lunes, 23 de noviembre de 2015

La madrina

Los niños se despertaron inquietos. Quedaban pocos días de colegio, los mismos que les separaban para quedarse en el jardín jugando a las acampadas. Eso, y que ya estaban nerviosos por las vacaciones que les habían prometido llenas de aventuras. La madre, que preparaba el desayuno en la cocina y envolvía el dulce que se tomaban en el recreo, atacada porque ya iría la carretera con muchísima circulación, les dio una voz desde la planta de abajo. Al momento, irrumpieron como tornados a ver quién alcanzaba antes su silla. Uno preguntaba si era suyo el calzoncillo más grande en dos tallas que llevaba en la mano; el otro, con un pavo prematuro que le cogía todo el cuerpo, desternillándose de la risa, señalaba con ambos pulgares los zapatos que recién comprados se le habían quedado pequeños. ¿Y papá? –Preguntó el mayor, embobado con la televisión, mientras derramaba sobre el mantel parte de la leche. ¡Pues trabajando, tonto! –Afirmó el hermano–. ¡Venga, –dijo ella–, daros prisa que no llegamos! El atasco, todavía más aparatoso quizá por la lluvia débil que caía, taponó la entrada a Madrid por la carretera de Valencia. La entrada al colegio también lo estaba, así que no tuvo más remedio que estacionar el Land Rover en segunda fila. Les besó, y les dijo que a la tarde les recogería el abuelo. Echó a correr y, con el corazón en un puño por si no llegaba a tiempo, arrancó el motor y se fue camino del hospital...
           Las últimas noticias que tenía eran que la madrina estaba muy grave. Así lo confirmaría la ahijada que se había quedado cuidándola aquella noche, y que de madrugada a punto estuvo de llamar a las hijas para que volvieran –hacía poco que se habían retirado a descansar–. Cuando éstas llegaron a las siete y media de la mañana, sin apenas haber dormido, pendientes del teléfono, llevaban el relente de la tristeza metido en los huesos, y la seguridad de que con su madre se iría para siempre una etapa importante de sus biografías. Antes de cambiar el turno le pusieron por la vía el nuevo antibiótico pautado. Entraba muy lento, porque sus venas, castigadas de tanta medicación, se rompían a la mínima. Con la ingenuidad que da agarrarse a un clavo ardiendo, vigilaban aquella pequeña botella como su última esperanza, confiando en que una vez más la suerte estuviera de su lado... Rodeada de almohadas, para evitar que se le hicieran heridas, y con el cabecero y los pies algo levantados, la mujer, de estructura frágil, parecía una ranilla tumbada en la cama. Abrió los ojos y, al mirar a sus hijas, les sonrió y, sin decir palabra alguna, ellas comprendieron que eran lo más importante que había tenido en la vida. Permaneció consciente hasta que el calmante comenzó a hacerle efecto.
           La madrina vio mermada su calidad de vida durante los últimos años debido a sus problemas respiratorios. Sin embargo, eso nunca fue obstáculo para que disfrutara de las pequeñas cosas que tanto placer le producían: hacer “sopa de letras”; compartir momentos irrepetibles con Nicolás y Javier, los niños de quien ejercía de nieto mayor –lástima no haber llegado a tiempo de conocer a Gabriel, el primogénito del otro nieto–; recuperar la relación con uno de sus sobrinos, junto con su mujer y sus hijos, a quienes adoraba; asomarse por la ventana de su dormitorio para ver pasar a la gente; escuchar sus coplas favoritas, y emocionarse con las películas antiguas de cante jondo que tanto le gustaban. En definitiva, un tejido de ricas experiencias puestas a disposición de los más cercanos. Amante de la familia, anteponiéndola en ocasiones a la de su casa, se comportó de manera hospitalaria y generosa, al punto de quitarse, a veces, el mejor manjar de su mesa para dárselo a ellos...
           Durante la mañana, allegados y conocidos se acercaron para darle un sentido adiós. Cogían su mano, besaban su frente, humedecían sus labios con una gasa, preguntaban qué había dicho el médico, caminaban cabizbajos y se tragaban la congoja hasta llegar el ascensor... Mientras, la madrina, deseablemente ajena a todo aquello, con un hilo de voz, al oído de otra de sus ahijadas, pronunció las últimas palabras que diría: Te quiero mucho, Nieves. Entró la doctora Fuente, su neumóloga e implicada con ella también en lo afectivo. Tras reconocerla, dijo que no la veía en fase terminal, pero que para reducir un poco más la fatiga aumentarían la dosis de mórfico y, de espaldas a la madrina, comentó que le iban a poner una bolsa de plasma porque tenía bajas las transaminasas. Se despidió, segura de que al día siguiente se volverían a ver...
           A mitad de la tarde, en el ecuador entre la siesta y la merienda, disminuyó la afluencia de visitas. Entonces, las hijas de la madrina aprovecharon para ir al cuarto de baño. Allí, la más fuerte, aparentemente, vencida y derrotada, se derrumbó. Ambas hermanas, fundidas en uno de esos abrazos que reconfortan, y conscientes de la realidad que le arrebataba el calor, la protección y la compañía de su madre, sacaron fuerzas para seguir adelante y poder recomponer el hogar que en esos momentos estaba hecho añicos...
           Rodeando la cama, además de su sobrina, la peluquera, y el marido de ésta junto a otros familiares, estaban la mamá de los niños, que permaneció allí todo el día, y los dos nietos que consideraba como tales. El mayor de ellos, emocionado por la situación que vivían, y seguro de que esa sería la última vez que vería a la madrina con vida, sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta, la zarandeó con ternura para que abriera los ojos, y le enseñó una fotografía de Nicolás, su hijo. Entonces, la mujer, con la sonrisa y expresión de sorpresa más hermosa que jamás se le había visto, se quedó relajada.
           A la par que la noche se adecuaba a los rincones del hospital, con sus quejidos y sus silencios, la intensidad de la luz iba bajando. A punto de dar las once, apareció Mario, el último sobrino que faltaba por venir. Con rostro compungido y temeroso de que el final estaba próximo, besó a la tía en la frente y, sentándose cerca de la hija mayor que sollozaba desconsolada, se quedó muy quieto. Permanecieron callados; tan solo irrumpía dentro de ellos el sonido de la lluvia golpeando sobre los tejados de enfrente. Dos horas después, serenamente, y sin angustia de ninguna clase, la madrina se sumergió en una quietud y en una paz que relajó sus músculos. Las hijas, viendo que la muerte es una piel de mármol que uno trata de calentar con la pobreza de unas manos desesperadas, le frotaban las piernas y los brazos para devolverla de nuevo al ciclo vital que se resistían a concluir...
           En la sala donde estaba el féretro con la caja cerrada, los centros y ramos de flores casi no cabían; al otro lado, las manifestaciones de afecto y muestras de dolor perfilaban los trazos en el lienzo de ese 10 de junio cargado de tristeza. Próximo al mediodía, el cortejo fúnebre emprendió camino hacia el crematorio. Madrid lloraba la muerte de la madrina con una lluvia fortísima que apenas les dio tregua, obligando a la comitiva a recorrer parte de la ciudad por un laberinto de calles desiertas. En el coche donde llevaban su cuerpo, el contacto de los neumáticos sobre el asfalto encharcado parecía que entonaba la melodía de una de sus coplas favoritas, “Las cinco farolas”, en la voz inconfundible de Carmen Flores, que tanto le gustaba: “Yo no escucho lo que dicen/las lenguas de vecindonas...”.
           Ahora sus hijas, meses después, con la herida aún sangrante, y sintiendo todavía un vacío profundo y grande dentro de ellas, rememoran los recuerdos que invaden sus corazones, presididos por aquellas largas tardes de conversación, cuando contaba cosas de su juventud: aquel su primer trabajo en la calle Abades, junto a otras amigas del barrio y una de sus hermanas, en un taller de costura cuyo maestro, a cambio de determinados favores, quiso beneficiársela y, en lugar de encontrar el placer que buscaba, tropezó con una hostia que ella le propinó; las fatigas que pasó, una vez casada, para conseguir una vivienda cómoda y ajustada a sus necesidades; los paseos, con su primera recién nacida en brazos, hasta llegar a las calles Antón Martín, León y Marqués de Casa Riera, a la altura de El Círculo de Bellas Artes, donde trabajaba el marido; las meriendas en San Ginés, con la familia política; los domingos en el Puente de Vallecas, con la suya; los novios que la pretendieron y a los que daba esquinazo... En definitiva, páginas sueltas de la vida de una buena persona con valores muy admirables, y un punto retorcido, como tienen casi todos los Géminis.
           Nada ni nadie podrá llenar el hueco que ha dejado, en su casa, y en su gente. Su ahijado-nieto mayor, mientras esparcía sus cenizas en uno de sus lugares entrañables de la ciudad, en presencia de los más allegados, dijo: “No lloréis. La madrina nos quiso mucho a todos, y todos la quisimos mucho a ella”.
           Acabado casi el verano, con el colegio otra vez en marcha, Javier, el pequeño de los niños, levantó la vista del iPad donde estaba viendo un capítulo de su serie favorita de dibujos animados Peppa Pig, dijo a sus padres: “¿Cuando vamos a casa de la marrina que quiero jugar con ella...?”.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Manuel y gota de agua

Gerardo Sánchez, residente en Ankara desde hacía más de cuarenta años, trabajaba en mantenimiento en el ferrocarril, aunque le quedaban pocos meses para concluir su vida laboral, y cumplir el sueño de regresar a su pueblo durante una larga temporada. Estaba soltero, y corría el rumor de que tenía una hija con la prostituta a la que visitaba una vez por semana a las afueras de la ciudad. Pero, como digo, tan solo era una murmuración sin pruebas visibles... A bastante distancia de allí, pasado Valencia de Alcántara, en la provincia de Cáceres, a menos de dos horas de Portugal, su familia, campesinos, gente sencilla, humilde y servicial, vieron por televisión, horrorizados, las duras imágenes que llegaban desde Turquía sobre el atentado perpetrado presuntamente por dos suicidas en un acto por la paz que se iba a celebrar junto a la estación de tren. Elisendo y Basilia, sus padres, ambos nonagenarios, que no entendían nada del polvorín de violencia que asolaba la vida cotidiana y la tranquilidad en aquella zona, y que jamás asumirían que el mayor de sus hijos emigrara tan lejos si la cosecha daba para alimentarse todos, llamaron por teléfono, titubeantes y azarados, a Manuel, su nieto mayor, un lumbreras en esto de las nuevas tecnologías, para saber lo que decían sobre la matanza en esa cosa del Internet.
           Antes de que la casa de los Sánchez se llenara con la familia, que empezaba a movilizarse, los vecinos de los alrededores en un perímetro de cinco kilómetros a la redonda fueron a visitarles para interesarse por Gerardo y acompañarles en esos momentos de trágica incertidumbre. Los ancianos, sentados muy juntos y cogidos de las manos, con los labios apretados como si amurallaran así los lamentos y los suspiros susceptibles de escaparse, se mostraban abatidos. El ruido de motores deteniéndose, de abrir y cerrar puertas y de fuertes pisadas que se acercaban con rapidez, resonaban en las afueras de la vivienda, en medio de la noche. La hija mediana y Manuel fueron los primeros en entrar para tranquilizar a los abuelos. Aunque todavía los datos eran confusos, –se barajaba la cifra de casi un centenar de muertos y más de doscientos heridos–, delante de ellos se mostraban optimistas de que Gerardo estuviera en perfectas condiciones. Pero, en realidad, en el fondo de sus corazones se temían justo lo contrario, puesto que, al ser uno de los cabecillas –dentro de su gremio– de la Confederación de Sindicatos de Obreros Revolucionarios de Turquía (DISK), iría a la manifestación, sin duda alguna.
           Basilia, de carácter templado, mujer de pocas palabras, y un tanto fría en caricias, sabía muy bien lo que era sobrevivir a un hijo, con lo antinatural que eso suponía, porque perdió a la niña que tuvo de su primer matrimonio. Sin embargo, algo le decía que Gerardo estaba vivo, porque, aún coincidiendo con el cambio de luna, como ocurrió en aquella ocasión, esta vez no había sufrido ningún retortijón de tripa. Elisendo, que se casó con ella también de segundas, la miraba de soslayo, sin imaginar la reacción que tendrían ambos, ahora que de mayor uno se vuelve más vulnerable. A todo esto, Manuel consultaba en el portátil las webs de los diarios más importantes del mundo, y dos pequeñas ventanas abiertas en una esquina de la pantalla: una, con la CNN; la otra, con la BBC.
           El Aeropuerto Internacional Esenboğa, situado 28 kilómetros al noroeste de Ankara, minutos después de conocerse lo ocurrido, se convirtió en la boca del lobo para la gente que esperaba el momento de embarcar. La información escasa que tenían, y contradictoria al mismo tiempo, creaba alrededor de los viajeros, con hilos de pánico, finos y punzantes, una tela de araña a lo desconocido. Damla –'gota de agua', en turco–, hija de Gerardo, que le esperaba para viajar juntos a Extremadura donde le presentaría a toda la familia, quienes no tenía idea de su existencia, pensó que el destino podría haberle dado a su padre una patada en las pelotas, ya que, otra cosa no, pero puntual era un rato, y ese retraso no le gustaba nada. La chica, cada vez más intranquila, aunque sin moverse del punto de encuentro que pactaron, no paraba de mirar el reloj.
           Damla, a diferencia de su madre, vivió apartada del prostíbulo, estudiando en los mejores centros con la ayuda incondicional de Gerardo. Aficionada, al igual que él, a los deportes de invierno, en cuanto podían subían a la menor ocasión a la estación de esquí del Monte Elmadag, pasando a veces más de un día; o paseaban por la ciudad contemplando los monumentos de las calles y los lugares emblemáticos. A menudo dedicaban una tarde a visitar alguno de los numerosos museos con los que cuenta la ciudad. Con frecuencia iban a merendar al barrio de Atpazarı, y hacían un alto en el Castillo de Anakara, donde se encuentra el Museo de las Civilizaciones de Anatolia, en el que disfrutaban descubriendo curiosidades de otras culturas. Gerardo se enorgullecía de todo lo que sabía la chica y las anécdotas tan graciosas que le contaba de la época paleolítica y del imperio Bizantino. Ella, por su parte, le tomaba a él de modelo para crecer como persona, y reforzar su personalidad, puesto que a su lado aprendió parte de los valores que tenía.
           Establecer el orden en la terminal de pasajeros era difícil. El personal del mostrador de facturación, tan desbordado y perdido como los viajeros, no daba abasto. Gerardo seguía sin aparecer. Damla buscaba una conexión wifi a la que conectarse para enviar un WhatsApp a su padre y saber dónde y cómo se encontraba. La única red que no aparecía caída venía de la cafetería, donde habían instalado a las delegaciones del deporte estadounidense, árabe y europeo, que ese mismo día habían llegado de visita oficial. ‘Gota de agua se acercó ahí cuanto pudo. Había conseguido señal, aunque el servidor de la mensajería instantánea no enganchaba bien; así que optó por abrir el navegador y escribir un email, por si le fuera más sencillo. Pero uno de los policías que patrullaban por allí, colocado detrás de ella, le sugirió que apagara el teléfono, no sin antes desconectar, él mismo, los datos. La joven, a la que no le quedaban dudas de que Gerardo, por la razón que fuera, ya no llegaba, yéndose hacia la salida, le buscó las vueltas al guardia de seguridad y salió al exterior, donde logró que un taxista la acercara hasta las afueras de la ciudad.
           El olor a humo y carne quemada era insoportable. Los gritos y el llanto, también. Damla caminaba en dirección contraria a la gente que huía del lugar de los hechos llevándose los dedos a la boca, como en señal de lamento. Reconoció a uno de los compañeros de su padre acuclillado delante de dos cadáveres irreconocibles, enroscados uno con el otro. Al preguntarle si había visto a Gerardo, giró la cara, manchada de negro, levantó la vista y negó con la cabeza. Horas después, exhausta de tanto buscarle, consultó la lista de fallecidos. Con el dedo índice bajó por el desfiladero de los nombres y apellidos, hasta tropezarse con la ese de Sánchez...
           Cuando sonó el teléfono había amanecido. El rebaño de ovejas que cada día bajaba a pastar en sus tierras pasaba por la calle principal en ese preciso momento. Manuel, sentado cerca, lo cogió con prontitud. Su madre y la abuela se habían echado un poco. Los demás, en vista de que no tenían noticias nuevas, se habían retirado a sus casas. Así que en el comedor quedaban solamente el abuelo y él. A Elisendo, concentrado en liar otro cigarrillo para el nieto, le sobresaltó el timbre, cayéndose por la tela del pantalón el tabaco y el papel hasta acabar en el suelo. No le hizo falta escuchar palabra alguna, porque cuando levantó la cabeza el rostro del joven, pálido y desencajado, lo decía todo.
           Elisendo y Basilia recorrieron los 91 kilómetros que separan el aeropuerto de Badajoz de Valencia de Alcántara junto a sus otros hijos y el resto de la familia. La ceremonia para recibir el cuerpo sin vida de Gerardo, siguiendo los principios de los Sánchez, sería íntima y laica. Pero Manuel, que había viajado hasta Ankara, apareció solo, aunque con una explicación. Allí había conocido a Damla, su prima de rasgos árabes, y la encargada de entregarle el cuerpo sin vida de su tío. Sentados en el Parque Genclik, hablando ambos en un inglés exquisito, y dejándose llevar por el alboroto de un grupo de niños que jugaban al lado, Damla le contó cómo fueron las últimas horas de su padre, aquel extremeño de sonrisa espontánea, y celoso de su intimidad. Horas antes de encontrarse con su hija, Gerardo, que formaba parte de los convocantes al mitin para pedir la paz y el cese de los combates, y al que no podría asistir al tener el viaje programado con mucha antelación, quiso dejarlo todo a punto con sus compañeros. Iba apurado de tiempo, pero confiaba en llegar con el suficiente margen para que Gota de agua no se enfadara con él. Poco antes de las diez de la mañana, conversaba con un grupo de arquitectos y médicos de signo progresista, obreros de todas partes, estudiantes y mucha población civil que acababan de llegar para unirse a ellos, cuando una lluvia de trozos de metal, primero, y la metralla de la segunda explosión, después, convirtió la alegría y aires de libertad en la tragedia que se ha conocido...
           Damla y su madre, con la que apenas tenía contacto, identificaron el cadáver y lo enterraron enseguida, teniendo en cuenta las condiciones en que se encontraba. Gota de agua encontró entre las pertenencias de Gerardo el número telefónico de sus abuelos y el correo electrónico de su primo, lo que le posibilitó establecer contacto con ellos. Hacer entender a Manuel que el extremeño quería quedarse ahí una vez muerto no fue difícil. Pero ninguno de los dos jóvenes encontraba la razón por la que nunca había dicho que tenía una hija, ni a ésta una familia, hasta poco antes de planear el viaje. Pero eso era algo que ya no tenía arreglo. A lo que sí podían ponerle solución era al presente y al futuro. A iniciar la relación que nunca tuvieron sin que el paso del tiempo, o la distancia, enfríe la intención. Se despidieron, seguros de volverse a encontrar en otro espacio menos hostil, donde el aire esté más limpio, y los campos mejor sembrados. A Damla le resultaría complicado salir ahora de Ankara, por la inestabilidad que había traído el atentado, pero prometió a Manuel que, cuando los cerezos estuvieran a punto de dar su fruto, iría a casa de los abuelos, a llevarles una botella con arena de Bozcaada, la isla turca del mar Egeo donde a Gerardo le gustaba pasar los veranos con su hija: Gota de agua.