lunes, 7 de diciembre de 2015

Las cosas nunca son como imaginamos

Entre los vagos recuerdos que me quedan de la infancia, ahora que el neurólogo me pide escribir como ejercicio para retrasar cuanto pueda la pérdida de memoria, están las imágenes borrosas de cada 13 de enero, cuando mi madre, vestida de negro riguroso, con su perfume caducado tras las orejas, el moño hecho con parsimonia, los andares, tropezando, como todo recién levantado que se preste, la boca perfilada con carmín rojo pasado de moda y el pañuelo de mano preparado para afrontar el temporal de lágrimas que a punto estaría de estallar, se asomaba por el ventanuco del retrete –que ella imaginaba más grande y dando a la bahía cuando en realidad lo hacía al corral–, por si aparecía la barca de mi padre, y él, con un salmón asomando por la cesta de mimbre, la misma que al marcharse llevó llena de chorizos, dos panes de los que aguantan y un queso curado, y permanecía así, de pie derecho, hasta que arribaba la oscuridad por encima de nuestras humildes casas de gente obrera. Entonces, desenredándose el pelo con rabia, y arrojando la ropa contra el brasero –que yo, viéndolas venir, mantenía apagado–, regresaba a la cama del abandono hasta el año siguiente que repetiría: mismo ritual, semejante esperanza, jodida decepción...
           Mi padre era un golfo que, cuando estaba en tierra firme, pernoctaba en cualquier lecho que no fuera el de su mujer, y mi madre una mema por no darle una patada en el culo a tiempo y seguir adelante sola. Y, justo en medio, con ocho o nueve años, estaba yo, llevando el timón de un hogar que no había formado. Cuidando de ella y mitificándole a él, por las aventuras que tendría con piratas, y amistades con emperatrices y emperadores que conocería de otros mundos. Mis jornadas abarcaban de sol a sol. No me asustaba el trabajo ni el esfuerzo físico, pero las gallinas me resultaban repugnantes –aun gustándome tanto los huevos con patatas y beicon–, porque las muy cabronas, si no les echaba de comer, me perseguían para picarme en el pito. Ahora me río, pero en su momento... María Soledad de las Angustias –¡vaya nombrecito que le pusieron los abuelos!– me trajo a la vida meses antes de estallar la Guerra Civil Española, con la ayuda de la maestra que, además de enseñar el nacimiento de los ríos, la lista de los países con sus capitales y las cuatro reglas, asistía, siempre que le era posible, a las parturientas de la zona. En 1940, junto a otros compañeros de partido, por pensar diferente, la fusilaron en la cuesta de Suances, en el cruce comarcal que llevaba a Cantabria. Según me contaron, y comprobé después en alguna fotografía, fui un niño feo, arrugadito –luego mejoré, del montón, pero tuve mi éxito–, no paraba de llorar y comía poco. Hasta que un buen día dejaron de hacerme caso y no me quedó más remedio que espabilarme.
           Subiendo a través de un sendero abrupto y emboscado –la gente del pueblo lo llamaba el camino de los novios, porque estos buscaban allí espacios de intimidad–, arriba de nosotros, vivía Brígida, dos décadas mayor que yo, quien junto a su familia estaba al frente de la vaquería que abastecía a toda la comarca. A su lado, entre otras cosas..., me aficioné a la nata con azúcar. ¡Qué rica estaba la que salía cociendo la leche! Supongo que su textura hizo mi paladar bastante selecto, porque a partir de entonces me volví de estómago delicado. Es más, se podría decir que, de haber nacido más tarde, seguramente ahora pertenecería a algún grupo gourmet. Aquellas escapadas al establo sirvieron para que no me hundiera entre las rancias paredes que nos acogían. A veces, al regresar, si mi madre estaba despierta, me acercaba para colocarla bien; entonces ella me decía a grito pelado: a puta, hueles a puta. Igualito que tu padre. A puta... Pero no, entonces no lo era, y muy en el fondo ella lo sabía, aunque después las circunstancias me llevaran por otras esquinas...
           1947 lo pasé pegado al cabecero de su cama. Yo tenía catorce años, y madre había entrado en el rulo de una depresión que se prolongaría hasta el final de sus días; situación que me superaba por falta de recursos, de infraestructura y por el bloqueo que ocasionaba a mi propia vida. Mucho tiempo después comprendí que no fue para tanto. Alejado del mundo no me enteraba de las cosas que pasaban. En Michigan había muerto Henry Ford, el fundador de la compañía automovilística. Empezaba a sonar algo llamado FMI, iniciando sus operaciones financieras. En Río de Janeiro nacía Paulo Coelho, el autor que tantas joyas literarias daría con el tiempo. Eva Perón realizó una gira que la llevaría por Italia, Portugal, Brasil, Suiza, España... Aquí, al régimen franquista, no le cayó nada bien. Su talante inclinado a lo social y al desfavorecido levantaba ampollas entre los reaccionarios, aumentadas porque Evita acababa de impulsar en Argentina la sanción de la ley de sufragio femenino, impensable para nosotros en aquellos momentos. Pero todo quedaba muy lejos de mí, como una película de celuloide donde jamás me cogerían ni siquiera para un papel secundario. La vida seguía, la Tierra rotaba, padre se olvidó de nosotros, y yo continuaba solapando mi etapa de adolescente con la de falso adulto...
           Ya no nos fiaban en ningún sitio. Teníamos que comer, y con la leña que recogía, y vendía después de puerta en puerta, apenas alcanzaba para una hogaza de pan y un trozo de tocino que distribuía en pedazos pequeños. Así que, desesperado y hambriento, pensé que podría realizar el trabajo que desempeñó madre hasta que enfermó, no se sabe muy bien de qué. Me puse la ropa de los domingos y agua con gotas de limón en el pelo para engominar los rizos, y me presenté en casa de los ricachones del pueblo ofreciéndome a lavar y planchar las sábanas de algodón. El ama de llaves, o gobernanta, o como coño se llamara su cargo, recostada en la pared, muerta de la risa, dijo entre dientes: ¡qué cosas se te ocurren, rapaz! Sin embargo, viendo mi cara de pocos amigos, sugirió que desapareciera por donde había venido, si no quería que... Don Clemente, que le tenía mucha estima a mi madre, salió y preguntó qué quería. Se lo dije y ordenó a la mujer que me diera lo necesario para empezar a trabajar en las cuadras; de momento limpiándolas, después, ya se vería. Cuando regresaba a casa apretando el paso, las campanas de la iglesia tocaban a muerto. Entré deprisa y me acerqué hasta donde estaba madre. Coloqué mi mano sobre su pecho para comprobar si subía y bajaba... Lo hacía. Abrió los ojos y con muy mala leche me la retiró de un manotazo.
           Brígida, a la que estaré eternamente agradecido, cuidó de madre mientras hice la mili. Después nuestra relación se enfrió, seguramente por dejadez mía. Cuando quise darme cuenta habíamos dejado de subir al pajar... Me licenciaron en diciembre, un día antes de las uvas, que tomé en soledad, sentado en el andén de la estación porque no encontré billete de regreso. El ambiente, de casa me pareció más envejecido, las habitaciones menos luminosas, y el ventanuco del retrete un rectángulo irrespirable. Todo muy pequeño. Pasé lista a las cosas importantes que formaban parte de la fecha clave por si padre volvía. Sobre el respaldo de la silla del dormitorio, coloqué con esmero la ropa que se pondría madre. Había empeorado tanto que me pidió que vigilara el camino, y, si le veía venir, se lo dijera, para ponerse el camisón de las noches festivas. Nunca regresó, y ella ya no abrió los ojos.
           Veinte horas después de haberla enterrado, con el llanto de Brígida como acompañamiento a mi despedida, me enrolé en un barco mercante, exportador de whisky de contrabando, que me llevó a recorrer la Melanesia y la Polinesia, hasta dar con mis huesos en una cárcel australiana donde cumplí la pena de quince años por contrabandista. Bueno, más bien por gilipollas, ya que los demás compañeros me buscaron las vueltas y escaparon. Allí, entre rejas, tuve tiempo para reflexionar sobre mi vida y la de mis padres, comprendiendo que siempre habíamos sido tres líneas paralelas que no se tocaban entre sí. Quizá padre nunca volvió por miedo a la responsabilidad, y madre jamás se hizo de valer subestimando su capacidad y la fuerza que estoy seguro poseía. Pero yo tampoco intenté encauzar mi futuro, porque me resultó más fácil dejarme arrastrar por la desagradable sensación de vacío que tanto mal hace a los corazones.
           Jamás regresé a mi pueblo, ni a mi casa, ni visité el cementerio, ni pisé más puertos que los de mis propios desembarcos interiores. Tampoco hice amigos, al no quedarme estable en ningún sitio. Todo lo contrario: fui un huésped sin pasado que cambiaba de fonda cuando la patrona empezaba a hacer preguntas que yo consideraba muy personales. Vivía de los bares... Mejor dicho de las mujeres que los visitaban, porque en cuanto una de ellas estaba sola y no consultaba el reloj constantemente, sabía que ponerme a conversar a su lado garantizaba acabar en la habitación de un hotel donde le cobraba mis servicios por adelantado. ¡Si me viera Brígida –pensaba a veces–: vendiendo mi cuerpo para sobrevivir...! Ella, a quien tan a menudo rechacé en los últimos años, y tan dispuesta estuvo siempre a dármelo todo. Le dolería saber que pasaba más de veinte días cada mes rozando el umbral de la pobreza...
           Ha pasado el tiempo. No sé si mucho o poco, porque no tengo noción de él, pero ya no soy el mismo. Una parte de mi cerebro está acorchada o hueca tras la aparición del Alzheimer. Olvidé mi nombre, el rostro de mis familiares, mi procedencia. No conozco a las personas que me orientan para vestirme, ni al tipo que me devuelve la mirada en el espejo. No sé para qué sirven las monedas y los papeles que la gente lleva en los bolsillos, ni si me gusta el dulce o los boquerones. No me acuerdo de lo que hice ayer, si he comido o no, o quién me curó la herida que he descubierto en mi frente. Es posible que las líneas que he escrito con inmenso trabajo, y cuyo principio ya se ha borrado de mi memoria, le sirvan al neurólogo para hacer el perfil de la enfermedad que realmente padezco. En todo caso, reflejar estos pensamientos desordenados de la vida y sus cosas me ha traído mucha paz al corazón. Lo que en mi caso, y mientras que no empeore más, consigo con muy poco.