domingo, 27 de septiembre de 2015

Desaparecido

Daniel Belaochaga Olano nació prematura y accidentalmente en Santiago de Chile, cuando su madre, activista, rompió aguas en la tribuna de oradores mientras apoyaba públicamente a Michelle Bachelet, que, siendo ministra de Salud, lideraba un enfrentamiento contra diversos grupos conservadores y el pleno de la Iglesia Católica, tras la aprobación por dicho ministerio de la píldora del día después. Dani, adolescente vasco de catorce años residente en Madrid, esperaba a primera hora, junto a la verja del instituto, la llegada de Olaia Segura, su pareja, mayor que él, e hija de padres separados. Tenían planeado fugarse aquella mañana y ése era su punto de encuentro. Sobre uno de los pies sujetaba en balancín una mochila en tonos verdes desgastados en la que había guardado, antes de salir de casa, un par de mudas nuevas, dos bocadillos de chorizo preparados desde la noche anterior, un chándal, una chaqueta de abrigo muy bien doblada, y la vieja brújula, la que trajera su padre de la última expedición que hizo, antes de partirse las dos piernas descendiendo por la montaña.
            Aunque aparentaba serenidad, la impaciencia, los nervios que le comían por dentro y las ganas de orinar, zozobraban la espera como puntas de alfiler que se clavan en la tela de la incertidumbre. Faltaban diez minutos para la hora acordada cuando el móvil vibró dentro del bolsillo de la cazadora. Contestó sin mirar que era un número desconocido. Alejándose un poco de donde estaba, giró a la derecha hasta el callejón donde los compañeros se escondían para fumar, y porque ahí había mejor cobertura… Cuando Olaia se detuvo con la vespino  en la esquina, acalorada porque llegaba tarde, buscó con la mirada al chico, pero encontró solamente la mochila, muy bien apoyada en la verja, y el envoltorio de una de las chocolatinas preferidas de Dani. Así constaba en el informe policial,  tal y como ella declaró.
            Las horas siguientes al suceso fueron de mucha angustia, hasta que la Policía activó el protocolo y desplegó el dispositivo de búsqueda del menor. En el lugar de los hechos no se hallaron pruebas: marcas de neumáticos, signos de violencia –restos de sangre o de ropa–,…; ninguna pista que pudiera llevarles hasta el paradero del chaval… Nada de nada. Todo permanecía sin cambios, igual, en su sitio…, excepto un silencio intenso que poco a poco fue haciéndose como uno más del barrio. Olaia tuvo que repetir hasta el cansancio los planes que habían hecho, contestando siempre lo mismo a las mismas preguntas: ¿Dónde teníais pensado vivir? Al sur de Euskadi, cerca de la Rioja. ¿Con qué dinero? Con la herencia que me dejó mi abuela. ¿Quién más lo sabía? Nadie, lo prometo. ¿Has notado algo raro en Daniel estos últimos días? No, nada. ¿Dónde estabas justo antes de ir a encontrarte con él? Preparándoles la leche a mis hermanos pequeños. ¿Quién puede corroborar tu coartada? Ellos… Mientras que en comisaría la joven Olaia asimilaba la magnitud del problema que estallaba delante de sus narices, fuera, en los corrillos baladíes de la calle, ya la estaban juzgando y sentenciando por la mera razón de llevar una vida, a juicio de los demás, rara… En la misma sala, separados tan solo por una mampara, estaba los familiares de Daniel, que, al pasar por delante de ella, la ignoraron; salvo la prima, porque eran amigas. Pero la joven, comprendiendo los momentos tan delicados que vivían, no le dio mayor importancia.
            Siguieron días de gran incertidumbre, que alteraron la vida cotidiana de los vecinos y conocidos; de todos aquellos que, horas antes de la desaparición –ya circulaba la palabra “secuestro”–, por un motivo u otro, hubieran tenido contacto con Daniel. Desplegaron el dispositivo de búsqueda en diferentes puntos: uno de los grupos se posicionó en los establecimientos por los que el chico pasaba a diario, otro se introdujo en el Instituto –dentro y fuera–, un tercero controló las entradas y salidas de la ciudad por las carreteras de circunvalación y las autovías… Se montó un cordón humano de investigación, promovido por varios de los colectivos en los que colaboraba la madre: activistas, ciudadanos, políticos, sindicales…, apoyos internacionales de los que también echó mano, así como amigos personales de ella y los montañeros que aún tenían trato con el padre; al margen de las autoridades, claro está. Miraron en hospitales, casas de socorro e incluso hasta en el depósito de cadáveres. Pero todo fue infructuoso: a Daniel se lo había tragado un jodido agujero de la tierra que se cruzó en su camino. Los demás, arrastrando la impotencia, no podían hacer nada, salvo aliviarse con el calor de los suyos. Ese no era el caso de Olaia, porque desde muy pequeña se las tuvo que arreglar para sobrevivir. Su padre les abandonó cuando su hermano gemelo y ella tenían cinco años. La carrera que disputó a partir de entonces estuvo llena de obstáculos... La madre rehízo su vida con un hombre que, lejos de darles cariño, a la mínima los pegaba. De esta relación nació un niño precioso pero enclenque... Vinieron otros hombres... Y más hermanos, y más problemas, y más palizas, y más drogas, y más deudas... Un hogar inestable para una muchacha que tenía las ideas bastante claras: ser feliz. Debido a este pasado turbulento, las lenguas sueltas de quienes desconocen la verdad la culpaban de haber embaucado al chico a una aventura cuyas consecuencias finales se les escapaban a todos...
            Quince años después, en los archivos policiales, en la carpeta donde se guardaban los datos de la investigación, figuraba aún el siguiente membrete: “Pendiente de resolver”, –como tantos que hay–. Nadie fue detenido porque todo cuanto se encontró resultaron ser “pruebas circunstanciales”, que tumbarían cualquier acusación si se llevaran a juicio. Hasta el momento no se había encontrado rastro del cuerpo, vivo o muerto. Tampoco objetos personales: documentación, indumentaria, teléfono móvil…, al que cada vez que llamaban permanecía “apagado o fuera de cobertura”. Jamás interceptaron una llamada hecha desde él que aportara pistas que condujeran a su posible paradero. Ni movimientos en falso de Olaia, principal sospechosa. Nada, absolutamente, nada de nada…
            Las personas que no habían olvidado a Dani, perseverantes en su empeño por dar con él, estudiaban, una y mil veces –por si hubieran pasado por alto algún detalle–, los acontecimientos de aquella fecha que cambió tanto el destino de todos. Sus padres se separaron –ya se oían campanas antes de la desaparición–, su prima se enamoró de un piloto y se largó a vivir a Los Ángeles, el abuelo no pudo con tanta pena y falleció una madrugada acodado en la barra de un bar y sus hermanos siguieron dándole forma a los mimbres de sus vidas profesionales y personales. Y Olaia, la eterna señalada, estudió para detective privado, por si tenía así más posibilidades de encontrar a aquel muchacho alegre que tanto le  gustaba, el único que, con tan poca edad, le había dado un motivo para seguir: el amor… Pero una cosa era incuestionable: todos, a su manera, mantenían intocable la esperanza de que al fin, algún día, aquel chico, convertido en adulto, apareciera.
            En casa de Daniel, en la mesa camilla del comedor, sobre la que tantas veces nacieron grandes ideas sociales con el propósito de mejorar las condiciones de los más vulnerables, su madre imprimía las copias de la nueva carta que pensaba enviar a los Gobiernos –también internacionales–, ministerio del Interior, Comisarías, centros sanitarios –públicos y privados–, Embajadas, Asociaciones no Gubernamentales, etcétera… En ella aportaba flecos que, a su entender, habían quedado sueltos en la investigación, o, como decía uno de sus amigos: clavos ardiendo donde agarrarse. Cinco manzanas más allá, Olaia hacía algo similar… Sirviéndose de la tecnología, estaba en permanente comunicación con colegas de la profesión repartidos por el mundo. Usaba diferentes perfiles para meterse en las redes sociales, cualquier cosa solvente con la que activar los dispositivos de búsqueda…
            En definitiva, lo quisieran o no reconocer, tanto una como otra, habían dedicado los años, el tiempo y su esfuerzo para encontrar a Daniel Belaochaga, desaparecido el día que decidió ser libre… Unos especulaban con que utilizó a Olaia como la coartada perfecta para fugarse, otros mantenían la teoría de que había alguien más que lo sabía y al querer impedirlo la situación se le fue de las manos, algunos apostaban por la posibilidad de que fue un secuestro equivocado y que destruyeron el cuerpo sin más… Pero lo único que hay de verdad es que el vacío dejado por Dani es insustituible. Igual que lo es el que sienten tantas y tantas familias desesperadas que, en este mismo instante, rotas de dolor, y perdidas en el túnel de las hipótesis, entran por las puertas de las dependencias policiales, con una foto ajada en la mano, de la que, de tanto tocarla y besarla, solamente permanecen intactos un vestido estampado y el tiovivo al que iban tantas noches de verano.

domingo, 13 de septiembre de 2015

California Ocampo

El olor en el comedor dormitorio era insoportable. Desde el váter, por la ventana que no ajustaba, entraba una franja estrecha de luz que empobrecía todavía más la pintura de las paredes. En un rincón, hacinadas en varios colchones manchados de orín y de falsas promesas, quince mujeres aguardaban la llegada de la persona que traería para ellas la llave de la libertad. Es decir, un contrato de trabajo que las permitiría moverse por Europa sin temor a ser deportadas a sus lugares de origen. De todas, California nombre elegido por sus padres en honor al sueño nunca cumplido de visitar EEUU, y más concretamente esa costa suroeste del país–, menor de veinte años y de bellos rasgos orientales, era quizá la que vislumbrara con mayor claridad que, si no espabilaban, la crudeza de la realidad se las llevaría por delante. Por eso, cada mañana, motivaba a sus compañeras para que, aseadas lo mejor que podían, y con las pocas pertenencias que tenían recogidas en una pañoleta, se colocaran frente a la puerta con la esperanza de que sonara el timbre, porque de no hacerlo a las once en punto habría que esperar hasta el día siguiente… A las diez cincuenta y cinco, de pie en el pasillo, donde también había camastros, se empujaban unas a otras para ser vistas las primeras. Dos timbrazos espaciados paralizaban todo movimiento dentro de la casa. Uno de los niños que jugaba cerca abrió el pestillo, miró hacia arriba, y dedicó al visitante una sonrisa mellada, a la que éste reaccionó con una caricia. Se echó mano al bolsillo del pantalón, sacó unos caramelos y los arrojó lejos para que el pequeño se apartara, y así poder llevar a cabo la misión encomendada. Consultó una hoja de papel y, tras diversas pausas, fue diciendo cuatro nombres, seguramente al azar…
            California se puso en el asiento delantero del automóvil. Al conductor le faltaban pocos centímetros para que diera con su barriga en el volante. Tenía la camisa empapada, y su respiración, consecuencia tal vez de la gordura, se entrecortaba, como si de un momento a otro fuera a quedarse sin aliento. Un tic nervioso hacía subir y bajar continuamente la cicatriz diagonal que partía su mejilla derecha. Conducía con violencia, la misma con la que miraba por el espejo retrovisor a las ocupantes traseras que, atemorizadas, se aferraban con las manos húmedas al escay agrietado y descolorido. California volvió disimuladamente la cabeza en un intento por tranquilizar a sus compañeras, pero casi no tuvo tiempo, porque el trayecto relativamente corto, un frenazo en seco y la rapidez con la que las sacaron del coche, las situaron delante del avión donde, a pie de escalinata, con otro numeroso grupo de mujeres en condiciones similares, las distribuyeron de forma que no viajaran juntas…
            El vuelo se hizo interminable. No despegaron inmediatamente, y cuando lo hicieron recibieron indicaciones muy precisas: nada de preguntas ni comentarios entre sí. California cerró los ojos y repasó su vida desde que saliera de Manila con dieciséis años, junto a sus dos abuelas, a las que se llevaron meses atrás. Después de sufrir las turbulencias de una fuerte tormenta, la megafonía anunció que pronto aterrizarían. El aparato empezó a descender, y, convencidas de que al fin acababa ya aquella pesadilla, un paño de alivio cubrió sus corazones. Sin embargo ignoraban que era tan solo una escala, un apeadero donde parte del pasaje tocaría el suelo del infierno. El resto, por desgracia, no correría mejor suerte… El gris plomizo del cielo de Londres humedeció de desconfianza los párpados de las siete mujeres, que permanecían de pie apretadas unas contra otras. Respiraron hondo, se miraron, y comprobaron que no se conocían. Las recogió un autobús relativamente pequeño, que las trasladó a una especie de almacén donde otras personas aguardaban...
            California vio de reojo cómo entregaban un sobre –presumiblemente con billetes grandes– a los transportistas. Después la condujeron solo a ella por un descampado lleno de raros crujidos. En Manila corría el rumor de que en Occidente había mafias dedicadas a comprar a las chicas para el servicio doméstico. Entonces empezó a comprenderlo todo: la clandestinidad del acuerdo entre miembros de su familia ajenos a sus padres, la nocturnidad con la que fueron llevadas a la provincia de Basilán, en la Región Autónoma del Mindanao musulmán, al sur del país, y la prontitud con la que hicieron desaparecer posteriormente a las abuelas… Así que, preocupada como estaba por el calvario que la esperaría, trató de huir ocultándose bajo la sombra reparadora de los árboles, pero su carcelero, rápido y ligero como la liebre, le cortó el paso enganchándola de la trenza…
            A las afueras de la ciudad, en una zona adinerada con casas que en realidad eran mini mansiones, el matrimonio Manalo, junto a sus seis hijos, una prima lejana que hacía de niñera, la tortuga vieja y enferma que siempre estaba en medio, dos perros de caza, cinco gatos que entraban y salían a su antojo, y una pila de ropa por lavar y planchar, aguardaban a la criada filipina que llegaba con cierto retraso. La persona encargada de traerla dio tres golpes seguidos en el llamador de la puerta de servicio. Paul, el hijo del jardinero –hombre de múltiples ocupaciones–, que deambulaba por el hogar arrastrando los pies y las emociones, y al que, por aprecio al padre, se le permitía casi cualquier cosa, debido al retraso mental que sufría, o a la falta de oportunidades para desarrollarse, abrió la verja de acceso. California, lejos de sospechar que el muchacho sería su más fiel aliado, haciendo la eterna estancia menos desagradable y solitaria, rechazó, en principio, la ternura con la que el chico la condujo hasta donde estaban sentados los señores, en sendas butacas de nogal francés del siglo XIX. En perfecto tagalo –lengua que ella apenas practicaba–, dejaron muy claro que, a cambio de haberla sacado de la miseria –mediante visado atado, incremento de injusticia y esclavitud, que da al patrón o empleador pleno derecho para disponer de la persona en cuestión–, ella les debía lealtad y respeto. El ama de llaves, también presente, enumeró las tareas que le serían asignadas –más de las que un cuerpo frágil puede soportar­–. Entonces se atrevió a preguntar cuál sería su salario y día de descanso. El hombre, muerto de la risa, le propinó una bofetada que le hizo perder el equilibrio, al tiempo que una voz por detrás decía que no tenía derecho a nada mientras no saldara su deuda con los señores –lo que no ocurriría nunca, claro–.
            A partir de ese momento sufrió toda clase de explotación física, maltrato psicológico y abusos sexuales. Cada día tenía la sensación de que la pólvora iba a estallar de un momento a otro entre las manos, haciéndolo todo añicos. Aunque nunca perdió la esperanza de ser libre, con el paso de los años y la llegada del cansancio y de la enfermedad, fue descartando la posibilidad de conseguirlo. Solamente la reconfortaba compartir los recuerdos de su país con el hijo del jardinero. Los ideales, valores y utopías que sus padres le habían inculcado, y todo lo aprendido en el colegio, sirvieron para que ese chico, de piel verdosa y mirada interrogante, conociera que más allá de su cobertizo de juegos y trastadas, existía otro mundo, quizá más agresivo que el de su caparazón, pero sin ninguna duda lleno de belleza.
            Por casualidad, en el periódico que alguien arrojó al cubo de la basura, leyó que existía en el Reino Unido la Asociación Filipina de Trabajadoras Domésticas (FDWA), que ayudaba a inmigrantes que escapaban de las garras de sus empleadores, y que, perdidas por la ciudad, no sabían dónde ir. Se alegró y entristeció al mismo tiempo. Para ella era ya tarde, pero no para las que ahora son jóvenes y fuertes, y tienen la necesidad de mejorar la calidad de la vida, aunque eso implique dejar atrás todo lo suyo. Se le saltaron las lágrimas y comprendió que era hora de retirarse. Apretó contra su pecho al muchacho –casi tan viejo como ella–, y le dijo al oído que algún día irían juntos al otro Continente…
            Cada inicio de invierno, antes de que en América cayeran las fuertes nevadas, Paul, con ayuda de un cuidador de la institución donde estaba interno, dibujaba un manojo de margaritas, extendía un atlas, y las colocaba con sumo cariño sobre el estado de California, donde posiblemente le esperaba la única persona que le había querido y respetado.