domingo, 6 de julio de 2014

El corazón de Úrsula


Todo el mundo tiene derecho al pan,
Pero también a las rosas.
Juan Diego Botto

La sala de espera del dentista estaba decorada con abstractos firmados por un pintor danés –según la inscripción que figuraba en el extremo inferior izquierdo–. En el centro de la estancia, presidiéndolo todo, una mesa muy original, con forma de pergamino y pespunteada con vetas marrones, daba el punto esnob y atractivo al mobiliario. Junto al ventanal que asomaba a la sierra norte de Madrid, decorando el metido de un feo esquinazo, había un expositor vertical lleno con revistas de reciente publicación. Cómodos sillones de amplio asiento, tapizados en castaño claro, y una planta trepadora enroscada alrededor de un tronco de bambú completaban cuanto había en aquella aséptica habitación.
La presencia de una mujer, abstraída por las páginas de un National Geographic apoyado sobre las piernas, cuya cara me resultaba conocida, pese a llevar puestas una gorra y lentes de contacto gruesas –más tarde caí en la cuenta de que era portavoz en el Grupo Parlamentario Mixto–, ayudó a que regresara de las preocupaciones que me tenían perdida. Una segunda persona, de nombre Úrsula, entrada en años y en kilos, desplazándose con esa lentitud en los andares que parece decir “ya no tengo prisa para nada”, salió del baño conservando el porte y la elegancia de las grandes damas sencillas. Se secó las manos con un pañuelo de papel, me sonrió, le correspondí, se ruborizó como una adolescente y sacó del bolso una polvera para retocarse pómulos y barbilla. Pero, viendo que estaba muy acalorada, la otra mujer le ofreció un abanico. El aire acondicionado no funcionaba, lo que hacía todavía más molesta si cabe la espera. Tentada estuve de posponer la cita y dejar para otro día la preparación del implante que iban a colocarme en el segundo premolar. No lo hice, ahora me alegro.
Perezosos, pasaban los minutos lentamente agarrados a las horas, con sensación de caerse de bruces contra la colchoneta donde juegan los nervios a pegar saltos. Vino a saludarnos la especialista en higiene dental, y aprovechó para justificar de alguna manera por qué otro doctor suplente nos atendería en breve, en lugar del titular que se estaba ocupando de una urgencia –la realidad era que el tipo se había largado con su amante a pasar una semana fuera de la ciudad–, a lo que las tres intercambiamos miradas de disgusto. Antes de abandonarnos cada una en nuestras cavilaciones, se me ocurrió la idea de iniciar una conversación, a la que una de mis compañeras se enganchó sin problema y con agrado. La otra se marchó, no sin antes protagonizar una buena discusión con el personal administrativo.
Úrsula regresó a Madrid hacía siete años. Casada por poderes a los dieciocho con un diplomático del que nunca estuvo enamorada, pero al que tuvo un cariño muy especial hasta que se separaron cuando ella decidió que el final de su existencia lo pasaría aquí, su vida transcurrió entre París, Buenos Aires, Basora –Irak–, San Luis –Misuri–, Alemania y por último Moscú, ciudades a las que ahora viajaba gracias a los recuerdos que conservaba dentro del corazón y de la memoria, ya que una grave lesión en la columna le impedía hacerlo físicamente. Sobre todo trasladaba la imaginación a Alsacia, situada al este de Francia, donde residían tres de sus cuatro hijos; con respecto al pequeño, la última noticia que tenía es que andaba por Mozambique con alguna ONG… A sus ochenta y tres años, esta señora absolutamente lúcida, inteligente, actual, que habla a la perfección cinco idiomas y entiende que las lenguas son herramientas de comunicación entre seres humanos, que está preocupada por los cambios que se avecinan, que tiene unas ganas locas de entender el presente aportando la rica experiencia adquirida por el mundo en cuanto a costumbres y culturas, y que abiertamente se declaró internacionalista –reconocimiento de todas las naciones como iguales respetando sus diferencias–, demostraba una capacidad de análisis como pocas.
Como consorte, tenía vía libre para entrar en determinados sitios y, desde la clandestinidad, ayudar a exiliados políticos, algo que su marido desconocía, o eso es lo que a ella le daba a entender. Hija y nieta de republicanos, que llegado el momento tuvieron que escapar también de una muerte segura, o de pudrirse en la cárcel en el menos malo de los casos, sabía pelear muy bien el sentido de libertad en los corazones de aquellas personas comprometidas que, como ella, estaban dispuestas a dejar, cueste lo que cueste, un mundo más saludable a las generaciones venideras. A través de esta actividad adquirió fama internacional entre sus camaradas. Me contó sobre las muchas visitas que realizaba al cabo del día a pisos francos, comprobando que todo estuviera en orden y que las personas allí refugiadas gozaran de condiciones saludables y de seguridad, cuidándose muy mucho, claro está, de no ser descubierta y echar abajo todo el operativo desplegado. También, personalmente ella, se ocupaba de preparar a otras gentes para que, llegado el caso de su traslado a otro punto del mundo, pudieran sin ella seguir adelante con el proyecto.
Cuando nos nombraron para entrar a distintos gabinetes, y ayudé a Úrsula a ponerse en pie, no pude reprimir el impulso de abrazarla, de sentir el latido de su corazón cerca del mío y aquel aliento a compañerismo que desprendía toda en sí. Pero, evitando sufrir más emociones, ella me apartó con mucha sensibilidad, e inició el camino –iban a realizarle una endodoncia en uno de los incisivos laterales– sin volver la cabeza ni una sola vez para mirarme, para despedirse, cumpliendo la maravillosa máxima que me había dejado aprehendida en la piel: “no te pares a mirar atrás porque perderás velocidad y serán otros los que te arrollen, tú sólo busca un área de descanso donde hacer noche”.
Muy a lo lejos apenas quedaba de la tarde un ramillete de culebrillas rojizas en el cielo, empezaba a llover con fuerza y la sensación de frío se intensificaba con las ráfagas de viento que tomaban potencia. Paró un coche en la misma puerta descendiendo de él un hombre extremadamente delgado, bien vestido y conservando una buena mata de pelo blanco. Por la descripción que me había dado Úrsula, intuí que era su hermano. La besó en la mejilla, guardó unas bolsas en el maletero y ambos se marcharon en el automóvil. Y, así, paralizada, bajo la lluvia que parecía haber estado retenida en los depósitos del Universo, me quedé mirando las luces de los faros traseros hasta que desaparecieron. Entonces, como gotas selectas de perfume que se guardan en la memoria para siempre, busqué la plaza donde había aparcado el coche, me subí en él y circulé por la carretera de la vida, segura de encontrar, dentro de mí, un buen sitio donde pasar la noche.
(Nota: Aprovecho esta ventana para desearos a todos unas felices vacaciones. Volveremos a encontrarnos el 24 de agosto con nuevos relatos)