lunes, 25 de enero de 2016

Una vida contada

En verano, acabado el colegio, el hermano de mi padre y su mujer, nos llevaban de vacaciones a su casa hasta que se reanudaban las clases en septiembre −decían que así, nuestra madre, aprovechaba para hacer arreglos de ropas y dar a las paredes una mano de pintura, pero la realidad era que con el sueldo de porteros no podían alimentar tantas bocas. Con el tiempo supe que aquello no era más que un chantaje emocional que mis tíos, adinerados, les hacían a mis padres si querían que siguieran pagándonos el comedor en la escuela. No tenían hijos, y mis hermanos y yo, temporalmente, aportábamos bullicio a su alrededor, y rodales de orines en aquellas sábanas ásperas que tan de mala gana cambiaba la asistenta. Después crecimos y nos volvimos despegados e independientes. Otros invitados en la finca de nuestros tíos eran Manuel de Falla y Johann Sebastian Bach; mejor dicho, su música, entre la de otros. Ernestina Granados, delicada como solo ella sabía ser, fue profesora de ballet clásico. Amaba el arte en general y la música en particular. Ponía el sonido a todo volumen y, gracias a ella, descubrí que El retablo de maese Pedro correspondía a un episodio del Quijote cuyo libreto musical escribiera Falla para títeres. Me enamoré, por supuesto, de la Suite para violín y clave de Bach, de los Conciertos de Brandeburgo, así como de Op. 103 Brahms canciones gitanas de Johannes Brahms. Mi tía, que era una apasionada del espectáculo y no se perdía las obras de temporada por nada del mundo, me inició en la poesía. Así me enteré de la conexión que hubo entre Manuel de Falla y Federico García Lorca, compartiendo el amor por el cante jondo. Federico formaba parte de la tertulia literaria que tenía lugar en el Rinconcillo, centro de reunión de los artistas granadinos y a la que en 1924 se uniría el compositor gaditano. Me viene esto a la memoria, quizá con nostalgia, porque la figura de Ernestina y la del hombre misterioso, salvando todas las distancias y diferencias de ambos, parecen almas gemelas acodadas en la barra de la noche donde sirven chatos de vino y fingen besos con lengua.
          Los domingos impares, sea cual sea la estación del año, y en la franja horaria que va de ocho a nueve de la mañana, mientras espero dentro de la cafetería Océano Occidental a que me preparen el desayuno que le subo a la señora Aurelia, mi vecina del cuarto D –que se rompió una pierna el lustro pasado y desde entonces no ha vuelto a pisar la calle–, observo al hombre misterioso, quieto delante del portal que tengo enfrente, con una carpeta bajo el brazo e intención de retroceder antes de haber entrado. Por su porte discreto y elegante se nota que es alguien con mucho recorrido. Viste sombrero con caída a lo Humphrey Bogart, abrigo gris de espiguilla estrecha, zapatos relucientes, fular negro de doble vuelta, pantalón tejano y un perfume a sándalo, abedul, cedro y pino, que tímidamente lo impregna todo a su paso. Atento a sus movimientos, por el gusanillo de saber qué hace, no vuelvo a la realidad de mis recados hasta que cierra la puerta tras de sí.
          Después de llevar desde los dieciséis años trabajando en la imprenta Ortega y Cosme. S.L., me pusieron de patitas en la calle con una mano delante y otra detrás. De eso hace ya un tiempo. Desde entonces, cuando comprobé, al ir a arreglar los papeles del desempleo, que los muy canallas habían cotizado por mí una miseria, hago chapuzas de todo tipo −menos de electricidad, que me acojona−, para complementar los ingresos ridículos que percibo, primero del desempleo y ahora de la pensión. El encargado del ciber que hay en el barrio me diseñó a ordenador unas tarjetas, en las que me ofrezco a arreglar grifos, colgar estanterías, o subir la compra del centro comercial, entre otras tareas, que fui repartiendo por tiendas, farmacias y bares. Fue así que, pasada la primera quincena, un domingo frío de febrero sonara mi teléfono a las diez de la mañana. Dígame. Disculpe, pregunto por Isidro, ¿podría ponerse, por favor? Sí, soy yo. ¿Qué desea? Verá, es que tengo un problema con el agua, y la semana pasada me facilitaron su número en la mercería. Claro, sin problema. Dígame la dirección y la hora que mejor le venga para acercarme. Acordamos la visita para ese mismo día, a las 12.45h. Faltaban quince minutos. Cogí la herramienta, un caramelo de anís sin azúcar −que me gusta echarme a la boca mientras trabajo− y el chaquetón, porque, aunque era cerca, el día había refrescado mucho.
          Examiné minuciosamente el sifón del inodoro, las piezas de cola y desagüe del plato de ducha, así como las abrazaderas en las tuberías visibles del fregadero. Tenía más que localizada la avería, pero hice toda esa exploración para estar más tiempo; hasta que, frotándome la barbilla, me dirigí hacia el grifo del lavabo, saqué la manilla, solté el vástago con la llave inglesa y extraje la goma dañada que cambié por otra nueva. Mientras lo hacía, le dije al caballero que, no tardando mucho, tendría que llamar a un fontanero −yo no estoy acreditado− para que sustituyera la válvula de cuña por las actuales que hay de bola. Es decir, la llave de paso. Esperé a que me pagara en el comedor, que mantenía a media luz con las persianas medio subidas. Sobre una de las sillas, colocado, creo yo, con suma delicadeza, reconocí el abrigo y el sombrero del hombre misterioso. En la mesa, llena de documentos que parecían oficiales, había además un cuaderno de cuadrícula, de hojas amarillas escritas a mano, y algunos pósit cuya cinta adhesiva solapaba otras notas. A punto de soltar las riendas de la curiosidad y descifrar parte de la diminuta caligrafía, su voz me sobresaltó. Aquí tiene su dinero. De acuerdo, muchas gracias. Trabajando en domingo ¿eh? −dije, señalando a los papeles −: la vida no para ¿verdad? Pues no, no para. ¿Cuánto hace que vive usted en el barrio, Isidro? Rascándome la cabeza le conté que llevaba aquí desde chico, que mis padres se instalaron cuando yo tenía tres años y que nunca me había movido del universo de nuestras calles, por diversos motivos, pero ante todo por la familiaridad entre vecinos, nada habitual en los barrios dormitorio que pueblan la periferia de la cuidad. Entonces, conocería a la dueña de este piso, ¿me equivoco? ¿A la señora Felicia? ¡Pues claro que sí! Una gran persona, solitaria y como escondida casi siempre tras una cortina tupida con tristeza, pero muy buena gente. Me ofreció tomar asiento. De fondo sonaba la voz inconfundible de Carmen McRae, cantante de jazz con la que siempre que la escucho, y sin saber el porqué de esta asociación, pienso que, de un momento a otro, aparecerá Rita Hayworth, sacándose el guante sensual, al tiempo que agita la melena pelirroja−. Desconocía sus motivos para saber de la mujer, pero me rogó que le hablara de ella. Hombre, mucho, lo que se dice mucho, no le puedo contar, salvo las cuatro palabras que se cruzan si coincides en la tienda, o lo enternecedora que parecía, siempre en silencio, en la reunión de la Asociación de Vecinos. Me parecía frágil, y a la vez fuerte, pero jamás profundicé con ella. Murió hará unos cinco o seis años, lo recuerdo perfectamente porque era el día de mi cumpleaños. Volvía de tomar unas copas con unos amigos y encontré a media vecindad en la calle. Por lo visto, la señora Felicia abrió la puerta sin preguntar, confiada que sería la vecina. Trataron de robarle el poco dinero que tenía la mujer y dijeron que, del mismo susto, le dio un infarto delante de los atacantes, quienes huyeron sin otro botín más que el de su cargo de conciencia. Desde entonces, este piso ha permanecido cerrado hasta la llegada de usted.
          Miré el reloj. Se había hecho muy tarde, estaba hambriento y quería irme a casa, pero Félix, cuyos rasgos, así de cerca, no me eran desconocidos, insistió en compartir un guisado de albóndigas que estaba para chuparse los dedos. Felicia era mi madre biológica −dijo, de sopetón−, nunca supe de su existencia, hasta hace unos meses que recibí la citación para la lectura de un testamento, donde me nombraban heredero universal de quien aseguraba que me había parido. Dicha noticia, como supondrá, demolió la construcción de toda una vida sobre unos débiles cimientos que hoy se tambalean. Mis padres adoptivos me lo dieron todo: cariño, estudios, seguridad, educación, templanza, valores −sus palabras de agradecimiento no podían ser más claras−, sin embargo, obviaron contarme la verdad de mis orígenes −por miedo a perderle, pensé. O sencillamente porque a veces las personas preferimos no remover las cosas y dejarlas como están−. Me crié lejos de aquí, en otro país, con otras costumbres, otro idioma y otra cultura. Puedo asegurar que fui un niño feliz, con una infancia tranquila y sin notar lagunas en lo afectivo. Supongo que mis padres adoptivos y mi madre biológica mantuvieron contactomás aún al cabo de los años que volvimos aquí ya que, Felicia, dejó instrucciones muy claras de cómo localizarme. Es tremendo lo que me cuenta, señor Félix. Si le soy sincero, nunca imaginé cuando le observaba con curiosidad, cada domingo, desde la cafetería Océano Continental, indeciso de entrar o no al portal, que fuera usted el hijo de Felicia, y por eso ahora comprendo la tristeza de ella, la languidez con la que hablaba y esa mirada de envidia sana a los críos que jugaban en el parque.
          Se levantó, desapareció y regresó antes de darme la ocasión para pensar que me sentía incómodo, cansado, con ganas de estirar las piernas y prepararme, lata de cerveza a mano y cuenco con aceitunas, para ver el partido de fútbol, un derbi de los clásicos. En una bandeja, Félix traía varias bolsas de manzanilla, una jarra de medio litro con agua hirviendo y dos tazas de las grandes. Como anfitrión dirá que dejo mucho que desear al no ofrecerle algo caliente tras la comida. Perdóneme, es que... No se apure, en realidad ya me iba, es tarde y no tengo costumbre de tomar café o infusiones a estas horas. Claro, lo entiendo, soy un egoísta por haberle entretenido, me pongo a hablar de mis cosas y pierdo la noción del tiempo. Si le parece, le espero el próximo domingo que coincida impar. A lo mejor arreglo el piso y me traslado, ya no me queda nadie y la verdad es que entre estas cuatro paredes encuentro mucho sosiego. Si decido hacerlo y le interesa, parte de la obra que esté a su alcance, es suya. Perfecto, llámeme cuando sea y lo vemos. Apenas bajé cinco escalones del primer tramo de escaleras cuando reconocí la música de Verdi. Entonces pensé en Ernestina, en los poemas que aprendí de pequeño y no he olvidado, en la delicadeza que sentí en la piel cuando, aprobado el Bachillerato, la tía me ofreció ir con ella a Nueva York y visitamos el MoMA.
          Creo que en las palabras de Félix no había rencor, tan solo la necesidad de encontrar una explicación, ya no a sus orígenes, sino a las razones que empujaron a Felicia para tomar la decisión de poner a su hijo en manos de unos desconocidos y perderse la oportunidad de verle crecer a su lado. Sus padres adoptivos, cuando supieron de la existencia de la carta, se negaron en rotundo a hablar del tema, hasta el extremo de darle este ultimátum: Si remueves la mierda, y algo nos dice que lo vas a hacer −dijeron−, prepárate a rebozarte tú solito en el fango, porque de seguir adelante con el despropósito de lo que para nosotros es una traición y viajar a Madrid, olvídate de lo que has significado en nuestras vidas. Ten, léelo atentamente y después, valoras y decides. Dijeron unos padres −el hombre más que la mujer− despechados. Junto con la partida de nacimiento, le dieron un documento oficial donde se especificaba que, en caso de reclamo por parte de la madre biológica o elección del hijo a buscarla, quedaba desheredado de todos los bienes que tuvieran las personas que le habían criado. Ahí descubrió que su identidad era falsa, que no se llamaba Casto de la Vera, sino Félix López; que no nació en una clínica privada sino en la Maternidad del Hospital Universitario La Paz, recién inaugurado en 1964 −tenía cuatro años más de los que pensaba−; que Felicia y el cuñado de su abuelo −adoptivo− fueron amantes, y que toda su vida era como un espejo al revés. La mujer que le había criado como suyo confesó, ante los ojos atónitos del marido, que había sido ella quien mantuvo contacto con la madre del chico a la que informaba puntualmente de todo.
Desde que vive aquí la vida de ambos es menos solitaria: paseamos, intercambiamos lecturas, compramos en el supermercado, arreglamos grifos y asistimos a conciertos. Pasado el invierno, con los colores de la primavera matizados, un domingo impar a finales de abril, saboreando el riquísimo café con crema del Océano Continental, aguardaba a que viniera Félix. Esa tarde teníamos entradas para ver a un tipo que decía que canta como John Lennon. Cuando la noche se echó encima −no me atreví a llamar por teléfono ni a su puerta− y supuse que Félix, por la razón que fuera, no vendría, cogí un par de cervezas, abrí una bolsa de patatas fritas y conecté el televisor. A la mañana siguiente comentaban en el barrio que vieron de madrugada salir al hijo de la señora Felicia con maletas. Regresé a mi casa cabizbajo. En el buzón encontré una hoja de cuaderno amarilla. Reconocí la letra de Félix. En ella me decía que regresaba a su vida de ficción, a su antiguo nombre, su entorno y al abrigo de la única familia que conocía. También que me ha dejado un vinilo de Bessie Smith −cantante de blues que fue muy popular en los años 20 y 30− y que imaginara que caminábamos juntos por Broadway, enfundados en un abrigo gris de espiguilla estrecha y un sombrero con caída a lo Humphrey Bogart.

lunes, 11 de enero de 2016

El Jardín Japonés

Las fuertes lluvias que aquella noche inundaron parte de las vías del ferrocarril podrían haber hecho descarrilar el tren de largo recorrido que en menos de tres horas pasaría veloz por mi pueblo, donde, aunque no trajera viajeros, hacía su habitual parada de diez minutos. Las mujeres y los hombres, alertados por el continuo replicar de la campana de la iglesia, despertaron sobresaltados y, vistiéndose con lo primero que encontraron en los pies de la cama, salieron corriendo a la calle. El teniente de alcalde en funciones, un tipo que hasta el momento no había demostrado mucho entusiasmo por nuestras cosas, coordinó rápidamente el trabajo para achicar el agua, y despejar así los raíles. Otros, por su cuenta, asumieron la responsabilidad de alumbrar con potentes linternas toda la zona, y vigilar por si acaso llegara otro expreso, algo que ocurría en contadas ocasiones. Quedaban menos de ciento ochenta minutos, así que mis paisanos, o aligeraban, o la desgracia saltaría en añicos delante de nuestras narices. El perro forastero, que ya era de todo menos eso, y rondaba alrededor de los establos mendigando comida, arrimaba el hombro, a su manera, con potentes ladridos. Los niños no queríamos perdernos el espectáculo, así que nos enfundamos también con guantes, gorros y bufandas. Y, apostados en el interior de la estación gélida y casi en penumbras, aparecían en los cristales nuestros rostros tallados con vaho.
            Hasta donde la vista alcanzaba veíamos los cerros con sus picos recortados en zigzag, y el reflejo de la luna acostado en las partes más planas, dándonos a entender que no estábamos tan solos como nos sentíamos. En una esquina del apeadero, confundida por las luces, apareció la silueta encorvada de una mujer que caminaba a regañadientes con la cordura. Temí lo peor. Un hilo de voz que apenas le salía de la garganta susurraba a los cuatro vientos: Ramiro, Ramiro. ¿Dónde estás, Ramiro?... Mi padre la alcanzó y la trajo donde estábamos los niños, me hizo una seña con el brazo, me acerqué y me entregó el testigo. Más furioso que avergonzado, más dolido que provocado, aguanté los comentarios de mis amigos diciendo que estaba loca. Aunque, para ser sincero, claro que me molestaba que los demás conocieran esa grieta abierta en mi familia. Nos sentamos en un poyete, cogí fuerte su mano entre las mías y le prometí que cuando fuera mayor encontraría a Ramiro y lo traería junto a ella. Pero mi abuela, viviendo fuera de la realidad o mejor dicho dentro de la suya, hablaba: …por alimento… …minar… te requiero… Al cabo de mucho tiempo comprendí que aquellas palabras sueltas pertenecían a los versos del poema “Elegía”, que Miguel Hernández le escribiera a Ramón Sijé, a quien tanto quería… “Daré tu corazón por alimento/...Quisiera minar la tierra hasta encontrarte/...Del almendro de nata te requiero...”.
            Quince minutos antes de distinguirse la locomotora y sonar la bocina en señal de llegada, la situación estaba completamente controlada. En el andén solo quedaba el jefe de estación, el terreno estaba limpio de agua y cada cual secaba los huesos empapados y entumecidos al abrigo de sus chimeneas. Esto dio para algunas especulaciones y comentarios: qué podría haberse hecho y no se hizo, cómo debió mejorarse el trabajo en cadena, quién fingió dolor de riñones para escaquearse, porqué al empezar a llover con intensidad no tocaron las campanas... Después, las voces, como todo en general, se fueron apagando. Años más tarde, a mi pueblo le quedaban tan sólo montículos de piedras, los caminos cubiertos de maleza y una asamblea de silencio llena de fantasmas. Salimos de allí cumpliendo los deseos de volar que tuvieron nuestros antepasados, generosos con nosotros al dejarnos por herencia su espíritu aventurero y un puñado de pretensiones que nos ayudaron a prosperar.
            No recuerdo el momento en que empecé a recopilar lo que sabía sobre Ramiro y mi abuela, pero todo lo fui anotando en hojas sueltas que, por fecha de creación, archivaba en una funda de plástico, pensando que así, cuando pudiera dedicarle tiempo suficiente, me sería fácil recomponer su historia de amor, traición y desengaño… ¡A saber! Más tarde llegaría a la conclusión de que las piezas de este puzle no podría encajarlas, salvo que investigara más allá de lo que me habían contado y, desde luego, sacara mis propias conclusiones. Una era que dentro de las aspiraciones de Julia García, mi abuela, nunca estuvo limitarse a parir hijos, cuidar del ganado y deslomarse en el campo hasta que se fuera el sol. Se decía en el pueblo que era alocada, que soñaba con tener otra vida en el mundo que presuponía al otro lado de los cerros. Lo que no imaginó, estoy seguro de ello, es que su existencia fuera casi gris, y que enamorarse significara inmolar sus proyectos.
            Mientras duró la Guerra Civil Española, mujeres y hombres de todos los rincones del país, perseguidos por mantener libre e independiente la causa que defendían, tuvieron que esconderse arriba en las montañas, pensando que no estarían mucho y que los compañeros, en nombre de la libertad, destronarían a los gerifaltes del régimen. Pero la cosa duró lo que sabemos y muchos se quedaron a vivir dentro de la naturaleza; otros no lo consiguieron, y los hubo también que, desafiando a la suerte, bajaron ante la necesidad de ver a los suyos. En ninguno de estos perfiles encajaba Ramiro Buendía, al que conocían como el guerrillero. En la primavera de 1938 Julia García acababa de cumplir dieciséis años. Su madre, mi bisabuela, cosió y bordó una enagua para que la estrenara. La virulencia de la contienda impedía moverse por la provincia para comprarle un regalo a la niña. Cerca de ellos se libraba de manera contundente una de las batallas contra las fuerzas sublevadas del bando franquista. Estábamos en zona roja. Un domingo que los tiros y bombardeos ofrecieron calma chicha, mi abuela y sus amigas se atrevieron a llegar a los huertos por si quedaba algo de la cosecha que ya daban por perdida. En mitad del monte, tendido en el suelo, boca abajo, encontraron a Ramiro. Le zarandearon con la punta del pie para asegurarse de que no estaba muerto. Entonces, el guerrillero se giró sobre sí y, con los ojos aún entornados, vio delante de él a la mujer más hermosa del mundo.
            Ramiro Buendía iba de paso. En Francia le esperaba un grupo de republicanos que operaban desde el exilio para introducir a quien quisiera en la URSS. –Un número importante de ellos no regresaría nunca, bien porque perdieron la vida, bien porque se instalaron definitivamente allí. Otros lo harían tras la muerte del dictador–. Pero Julia retrasaría un poco su marcha. Era alta, con el pelo castaño claro, muy delgada. Huesuda, que diría su madre. Los ojos verdes, o casi grises, según la posición de la luz. Tenía las manos encallecidas por las labores del campo y la piel muy tostada por lo mismo. Gracias a su simpatía, zalamería y desparpajo, el guerrillero no tardó en ganarse los favores de mi bisabuela, que le trató como a otro miembro de la familia. Ramiro dormía en un cuartucho pegado al corral, con una puerta trasera que salía justo cerca del río, lo cual, en caso de necesidad, facilitaría mucho la huida. Cuando todos dormían, Julia encendía la candela que ardía dentro de los pantalones de Ramiro. Ninguno de la casa sospechaba nada salvo su madre que andaba con la mosca detrás de la oreja. ¿No le notas a la niña que le han crecido mucho los pechos? –Le decía al marido–, pero éste se daba la vuelta y a roncar.
            Un año después de aparecer, al final del verano de 1939, con el barrido que el bando nacional estaba haciendo por la zona, Ramiro decidió ponerse a salvo, prometiéndole a Julia que, cuando todo estuviera resuelto y se instalara definitivamente la paz, vendría a por ella para irse a vivir juntos. Pero, de momento, lo mejor para todos era que no le encontrasen allí. Así que, además de adherir en ella la fogosidad del amor justo en el centro del paladar, también la dejó preñada el guerrillero nunca lo supo–. Y, justo antes de despedirse, trenzados en un abrazo con fecha de caducidad, deslizó en el bolsillo de la mujer unos documentos envueltos en papel de periódico. Así fue como mi abuela Julia se convirtió en madre soltera hasta el final de sus días. Sacó a su hijo adelante pasando todas las penurias imaginables. La secuela de los años de posguerra y de hambre despertó en su organismo una tuberculosis mal curada que derivó en enfermedad crónica. Sin embargo, eso no le impidió trabajar hasta que las fuerzas le abandonaron. Cuando el hijo empezó a hacer preguntas comprometidas, su madre le dio el envoltorio y le dijo que ahí estaba todo cuanto tenía que conocer del hombre que la había fecundado.
            Por primera vez mi padre iba a tener acceso al otro cincuenta por ciento de sus raíces. Tuvo sumo cuidado de no romper el papel por no dañar también lo que hubiera dentro. Halló una cartilla de racionamiento a nombre de Ramiro Buendía de la Hoz. Mi bisabuelo le explicó que el régimen la estableció por una orden ministerial del 14 de mayo de 1939 para abastecer a la población con productos básicos y de primera necesidad –nunca hubo suficientes para todos–. Posteriormente descubrí por mi cuenta que al principio fueron familiares, discriminando a la mujer, hasta que en 1943 se sustituyeron por otras individuales, desapareciendo por completo en mayo de 1952. Nunca supimos por qué el guerrillero tenía una familiar. Junto a este documento, que hoy conservo como pieza de coleccionista, había también un carné de la CNT y un puñado de billetes de veinticinco pesetas emitidos en la Segunda República.
            Mi padre pasó página a aquel episodio con absoluta frialdad. No quiso saber más porque no le interesaba el paradero de quien consideraba un miserable por haberles abandonado y engañado. Pero la abuela no pensaba lo mismo. Ese fue su primer y único amor y no estaba dispuesta a perder su recuerdo. La promesa que le hice en el interior de la estación, cuando la lluvia, jamás se apartó de mi cabeza, ocupando un lugar destacado en la lista de las cosas pendientes. Salí del pueblo antes de que éste se hiciera con las riendas de mi persona; mis padres lo hicieron cuando enterraron al último de los suyos. En la ciudad, con gran esfuerzo por parte de todos, y una perspectiva de vida muy diferente, oposité para el personal laboral de la Administración Pública. Me destinaron a uno de los ayuntamientos de la periferia que estaba patas arriba al haber cambiado el equipo de gobierno.
            Me afilié a Comisiones Obreras por varios motivos que no vienen al caso. Esto me sirvió para contactar con un ex militante del Partido Comunista al que conté la historia de mi abuela Julia y Ramiro, el guerrillero. Me contó que tenía referencia de otros casos similares, así que pensé que efectivamente podría darme norte en mi afán de búsqueda. Todas las pistas encontradas conducían al otro lado de la frontera: en el Registro Civil Consular figuraba que contrajo matrimonio en 1940, en la ciudad de Toulouse. Pero justo ahí se perdía su rastro. Cogí vacaciones de invierno y me fui a Francia.
            No fue difícil contactar desde allí con familiares de asilados en aquella época. Mujeres y hombres que construyeron sus vidas en el país vecino para tratar de darle a los suyos un futuro mejor. Todos con los que hablé coincidieron en lo mismo: era muy probable que Ramiro adoptara una falsa identidad y que ni siquiera pasara a la URSS. Nunca sabré con seguridad si el guerrillero pisó las mismas calles que yo en ese momento, si estampó sus sueños al borde de la cuneta, si fue feliz o desgraciado, honrado o maleante, pero de lo que estaba seguro era de que el olfato suspicaz, que salta con fuerza desde el interior de cada uno, me decía que los nombres de Julia y Ramiro, el guerrillero, estarían grabados a punta de navaja en algún rincón del Jardín Japonés de Toulouse. Antes de marcharme, en el escaparate de una librería antigua, y delante de las obras completas de Blas de Otero, vi escritos unos versos suyos puestos como reclamo: “Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre/aquel que amó, vivió, murió por dentro/y un buen día bajó a la calle: entonces/comprendió: y rompió todos sus versos”. Según lo leía emocionada y las lágrimas calaban mis mejillas, supuse que en aquel manojo de palabras tan bien conjugadas se concentraba la pasión y el sufrimiento de mis abuelos.
            Ahora, apoyado en el alféizar de estas reflexiones, pienso uno a uno la sucesión de los hechos: recuerdo mi pueblo, la noche de lluvia, el perro ladrando, los vecinos achicando agua y nerviosos por si aparecía el tren antes de tiempo, ocasionando alguna desgracia, la campana de la iglesia, a la abuela Julia en camisón, desorientada y gritando: Ramiro, Ramiro, ¿dónde estás, Ramiro?, a mi padre resignado acariciándola el pelo y a mí, que entonces no entendía nada y creía saberlo todo, soñando con convertirme en el héroe de hojalata, que algún día seguiría los pasos del forajido hasta dar con él trayéndolo de vuelta a casa. Pero la realidad, siempre cruda y a veces mordaz, volvió a dejar los huesos del guerrillero, allá donde estuvieran. “Volverás al arrullo de las rejas/de los enamorados labradores…”.