lunes, 7 de marzo de 2016

Manuela

‘Interrumpimos la programación con una noticia que acaba de llegar a nuestra redacción: un terremoto de 8,4 de magnitud se ha registrado en la República de Chile −país que forma parte del Cinturón de Fuego del Pacífico−, con epicentro en la Región de Tarapacá. Minutos después, la alarma saltó en el oeste de Bolivia, donde varios temblores alarmaron a la población. Según fuentes de la Oficina Nacional de Emergencia del Ministerio del Interior (ONEMI), hay mucha inquietud por que pueda haber un tsunami en Iquique. De momento, y aunque todavía está todo muy confuso, los datos proporcionados por la agencia Reuters hablan de un elevado número de muertos y desaparecidos que, desgraciadamente, irán aumentando según avance la jornada, así como de cuantiosos daños materiales. Ampliaremos todos los detalles en Matinal, Noticias del Mundo. Mientras tanto, y siempre que no se produzca una última hora, les dejamos con nuestros compañeros del programa Entrevistas para la madrugada country, espacio de música y palabras’.
          Manuela se tiró de la cama. Apenas despertaba el día y la sensación de agobio cercenaba sus movimientos. Las pocas baldosas que separaban el dormitorio del cuarto de aseo le parecieron un camino abrupto e interminable. Se sentó sobre la tapa del váter y, antes de levantarla para orinar, meneando la cabeza pensó: Hoy ha sido la sacudida en el extremo sudoeste de América del Sur, semanas atrás las angustiosas imágenes de una Camboya declarada zona catastrófica por las fuertes inundaciones sufridas recientemente. Y, entre uno y otro suceso, la tragedia vivida en el mar Egeo, donde perdieron la vida una veintena de personas, al naufragar las embarcaciones que les llevaban rumbo a otras tierras, hacia la libertad… ‘De verdad que a veces −murmuró bajito− le entran ganas a una de desconectar de todo’. Cuando terminó de arreglarse metió en un neceser de nailon, en color malva, sus productos de baño. Para Manuela, en lo personal, esa fecha venía acompañada de grandes cambios. Había agotado los dieciocho meses de estancia en el piso tutelado por la Comunidad de Madrid. Ahora tocaba irse de alquiler a otro que no cuenta con medidas de seguridad y donde habrá de iniciar el camino de una nueva vida.
          Soy trabajadora social en un Centro de Acogida a Víctimas de Violencia de Género. Ahí conocí a Manuela. Llegó tan asustada y desorientada como el resto, con marcas de maltrato físico y psicológico que no ha borrado el paso del tiempo. Mejor dicho, secuelas cuajadas y encallecidas en el corazón… Con absoluta discreción fuimos llamados al despacho de la directora cinco de los profesionales de toda la plantilla. En la reunión también estaba su mano derecha: mi jefe más inmediato. Nos pusieron al corriente de la historia de Manuela, y comprendimos que, al ser su marido un personaje público con acceso a infinidad de sitios y buenos contactos que por descuido podrían filtrar el paradero de su esposa, teníamos que extremar para ella las medidas de protección y vigilancia. No se podía tener ningún contacto con las mujeres fuera del centro, tampoco aconsejaban encariñarse con ellas o sus hijos.
          Desde el primer contacto con Manuela ya puse en mis notas: Mujer de carácter y armadura fuerte, que saldrá adelante por sí sola y algo de ayuda por nuestra parte. Los resultados, lejos de equivocarme, no se hicieron esperar. Pronto comenzó a tener un comportamiento bastante positivo. Buena integración, participación activa en las sesiones de grupo, colaboración y predisposición a pasar rápidamente a otra fase para incorporarse cuando antes a la vida social y laboral, y siempre, por si surgiera alguna emergencia, con nosotros cerca… Antes de poder controlar la situación −reconozco que nada hice para impedirlo−, salté por encima de todo el protocolo y de la regla número uno: No encariñarse… Fuimos trenzando una bonita amistad cargada de muchas confidencias. En esos momentos yo salía de una relación −no violenta pero sí dolorosa− y esa capacidad suya para escuchar me ayudó mucho. Una tarde pedí permiso a mi jefe para llevar a Manuela a tomar un helado, porque así era la manera oficial de no incumplir el reglamento. Me lo concedió sabiendo que aquello escondía algo más, pero, como solo le quedaban tres meses de estancia en el piso tutelado, pensó que no estaría de más comprobar cómo se desenvolvía fuera.
          Había quedado con unos amigos para ver en el cine El color púrpura, en una sala no comercial ubicada a las afueras de un barrio obrero donde reponían películas con contenido para comentar después. Invité a Manuela porque me pareció apropiado que conociera la terrible historia de Celie −Woopi Goldberg−, adolescente de piel negra, violada por su propio padre del que tuvo un hijo, separada de su hermana cuando no consintió..., maltratada con el hombre con el que la casaron a la fuerza, esclavizada en una vida rasurada de encanto hasta que, gracias al cariño, al calor y a la complicidad que encontró en una mujer del espectáculo, descubrió que a veces había que decir 'NO', hacerse valer y marcar el territorio para que ningún ser humano vilipendie a otro. Poco a poco nuestras salidas fueron más frecuentes, y se introdujo con facilidad en el activismo que mis amigos y yo practicábamos.
          Aparqué mi coche cerca de la casa tutelada. Era el día que Manuela se mudaba a su nuevo hogar. Un piso pequeñito que habíamos encontrado no lejos del mío y de alquiler asequible para ella. Metimos sus pertenencias en el maletero. No había acumulado muchas en esos meses y, tras echar un último vistazo a aquellas cuatro paredes que tantas noches calmaron sus lágrimas y tantos días su desesperación, se volvió hacia mí y, llevándose la mano izquierda a la frente, me dijo: Bueno, empezaré a escribir el dietario por la página primera, queda mucho por hacer… Puso la radio nada más arrancar el automóvil porque le preocupaban  mucho las noticias que llegaban de Chile: Si había habido réplicas, si las pérdidas humanas eran ya escalofriantes, que sí lo eran… Pensábamos en los niños, la situación que tendrían, muchos de orfandad, otros de hambruna y de pobreza… Se quedó más o menos instalada y pendiente de organizar el hogar con arreglo a su gusto y necesidades. Antes de irme, porque entendía que debía quedarse sola, me pidió más información sobre la marcha que tendríamos el siguiente fin de semana contra la violencia de género machista. Antes de cerrar la puerta le pregunté si tenía miedo. Su respuesta fue tajante: el miedo es la segunda piel que me acompañará hasta el resto de mis días.
          Diciembre arrancaba su andadura vareado por los que entran al juego del consumismo, la tradición y lo establecido, y por quienes no tienen qué llevarse a la boca. La convocatoria masiva para ‘La marcha ciudadana contra la violencia de género machista’ estaba programada para el segundo domingo de dicho mes. La difusión fue el resultado del despliegue de muchas personas que colaboraron para conseguir que se uniera gente de otras ciudades. Todo estaba listo, Manuela también. Había decidido ir en primera línea, con nosotros, tras la pancarta de la manifestación. La lluvia, menuda y molesta, no arruinó nuestro propósito de llenar Madrid con una sola voz y tres palabras: No más muertes. La primera parada la realizamos frente al Ministerio del Interior, para exigir una revisión de las penas en el Código Penal y el cumplimiento de las órdenes de alejamiento. El recorrido se hizo lento por la gran afluencia de personas en las calles adyacentes. Hicimos la segunda parada en la explanada del Congreso de los Diputados, donde una pequeña representación de los partidos políticos −no todos−  nos recibió con sonrisas y promesas incumplidas. Camino de la Puerta del Sol, donde finalizábamos leyendo un manifiesto, Manuela, cargada de emoción, con lágrimas en los ojos y flanqueada por todos los compañeros, se volvió hacía mí y me dijo: Ahora sé que mi expareja está ahí, en algún rincón de la ciudad, tal vez esperando la ocasión para acabar conmigo, o sacarme de mi entorno y meterme otra vez en la madriguera donde la música que suena es solo de terror. Pero hay algo que nunca podrá destruir en mí, como tantos años de esclavitud tampoco lo hicieron en Celie: libertad para decidir, como mujeres libres que somos.
          Tiempo después, Manuela rehízo su vida junto a un compañero activista que la trataba con delicadeza. Recorrieron medio mundo cooperando con asociaciones e instituciones canalizadas siempre en pro de las mujeres, contando su experiencia y la suerte que tuvo de encontrar herramientas que la ayudaron a salir de su agujero.