domingo, 30 de marzo de 2014

El tren de aterrizaje


Cuando la estupidez se adueña de la cubierta,
del barco y hasta del horizonte y la esperanza, entonces
las palabras regresan para iluminar la hamaca,
para recordarnos que no estamos solos en la travesía
Maruja Torres.

A Carol, Maite Pisonero, Amaia, Nieves Sanz, Victoria, Lourdes, Marta, Usua y Bego.

A las siete cuarenta y cinco, hora peninsular, tenía que haber aterrizado en el Aeropuerto de Barajas un Airbus de largo alcance procedente de América Latina y en el que viajaba Aroa. Venía de vacaciones a su tierra después de quince años, pero antes tenía intención de quedarse una semana en Madrid y disfrutar cada día como si fuera el último –tal y como le sugirió una de sus amigas tras pasar una crisis muy delicada–. Sin embargo, lo que parecía un claro desacuerdo o falta de sincronización entre la cabina y la torre de control les mantuvo dando vueltas en el aire una hora y cincuenta minutos de retraso.
            Aroa trabaja en uno de los barrios marginales más grandes de Buenos Aires, Villa 21, por donde “El Paco” –término construido a partir de Pasta de Cocaína–, la droga de los pobres, circula sin piedad, destruyendo a los jóvenes sin futuro que son portadores de la desesperación. Además de darle a sus clases un perfil comprometido y social, se implica mucho en la vida particular de cada alumno, investigando sus raíces, el entorno y la situación familiar que tengan, todo con tal de disuadirles para que no caigan o abandonen el terreno de los toxicómanos. Una vez, y a petición de un grupo de padres, les llevó documentación de cómo está elaborado “El Paco” –que se consigue macerando hojas de coca mezcladas con parafina o disolvente y a la que se le suele agregar ácidos convencionales o vidrio molido para aumentar su rendimiento y por consiguiente las ganancias–, y las consecuencias  que trae su consumo, bien por vía oral, bien en cigarrillos. Pero ni siquiera con eso estaba segura de poder convencerlos para que no se engancharan al tren de la muerte.
            Durante el largo viaje que estaba haciendo terminó uno de los libros que llevaba en el dispositivo electrónico. Acabar de leer y cerrar los ojos es guardar entre paños húmedos el universo que hemos descubierto para que no se deshidrate, pensó mientras saboreaba las palabras finales de la novela basada en hechos reales, y envidiaba a la vez la facilidad que tienen los narradores de historias para colocarse dentro del tuétano de la vida. Apagó el eBook y miró alrededor comprobando que la mitad del pasaje cercano a ella dormía ajeno a la demora, mientras que el resto se inquietaba en los asientos. Un poco después, pidiendo disculpas y sin dar ningún tipo de explicación, anunciaron el aterrizaje.
            La madre de una compañera de la escuela conservaba un ático que heredó de la familia en el centro de la capital, entre Chueca y Gran Vía, y que usaban solamente cuando venían de Buenos Aires a pasar una temporada. En portería tenían aviso de entregarle la llave a Aroa una vez se identificara, y así lo hicieron. El piso era pequeño pero estaba muy bien aprovechado y puesto con bastante gusto, aunque quizá lo que más llamaba la atención era la amplia terraza con unas vistas espectaculares de Madrid. Metió en la nevera lo que había comprado: Leche, zumos, mantequilla, agua, alguna cerveza, algo de embutido y todos los ingredientes necesarios para hacerse una ensalada. En la parte del congelador puso una pizza de queso con beicon a las finas hierbas y un par de bandejas de filetes envasados. Deshizo el equipaje, se puso cómoda y se preparó en la mesa de la azotea una lata de mejillones en conserva y una cerveza fría.
            En los últimos meses había pasado por una situación muy delicada, de la que salió y se mantuvo a flote gracias al apoyo incondicional recibido por parte de sus amigas. Así que hacía esta escala en el camino para salirse de la cápsula donde las cosas van peligrosamente deprisa y no da tiempo a reflexionar sobre la vida, sobre la generosidad de los demás o sobre esa estructura tan precaria donde a veces amontonamos lo emocional que tanto nos ciega a la hora de decidir cómo cerrar etapas que han dejado ya de sangrar. Pero, por encima de todo,  quería encontrar la mejor manera de agradecer en silencio.
            El ruido de la lluvia fuerte que caía se intensificaba en la terraza al estrellarse las gotas contra el suelo de ladrillo rojo.  Aroa corrió la cortina y, llevando todavía en los ojos pedazos de plomo por el sueño, pensó en sus amigas, tan distintas entre sí y tan complementarias para ella. Imaginó lo que estarían haciendo cada una en ese momento, arrastradas por la corriente de los quehaceres y de las rutinas, de las obligaciones y de los placeres que conviven bien  en el umbral de lo cotidiano. Recordó también con guiño entrañable las palabras de aliento, de complicidad, de cariño y de solidaridad que había recibido de ellas, porque cada una a su manera supieron regalarle calor y cobijo sin pedir nada a cambio. O mejor dicho, sólo querían una cosa: Que Aroa no se abandonara. Esa misma mañana inició el viaje a Euskadi y comprendió que llevaba más ligero, para caminar entre sus raíces, el equipaje sentimental, para entender mejor quien era, de dónde venía y por qué decidió ir a Vitoria si ya no quedaba nadie de los suyos. Seguramente volvemos a las calles de la infancia con pies de adulto buscando la travesura sana en la inocencia de los niños que fuimos sin doblez.
            El tiempo de relajo llegó a su fin, cuando Aroa se encontró en el avión que, recogiendo ya el tren de aterrizaje, la llevaba de regreso a Buenos Aires, donde le aguardaba su escuela, su ambiente, su lucha y sus principios fundamentales. Entonces completó para sus amigas el crucigrama blanco con las últimas letras que faltaban: GRACIAS A  TODAS. Abrió el eBook y escogió un libro de relatos de una autora desconocida, cuyas narraciones hablaban también de agradecimientos, de complicidades y de amigos dispuestos a llegar hasta la piel más sensible del corazón, esa que solo tienen y conocen  unos cuantos. Cerró por unos instantes los ojos y le vinieron a la memoria  unos versos de Serrat: “…Sin nombre, sin patrón/y sin bandera,/navegando sin timón/donde la corriente quiera.”. Y así se quedó dormida, exfoliando malos presagios, arropada con la ternura del poeta, y recostada sobre la ventanilla vislumbró el abrazo de bienvenida que le daban los suyos.

domingo, 16 de marzo de 2014

La ruta trazada de cada uno


En la vida hay dos clases de viajeros: los que miran el mapa para trazar
una ruta y los que sencillamente se miran al espejo. Los que miran el
mapa son los que se van, los que se miran al espejo son los que regresan.
Tassos Boulmetis

A la Dra. Marta Fuentes Alonso. Neumóloga.


A la vuelta del trabajo, antes de llegar a casa, Olivia tenía la costumbre de hacer un alto en la pastelería del barrio para comprarse un dulce relleno de crema. Pero aquella tarde, susceptible de empeorar las cosas, se lo impidió un malestar general que le hizo perder el conocimiento en mitad de la calle, seguido de una avalancha de luces, voces y sombras deformes que se abalanzaron sobre ella con las mismas apreturas de cualquier hora punta, impidiéndole pensar con claridad. Cuando recobró el sentido, un médico del Samur y el técnico que le acompañaba la subieron con sumo cuidado a la camilla de la ambulancia que la trasladaría hasta el hospital de zona.
            En la sala de observación de Urgencias, hacen equilibrio a partes iguales el dolor y la esperanza, que convergen con la vida y la muerte a través de sofisticados aparatos que miden la saturación de oxígeno en sangre, la frecuencia cardiaca y la tensión arterial, piezas fundamentales que forman parte de nuestro mapa mundi por dentro. Olivia fijó la vista en la gota de suero que caía lentamente por el tubo de plástico transparente hacia la vía que tenía colocada en el antebrazo, así como otra botella en cuya etiqueta ponía Seguril –diurético que ayuda a eliminar la orina–. No obstante, los ruidos de allí, poco frecuentes en la vida real, y el olor tan penetrante a medicamentos eran una sedación de incertidumbre empeñada en entontecerla. Entraban y salían pacientes continuamente. Los ingresados, aguardando para subir a planta, los desahuciados camino de hacer el viaje sin retorno que a todos nos aguarda. Pero, tanto para unos como para otros, la espesura de los minutos parecían largas horas de túneles infinitos. Olivia se forzaba en estar lúcida para asimilar lo que la estaban diciendo: “Se tiene que quedar ingresada porque en la placa de tórax se aprecia que tiene neumonía. En cuanto llamen de arriba que podemos subirla la trasladamos a planta. También se le ha realizado analítica y electrocardiograma; hay una leve descompensación que habrá que ir corrigiendo”. Tocaba esperar. Esperar significa en determinadas ocasiones hacer recuento del material almacenado en la memoria para sentirse más acompañado. A Olivia le gustaba recordar, y también viajar hacia el interior de la gente acogedora que tanto se parece a los ríos en calma donde algunos niños van a tirar piedras –como hacen Nicolás y Javier, dos piratas de seis y tres años a los que conozco–. Ahora su organismo dispondría de tiempo para el relajo, para combatir la enfermedad y para hacer recuento de algunas cosas que le habían pasado en la vida, aunque eso signifique tener que asomarse al acantilado de la melancolía que a veces acongoja.
            El arranque del cambio de turno abre una brecha en el silencio de la madrugada. El de noche ha terminado de poner los aerosoles y antibióticos pautados sin apenas incidencias, salvo la de aquellos pacientes que por edad o gravedad andan desorientados. El que empieza inicia su ronda poniendo los termómetros. Las habitaciones se parecen mucho. Del cabecero cuelga, aparte del timbre para llamar al control de enfermería, una hoja con el número de cama –la suya era la 3308–, el nombre, los apellidos y la clase de alergias en el caso de que las hubiera.
            En el Área 300 –camas 3301 a 3345– de la Unidad de Hospitalización en Neumología del Hospital General Universitario Gregorio Marañón de Madrid trabaja la doctora Fuentes, excelente neumóloga y extraordinaria persona cuyo vademécum personal se basa en tener buena mano izquierda a la hora de manejar las sensibilidades del ser humano. Para Olivia, que era su primera hospitalización, la suerte de haber caído en manos de una cara agradable y simpática influyó positivamente para bajar la guardia y la cautela que produce el fonendoscopio sobre bata blanca.
            A las diez treinta y cinco de un diecisiete de octubre, la doctora Fuentes pidió a los familiares de las otras dos pacientes que salieran fuera. Cerró la puerta, sacó del bolsillo el pulsi –Oxímetro– y se lo colocó a Olivia en el dedo corazón para comprobar la saturación de oxígeno de la sangre. La auscultó y se detuvo en uno de los costados donde percibió sibilancias. La acompañaban dos estudiantes que estaban realizando las prácticas y no dejaban de tomar notas. Antes de marcharse le informó que pediría algunas pruebas más para ir ajustando el tratamiento según cómo respondiera. Y todo esto lo decía con amabilidad y con palabras sencillas, entendibles, algo tan de agradecer en esas circunstancias, y no la falta de sensibilidad, desagradable y seca que algunos profesionales demuestran con su carencia de empatía.
            Olivia aguardaba cada mañana la llegada de la doctora. No acababa de encontrarse bien del todo, no mejoraba, o al menos ella no lo apreciaba. Era fuerte y luchadora, aventurera e intrépida, y le gustaba ser viajera de las que trazan rutas. Estaba segura que ese espíritu madrugador en lo positivo la ayudaría a ganarle la partida a la enfermedad. Marta Fuentes Alonso entró en la habitación algo más seria que de costumbre, aunque, eso sí, sin perder la sonrisa que precede al saludo. El procedimiento diario era muy similar: pulsi, fonendoscopio, examinar los tobillos… Sin embargo, esa vez la doctora se sentó en el borde de la cama. “Olivia, a pesar de haber cambiado a otro antibiótico que cubre más espectros –dijo–, es verdad que la última placa sigue siendo fea, y, dada su edad, lo que apetecería hacer es una broncoscopia. Es una prueba sencilla, aunque precisa de anestesia general. Entrar a un quirófano tiene sus riesgos, y que la duerman a una también, pero yo sugeriría hacerlo. Consiste en meter un tubo por la garganta y coger tejido de los bronquios para analizarlo y determinar cual es el bicho causante de la infección; esto nos daría muchas pistas para poder combatirlo. Esperaremos dos días más y si vemos que no mejoras hablamos con el equipo encargado en hacerlo. ¿Te parece?”.
            Lo primero que vio según despertaba fueron unos tenues rayos de sol que se colaban entre las láminas de la persiana. En las otras camas ya no había nadie, aunque estaban vestidas para ser ocupadas de nuevo. Desde que le hicieron la broncoscopia  tenía molestias en la garganta, aunque lentamente iban desapareciendo. La doctora Fuentes llegó con los resultados. Afortunadamente no había nada malo, y ya sabía el tratamiento exacto a seguir: Algo así como trazar una ruta por el mapa mundi del organismo y dejar que la medicina actúe con precisión.
            La mejoría despuntó saludablemente cuarenta y ocho horas después, aunque levemente quedaba aún algún crepitante. Olivia tenía la certeza de que saldría de allí completamente curada o al menos en condiciones óptimas de hacerlo. Y, desde luego, agradecida. Agradecida de haberse encontrado con alguien como la doctora Fuentes, con una calidad humana impresionante, delicada, acogedora… Y un sentido de la profesión de medicina  que deja muy alto el listón. Al menos por gente así, por cosas así, por experiencias así, a Olivia le merecía la pena seguir adelante, y hacerlo mirando el mapa para trazar su propia ruta, y no el espejo donde se mira exclusivamente el ombligo de uno.

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lunes, 3 de marzo de 2014

De Amaia López de Munain


Tiene nombre de amante que vive consciente de que nunca será la prioridad en la vida de nadie, pero lo es, y lo es amada.
            Vive apura la vida, la cuenta mediante sus letras, la absorbe a través de aquellos a quienes admira. Cuida y se deja cuidar. Creo que necesita de ambas cosas porque ambas acciones son beneficiosas para la mente y el alma.
            Hoy no escribe, está cuidando, y es el momento de que alguien la cuide a ella, el momento de aquellos que la queremos y de quienes somos cuidados.
            Hoy no hay artículo, hoy solo hay unas letras que nada tienen que ver con periodismo, sólo con sentimientos.
            Tienes en tu nombre tu futuro, Mayte. En lo que siempre serás para muchos de nosotros, pese a todos aquellos que no saben leer las cosas buenas del alma, siempre serán los perdedores de una vida que no siempre nos brinda la oportunidad de conocer a gente como tú.
            Hoy he oído hablar sobre cómo es posible mantener las relaciones a distancia, no he participado en la respuesta, solo me limito a responder practicando con el ejemplo, y ni siquiera con todo ello soy la más indicada. Las distancias lo único que consiguen es separar físicamente a las personas, nunca los corazones.
            Escribo porque no quiero un domingo sin letras que acompañén mi café, escribo por egoísmo y por tí. Escribo porque no tengo modo de materializar mis palabras en un abrazo, hoy te escribo a sabiendas de que nunca podré estar a tu altura aunque quisiera.
            Tus artículos son tus palabras, tus pensamientos con sentimiento, y sé que aunque en éste día no estén impresos permanecen en tu mente, porque tú nunca descansas y porque no necesitas de inspiración cuando vives con ella implícita.
            Escribo porque homenajeas cada vez que tú lo haces. Hoy escribo porque te mereces unas letras, las mías y las de aquellos que te queremos. Escribo porque quiero que otros lo hagan también, escribo porque quiero que nunca temas sentirte abandonada.
            Escribo porque tú eres de esas personas que hacen fácil escribir.
            Por ello, y porque me acuerdo de tí y porque quiero que sientas mi calor y nos tomemos un café siquiera vía online, cerrando los ojos, aspirando el aroma y compartiendo vidas, porque eso es vivir también. Y no te puedo desear nada mejor que, seas eterna.