‘¡Qué cabeza la mía!’, murmuró mientras
volcaba unos espaguetis −que remataría más tarde a la carbonara− en el agua que
hervía en la cacerola, cuando en realidad pensaba hacer arroz integral como
base para una ensalada. En un táper con
compartimentos −así los sabores no se solapaban−, puso
los ingredientes que ya tenía preparados: medias lunas de tomates cherry,
manzana, jamón cocido, dados de queso feta y cinco o seis gajos de naranja
roja. Cerró la ventana del dormitorio cuando se dio cuenta que, a lo lejos, un
empedrado de nubes tapaba el horizonte y amenazaba con desencadenar una
tormenta típica de verano, de esas que tanto
presenció en el sur. Además, protegió los cristales recién limpios bajando el
toldo. Y pensó: ‘¿Dónde coño habré puesto
el pasaporte y las llaves del coche?’. Bastaron unos segundos para caer en
la cuenta que había metido la mochila −y dentro de ésta lo que buscaba− en el
armario, detrás de la ropa que usó el día anterior, y que había olvidado
colgar.
Su vida cambió radicalmente una noche
que, a la salida de una discoteca, encontró su
vehículo con las ruedas pinchadas y aceptó
regresar hasta su casa, en un barrio castizo de
Madrid, con el tipo que, tan solo una hora
antes, había echado un polvo recostados en la pared del callejón a donde daba
la salida de emergencia… Al cabo de los meses, tras verse muy acosada por ese
individuo, propuso a sus jefes −trabajaba para una prestigiosa compañía de
seguros− trasladarse de país a cubrir una vacante que dejaba otra compañera.
Desde entonces, y sin volver mucho la vista atrás, salvo para pensar en los
suyos, a los que añoraba, aunque hablaban a diario, residía en aquella ciudad
centroeuropea, entregada a su profesión, y a un sueño que, poco a poco, iba
tomando forma…
La historia de Dolores Casas bien
podría ser la de cualquier mujer libre de compromisos, sin pareja estable, que
ha sobrepasado el medio siglo y con alguna que otra cosa bastante clara: todos
somos prescindibles y nada es para siempre, la felicidad se estructura con
caricias de corta duración que acompañan en el recuerdo hasta el final de los
días y que habría que proponerse vivir cada jornada como si fuera la última de
nuestra existencia. Su fino olfato para los negocios la
llevó a situarse cerca de la cúpula de dirección. El manager comercial,
observando su destreza en las maniobras para
captar a nuevos clientes, con habilidades envidiables a la hora de configurar
las pólizas, personalizándolas en algunos casos, fue implicándola
paulatinamente en proyectos millonarios que
colocarían, por un lado, a la empresa, y por el otro, a él mismo, en el ranking como la
aseguradora que más facturaba dentro del sector de dicha actividad financiera.
En uno de los salones privados del
restaurante Cantinetta Antinori, asistió a una cena organizada por el
departamento de relaciones internacionales de la Embajada China en
Viena. Los jefes de Lola llevaban meses negociando con el emisario del Asia
Oriental la posibilidad de expandirse tanto allí, como en Japón, Corea del
Norte y Vietnam −aunque cada uno habría de tratarse por separado−... Querían
crecer, mejorar sus condiciones de servicio, adecuarse a otras costumbres y a
una cultura mercantil diferente a la conocida hasta entonces. Algo que solo
conseguirían cruzando las fronteras. Entre los invitados estaba Hai Kwan −el
nombre significa ‘mar’, el apellido ‘la montaña’−, quien trabajaba a las órdenes
del asistente del secretario de la mano derecha del director ejecutivo de la Bolsa de Valores de Hong
Kong. Es decir, un simple empleado que se manejaba muy bien con los idiomas y elegido como último recurso al haber enfermado de
repente el titular que tendría que haber ido. La falta de costumbre de llevar
esmoquin y pajarita le colocaba en situaciones
incómodas: sudor en la frente, enrojecimiento en el cuello por los continuos
ahuecamientos que hacía con un dedo en el borde de la camisa, molestias en la barriga
por estar muy apretado el fajín plisado y cierta irritación en la bragueta, al
llevar el pantalón cargado en un lado… Harto de traducir gilipolleces para los
jefes, se escabulló hasta llegar a una de las barras donde, coincidiendo con la
agente de seguros, también pidió un dry martini.
No sería lo único en que estarían de acuerdo. Compartían la sensación de pérdida de tiempo, de entender que no encajaban
en aquel ambiente circunscrito casi por intereses creados, de no querer trepar
a toda costa y el detestar vestirse de etiqueta. Mantuvieron una conversación tan interesante que se prolongó hasta
el amanecer, cuando salieron a fumar un cigarrillo a la terraza. Para entonces
ya no quedaba nadie y apenas restos de comida fría en las bandejas donde
sirvieron el primer coctel.
Meses atrás, Hai, junto a un grupo de
compañeros, desatendiendo las sugerencias que indicaban lo contrario, viajó a
uno de los países en conflicto bélico, para comprobar in situ la desesperación de la población civil arrancada de sus
hogares y convertidos en desplazados, lo que ocurre desde 2011 en los inicios
de la llamada primavera árabe. Fundamentalmente, él, al igual que sus
acompañantes, querían aportar apoyo y mano de obra a través de la ONG que les metió en el
programa de ayudas. Una vez allí, pronto se dieron cuenta que las cosas
funcionan con filtros, que todo son trabas a la hora de dar un paso y que de
nada les serviría en aquel lugar la inmunidad diplomática que guardaban en sus
carteras. Como tampoco podrían olvidar nunca las interminables columnas humanas
con marcas de sufrimiento como gota malaya. Así pues, con el corazón encogido y
avergonzados de cuanto habían visto, regresaron al mundo de los rascacielos, de
las computadoras de última generación, de los coches automáticos, de la comida
envasada a golpe de moneda… Pero con un firme
propósito: lucharían para que los gobiernos acogieran al mayor número de
personas posible.
Lola, además de quedar impresionada,
quiso implicarse. Hai le proporcionó lo
necesario para contactar con algunas organizaciones que operaban muy bien en
ese terreno, y por supuesto compartir con ella, vía email, información sobre
nuevos proyectos. Año y medio después de ese encuentro, y habiéndose visto en
un par de ocasiones más, el pekinés y la madrileña eran grandes amigos. Mientras
que la mujer seguía con su vida adelante, y sintiéndose cada vez más integrada
en Austria, en su carácter reposado, la ausencia de griterío y la apacibilidad
que tanto se respira, de sus calles a sus
lagos, él llevaba un tiempo en Salzburgo preparando el recibimiento de un avión
que llegaría en breve al Aeropuerto Internacional de Viena-Schwechat, fletado
por ACNUR, y cargado con sirios, albaneses y nepalíes, llegados de las tierras
donde las cosas despiertan difíciles. Dolores Casas, por su parte, también
había realizado gestiones y se disponía a tenerlo todo listo para reencontrarse
con Hai, y juntos puentear la acogida.
Cuando estacionó su vehículo en el
aparcamiento, supuso que su amigo y la gente de la asociación estarían
esperándola. Se abrazó al pekinés y, tras mucho
cariño transmitido, fueron en busca del representante oficial que gestionaría
los trámites de asilo. Un agente de seguridad les acompañó
a la zona privada de oficinas donde un hombre, con cara de muy mala leche, daba
rodeos para comunicar algo tan sencillo como que el vuelo traía muchísimo
retraso. Ellos, por su cuenta, realizaron algunas llamadas que confirmarían la
incidencia, pero añadiendo algo más: un error técnico o burocrático desvió el
aparato presuntamente a alguna de las Islas Aleutianas, quizá hacia el sudoeste
de Alaska. Hai y Lola no daban crédito a tal desastre, y lo más doloroso es que
tal vez no se pudiera corregir el fallo, y
redireccionar el aparato hacia Viena, porque
había que empezar de nuevo con todo el papeleo, los permisos, las audiencias,
los pactos, las conversaciones… y, aún con eso, nadie aseguraba que aquellas mismas personas que embarcaron con el
paracaídas de la esperanza bien ajustado no volvieran
a ser candidatas al pasaje de la suerte… Hai cogió un avión a Ginebra por si
allí, desde la sede de ACNUR, podía hacer algo…
Había pasado doce largas horas metida
en el despacho del aeropuerto, aguardando una rectificación creíble donde
amarrar la esperanza de volver a intentarlo. También una disculpa, no a ella ni
a sus compañeros, sino a las personas que, una vez más, sufrieron el abandono
de sus semejantes. Cuando regresó a casa estaba agotada. Se quitó los zapatos y
la camiseta con desprecio, entró en la ducha y lloró sin consuelo. De vuelta a
la cocina, miró la olla donde había dejado escurriendo la pasta y encontró un
amasijo de hebras pegadas unas con otras.
Respiró profundamente y comprendió que ella no era la víctima, sino una pieza
de la herramienta que pelearía para que no cayera en
los archivos del olvido la necesidad de salir a flote que mantiene en pie a
todo refugiado.