domingo, 25 de enero de 2015

Partida de ajedrez

A Antonio Álvarez Bernal.

Zoe* se había quedado dormida en el sillón del comedor, viendo la tele y con una revista de moda abierta sobre el regazo. Encima de la mesa auxiliar descansaba la bandeja con los restos de la cena: el corazón y la piel de una manzana roja pelada en espiral, un vaso de agua casi lleno y una medianoche de las dos que se puso rellenas con tomate y anchoas. La despertó sobresaltada el golpe de una puerta al cerrarse... A través del ventanal de su octavo piso, como si fueran diminutas puntas de alfileres, veía los faros de los coches que en esos momentos iban por la carretera de circunvalación. Era domingo, las 5.30 de la mañana y hacía frío...
            Seis meses atrás entró a trabajar de reponedora en una gran superficie. Estaba contenta. Acababan de renovarle el contrato por otro año y, después de varias semanas, este festivo era el primero que libraba. Tratar con público, informar y que pregunten, o cambiar opiniones con los compañeros respecto a tal o cual asunto, eran cosas que realizaba con entrega y sumo agrado, ya que conocía muy bien la sensación de silencio y soledad en su antiguo empleo limpiando casas particulares. Se preparaba para correr una media maratón, así que había aceptado la propuesta de ir a entrenar con unas amigas que, por medio de mensajes de WhatsApp, habían quedado a las 8.30 de la mañana en la Rivera de Curtidores –antiguamente calle de las Tenerías–. Por nada del mundo quería llegar tarde, así que, midiendo muy bien los tiempos, se preparó un zumo de naranja y una taza de café con leche y miel, que se tomó con un par de magdalenas alargadas. Treinta minutos después estaba saliendo al rellano de la escalera con ropa deportiva. Corrieron un par de horas a buen ritmo, e hicieron la parada reglamentaria en “El Anciano Rey de los Vinos”, en calle Bailén, muy cerca del Palacio Real, donde gozaron de un exquisito “Reserva” y tapearon unas de tiras de pollo al Cabrales.
            Entrando al portal se encontró con Pablo, que salía del ascensor. Era su vecino de al lado. Iba apresurado a la farmacia porque Diana, su mujer, había sufrido otra crisis respiratoria y, aunque esta vez no hizo falta trasladarla al hospital, los médicos de urgencias que permanecieron en el domicilio hasta estabilizarla decidieron, con el fin de que ventilaran mejor los pulmones, cambiar la medicación del nebulizador. Zoe cogió las recetas y fue ella a comprarlas. Diana, con su mirada cautivadora y penetrante que removía la materia del corazón de todos aquellos que se le acercaban, llevaba años en un estado altamente dependiente: controles periódicos de Sintrom para ajustar la dosis, pruebas diarias para ver el nivel de azúcar en sangre, retención de líquidos con todo lo que eso implica, movilidad prácticamente nula, alimentación delicada, incontinencia intestinal… Tareas que Pablo, desde que le prejubilaron, hacía en soledad y con ese amor incondicional que desarrollan muchas personas.
            Diana hablaba poco y lloraba mucho. Se guardaba para sí la pena y el sentimiento, protegiéndose de los peligros que el mundo de los demás pudiera traer a su persona. Tampoco compartía emociones con los más allegados, prefiriendo mostrarse borde y hostil, antes que emotiva y frágil. Esa estrategia suya de autodefensa descolocaba al marido quien, refugiándose en las redes sociales, encontraba calor y amparo a ratos sueltos. Eso, y Zoe, claro. Años atrás había alquilado el apartamento situado frente al de ellos. Era la típica vecina a la que siempre le faltaba sal, cominos, una pizca de harina o una taza de caldo cuando se ponía a preparar un guiso. Pero compensaba con creces esa pedigüeñería suya haciendo uso de la capacidad que tenía a la hora de ponerse en la piel del otro y la abundante simpatía que desprendía por donde pasaba. Pronto se hicieron amigos. A pesar de los desplantes y malas caras con que la obsequiaba Diana, ayudaba tanto en las cosas de dentro como en las de fuera. Sobre todo ahora en esta última etapa en la que la salud de la mujer empeoraba cada día. Es decir, de alguna manera se había convertido en un apoyo imprescindible para Pablo.
            Por las noches, cuando terminaban de asear y acostar a Diana, ellos dos se quedaban hasta las tantas conversando en el comedor. La chica, curtida en la cultura de la calle, poseía además la del sentido común, y la que, alimentando la pasión por la lectura, se había procurado ella misma. El hombre venía de la enseñanza. Había sido maestro de colegio y la materia que más le gustaba era la Historia. Contaba a sus espaldas con una larga  experiencia en relaciones humanas. Cuando comprendió que le necesitaban en casa más que sus alumnos, se fue con la cabeza bien alta, y dejando huella en los compañeros, que lamentaron y añoraron la pérdida de aquel ser excepcional.
            Cuidar de su mujer, en las actuales circunstancias tan complicadas que tenía, era sin duda la prueba más dura que hasta el momento le había puesto la vida. Vivir con el miedo metido en el cuerpo a que la siguiente recaída pudiera ser definitiva y que las pocas fuerzas de ella la obligaran a entregar la cuchara, como se dice en Andalucía, dejaban a Pablo haciendo equilibrio en el precipicio de la amargura, ausente y entristecido cuando no le veía nadie. No obstante, enseguida reaccionaba de forma positiva y se decía, en tono bajo pero optimista: “de ésta también salimos, cariño”. Entonces, canturreando melodías de los maestros Quintero, León y Quiroga, se ponía a rellenar pastilleros, colocar compresas, preparar sondas y seleccionar la película que después de la siesta verían en el DVD.
            A través de la ventana de la cocina que da al patio de luces y manteniendo la luz apagada, Zoe observaba la generosidad de aquel hombre, cargado de hombros, que, sin reparar en límites, proporcionaba confort a su compañera. Hacía tiempo que,  contrario a la opinión tanto de la doctora de cabecera como de otros familiares, había descartado la posibilidad de llevarla a una residencia. Sabía que ella, sin su complicidad y sus mimos, se moriría allí de pena. Además existía otra cuestión que pocos entendían, y es que, sin Diana en casa, el hogar construido entre ambos, con esfuerzo y sólidos cimientos de cariño, quedaría sepultado junto a él, bajo el asfalto…
            Muchas veces el insomnio le impedía dormir y, por no despertarla, salía de puntillas de la habitación buscando su espacio. Entornaba la puerta de la cocina para fumar el cigarrillo prohibido, se servía una copa de brandy y abría el cuaderno donde estaba escribiendo la biografía de su mujer para no olvidarla. Llevaba meses haciendo ese ejercicio. Quizá era la manera que tenía para no dejarla marchar y volver así al noviazgo, al primer parto, las primeras vacaciones, el primer enfado… Las lágrimas y la memoria eran dos protagonistas invitadas a esa fiesta particular, la suya, la que alimentaba su existencia. Diana dependía de él y lo llevaba bastante mal, pero la verdad es que nadie comprendía que, ella era su razón de vivir y la motivación que cada día le hacía arrancar con entusiasmo.
            Cuando volvió a mirar por la ventana, la luz del vecino ya estaba apagada. Bajó la vista hasta la encimera donde tenía puesto el tablero con las fichas de ajedrez, y en el que su vecino y ella habían iniciado una partida la noche anterior. A pesar de que una torre, un alfil y dos peones custodiaban al rey, movió hacia el lado equivocado y se dio cuenta que acababa de perder y que a la mañana siguiente, cuando regresara del trabajo, traería los langostinos y el vino blanco que siempre se apostaban, ya que el siguiente movimiento que haría Pablo, con su dama, apuntaba directamente al jaque mate.

*Nombre de origen griego que significa “vida”.

domingo, 11 de enero de 2015

Donde hay que estar

Primera página del nuevo año:
A Amalia y Mari: Carol y Javi;
Maite Pisonero;
Miguel Ángel Lozano; Jesús Aguilar;
    Maruja Torres;
Victoria y Paco García; Nieves Sanz;
Lourdes Goy Vendrel.
Marta, Usua, Bego y Alfredo;
Víctor Manuel y Ana Belén;
Concha Cuetos; 
 Toñi, Paco, Sergio, Rosa;
Mariló Gálvez; Jacinto “Guti”; Antonio y Ana.
Y por supuesto a Fabiola G. Gomez.
 
Bajo la sombra invernal del avellano que hay cercano al cementerio, contó diez pasos al sur y cinco al este, y supuso que ahí estaría enterrada la caja de zapatos que, tiempo atrás, sepultaran su hermano pequeño y él, llena de secretos infantiles, de verdaderos tesoros que, en tiempos donde los juguetes escaseaban, la imaginación crecía. Con la ayuda de una pala removió la tierra. Los crujidos del campo en el silencio de la noche, la presencia de animales salvajes, que de cuando en cuando rondaban por la zona, y las luces del pueblo a lo lejos, que destellaban intermitentes dentro del marco del cielo, hicieron las veces de séquito a la emoción que le embelesaba al encontrarse con su pasado al cabo de tantos años.
            Cuando los suyos marcharon a probar fortuna a la capital, haciéndose cargo de una portería recomendados por unos conocidos, él, Antonio, al que llamaban Tonín, decidió quedarse en la aldea con los abuelos y seguir cultivando los terrenos que hasta entonces les habían dado de comer a todos. Su hermano mayor, que entre siega y siega hizo un curso de fontanería a distancia, montó, una vez instalados en la ciudad, un humilde taller con su padre –quien, además de saber del oficio, aportó los ahorros y figuró en los estatutos como único inversor– que en pocos meses proporcionaría un gran respiro a la economía familiar, hasta el punto de que en poco tiempo pudieron alquilar un piso mucho más grande donde vivir holgados los siete miembros. El buen ojo para los negocios del segundo de sus hermanos les condujo a ampliar la empresa, ubicándola en una tienda –que al final fueron cuatro– con venta al público –más servicio técnico, como es lógico– atendidas por las tres chicas y las dos cuñadas. Saneamientos Crespo e hijos pasó a ser en pocos meses una compañía familiar donde cada uno era una pieza importante para el buen funcionamiento del conjunto. Tanto fue así que lograron convencer a la madre para que dejara la portería. Se la veía contenta y orgullosa de todos sus seis hijos, aunque llevaba clavada la espina de tener lejos a Tonín, el mediano, el más parecido a ella en el carácter: soñador e introvertido. Pero el disfrute de esta mujer apenas duró, puesto que enfermó y murió a los dos años.
            Seguir los pasos del abuelo Justo ejerciendo de agricultor no era quizá el porvenir que habrían querido sus padres para él; sin embargo, ese modo de vida, elegido con elementos tan sencillos, se le antojaba la mejor manera de ser feliz: la cultura del campo, los guisos de la abuela Clara, el olor a puchero que salía hasta las cuadras, las novelas del oeste que después de la cena leía en alto, con voz ronca, de misterio, profunda, para su concurrido público –Justo, Clara, Fidel y el sobrino de éste, los vecinos de arriba de la cuesta–, los diálogos que mantenía con la naturaleza mientras trabajaba y Matilde –apodada “la americana” porque su madre la tuvo con un inglés que vino de paso–, aquella chica de su misma edad que vivía a dos kilómetros del resto, en la granja del Carmelo, y en quien pensaba cada día mientras perfeccionaba el arte del onanismo en la intimidad de su cuarto.
            Con la llegada de la primavera lo hizo también la partida de Matilde que, según contaron, harta de las palizas que le propinaba su padrastro, se largó con unos forasteros que la recogieron en el camino de la ermita haciendo autoestop. De esa manera, Tonín se fue quedando solo: primero desapareció ella, luego murió Justo, al poco Fidel y por último Clara. Así que, cuando la soledad le daba retortijones de añoranza y anublaba la normalidad en su vida, le sobrevenía un golpe de lágrimas y pensaba en los suyos mientras miraba a su alrededor y recordaba las paredes de la casa desconchadas de travesuras y los pellizcos de risa que arrancaban a la sobriedad de  los mayores, siempre tan serios, tan rectos, tan meticulosos respecto a costumbres y rutinas, tan poco dados a la espontaneidad…
            Desde que la madre murió tenían poco contacto. No por nada en especial; se querían, pero eran bastante despegados. Suponía que estarían bien, que les iría estupendo: situados, con solvencia económica, comodidades, buenos coches... Una de sus hermanas encontró marido, y el tipo resultó ser un espabilado al que le importaba poco el amor y mucho el dinero, pero lo más llamativo del asunto es que formó piña y equipo con el cuñado, el que llevaba la parte administrativa de las tiendas, y hacía y deshacía a su gusto, vulnerando la opinión del señor Crespo, que no aprobaba tan turbias maniobras. Los últimos años de vida de éste estuvieron marcados por un estado de salud bastante frágil. Tonín le visitó en varias ocasiones, hasta que sintió que su padre se despedía de él con la mirada y ya no volvió. Días después, recibió aviso comunicándole el fallecimiento.
            La caja de zapatos estaba donde imaginó, y no parecía en mal estado. Dentro había un tirachinas, chapas, una baraja de naipes con los ases marcados, una taba y un pedazo de trapo con el que seguramente jugaban al pañuelo. También encontró una nota que, a escondidas de él, debió guardar su hermano, y que decía: “Te espero a las ocho de la tarde en los huertos. Siempre tuya. Matilde”. ¡Qué cabronazo! –Dijo, partido de la risa–. Recostada la espalda en el avellano, con las piernas cruzadas, estiradas, y el mentón subido,  repitió las últimas palabras que le dijera su padre: “no permitas que nos sigan engañando y arruinen el futuro de los niños”, refiriéndose a los nietos. Pero la verdad es que Tonín no se sentía preparado para acometer dicho encargo. Nunca le interesaron los negocios de la familia, nunca pidió nada, aunque tampoco se lo ofrecieron. De modo que se limitaría a acudir a la cita recibida del notario y poco más.
            Estudió un rato la posición de la luna y la proyección de esta en los bordes picudos de las montañas, calculando que debían ser más o menos las cinco menos cuarto de la madrugada. En hora y cuarto llegaría el taxi para llevarlo a la ciudad. Estaba helado y, si no entonaba el cuerpo y los huesos con algo caliente, no podría dar un solo paso. Se echó la caja bajo el brazo y tomó el camino de su casa. Antes de llegar vio luces y mucho movimiento en el establo de su amigo y vecino el sobrino de Fidel. Entró a ver qué pasaba y le vio desbordado y desesperado, porque no atinaba a retener la hemorragia que tenía la yegua, que se había puesto de parto y uno de los potrillos venía mal. Tonín se arrodilló y remangó al lado de su amigo. Entre ambos trataron de mantener al animal con vida. Antonio Crespo respiró hondo y tiró con todas sus fuerzas de las patas de la cría, sabiendo que con eso podía matar a la madre. Tres horas después, exhaustos, rotos de cansancio, se abrazaron emocionados de alegría, al ver que la jaca y su cría se habían salvado...
            El taxista, cansado de esperar, se marchó, no sin antes dejar una tarjeta pegada en la puerta de la casa. Tonín cogió la moto y fue al bar del pueblo más cercano a llamar por teléfono a la notaría para excusarse. Aguantó la bronca que, con razón, le cayó encima; los reproches de sus hermanos vendrían después. Pero no le preocupó lo más mínimo porque, una vez más, había elegido, por encima de los intereses, su estilo de vida.

(Nota: Dedicar un texto no necesariamente significa que la historia narrada sea biográfica, son gestos que se hacen con cariño a personas que por diversas circunstancias hacen contigo el camino de la vida).