Las cosas grandes
tienen principios pequeños.
Robert
Bolt y Michael Wilson.
El puesto de Cruz Roja, situado a poca
distancia del lugar donde nos encontrábamos, recibió al amanecer una llamada de
Protección Civil. Horas después, una pareja de voluntarios vino a prevenirnos para que estuviéramos preparados en caso de tener que ser evacuados, como pasó en los pueblos colindantes. La verdad es
que no le di demasiada importancia dada la ubicación que teníamos; es decir, veía poco probable que nos alcanzara la
catástrofe, así que sugerí continuar con
nuestras rutinas y actividades. El abuelo, los niños y yo disfrutábamos en la piscina de casa de la mañana
calurosa aunque sofocante que se estaba presentando. Mi mujer, su madre y una
hermana suya a la que no soporto hacía rato que
se fueron a caminar como tenían por costumbre. A la hora más o menos de estar
zambullido en el agua, se levantó un viento molesto y abrasante que traía
consigo briznas indeterminadas de algo que producía escozor en los ojos y
lagrimeo. Una amiga de mi hijo el pequeño entró a despedirse de él muy nerviosa. Volvían
a la ciudad porque comentaba su papá que por allí la cosa se estaba poniendo
muy fea. ¡Bah, gilipolleces!, –solté para mis adentros–. Los niños se quejaban
continuamente del calor, así que preparé una jarra de limonada fresquita. Las
mujeres llegaban en ese momento de su caminata y se unieron gustosas al
alterne. Nuestro perro guardián, *Sacha,
intuía la cercanía del peligro, porque no
paraba de ladrar inquieto, cuando en circunstancias normales era bastante
tranquilo.
La vivienda formaba parte de la única fase de
doce casas unifamiliares, construidas con la intención de darle vida a la aldea
donde nacieron los padres de mi suegro y que, al
igual que ocurría en otros tantos rincones del país, la despoblación convertía
en un espacio habitado únicamente por fantasmas. Se podía haber hecho otra más, incluso una tercera –terreno
no faltaba para ello–, pero la burbuja del
ladrillo estalló y paralizó las obras dejando el proyecto bajo la superficie.
Se me antojaba que la peculiaridad de la distribución entre nosotros y el
bosque era como un muro de contención que siempre nos protegería. El
ayuntamiento estaba pegado al bar, a continuación la nave donde se celebraban
los festejos y un poco más allá el costado de lo que en su día fue la escuela, donde también estudiaron los niños del resto de la
comarca, y, detrás de todo eso, nosotros. Por tanto, aquellas piedras nos
amurallarían ante cualquier conflicto que se originara en la naturaleza.
Los grados de calor subían deprisa. Entré al
cuarto de baño a mojar una toalla para que el abuelo se humedeciera la frente;
le temblaban las manos y balbuceaba cosas ininteligibles, lo que tampoco nos
extrañaba mucho por el deterioro que sufría últimamente. Yo trataba de
satisfacer a cada uno, pero, por otro lado,
deseaba salir de allí un rato y despejarme pensando en mis cosas. Unos vecinos
que se dirigían a la falda de la montaña vinieron a decirme si quería acompañarles; iban a ponerse a disposición de Cruz Roja para
ayudar en las tareas humanitarias. Decidí ir con ellos,
convencido de que los míos quedaban seguros. Besé a los chicos y a punto estuve de caer encima de Sacha, empeñado
en enrollarse en mis piernas para que no me fuera. La última imagen clara que
registra mi memoria con aquella fecha es la de
mi mujer apoyada en el marco de la puerta, diciéndonos adiós y que tuviéramos
muchísimo cuidado.
Cuando llegamos a la zona donde tenían el
fuego controlado, empezamos a sacar a las personas atrapadas, labor que nos
llevó horas. Afortunadamente no hubo que lamentar ninguna pérdida. Una dotación
del Cuerpo de Bomberos, junto a helicópteros de
transporte y extinción, luchaban para que el fuego no se reavivara y propagase.
Ahora tocaba desandar el camino y compartir con los nuestros la experiencia
vivida. Pero nos desviaron, porque el viento, que lejos de amainar se
fortalecía, levantaba cortinas de llamas que habían tomado nuestra misma
dirección. Nos estábamos poniendo muy nerviosos. Necesitábamos salir de allí lo antes
posible, porque la angustia y al agobio de
saber que nuestras familias estaban al otro lado podía con nosotros. Fue
entonces, en mitad de aquel infierno, cuando me
di cuenta del peligro que corrían y de lo torpe que fui pregonando a bombo y
platillo que aquel lugar era uno de los más
seguros del mundo.
Lo siguiente que recuerdo, bajo una lluvia de cenizas que no paraban de caer y
que ralentizaba aún mucho más las labores de aproximación, es que voy caminando
por el arcén de la carretera con el corazón en un puño,
lleno de pánico. Pocos kilómetros antes de llegar al pueblo, desde donde
debería verse ya la ermita, se me doblaron las piernas,
porque la negra figura que mostraba el horizonte estaba formada por tiras de humo solapándose entre sí. Nos acompañó un
grupo de psicólogos, un médico, enfermeras, auxiliares y varios agentes de la
Policía Nacional. No sabría decir muy bien si fui consciente de la tragedia a
la que iba a enfrentarme –nadie está preparado para el dolor que produce la
pérdida de los seres queridos, y mucho menos así–, pero comprendí que no era el
único que estaba perdido en mitad de la desgracia, porque una joven,
conmocionada como yo lo estaba, se aferró a mi mano con fuerza devolviéndome a
la realidad. Entonces, con rabia y derrota, me entraron ganas de gritar.
He llorado desconsoladamente, con mi estado
de ánimo siempre abatido. También he
necesitado reunir el valor y las fuerzas suficientes, agotando casi toda mi
existencia, para hablar de lo ocurrido ese
nefasto verano. A lo largo de todos estos años no ha dejado de perseguirme la
culpa, la tristeza, el fracaso emocional, la falta de esperanza, o el dolor tan
desgarrado imposible de explicar. De noche, cuando el
toldo de las estrellas facilita el ambiente para quitarse el disfraz, hago
recuento de lo que ya no está: los ladridos de Sacha, las peleas de los niños, las pullas de mi suegra con sus
comentarios, los vecinos que sucumbieron en el incendio, el alcalde que para
contentar a todas las partes acababa los plenos con cerveza, aquella chica que
apareció de la nada y a la que nunca más volví a ver, pero sobre todo, o por
encima de todo y en primer lugar, la complicidad con mi mujer, esa isla en la
que a menudo me gustaba naufragar, apareciendo con
las manos vacías… Sé muy bien que las víctimas fueron los cuerpos calcinados e
irreconocibles de mi familia –imagino la lucha del viejo Sacha para tratar de salvar a los niños–, pero en otra medida yo
también lo he sido, porque el azar –con el que estoy muy molesto–, el destino,
o como quiera que se llame, aquella tarde de verano me jodió la vida.
Muchas veces me pregunto qué tipo de relación
tendría ahora con mis hijos, qué clase de personas serían, cuáles sus
proyectos, profesiones, travesías, los éxitos y fracasos que habrían hecho de
ellos buena gente, respetable, educada, y a mí un padre orgulloso. Me angustia
el sufrimiento que padeció mi mujer hasta que todo se apagara. Pienso en los
besos que no di por las prisas, en la mala leche que se le ponía si no regaba
las plantas, que ahora mantengo impecables, y en lo maravilloso que habría sido
seguir juntos, quizá ahora ejerciendo de abuelos. Ojalá que, humildemente, este recuerdo haya servido para
rendirles homenaje…
*Diminutivo del griego Alexander, que
significa “Defensor”.