domingo, 19 de octubre de 2014

Apuntes de una superviviente

Soy un corcho y estoy empeñado en flotar”
Víctor Manuel.

Convertido el primero de mayo en un largo puente de fin de semana, todo apuntaba a que la noche iba a ser movidita. Pero contra pronóstico, o mejor dicho por el solo hecho de llevarle la contraria a las estadísticas, en la sala de urgencias del único hospital en muchos kilómetros a la redonda la tranquilidad estuvo de guardia. Porque, a excepción de atender las magulladuras leves de dos motoristas que colisionaron en un cruce de carretera, la quemadura de primer grado en el brazo de un niño cuando jugaba alrededor de la plancha de vapor y el esguince en el pie de un joven al saltar desde el balcón de la casa de su novia, el resto resultó ser pan comido, tareas de control dentro de la rutina.
Fidel González, enfermero, doblaba turno para cogerse unos días y viajar a Bruselas, donde su hija acababa de parir. Le gustaba implicarse con cada caso y solidarizarse con enfermos terminales. La dirección, más de una vez, le había propuesto gestionar su traslado a un centro especializado en esto, pero siempre lo rechazaba por la inversión emocional que eso conllevaría. A lo que nunca se negaba era a echar una mano cuando otros compañeros se lo pedían, bien para intentar que los familiares comprendieran la magnitud del problema o porque humanamente sentía que debía hacerlo. Del total de la plantilla se entendía muy bien con el internista, Miguel Marín, hombre sencillo donde los haya, de familia muy humilde y cuyos estudios sacó con beca. Trabajaba en la segunda planta y, casualmente, a menudo, le asignaban los casos más difíciles que ingresaban.
La paz de la noche tocaba a su fin. Pronto vendría el relevo y con él el trajín de un nuevo día, de una nueva semana que prometía ser la antesala del buen tiempo. Fidel terminaba de escribir en los historiales el informe sobre los pacientes. Estaba cansado y se le cerraban los ojos. Sin embargo, saberse en la cama dos horas después le estimulaba y de qué manera. Pero si hay algo imprevisible y que no admite planificación, esas son las urgencias de un hospital. Al final de la boca del pasillo, los pasos acelerados que empujaban otra cama que venía le sacaron de su ensimismamiento, pues le era familiar el nombre de la ocupante y aquella cara demacrada.
Cinco años antes la vida de esa mujer iniciaba un proceso de cambio. Acababa de quedarse en paro, cobraba el mínimo de la  prestación por desempleo y tenía que mantener a su pareja –adicto a la heroína– y a los hijos de ambos. Una noche se levantó a oscuras para ir al baño y se pinchó en el pie con la aguja de una jeringuilla tirada en el suelo. Al principio no le dio demasiada importancia y, salvo una ligera discusión con el culpable, lo dejó estar, pasando por alto el percance. Pero, buscando un recibo del banco, descubrió unos papeles donde decía que su compañero era seropositivo. Entonces, con igual sensación como si el tejado le hubiese caído encima, empezó a preocuparse y buscó en Internet más información sobre el VIH. Pasó un tiempo, no sabría decir si razonable, hasta que los dolores de cabeza, cólicos intestinales y otros síntomas dieron la cara. Acudió a su médico de cabecera, quien la remitió a los especialistas y finalmente al hospital, puesto que para ella era mucho más cómodo al vivir en una zona alejada de la provincia. Fue entonces cuando el internista, Miguel Marín, y el enfermero, Fidel González, la asistieron por primera vez. Tras varios días de hospitalización y una serie de pruebas realizadas, supieron los resultados finales del diagnóstico que todos, incluida ella, temían: había contraído el virus. Le dieron el alta con un tratamiento bastante ajustado, una serie de precauciones a tener en cuenta, sencillas pero necesarias, y un montón de citas para diversas revisiones periódicas, a las que nunca asistió…
Cuando el doctor Marín, a la llamada de Fidel, acudió a urgencias, todavía vestía ropa de calle. Era un hombre pequeño, de pasos rápidos y cortos; usaba gafa de media lente, que colocaba siempre a mitad de la nariz. Su mirada profunda y un aire especialmente bohemio hacían de él un personaje muy peculiar. Tomó el pulso a la mujer, a la par que el enfermero buscaba en el otro brazo una vena donde poner la vía. Ambos sanitarios, de mutuo acuerdo, pasaron de largo puntos del protocolo de hospitalización y la subieron directos a la segunda planta, a una habitación individual –de las que se utilizan a veces para aislamiento–, con el fin de que estuviera más cómoda puesto que el final no muy bueno estaba cercano.
Lucía, así se llamaba, había pasado los últimos cinco años en la más absoluta de las penurias, manejando a partes iguales la enfermedad que la minaba por dentro y la supervivencia que la empujaba a aguantar un día más. Después de conocer que estaba contagiada de VIH, abandonó a su pareja, asumiendo con mucha dignidad las consecuencias que eso acarrearía. Los hijos mayores, de otras relaciones de cada uno, hartos de respirar miseria, fueron alejándose poco a poco hasta desaparecer por completo, pero los pequeños quedaron a su cargo, y a estos no había más remedio que darles de comer, conservar el techo donde dormir y, al menos, ofrecerles un puñado de motivos potentes para que desarrollaran su infancia dentro de una cierta normalidad.
En horas de colegio mendigaba por las calles para sacar a su familia adelante, pero empeoró de forma acelerada al tener que elegir entre financiar parte del tratamiento –no sólo el específico sino lo más básico como un simple analgésico–o alimentar a los niños, de los que se harían cargo los servicios sociales en el momento en que la ambulancia fue a recogerla… Antes de que los relajantes la adormecieran aún más, en la soledad de esa habitación que estaba siendo para ella como un regalo, llegó a la conclusión de que en el fondo las cosas empezaban a ir bien. Los niños encontrarían su espacio de cariño y de estabilidad junto a quienes estuvieran dispuestos a proporcionárselo y ella, si salía de esta… El doctor Marín acababa de visitarla y ordenó que se le aumentara la dosis de calmante…
A punto de iniciar camino a Bruselas, y entregado a la emocionante experiencia de conocer por fin a su nieta, Fidel tuvo un último pensamiento hacia Lucía, fundamentado en la indignación que le producía la historia de aquella mujer que, obligada por la tesitura de las circunstancias, antepuso el bienestar de sus hijos, respecto al suyo propio. Seguramente ya no estaría viva cuando regresara, pero para él sería siempre un clarísimo ejemplo de amor y de generosidad.
(Nota: Agradecimiento a Marta del Saz porque indirectamente me ha proporcionado el suelo sobre el que levantar esta historia).

domingo, 5 de octubre de 2014

El camino más largo


Estamos especializados en una armoniosa repetición del desastre y la estupidez.
Terenci Moix.

Me llamo Bilal Alcázar Kumar. Soy natural de Safí, Marruecos, y ciudadano europeo desde que mi madre me escondiera en un barco pesquero que faenaba en aguas occidentales, con parada en el Puerto de la Bahía de Algeciras, donde desembarcaría poniéndome a salvo. He vivido en el sur de Francia, en el norte de Italia y en Lisboa hasta que me asenté en La Línea de la Concepción, donde residimos actualmente parte de la familia. Los hechos que voy a narrar a continuación, tal y como ocurrieron, corresponden a la historia de mi hija mayor, a la que arrancaron de nuestro lado, hace más de cuarenta años…
          Mientras que la primera de mis niñas –morena, ojos negros y andares graciosos–, salía del vientre de su madre ajena al durísimo futuro que la aguardaba, en otro punto de la ciudad, Omar, pariente lejano, enviudaba de su segunda mujer. Quince años después de que sucedieran ambos acontecimientos, nos encontramos comprando pescado en el mercadillo y le llevé a casa a tomar dulces con té. Fátima, mi esposa, atareada en los fogones preparando cuscús con garbanzos y verduras, apenas notó nuestra presencia hasta que estuvimos delante, Teníamos nueve hijos, que vinieron a saludar al invitado. Noor era la mayor de cinco hembras, la más callada y la que poseía una especial belleza que no pasaba desapercibida. Sus amigas decían que andaba siempre en las nubes, soñando con universidades y libros de ciencia…, pero que, por mucho que quisiera romper moldes, al final contraería matrimonio con el hombre que eligiéramos para ella, como pasó con sus madres, sus abuelas, las de éstas…
       Omar se dedicaba a la exportación textil: calcetines, calzoncillos, bragas, sujetadores…, y diversos artículos de ropa de hogar confeccionados en sus talleres. Tenía fama de explotador y usurero, pero también de ser uno de los hombres más ricos de la comarca, aval que utilizaba para conseguir una tercer esposa y, aunque no faltaban candidatas, por el momento no le convencía ninguna. Las visitas se sucedieron con frecuencia; nos agasajaba con obsequios caros cuyo fin no era otro más que ganarse nuestra confianza. Uno de esos días con el atardecer más espectacular jamás visto, cerramos el compromiso de boda entre el viudo adinerado y la joven que, al enterarse, perdió de golpe la alegría.
          Los primeros años de matrimonio fueron intensos: salía de una preñez para meterse en otra. Pero, poco a poco, las cosas entre ellos empezaron a ir mal. Noor llevaba tiempo que no se encontraba bien, permaneciendo a veces bastante tiempo en cama. En vista de que ella no daba el paso, y Omar tampoco, acordamos su madre y yo acompañarla al médico. Tras explorarla, y orientándose por los síntomas que manifestaba, le hicieron algunas pruebas que concluyeron con un diagnóstico desalentador: cáncer de útero con posible extirpación de ovarios. La intervención, el posoperatorio y el trauma psicológico consecuente, fueron dolorosos, así como la quimioterapia, pero, gracias a esa fuerza tan especial que la caracterizaba, salió adelante. Sin embargo, Omar se distanciaba cada vez más de ella, no se acostaban juntos y, con la excusa de estar trasladando parte de los negocios a otro país, pasaba largas temporadas fuera del hogar. Fátima, que para estas cosas poseía un olfato afilado, sospechaba que sobre la cabeza de nuestra hija planeaba una inminente desgracia…
         Una noche sin luna, y obligada violentamente por su marido, despertó a los niños y les dijo que se vinieran con nosotros porque ellos iban a hacer un largo viaje. Como pudo le dio al mayor una nota escrita: Os quiero. Me pondré en contacto con vosotros. No me olvidéis. Mamá. A partir de ese manojo de letras, además de criar a los nietos, la lucha que hemos llevado por encontrarla ha sido agotadora a la vez que infructuosa. Acudimos a las autoridades, que realizaron distintas gestiones, pero nada: se la había tragado la tierra. Sus hermanos, sus hijos y el resto de parientes, perdieron la esperanza de encontrarla, pero no su madre y yo, que, al contrario, seguimos perseverando.
       Veinte inviernos después, Fátima, que estaba muy enferma, paseaba acompañada de una vecina cuando vio a un conocido que, tras saludarla, comentó que a Omar se le veía por Palos de la Frontera. Nada más decírmelo, aun sabiendo que el estado de mi esposa era delicado y desafiando a los que opinaban que, a mi edad, conducir era una locura, salí en automóvil. Fui al polígono indicado, ya que exportaba fresón a la Unión Europea. Soborné a un par de chavales que descargaban un camión y conseguí la dirección donde vivía. La adolescente que abrió la puerta, llevando un bebé en los brazos, se presentó como su actual esposa, aclarándome que Noor no había muerto, con lo que entendí que residirían en uno de los países donde la poligamia estaba permitida, y donde puede que estuviera mi hija, a saber en qué condiciones. Telefoneé a casa y cogí un avión…
          La parte sórdida de la ciudad, donde supuestamente encontraría a mi primogénita, se hallaba en el doblez de un entramado de pasadizos con suelo de adoquines, en los que el olor a muerte se hacía insoportable. Giré a la izquierda y salí a un espacio abierto lleno de tenderetes ambulantes y niños jugando alrededor. Me impresionó ver una hilera de personas con el espinazo doblado cargando fardos a la espalda –al estilo de las porteadoras que transitan cada día por el paso de El Biutz, en Ceuta–, superando alguno su propio peso. Una corazonada me decía que no debía perderlas de vista, así que las seguí. Según me acercaba el corazón se me salía del pecho. Contuve la respiración y liberé del bulto a una mujer que, al levantar la cabeza extrañada, reconoció en mí a su padre. Nos sentamos en el poyete de la fuente, coloqué mi mano sobre el hiyab, imaginé que debajo sus cabellos estarían desgreñados y rompí a llorar.
      Omar la utilizaba de vehículo, junto a otras mujeres, para abastecer a los mayoristas, cubriendo la parte este de la región donde el transporte sobre ruedas era imposible. A la pregunta de si quería regresar conmigo, respondió que la deuda contraída con él era vitalicia, a cambio de haber dejado a los niños con nosotros, y, bueno, que con el paso del tiempo y la dureza de la vida, a pesar de todo le tenía cariño. La despedida fue más bien fría por su parte, pero casi puedo asegurar que el corazón le estallaba en el pecho, por las ganas de saber de sus hijos, de su madre… Volví a La Línea de la Concepción con el propósito de evitarles sufrimientos, diciendo que no la había encontrado, pero algo inesperado hizo que cambiara de idea…
          Al aeropuerto fue a recogerme uno de los yernos, y también a prepararme. El estado de Fátima empeoró en mi ausencia. Le quedaba poco. Cuando bajé del coche estaba sentada en el porche, débil y mortecina, hablando en susurros. Quería saber de la niña, del porqué de tantos años de silencio. Le dije que había dado con ella y que se alegró muchísimo de verme, que lamentaba no haber contactado con nosotros, pero que iba a venir a vernos pronto. Mi esposa cerró los ojos, sonrió contenta, tomó mi mano entre las suyas y ya no despertó. Ahora que estoy viejo y cansado, y que, por distintas circunstancias, todos se han ido yendo, las noches que no hay luna, con el aroma del té caliente posándose en la taza, me siento frente a la puerta a esperar a Noor y prendo la lumbre para que encuentre la casa caldeada.