Entre
los vagos recuerdos que me quedan de la infancia, ahora que el
neurólogo me pide escribir como ejercicio
para retrasar
cuanto pueda la pérdida de memoria, están las imágenes borrosas de
cada 13 de enero, cuando mi madre, vestida de negro riguroso, con su
perfume caducado tras las orejas, el moño hecho con parsimonia, los
andares, tropezando, como todo recién levantado que se preste, la
boca perfilada con carmín rojo pasado de moda y el pañuelo de mano
preparado para afrontar el temporal de lágrimas que a punto estaría
de estallar, se asomaba por el ventanuco del retrete –que ella
imaginaba más grande y dando a la bahía cuando en realidad lo hacía
al corral–, por si aparecía la barca de mi padre, y él, con un
salmón asomando por la cesta de mimbre, la misma que al marcharse
llevó llena de chorizos, dos panes de los que aguantan y un queso
curado, y permanecía así, de pie derecho, hasta que arribaba la
oscuridad por encima de nuestras humildes casas de gente obrera.
Entonces, desenredándose el pelo con rabia, y arrojando la ropa
contra el brasero –que yo, viéndolas venir, mantenía apagado–,
regresaba a la
cama del abandono hasta el año siguiente que repetiría: mismo
ritual, semejante esperanza, jodida decepción...
Mi
padre era un golfo que,
cuando estaba en
tierra firme,
pernoctaba en
cualquier lecho que no fuera el de su mujer, y mi madre una mema por
no darle una patada en el culo a tiempo y seguir adelante sola. Y,
justo en medio, con ocho o nueve años, estaba yo, llevando el timón
de un hogar que no había formado. Cuidando de ella y mitificándole
a él, por las aventuras que tendría con piratas, y amistades con
emperatrices y emperadores que conocería de otros mundos. Mis
jornadas abarcaban de sol a sol. No me asustaba el trabajo ni el
esfuerzo físico, pero las gallinas me resultaban repugnantes –aun
gustándome tanto los huevos con patatas y beicon–,
porque las muy
cabronas,
si no les echaba
de comer,
me perseguían
para picarme en el pito. Ahora me río,
pero en su
momento... María Soledad
de las Angustias
–¡vaya nombrecito que le pusieron los abuelos!–
me trajo a la vida
meses antes de estallar la Guerra Civil Española, con la ayuda de la
maestra que,
además de enseñar
el nacimiento de los ríos, la lista de los países con sus capitales
y las cuatro reglas, asistía, siempre que le era posible, a las
parturientas de la zona. En 1940, junto a otros compañeros de
partido, por pensar diferente, la fusilaron en la cuesta de Suances,
en el cruce comarcal que llevaba a Cantabria. Según me contaron, y
comprobé después en alguna fotografía, fui un niño feo,
arrugadito –luego mejoré, del montón, pero tuve mi éxito–, no
paraba de llorar y comía poco. Hasta que un buen día dejaron de
hacerme caso y no me quedó más remedio que espabilarme.
Subiendo
a través de un sendero abrupto y emboscado –la gente del pueblo lo
llamaba el camino de
los novios, porque
estos buscaban allí espacios de intimidad–, arriba de nosotros,
vivía Brígida, dos décadas mayor que yo, quien junto a su familia
estaba al frente de la vaquería que abastecía a toda la comarca. A
su lado, entre otras cosas..., me aficioné a la nata con azúcar.
¡Qué rica estaba la que salía cociendo la leche!
Supongo que su
textura hizo mi paladar bastante selecto,
porque a partir de
entonces me volví de estómago delicado. Es más, se podría decir
que,
de haber nacido
más tarde, seguramente ahora pertenecería a algún grupo gourmet.
Aquellas
escapadas al
establo sirvieron para que no me hundiera entre las rancias paredes
que nos acogían. A veces, al regresar, si mi madre estaba despierta,
me acercaba para colocarla bien; entonces ella me decía
a grito pelado: a
puta, hueles a puta. Igualito que tu padre. A puta...
Pero no, entonces no lo era,
y muy en el fondo
ella lo sabía, aunque después las circunstancias me llevaran por
otras esquinas...
1947
lo pasé pegado al cabecero de su cama. Yo tenía catorce años, y
madre había entrado en el rulo de una depresión que se prolongaría
hasta el final de sus días;
situación que me
superaba por falta de recursos, de infraestructura y por el bloqueo
que ocasionaba a mi propia vida. Mucho tiempo después comprendí que
no fue para tanto. Alejado del mundo no me enteraba de las cosas que
pasaban. En Michigan había muerto Henry Ford, el fundador de la
compañía automovilística. Empezaba a sonar algo llamado FMI,
iniciando sus operaciones financieras. En Río de Janeiro nacía
Paulo Coelho, el autor que tantas joyas literarias daría con el
tiempo. Eva Perón realizó una gira que la llevaría por Italia,
Portugal, Brasil, Suiza, España... Aquí, al régimen franquista, no
le
cayó nada bien.
Su talante inclinado a lo social y al desfavorecido
levantaba ampollas
entre los reaccionarios, aumentadas porque Evita acababa de impulsar
en Argentina la sanción de la ley de sufragio femenino, impensable
para nosotros en aquellos momentos. Pero todo quedaba muy lejos de
mí, como una película de
celuloide donde
jamás me cogerían ni siquiera para un papel secundario. La vida
seguía, la Tierra
rotaba, padre se
olvidó de nosotros,
y yo continuaba
solapando mi etapa de adolescente con
la de falso
adulto...
Ya
no nos fiaban en ningún sitio. Teníamos que comer,
y con la leña que
recogía,
y vendía después
de puerta en puerta, apenas
alcanzaba para una
hogaza de pan y un trozo de tocino que distribuía en pedazos
pequeños. Así que, desesperado y hambriento, pensé que podría
realizar el trabajo que desempeñó madre hasta que enfermó,
no se sabe muy
bien de qué. Me puse la ropa de los domingos y agua con gotas de
limón en el pelo para engominar los rizos, y me presenté en casa de
los ricachones del pueblo ofreciéndome a lavar y planchar las
sábanas de algodón. El ama de llaves, o gobernanta, o como coño se
llamara su cargo, recostada en la pared, muerta de la risa, dijo
entre dientes: ¡qué
cosas se te ocurren, rapaz!
Sin embargo, viendo mi cara de pocos amigos, sugirió que
desapareciera por donde había venido,
si no quería
que... Don Clemente, que le tenía mucha estima a mi madre, salió y
preguntó qué quería.
Se lo dije y
ordenó a la mujer que me diera lo necesario para empezar a trabajar
en las cuadras; de momento limpiándolas, después, ya se vería.
Cuando regresaba a casa apretando el paso, las campanas de la iglesia
tocaban a muerto.
Entré deprisa y
me acerqué hasta donde estaba madre.
Coloqué mi mano
sobre su pecho para comprobar si subía y bajaba... Lo hacía. Abrió
los ojos y con muy mala leche me la retiró de un manotazo.
Brígida,
a la que estaré eternamente agradecido, cuidó de madre mientras
hice la mili. Después nuestra relación se enfrió, seguramente por
dejadez mía. Cuando quise darme cuenta habíamos dejado de subir al
pajar... Me licenciaron en diciembre, un día antes de las uvas, que
tomé
en soledad,
sentado en el andén de la estación porque no encontré billete de
regreso. El ambiente, de casa me pareció más envejecido, las
habitaciones menos luminosas, y el ventanuco del retrete un
rectángulo irrespirable. Todo muy pequeño. Pasé lista
a las cosas
importantes que formaban parte de la fecha clave por si padre volvía.
Sobre el respaldo de la silla del dormitorio, coloqué con esmero
la ropa que se
pondría madre. Había empeorado tanto
que me pidió que
vigilara el camino, y,
si le veía venir,
se lo dijera,
para ponerse el
camisón de las noches festivas. Nunca regresó, y ella ya no abrió
los ojos.
Veinte
horas después de haberla enterrado, con el llanto de Brígida como
acompañamiento a mi despedida, me enrolé en un barco mercante,
exportador de whisky
de
contrabando, que me llevó a recorrer la Melanesia y la Polinesia,
hasta dar con mis huesos en una cárcel australiana donde cumplí la
pena de quince años por contrabandista. Bueno, más bien por
gilipollas, ya que los demás compañeros me buscaron las vueltas y
escaparon. Allí, entre rejas, tuve tiempo para reflexionar sobre mi
vida y la de mis padres, comprendiendo que siempre habíamos
sido tres líneas
paralelas que no se tocaban entre sí. Quizá padre nunca volvió por
miedo a la responsabilidad, y madre jamás se hizo de valer
subestimando su capacidad y la fuerza que estoy seguro poseía. Pero
yo tampoco intenté encauzar mi futuro,
porque me resultó
más fácil dejarme arrastrar por la desagradable sensación de vacío
que tanto mal hace a los corazones.
Jamás
regresé a mi pueblo, ni a mi casa, ni visité el cementerio, ni pisé
más puertos que los de mis propios desembarcos interiores. Tampoco
hice amigos, al no quedarme estable en ningún sitio. Todo lo
contrario: fui un huésped sin pasado que cambiaba de fonda cuando la
patrona empezaba a hacer preguntas que yo consideraba muy personales.
Vivía de los bares... Mejor dicho de las mujeres que los visitaban,
porque en cuanto
una de ellas estaba sola y no consultaba el reloj constantemente,
sabía que ponerme a conversar a su lado
garantizaba acabar
en la habitación de un hotel donde le cobraba mis servicios por
adelantado. ¡Si me viera Brígida –pensaba a veces–: vendiendo
mi cuerpo para sobrevivir...! Ella, a quien tan a menudo rechacé en
los últimos años, y tan dispuesta estuvo siempre a dármelo todo.
Le dolería saber que pasaba más de veinte días cada mes rozando el
umbral de la pobreza...
Ha
pasado el tiempo. No sé si mucho o poco,
porque no tengo
noción de él, pero ya no soy el mismo. Una parte de mi cerebro está
acorchada o hueca tras la aparición del Alzheimer. Olvidé mi
nombre, el rostro de mis familiares, mi procedencia. No conozco a las
personas que me orientan para vestirme,
ni al tipo que me
devuelve la mirada en el espejo. No sé para qué sirven las monedas
y los papeles que la gente lleva en los bolsillos, ni si me gusta el
dulce o los boquerones. No me acuerdo de lo que hice ayer, si he
comido o no,
o quién
me curó la herida
que he descubierto en mi frente. Es posible que las líneas que he
escrito con inmenso trabajo,
y cuyo principio
ya se ha borrado de mi memoria, le sirvan al neurólogo para hacer el
perfil de la enfermedad que realmente padezco. En todo caso, reflejar
estos pensamientos desordenados de la vida y sus cosas me ha traído
mucha paz al corazón. Lo que en mi caso, y mientras que no empeore
más, consigo con muy poco.