domingo, 21 de septiembre de 2014

Ella, los niños, Sacha...


Las cosas grandes tienen principios pequeños.
Robert Bolt y Michael Wilson.

El puesto de Cruz Roja, situado a poca distancia del lugar donde nos encontrábamos, recibió al amanecer una llamada de Protección Civil. Horas después, una pareja de voluntarios vino a prevenirnos para que estuviéramos preparados en caso de tener que ser evacuados, como pasó en los pueblos colindantes. La verdad es que no le di demasiada importancia dada la ubicación que teníamos; es decir, veía poco probable que nos alcanzara la catástrofe, así que sugerí continuar con nuestras rutinas y actividades. El abuelo, los niños y yo disfrutábamos en la piscina de casa de la mañana calurosa aunque sofocante que se estaba presentando. Mi mujer, su madre y una hermana suya a la que no soporto hacía rato que se fueron a caminar como tenían por costumbre. A la hora más o menos de estar zambullido en el agua, se levantó un viento molesto y abrasante que traía consigo briznas indeterminadas de algo que producía escozor en los ojos y lagrimeo. Una amiga de mi hijo el pequeño entró a despedirse de  él muy nerviosa. Volvían a la ciudad porque comentaba su papá que por allí la cosa se estaba poniendo muy fea. ¡Bah, gilipolleces!, –solté para mis adentros–. Los niños se quejaban continuamente del calor, así que preparé una jarra de limonada fresquita. Las mujeres llegaban en ese momento de su caminata y se unieron gustosas al alterne. Nuestro perro guardián, *Sacha, intuía la cercanía del peligro, porque no paraba de ladrar inquieto, cuando en circunstancias normales era bastante tranquilo.
La vivienda formaba parte de la única fase de doce casas unifamiliares, construidas con la intención de darle vida a la aldea donde nacieron los padres de mi suegro y que, al igual que ocurría en otros tantos rincones del país, la despoblación convertía en un espacio habitado únicamente por fantasmas. Se podía haber hecho otra más, incluso una tercera –terreno no faltaba para ello–, pero la burbuja del ladrillo estalló y paralizó las obras dejando el proyecto bajo la superficie. Se me antojaba que la peculiaridad de la distribución entre nosotros y el bosque era como un muro de contención que siempre nos protegería. El ayuntamiento estaba pegado al bar, a continuación la nave donde se celebraban los festejos y un poco más allá el costado de lo que en su día fue la escuela, donde también estudiaron los niños del resto de la comarca, y, detrás de todo eso, nosotros. Por tanto, aquellas piedras nos amurallarían ante cualquier conflicto que se originara en la naturaleza.
Los grados de calor subían deprisa. Entré al cuarto de baño a mojar una toalla para que el abuelo se humedeciera la frente; le temblaban las manos y balbuceaba cosas ininteligibles, lo que tampoco nos extrañaba mucho por el deterioro que sufría últimamente. Yo trataba de satisfacer a cada uno, pero, por otro lado, deseaba salir de allí un rato y despejarme pensando en mis cosas. Unos vecinos que se dirigían a la falda de la montaña vinieron a decirme si quería acompañarles; iban a ponerse a disposición de Cruz Roja para ayudar en las tareas humanitarias. Decidí ir con ellos, convencido de que los míos quedaban seguros. Besé a los chicos y a punto estuve de caer encima de Sacha, empeñado en enrollarse en mis piernas para que no me fuera. La última imagen clara que registra mi memoria con aquella fecha es la de mi mujer apoyada en el marco de la puerta, diciéndonos adiós y que tuviéramos muchísimo cuidado.
Cuando llegamos a la zona donde tenían el fuego controlado, empezamos a sacar a las personas atrapadas, labor que nos llevó horas. Afortunadamente no hubo que lamentar ninguna pérdida. Una dotación del Cuerpo de Bomberos, junto a helicópteros de transporte y extinción, luchaban para que el fuego no se reavivara y propagase. Ahora tocaba desandar el camino y compartir con los nuestros la experiencia vivida. Pero nos desviaron, porque el viento, que lejos de amainar se fortalecía, levantaba cortinas de llamas que habían tomado nuestra misma dirección. Nos estábamos poniendo muy nerviosos. Necesitábamos salir de allí lo antes posible, porque la angustia y al agobio de saber que nuestras familias estaban al otro lado podía con nosotros. Fue entonces, en mitad de aquel infierno, cuando me di cuenta del peligro que corrían y de lo torpe que fui pregonando a bombo y platillo que aquel lugar era uno de los más seguros del mundo.
Lo siguiente que recuerdo, bajo una lluvia de cenizas que no paraban de caer y que ralentizaba aún mucho más las labores de aproximación, es que voy caminando por el arcén de la carretera con el corazón en un puño, lleno de pánico. Pocos kilómetros antes de llegar al pueblo, desde donde debería verse ya la ermita, se me doblaron las piernas, porque la negra figura que mostraba el horizonte estaba formada por tiras de humo solapándose entre sí. Nos acompañó un grupo de psicólogos, un médico, enfermeras, auxiliares y varios agentes de la Policía Nacional. No sabría decir muy bien si fui consciente de la tragedia a la que iba a enfrentarme –nadie está preparado para el dolor que produce la pérdida de los seres queridos, y mucho menos así–, pero comprendí que no era el único que estaba perdido en mitad de la desgracia, porque una joven, conmocionada como yo lo estaba, se aferró a mi mano con fuerza devolviéndome a la realidad. Entonces, con rabia y derrota, me entraron ganas de gritar.
He llorado desconsoladamente, con mi estado de ánimo siempre abatido. También he necesitado reunir el valor y las fuerzas suficientes, agotando casi toda mi existencia, para hablar de lo ocurrido ese nefasto verano. A lo largo de todos estos años no ha dejado de perseguirme la culpa, la tristeza, el fracaso emocional, la falta de esperanza, o el dolor tan desgarrado imposible de explicar. De noche, cuando el toldo de las estrellas facilita el ambiente para quitarse el disfraz, hago recuento de lo que ya no está: los ladridos de Sacha, las peleas de los niños, las pullas de mi suegra con sus comentarios, los vecinos que sucumbieron en el incendio, el alcalde que para contentar a todas las partes acababa los plenos con cerveza, aquella chica que apareció de la nada y a la que nunca más volví a ver, pero sobre todo, o por encima de todo y en primer lugar, la complicidad con mi mujer, esa isla en la que a menudo me gustaba naufragar, apareciendo con las manos vacías… Sé muy bien que las víctimas fueron los cuerpos calcinados e irreconocibles de mi familia –imagino la lucha del viejo Sacha para tratar de salvar a los niños–, pero en otra medida yo también lo he sido, porque el azar –con el que estoy muy molesto–, el destino, o como quiera que se llame, aquella tarde de verano me jodió la vida.
Muchas veces me pregunto qué tipo de relación tendría ahora con mis hijos, qué clase de personas serían, cuáles sus proyectos, profesiones, travesías, los éxitos y fracasos que habrían hecho de ellos buena gente, respetable, educada, y a mí un padre orgulloso. Me angustia el sufrimiento que padeció mi mujer hasta que todo se apagara. Pienso en los besos que no di por las prisas, en la mala leche que se le ponía si no regaba las plantas, que ahora mantengo impecables, y en lo maravilloso que habría sido seguir juntos, quizá ahora ejerciendo de abuelos. Ojalá que, humildemente, este recuerdo haya servido para rendirles homenaje…

*Diminutivo del griego Alexander, que significa “Defensor”.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Casa de Reposo


A veces pienso que lucho por una vida que no tengo tiempo de vivir.
Craig Borten y Melisa Wallack

Recuerdo que pasada la medianoche debió soplar el viento con violencia durante horas, porque una pandilla de gatos callejeros y asustados no dejaron de maullar escondidos entre las basuras del bar que tenía enfrente. Como desde hacía unas semanas, recogí las cosas de la mesa: ensalada de arroz a falta del aliño, pimientos fritos con filetes de pollo empanados, algo de fiambre en papel de plata para picar entre horas, dos peras de agua, pastillas para el estómago, una botella con zumo de naranja, el móvil, cigarrillos y la documentación. Comprobé que la llave del gas estuviera cerrada, las macetas sujetas, el toldo atado, la cisterna llena y el resto de luces apagadas, menos la de la cocina donde me encontraba. Supongo que todavía no habrían dado las seis treinta cunado los compañeros llamaron al telefonillo; era el último de la ruta al que recogían. Eché tres vueltas de llave, llamé al ascensor y bajé con el vecino de arriba, que también salía temprano a trabajar.
Cuando llegamos a nuestro lugar de destino, y todos los obreros nos apeamos de la furgoneta, apurábamos los minutos de conversación previos al tajo, con la ropa de faena ya puesta, el termo de café en una mano y en la otra un bocadillo para empezar a abrir boca. Nos habían contratado para remozar la fachada y reparar el tejado de la Casa de Reposo situada a las afueras de una pequeña capital de provincias, al norte de la península. Opuesto al andamio que teníamos montado, un tímido amago de claridad se atrevía a romper la cáscara de las nubes compactas. Pero ni siquiera así, cuando lo normal es que ya estuvieran abiertas las contraventanas de las habitaciones, se apreciaba movimiento dentro. La fuerte tormenta lo llenó todo de barro, tiró parte del mobiliario del jardín, llegando incluso alguna silla de plástico duro hasta la valla de entrada, donde el viejo olivo, de espaldas al ocaso, aguantaba toda clase de incidencias. Escuchamos voces y nos tranquilizó saber que llegaban desde el huerto, donde el cocinero y su pinche, entre disgusto y cabreo, comprobaban los daños sufridos. La mansión, y todo el terreno que la rodeaba, fue donada en el siglo pasado por una viuda acaudalada de la comarca. Contaba con dieciséis dormitorios, dos salas comunes para ocio, comedor, cocina, invernadero, un despacho y la enfermería que anexionaron más tarde, cuando cerraron la terraza de atrás. En conjunto, un paraíso de tranquilidad y armonía que en esos momentos contaba con plazas vacías.
La furgoneta que debía llevarnos de vuelta a nuestros domicilios venía más tarde los lunes y los jueves. Mientras los compañeros descansaban relajados sobre el césped, a mí me gustaba recorrer la finca, disfrutando del paisaje enmarcado entre cerros. Confieso que de aquellos paseos me enternecía mucho la imagen de Pilar, sentada en un banco, con la mirada perdida y echando migas de pan a los pájaros. Era una mujer muy querida, admirada y respetada, entregada a su quehacer sin horario y sensible con los casos particulares de cada uno de los internos. Durante los últimos quince años dirigió aquello bastante bien, pero últimamente iba siempre acompañada de otra persona y apenas hablaba. Sólo traté con ella la primera vez que llegamos y fue para decirme que el bienestar de los ancianos estaba por encima de todo. Después, para cualquier otra cosa, me dirigía a la auxiliar.
Una mañana, al poco de empezar el tajo, uno de los hombres se hizo un corte profundo en la mano y tuvimos que bajar a la consulta del médico. Mientras le colocaba puntos de aproximación y hacía el informe para que después en su centro de salud le tramitaran la baja, preguntó si éramos los obreros que estaban trabajando en la residencia de mayores y comentó que no sabía muy bien por qué gastaban dinero, si posiblemente, en cuanto que lo de Pilar fuera a más, se cerraría en breve. Nosotros no nos atrevimos a preguntar qué.
Teníamos buena relación con todo el personal pero especialmente con el cocinero. A veces nos daba a probar un poquito del menú y nosotros, a la hora de la siesta, le invitábamos a café y cigarrillos. Así que, como quien no quiere la cosa, le llevamos a nuestro terreno y sacamos el tema de su jefa. Parece ser –dijo– que Pilar padece una enfermedad cognitiva acelerada y que los especialistas no dan esperanzas de vida más allá de unos pocos meses. Esa misma tarde de jueves, antes de irme a casa, al final del paseo, cuando la encontré en el mismo sitio, con los pájaros a sus pies, lánguida y sin pan que tirarles, no pude evitar mirar a la directora con ojos de pena, porque el destino le estaba arrancando del lugar donde posiblemente habría vivido los momentos más felices y complicados de su vida.
Años después de haber dejado de trabajar, asqueado de la ciudad, o, mejor dicho, de en lo que se estaba convirtiendo respecto a inseguridad y peligros, compré una parcela con vivienda en un pueblo tranquilo donde me trasladé a vivir. Una vez que anunciaban también fuertes tormentas, decidí quedarme a dormir en un hostal de la provincia para que al día siguiente me fuera más fácil realizar unas gestiones administrativas. Al regreso, habían desviado provisionalmente la carretera por obras de pavimentación y no quedaba más remedio que tomar un desvío. Unos metros más allá, a la izquierda, reconocí el camino estrecho que conducía a la Casa de Reposo. Giré el volante y disminuí la velocidad por miedo a despertar el paisaje que estaba tan tranquilo. Cuando paré el motor y bajé del coche, me dio la impresión de que hacía siglos que nadie pasaba por allí, porque la maleza estaba salvaje y desproporcionada. La intensidad del silencio era un personaje más que me recibió con agrado. El edificio no sólo estaba abandonado sino medio derruido. Ya no había risas, ni se escuchaba el fondo de ópera que salía de los discos que llevó uno de los residentes, ni en el tendedero había sábanas blancas aireándose al sol. Tenía la esperanza –absurda, ya lo sé– de que al final del paseo encontraría a Pilar sentada, con su porte elegante, delgada, sonriente y señalando algo a lo lejos, que más tarde comentaría con alguien encontrando un momento lúcido. Sin embargo, sólo el viejo olivo permanecía en pie. Rebusqué en el maletero del coche entre las provisiones que llevaba, cogí una bolsa, de la que saqué y metí otras cosas, y desanduve mis pasos. Cuando terminé de liar un cigarrillo, pensé que el final perfecto para esta historia habría sido que la Casa estuviera habitada, que el cocinero me diera un poco de pulpo a la gallega con cachelos, que en el invernadero estuvieran crecidas las rosas y que Verdi nos alegrara la mañana. Sin embargo, cuando la soledad me cautivó y me temblaban las manos desmigando un trozo de pan, me sorprendí que entre lágrimas le estaba dando de comer a las palomas.