las bandejas donde sirvieron el primer coctel.
          Meses atrás, Hai, junto a un grupo de compañeros, desatendiendo las sugerencias que indicaban lo contrario, viajó a uno de los países en conflicto bélico, para comprobar in situ la desesperación de la población civil arrancada de sus hogares y convertidos en desplazados, lo que ocurre desde 2011 en los inicios de la llamada primavera árabe. Fundamentalmente, él, al igual que sus acompañantes, querían aportar apoyo y mano de obra a través de la ONG que les metió en el programa de ayudas. Una vez allí, pronto se dieron cuenta que las cosas funcionan con filtros, que todo son trabas a la hora de dar un paso y que de nada les serviría en aquel lugar la inmunidad diplomática que guardaban en sus carteras. Como tampoco podrían olvidar nunca las interminables columnas humanas con marcas de sufrimiento como gota malaya. Así pues, con el corazón encogido y avergonzados de cuanto habían visto, regresaron al mundo de los rascacielos, de las computadoras de última generación, de los coches automáticos, de la comida envasada a golpe de moneda… Pero con un firme propósito: lucharían para que los gobiernos acogieran al mayor número de personas posible.
          Lola, además de quedar impresionada, quiso implicarse. Hai le proporcionó lo necesario para contactar con algunas organizaciones que operaban muy bien en ese terreno, y por supuesto compartir con ella, vía email, información sobre nuevos proyectos. Año y medio después de ese encuentro, y habiéndose visto en un par de ocasiones más, el pekinés y la madrileña eran grandes amigos. Mientras que la mujer seguía con su vida adelante, y sintiéndose cada vez más integrada en Austria, en su carácter reposado, la ausencia de griterío y la apacibilidad que tanto se respira, de sus calles a sus lagos, él llevaba un tiempo en Salzburgo preparando el recibimiento de un avión que llegaría en breve al Aeropuerto Internacional de Viena-Schwechat, fletado por ACNUR, y cargado con sirios, albaneses y nepalíes, llegados de las tierras donde las cosas despiertan difíciles. Dolores Casas, por su parte, también había realizado gestiones y se disponía a tenerlo todo listo para reencontrarse con Hai, y juntos puentear la acogida.
          Cuando estacionó su vehículo en el aparcamiento, supuso que su amigo y la gente de la asociación estarían esperándola. Se abrazó al pekinés y, tras mucho cariño transmitido, fueron en busca del representante oficial que gestionaría los trámites de asilo. Un agente de seguridad les acompañó a la zona privada de oficinas donde un hombre, con cara de muy mala leche, daba rodeos para comunicar algo tan sencillo como que el vuelo traía muchísimo retraso. Ellos, por su cuenta, realizaron algunas llamadas que confirmarían la incidencia, pero añadiendo algo más: un error técnico o burocrático desvió el aparato presuntamente a alguna de las Islas Aleutianas, quizá hacia el sudoeste de Alaska. Hai y Lola no daban crédito a tal desastre, y lo más doloroso es que tal vez no se pudiera corregir el fallo, y redireccionar el aparato hacia Viena, porque había que empezar de nuevo con todo el papeleo, los permisos, las audiencias, los pactos, las conversaciones… y, aún con eso, nadie aseguraba que aquellas mismas personas que embarcaron con el paracaídas de la esperanza bien ajustado no volvieran a ser candidatas al pasaje de la suerte… Hai cogió un avión a Ginebra por si allí, desde la sede de ACNUR, podía hacer algo…
          Había pasado doce largas horas metida en el despacho del aeropuerto, aguardando una rectificación creíble donde amarrar la esperanza de volver a intentarlo. También una disculpa, no a ella ni a sus compañeros, sino a las personas que, una vez más, sufrieron el abandono de sus semejantes. Cuando regresó a casa estaba agotada. Se quitó los zapatos y la camiseta con desprecio, entró en la ducha y lloró sin consuelo. De vuelta a la cocina, miró la olla donde había dejado escurriendo la pasta y encontró un amasijo de hebras pegadas unas con otras. Respiró profundamente y comprendió que ella no era la víctima, sino una pieza de la herramienta que pelearía para que no cayera en los archivos del olvido la necesidad de salir a flote que mantiene en pie a todo refugiado.

domingo, 8 de mayo de 2016

Mrs. Allison Dylan

Durante poco más de un año estuvimos rehabilitando un bloque de viviendas en la calle Cedaceros. Yo era el encargado de la obra −y casi el único responsable, ya que nunca apareció por allí alguien de rango superior−. Conmigo trabajaba una cuadrilla de buenos profesionales: dos rumanos, cinco guineanos, un puertorriqueño, tres moldavos y un gallego de Pontevedra que cada dos por tres enfundaba en su bolsillo trasero un bocadillo de chorizo al que daba grandes bocados. Hombres a los que la crisis había obligado a emigrar dejando tras de sí hogares rotos a la espera de volver a reunirse. La diferencia de idiomas complicaba mucho la relación entre ellos, salvo el pontevedrés que parecía entenderse bien con todos. En cualquier caso, lo verdaderamente importante era que no surgieran roces ni problemas personales o laborales, que los materiales fueran de calidad y llegaran a tiempo, que el frío o las altas temperaturas nos dieran tregua para faenar cuando tocaran exteriores y que concluyéramos en la fecha comprometida. Al margen de eso, lo tocante a gustos, ideologías, creencias, etnias, inclinaciones sexuales y demás aspectos de la vida privada, me la traían floja. Nuestra jornada era larga, extendiéndose desde las ocho de la mañana hasta las seis y media de la tarde −excepto los viernes, que solo estábamos hasta la una−, con descanso de dos horas repartidas como quisiéramos. Después del almuerzo me gustaba salir un rato a despejarme, tomar café en contacto con otra gente y cumplir el ritual de fumar un puro. El gallego se quedaba al timón, canturreando coplas de amores imposibles, melodías que alternaba devorando un paquete de galletas con olor a vainilla…
          Así que dirigía mis pasos hacia el restaurante Vips que hay dentro del edificio Plaza –el que aloja al gran Hotel Palace-, en la plaza de Cánovas del Castillo, donde la conocida estatua de Neptuno. A las pocas semanas de ir todos los días allí, entablé conversación con Briseida −nombre de origen griego que significa ‘mujer culta’−, la camarera que me servía un café acompañado siempre de un vaso de agua con hielo. Era una persona simpática y muy preparada intelectualmente y enseguida intercambiamos información. Me contó que su primer día de trabajo ahí la comían los nervios, pensando que por la antigua cervecería del Palace ‘La Brassierie’, situada en los bajos del edificio, habían pasado entre otros Dalí, Lorca y Buñuel. Que en las lujosas habitaciones del hotel, Mata-Hari, la famosa espía de origen holandés, se había acostado con lo más granado de su época. Y, ya más cercano a nosotros, la histórica foto de González y Guerra asomados a la famosa ventana… Gracias a la confianza que fuimos adquiriendo me hablaba también de sus clientes habituales…
          Natural de Polperro, en la costa sur de Cornualles, en Inglaterra, y viviendo en Madrid desde que se jubiló de su empleo de profesora de literatura inglesa en un colegio de Londres, Mrs. Allison Dylan llegaba todos los días en taxi para comer en el Restaurante Vips Neptuno. Sentada en la otra fila de mesas, separadas de la mía por el pasillo central, Briseida le servía una pinta de cerveza lager y un sándwich con pollo, beicon ahumado, queso, tomate y lechuga. Cuando le pregunté en una ocasión por la peculiar mujer, me dijo que había enviudado justo antes de decidir aumentar la familia, con lo que esa idea se quedó en proyecto. Y que, a pesar de haber mantenido posteriormente dos largas relaciones, no consiguió tener hijos. Allison era bajita y menuda, octogenaria y desdentada, despistada y misteriosa, limpia y desaliñada… El pelo blanco por encima de los hombros, la piel de la cara cubierta de arrugas, las manos huesudas, la timidez colocada siempre como muro de contención y un pronto de mala leche que parece decir ‘ni te acerques’ resumían la apariencia de una persona con mucho fondo…
          La cortina del otoño en la gama de colores tierra se nos echaba encima, y el turismo de invierno con gente y lenguas de otros países poblaba nuestras plazas, parques y avenidas. Alrededor del Congreso de los Diputados se intensificaba el tránsito peatonal por la curiosidad de encontrarse con sus señorías a la salida de las Cortes. Esto, positivo para la ciudad en lo económico, significaba que, a nosotros, la clientela diaria que engordábamos la caja de los establecimientos, nos costase gran trabajo encontrar mesa libre incluso en las terrazas de la calle. Una de esas veces, Briseida me pidió que esperara un momento a ver dónde podía colocarme. Me hizo una seña y fui hacia ella. Mrs. Allison Dylan accedió a compartir espacio conmigo. Se lo agradecí a ambas y me sorprendió muchísimo lo bien que hablaba en castellano. Insistí en invitarla a una pinta y, aunque muy alejado de mis costumbres, tomé otra. Me preguntó a qué me dedicaba y se lo conté. Si tenía hijos… Le dije que no, que era soltero y sin pareja. ‘No estará tratando de ligar conmigo, ¿verdad? −dijo, y reímos a carcajadas−’. Esa tarde no aparecí por la obra hasta pasadas las seis. Nadie me echó de menos, supongo, porque ninguno se percató de mi llegada…
          A partir de entonces, Allison y yo nos hicimos amigos. Paseábamos por la ciudad como domingueros en mitad de un atasco. Saciaba sus preguntas explicándole detalles de los edificios más populares que tenemos, y ella, con los ojos humedecidos, me contaba las penurias que había pasado desde niña, con unos padres alcohólicos que no paraban de tener hijos, a los que ella, con sus pocos años, atendía como si fueran suyos. Y les sobrevivió, porque todos, menos Allison, desarrollaron una extraña enfermedad que acababa con ellos en la pubertad. Nunca supo cómo hizo su abuela para conseguir que la admitieran en un internado en Londres, pero de lo que estaba segura es de que eso la salvó de acabar como sus padres. Solamente, cuando inició el viaje, le dijo su abuela: ‘Tienes el corazón lleno de minerales y un mundo interior que necesita formarse y echar a volar. No te rindas nunca, girl’.
          A la primavera siguiente pusimos punto final a la obra. La empresa nos llevó a la provincia de León, donde tendríamos que convertir un pueblo casi fantasma en atractivas casas rurales, proyecto promocionado por el Ayuntamiento para incentivar las visitas a la zona. Allison no se aclaraba con las nuevas tecnologías. No tenía teléfono, ni móvil ni fijo, así que, para saludar a la anciana, en varias ocasiones llamé al de Briseida, que lo había ofrecido gentilmente. Tras notar que Mrs. Dylan solo contestaba con monosílabos, y aparentemente sin ganas, fui distanciando el contacto hasta quedar en nada. Los días de descanso aprovechaba para conocer la comarca. León es una de esas capitales pequeñas en las que uno puede quedarse a vivir sin echar nada en falta. Alegrar la vista poniéndose delante de Casa Botines, diseñada por el arquitecto Antoni Gaudí, cuyos muros son de sólida cantería caliza, con planta baja y semisótano sosteniendo los forjados mediante columnas de hierro calado. Deleitarme contemplando el Arco de Puerta Castillo, el Antiguo Edificio de Correos, pasear por el Barrio Húmedo que abarca los alrededores de la Plaza Mayor y de la Plaza de las Tiendas donde se concentraban los artesanos, peregrinos y antiguos mercaderes, hoy lleno de bares, cafés y mesones. Perderme por el Jardín del Cid, por el Parque de Quevedo, por tantos y tantos rincones hermosos, no hacía que recordase menos a aquella encantadora inglesa que me había dado tanto.
Me senté en uno de esos espacios verdes para llamar a Briseida, a quien noté con mucha alegría de escucharme. Me dijo que estaba embarazada de ocho meses −¡qué rápido pasa el tiempo!−, y de baja desde hacía tres, porque había tenido complicaciones y riesgo de perder el bebé. Sabía por otras compañeras que Allison había dejado de ir por el restaurante. Coincidió conmigo en que últimamente estaba rara, más ausente, menos habladora, más desorientada, y que, por ejemplo, a la hora de pagar, sacaba tres o cuatro monederos hasta encontrarse algún billete… ‘Pero, al fin y al cabo −dijo−, era solo un cliente más…’. Quedamos en vernos cuando regresara a Madrid. Pienso mucho en Mrs. Allison Dylan. Sé que no nos volveremos a ver más. Sin embargo, no puedo evitar buscar sus formas en las ancianas de pelo blanco que me sonríen por la calle.

Nota: El edificio Plaza fue construido por el arquitecto barcelonés Eduard Ferrés en marzo de 1911 y se inauguró el 12 de septiembre de 1912. Durante la Guerra Civil sufrió los efectos del bombardeo aéreo que afectó al Museo del Prado y aledaños. Incluso cayeron dentro dos proyectiles que, afortunadamente, no explotaron. Ha sido siempre un magnífico hospedaje para bohemios y una puerta elegante que abre a Madrid para sus visitantes…