Todo el mundo tiene derecho
al pan,
Pero también a las rosas.
Juan Diego Botto
La sala de espera del dentista estaba decorada con
abstractos firmados por un pintor danés –según la inscripción que figuraba en
el extremo inferior izquierdo–. En el centro de la estancia, presidiéndolo todo, una mesa muy original, con forma de pergamino y pespunteada con vetas
marrones, daba el punto esnob y atractivo al mobiliario. Junto al ventanal que
asomaba a la sierra norte de Madrid, decorando
el metido de un feo esquinazo, había un expositor vertical lleno con revistas
de reciente publicación. Cómodos sillones de amplio asiento, tapizados en
castaño claro, y una planta trepadora enroscada
alrededor de un tronco de bambú completaban cuanto había en aquella aséptica
habitación.
La presencia de una mujer, abstraída por las páginas de
un National Geographic apoyado sobre
las piernas, cuya cara me resultaba conocida,
pese a llevar puestas una gorra y lentes de contacto gruesas –más tarde caí en
la cuenta de que era portavoz en el Grupo Parlamentario Mixto–, ayudó a que
regresara de las preocupaciones que me tenían perdida. Una segunda persona, de
nombre Úrsula, entrada en años y en kilos, desplazándose con esa lentitud en
los andares que parece decir “ya no tengo prisa para nada”, salió del baño
conservando el porte y la elegancia de las grandes damas sencillas. Se secó las
manos con un pañuelo de papel, me sonrió, le correspondí,
se ruborizó como una adolescente y sacó del bolso una polvera para retocarse
pómulos y barbilla. Pero, viendo que estaba muy
acalorada, la otra mujer le ofreció un abanico. El aire acondicionado no
funcionaba, lo que hacía todavía más molesta si cabe la espera. Tentada estuve
de posponer la cita y dejar para otro día la preparación del implante que iban
a colocarme en el segundo premolar. No lo hice, ahora me alegro.
Perezosos, pasaban los minutos lentamente agarrados a las
horas, con sensación de caerse de bruces contra la colchoneta donde juegan los
nervios a pegar saltos. Vino a saludarnos la especialista en higiene dental, y aprovechó
para justificar de alguna manera por qué otro doctor suplente nos atendería en
breve, en lugar del titular que se estaba ocupando de una urgencia –la realidad
era que el tipo se había largado con su amante a pasar una semana fuera de la
ciudad–, a lo que las tres intercambiamos miradas de disgusto. Antes de
abandonarnos cada una en nuestras cavilaciones, se me ocurrió la idea de
iniciar una conversación, a la que una de mis compañeras se enganchó sin
problema y con agrado. La otra se marchó, no
sin antes protagonizar una buena discusión con el personal administrativo.
Úrsula regresó a Madrid hacía siete años. Casada por
poderes a los dieciocho con un diplomático del que nunca estuvo enamorada, pero
al que tuvo un cariño muy especial hasta que se separaron cuando ella decidió
que el final de su existencia lo pasaría aquí,
su vida transcurrió entre París, Buenos Aires, Basora –Irak–, San Luis
–Misuri–, Alemania y por último Moscú, ciudades a las que ahora viajaba gracias
a los recuerdos que conservaba dentro del corazón y de la memoria, ya que una
grave lesión en la columna le impedía hacerlo físicamente. Sobre todo
trasladaba la imaginación a Alsacia, situada al este de Francia, donde residían
tres de sus cuatro hijos; con respecto al pequeño, la última noticia que tenía es
que andaba por Mozambique con alguna ONG… A sus
ochenta y tres años, esta señora absolutamente lúcida, inteligente, actual, que
habla a la perfección cinco idiomas y entiende que las lenguas son herramientas
de comunicación entre seres humanos, que está preocupada por los cambios que se
avecinan, que tiene unas ganas locas de entender el presente aportando la rica
experiencia adquirida por el mundo en cuanto a costumbres y culturas, y que
abiertamente se declaró internacionalista –reconocimiento de todas las naciones como iguales
respetando sus diferencias–, demostraba una capacidad de análisis como pocas.
Como consorte, tenía vía
libre para entrar en determinados sitios y, desde
la clandestinidad, ayudar a exiliados
políticos, algo que su marido desconocía, o eso
es lo que a ella le daba a entender. Hija y nieta de republicanos, que llegado
el momento tuvieron que escapar también de una muerte segura, o de pudrirse en
la cárcel en el menos malo de los casos, sabía pelear muy bien el sentido de
libertad en los corazones de aquellas personas
comprometidas que, como ella, estaban
dispuestas a dejar, cueste lo que cueste, un mundo más saludable a las generaciones venideras. A través de esta actividad
adquirió fama internacional entre sus camaradas. Me contó sobre las muchas visitas que realizaba al cabo del día a pisos
francos, comprobando que todo estuviera en
orden y que las personas allí refugiadas gozaran de condiciones saludables y de
seguridad, cuidándose muy mucho, claro está, de no ser descubierta y echar
abajo todo el operativo desplegado. También, personalmente ella, se ocupaba de
preparar a otras gentes para que, llegado el
caso de su traslado a otro punto del mundo, pudieran sin ella seguir adelante con el proyecto.
Cuando nos nombraron para entrar a distintos gabinetes, y ayudé a Úrsula a ponerse en pie, no pude reprimir
el impulso de abrazarla, de sentir el latido de su corazón cerca del mío y
aquel aliento a compañerismo que desprendía toda en sí. Pero, evitando sufrir más emociones, ella me apartó con
mucha sensibilidad, e inició el camino –iban a realizarle una endodoncia en uno
de los incisivos laterales– sin volver la cabeza ni una sola vez para mirarme,
para despedirse, cumpliendo la maravillosa
máxima que me había dejado aprehendida en la piel: “no te pares a mirar atrás
porque perderás velocidad y serán otros los que te arrollen, tú sólo busca un
área de descanso donde hacer noche”.
Muy a lo lejos apenas quedaba de la tarde un ramillete de
culebrillas rojizas en el cielo, empezaba a llover con fuerza y la sensación de
frío se intensificaba con las ráfagas de viento que tomaban potencia. Paró un
coche en la misma puerta descendiendo de él un hombre extremadamente delgado,
bien vestido y conservando una buena mata de pelo blanco. Por la descripción
que me había dado Úrsula, intuí que era su hermano. La besó en la mejilla,
guardó unas bolsas en el maletero y ambos se marcharon en el automóvil. Y, así,
paralizada, bajo la lluvia que parecía haber estado retenida en los depósitos
del Universo, me quedé mirando las luces de los faros traseros hasta que
desaparecieron. Entonces, como gotas selectas de perfume que se guardan en la
memoria para siempre, busqué la plaza donde había aparcado el coche, me subí en
él y circulé por la carretera de la vida, segura de encontrar, dentro de mí, un
buen sitio donde pasar la noche.
(Nota: Aprovecho esta ventana para desearos a todos
unas felices vacaciones. Volveremos a encontrarnos el 24 de agosto con nuevos
relatos)