domingo, 27 de abril de 2014

Efectos secundarios

Había en esos ojos moribundos
un amplio pedido de disculpas
y una desesperada súplica de consuelo
que se perdía en el vacío.
José Rivera.

Bajó el toldo hasta la mitad de la terraza para impedir que la fuerza del sol afeara el barniz de los muebles. Acababa de empezar en el calendario la tercera semana de mayo y, aunque tardío, el primer calor de temporada entró de golpe. Apoyadas en la mampara de la ducha dejó secando las zapatillas que se le habían mojado con la presión del grifo, así que, con los calcetines grises desgastados que usaba para estar en casa, recorrió los escasos metros que le separaban de la cocina. Cogió del mueble una taza grande de dos asas, y, procurando que no le atropellara la impaciencia de los labios, sorbió con gusto el consomé recién templado que seguramente le entonaría el cuerpo. Días antes había comprado por Internet unas flores que todavía lucían hermosas en el jarrón del dormitorio, dejando en el ambiente un aroma agradable aunque indeterminado. Dio varias vueltas por la habitación y a punto estuvo de tumbarse y abrir el libro que empezó a leer la noche anterior: “Mañana no será lo que Dios quiera”, biografía de Ángel González, un retrato lírico del gran poeta escrito por Luis García Montero. Pero prefirió sentarse en el comedor y escuchar a Miles Davis. Seguramente eso le relajaría mucho más.
        La vida proporciona motivos pacíficos para hacerle la revolución a la cobardía. Faltaba una semana para que se celebrara el juicio que esperaba desde hacía tres años. Una travesía complicada de treinta y seis largos meses, que apenas pudieron suavizar el remordimiento de conciencia, ni el dolor del corazón. Y, aunque su mayor deseo era que aquello terminara cuanto antes, según se aproximaba la fecha, los nervios se le agarraban a las tripas como náufragos desesperados. Pero quizá lo que de verdad le atemorizaba era no tener valentía suficiente para mirar otra vez a la cara de aquel niño que, pegado a la cama de su padre, les recibió entonces sin asomo alguno de rencor. Con la garganta reseca por la congoja a punto de estallar y, acompañado por la música de Jazz, dejó puestas las llaves del desván por si los sentimientos querían darse una vuelta y subir a desahogarse mientras se ausentaba unas horas del presente.
         Empezó a beber por algo muy simple o muy tonto: porque la crecida de vacío en su interior subía como las aguas de un río desbordado, dijo la primera vez que habló en público en una reunión de Alcohólicos Anónimos. Trabajaba en una empresa de paquetería conduciendo una carretilla elevadora para transportar palés. Cuando había mucha demanda y necesitaban echar horas a destajo, el turno de noche se pagaba más caro, con lo que, dada su necesidad de ingresos, él era siempre de los primeros en apuntarse a la lista. Por esa época estaba desesperado y fuera de control. Harta de limpiar los vómitos que le provocaban las borracheras y de padecer junto a quien estaba dejando de ser persona, acababa de abandonarle su mujer. Una tarde, cuando terminaba la jornada laboral en el muelle, el encargado le comunicó que había que cargar unos camiones antes de las tres de la madrugada, hora programada para salir a carretera. Aceptó de buen grado, pero quiso disponer antes de algún tiempo para cenar. Cuando regresó quedaban solamente los tres compañeros asignados para ayudarle. Tomó los mandos del vehículo y, engañado por la confianza que merma el coñac en grandes dosis, inició la tarea rutinaria con demasiada desidia.
         Todo iba saliendo sin incidencias. Habían terminado de cargar el penúltimo tráiler y solamente faltaba uno para concluir el trabajo. Metió las palas bajo una torre de embalaje pesado, la elevó accionando la palanca de mandos y aceleró bruscamente hasta llegar donde se suponía que debía descargar los palés. Un pincho de tortilla y un café solo fueron poca cosa para hacerle frente al vino y al coñac que tomó en la cena. Con los reflejos disminuidos y el sueño plomizo que aparece al filo de las cuatro de la mañana, la capacidad de reacción de su mente estaba entorpecida. El golpe fue seco, rápido, sin ruidos. Cuando se quiso dar cuenta, alarmado por los otros compañeros, vio los pies de uno de ellos debajo de la tonelada de desdicha irreversible que acababa de caerle encima.
         Encontró las paredes del muelle más frías que nunca, el cielo más negro que nunca, la soledad más agresiva que nunca, la impotencia más injusta que nunca... Escondió la cara entre las manos cuando se declaró único responsable a la policía allí presente. Pidió voluntariamente que se le realizara la prueba de alcoholemia; todos sabían que daría positivo. Por la puerta entraron el encargado y el director general, muy apenados y muy serios. Llegó la UVI móvil. Las esperanzas eran pocas y el pronóstico muy desfavorable. No sabía qué hacer, de modo que se quedó pegado a uno de los laterales, con la sensación de estar viendo imágenes de televisión, como si aquello no fuera con él ni hubiese sucedido por su culpa... Al día siguiente le despidieron y lo comprendió. La empresa puso en funcionamiento toda la maquinaria legal para no verse mezclada y que aquel lamentable accidente le salpicara lo menos posible. Algún tiempo después, impulsado por los compañeros, fueron al hospital. Un niño de ojos grandes y mirada melancólica abrió la puerta de la habitación justo en el momento en que ellos entraban. Retrocedió y se quedó muy pegado junto al cuerpo en estado vegetativo de su padre. Aquella carita inocente bastó para empujarle a seguir un tratamiento de desintoxicación. Se lo debía al padre, a la criatura, a su familia y, por encima de todo: A sí mismo.
         A esas horas no iba mucha gente en el metro. Contó con los dedos de la mano las estaciones que le faltaban hasta llegar a Plaza de Castilla: Siete en total. Caminó bajo la lluvia fuerte de primavera con las manos metidas en los bolsillos, con la lengua pegada al paladar, con el corazón en un puño... Cuando cerraron la puerta de la sala del juzgado y las posibilidades de escapatoria se redujeron a cero, liberó de los hombros el peso que había soportado durante estos años difíciles de llevar. Ignoraba qué pasaría de ahora en adelante, o cual sería el futuro que les esperaría a cada uno de ellos, pero de lo que sí estaba absolutamente seguro era de que el remordimiento, que tal vez seguiría con él el resto de sus días, en breves momentos, quedaría visto para sentencia.

domingo, 13 de abril de 2014

Un hombre desconocido


Mi profesor de Literatura me dijo que aprender a escribir es como aprender a mirar,
como conseguir ver las cosas necesarias para encontrar un sentido.
Luis García Montero.

Situada al oeste de la provincia de Málaga, la Serranía de Ronda es una comarca en cuyo cinturón conviven 21 municipios, que en su mayoría están bañados por castaños, narcisos o jara blanca, entre otras maravillas de la naturaleza que hacen de este paisaje un rincón muy especial de nuestra geografía. Echar la llave dejando dentro del hogar las brasas a medio quemar bajo la falda camilla es como ir en la noche de San Juan a las hogueras de la playa y ver con mala leche que la intolerancia no se convierte en cenizas. En los peores años de la dictadura franquista, muchas familias tuvieron que emigrar de allí para poder ofrecer a los suyos un proyecto de futuro menos opaco. En su mayoría, hoy, con una población que sigue cayendo en picado porque los jóvenes se van hacia la Costa donde se supone que hay mayores oportunidades de trabajo, se han transformado en pueblos fantasmas donde agonizan geranios agostados en las ventanas de sus calles estrechas.
            A las afueras del más pequeño de aquel terreno cruzado por montañas y sierras, y desde el cual se visualiza la A-369 que une Ronda con Campo de Gibraltar, reside en una parcela muy descuidada el menor de los Molina Vidal, el único que queda vivo de nueve hermanos. La realidad subraya aquellos párrafos que no tienen vuelta atrás. Su casa está hecha con muros fuertes como los de antes, techos altos y sólidos cimientos, a pesar de que inexorablemente el paso del tiempo haya desconchado la cal de la fachada y oxidado el cerrojo del gallinero.
            Alfredo ha heredado la estatura de los tíos maternos, la nariz fina y el pelo fosco del padre, los andares desgarbados de la madre, las pestañas largas de ambas abuelas y la misma tos a tabaco de picadura que tenían los suyos cuando faenaban para el patrón. De familia muy humilde, hombres y mujeres del campo, pronto cambió el colegio por las labores de la tierra, decisión que todos aprobaron, dada su condición de mal estudiante. Mucho después se arrepentiría de no haber estudiado. Los muros imaginarios son redes sin escapatoria. El paso de los años y la aparición de alguna que otra enfermedad fue llevándose uno a uno a los parientes, mientras que la crisis empujó a los arrendadores a dejar morir la tierra.
            Después de que Alfredo soltara a los perros por la finca, regara el jardín y recogiera los huevos que encontraba en el gallinero, poco más le quedaba por hacer, así que los días apenas se diferenciaban uno de otro. Pasaba horas sentado en el poyete de la calle escuchando la radio, asistiendo como oyente pasivo al desmantelamiento de los valores fundamentales de la sociedad. Una mañana, cuando retiraba de la lumbre la cacerola de la sopa, y una buena parte del gremio de intelectuales estaba consternada por la muerte de Elías Querejeta –el productor de cine–,  llamaron a la puerta con tres golpes secos. Era uno de los albañiles que arreglaba la casa del maestro, deshabitada hacía más de cincuenta años. No estaba acostumbrado a recibir visitas, lo que de entrada le fastidió por el simple hecho de romperle la rutina. “Buenos días. Perdone que le moleste, señor, pero ando con el estómago revuelto y llevo la boca seca. ¿No tendría usted por ahí un poco de agua fresca para echarme un trago?”. Alfredo cogió el botijo y se lo ofreció, además de indicarle que podía tomar asiento. La libertad que da hablar con desconocidos se parece mucho a la que tiene el verso al desnudarse.
            Las cosas no marchan bien en la empresa para la que trabajo, –dijo–. Hace siete meses que no nos pagan, sabe usted, y si nos negamos a terminar las obras que hay empezadas amenazan con despedirnos perdiendo todos los derechos por nuestra parte. Somos mano de obra fácil dentro de un laberinto que ya no hace pie. Alfredo prestaba atención sin mover un músculo de la cara. “Tenemos una situación tan delicada y unas condiciones laborales tan precarias, que parece habernos metido en el túnel del tiempo, –prosiguió–. Y para colmo de males,  como no me callo, los jefes me la tienen jurada. Porque, mire usted, a mí es que cuando se me hinchan las pelotas, no me callo, porque no hay derecho a que nos traten así, no hay derecho a que las cosas vayan como van, y no hay derecho a callarse. Hala, ya lo solté. Así que, entre pitos y flautas, entre las preocupaciones y las facturas, los jugos del estómago se me están comiendo. Y, por si todo esto fuera poco, hace más de un año que no veo a la familia, porque no me puedo permitir el lujo de viajar. Soy de una pequeña aldea de Galicia, y, cuando la situación empezó a ponerse fea por aquí, mi mujer y los niños se volvieron; al menos allí tienen para comer y un techo donde vivir. Como puede ver, lo tengo bien jodido. Un asco, mire usted, un asco…”. Se puso el casco, le dio la mano y las gracias, y reanudó su camino.
            Mientras que el mundo de la cultura, los amantes del cine y la gente con sensibilidad lloraba a Elías Querejeta, Alfredo permaneció con el cuerpo tenso y la cabeza procesando la información que acababa de recibir de aquel hombre. Nunca tuvo amigos, ni jugaba al mus en el bar a la caída de la tarde, ni participaba de las actividades que hacían en el pueblo cuando había más vecinos, ni bajaba los domingos a casa de su hermana mayor a comer paella. El concepto que tenía de sí mismo era  bastante egocéntrico. Sin embargo, haber sido capaz de escuchar y, más aún, que calaran en él aquellas palabras llenas de rabia y de dolor pareció un primer asomo de la humanidad que seguramente tenía, aunque no desarrollada; un buen síntoma que tal vez le ayudaría a ser más sociable con los demás. Alfredo jamás indagó en su interior para buscar la raíz de la persona que era. Vivir huyendo de los sentimientos te convierte en un fugitivo que la vida ha dado por desaparecido. Giró la cabeza en dirección a la carretera que, a esa hora, lucía solamente como una línea recta, como un horizonte vacío e inservible. Entonces sintió mucha pena al pensar en las cosas que había perdido, en las experiencias que nunca tendría porque estaba hueco de contenidos, y también en las personas que había apartado de su lado con tirantez.
            A lo lejos de la imaginación que nunca duerme, podía escuchar su propio lamento y el quejido de aquel tren que se alejaba cuando corría tratando de alcanzarlo en sueños. Se acordó de los suyos, y de los paisajes de antes, de los juegos de la infancia, de la primera novia que pudo haber tenido, y de aquella fuerza que poseía la gente de entonces para luchar por mejorar el futuro. El granizo que comenzó a caer le devolvió a la realidad de su refugio. Por primera vez en décadas lloraba de soledad.  En la radio se apagó la voz del locutor, dando paso a una canción de Camarón de la Isla: “…Sobre la misma columna/abrazados sueño y tiempo/cruza el gemido del niño/la lengua rota del viejo…”. Abrió un pequeño cajón del mueble de la cocina, sacó un cuaderno desgastado por el tiempo y un lápiz al que tuvo que sacar punta. Aunque sus manos toscas arrugaban la hoja, ya no había  marcha atrás. Necesitaba escribir para entenderse, para desahogarse, para saber quién era en realidad y darle un sentido a su existencia. Con letras de molde puso la fecha en la cabecera. No sabía muy bien cómo empezar: Alfredo Molina Vidal… Juntar palabras que hablen de uno debería ser un acto de humildad, algo que nos hace ser más sencillos. Por esa razón, desde entonces, adquirió la costumbre de escribir para bajarse los humos.