domingo, 22 de junio de 2014

Ricardo y el hijo pequeño de la portera

Nadie debería privarse de la felicidad
que se encuentra en el conocimiento.
Es la puerta de la libertad.
Maruja Torres.


Servida la tercera caña y apurado el plato de cacahuetes que de aperitivo pusieron con desgana, Ricardo miró alrededor y entreabrió un poco los labios con la intención de pedir una cuarta cerveza –ésta necesitaría acostarla sobre el colchón sólido y mullido de un bocadillo de calamares y una ración de patatas a la brava, que allí hacían como en ningún otro sitio–, pero, desde el otro extremo del local, le interrumpió alguien con la misma apariencia de soledad que la suya, introduciendo una moneda en la máquina de discos, donde seleccionó dos microsurcos de doble canción por ambas caras, para que las voces de Ray Charles y Billie Holiday pellizcaran la nostalgia –el primero cantando Georgia on my mind y la segunda Blue moon–, de la clientela que en esos momentos se encontraba en la mugrienta taberna de Lavapiés –refugio histórico que fue en otro tiempo de putas y maleantes–, con un rancio olor a orines en los lavabos.
Era el día de su cumpleaños y, aparte de ir al cine Candilejas, en la plaza Luca de Tena, Ricardo no pensaba hacer nada en especial. Nadie le esperaba, pero tampoco andaba muy animoso como para quedarse solo, así que mantuvo viva la esperanza de que el chico pequeño de la portera –disfrutaba escuchándole con las historias que se inventaba de barcos piratas–, apareciera de un momento a otro para dejarse invitar a la bebida de cola que estaba prohibida en su casa por las estrecheces que pasaban para llegar a final de mes. Mientras esa posibilidad se daba, o no, sacó una vieja fotografía que llevaba encamada en papel de periódico. Era de su madre. Casi no la recordaba. Al acabar la guerra murió de tuberculosis en uno de aquellos horribles hospitales que tenía la epidermis arrugada y la estructura fría. Él contaba con 12 años de edad. Se lo trajo a Madrid un tío paterno, quien le proporcionó, además de cuidados y cariño, la educación que no habría tenido de haber permanecido en el pueblo. Creció sin carencias afectivas ni económicas. Bastante tiempo después, convertido en un joven inquieto e inconformista, cuando su tío, anciano ya, estaba en el lecho de muerte, se enteró de que su padre, a la vez que la parienta entró en el sexto mes de embarazo, se largó a hacer las Américas, con el pretexto de regresar forrado de pasta y así poder ofrecerles una vida mejor. Obvio, nunca regresó. Poco le importaba aquello, no tenía intención de buscarle. Y, aunque la vida le estaba dando muchas cosas buenas, la soledad en determinados momentos le angustiaba.
El niño de la portera entró muy acalorado. Le dio al tabernero una nota escrita por su madre. Necesitaba algo de dinero fiado –a cambio, el chico podría ayudar en la tarea de fregar los platos–,  para comprar las medicinas del marido, quien padecía una rara enfermedad que le tenía inmóvil para todo menos para hacerla hijos  y al que, gracias a la recomendación de una vecina que la apreciaba mucho, lo estaba tratando un médico particular. El dueño del bar chascó los dedos, se acercó a la caja registradora, la abrió, y sacó tres mil pesetas. Con los billetes bien agarrados en la mano, el muchacho le preguntó que cuándo empezaba a jabonar los vasos; el hombre, alborotándole el pelo, le dijo que ya ajustaría cuentas con su madre, que él no se preocupara. Antes de salir corriendo el niño miró a Ricardo. Los dos, apenados, intuyeron la doble intención que encerraban las palabras del hombre.
Al tabernero también se le conocía como el prestamista de la calle Valencia. Aprovechándose de las penurias de la gente que acudía a él cuando no les quedaba otro remedio, doblaba las ganancias del bar especulando de esa manera. Lo peor –si cabe–, era que, además de sangrar con las comisiones que aplicaba, amenazaba a las mujeres que se resistían a acostarse con él, con decirles  a los maridos, que se la estaban pegando con otro. La mayoría de ellas accedían para no dar un escándalo. En resumidas cuentas, el tipo era un indeseable malnacido. La portera, endeudada hasta la médula, frecuentaba su cama casi tanto como la del marido, al punto de no saber con certeza la paternidad de lo que venía. Los vecinos conocían muy bien estas sucias jugadas, y claro que las repudiaban, pero hablamos de tiempos muy difíciles y de la desesperación de hacer lo que sea con tal de sobrevivir.
Semanas después, una mañana temprano, en los puestos del mercado de San Fernando, Ricardo coincidió con la hija mayor de la portera. La chica andaba apurada, quería comprar un esqueleto y verduras para hacer un caldo que entonase el estómago de la familia. El padre agonizaba, habían dejado de suministrarle el medicamento, aunque en realidad lo que pasó es que la mujer dejó de encamarse con el tabernero y éste de soltar billetes verdes. Ricardo, con los ojos humedecidos y el corazón dañado, empezó a narrar una de aquellas historias que tanto le gustaban al hermano. Una historia de bandidos y de piratas, de princesas y de lacayos, de fuertes y de débiles, de ricos y de pobres –pobres pero honrados, como dice Maruja Torres en Diez veces siete–. La chica comprendió inmediatamente el mensaje que le estaba dando: “sal de aquí cuanto antes o te verás obligada a saldar la cuenta pendiente que ha dejado tu madre”. Sin embargo, aquel aviso llegó tarde porque ya le había puesto las manos encima.
Al domingo siguiente de esta conversación, la taberna de la calle Valencia, donde hacían las patatas a la brava que mejor había comido nunca, donde Ella Fitzgerald y Frank Sinatra –con My one and only love y I've got you under my skin cantaban como les daba la gana, donde casi ya no se distinguía el intenso olor a orines, amaneció con los cristales reventados y el mobiliario destrozado. Ricardo regresaba de la estación de tren donde había dejado a la portera y sus hijos camino de Ponferrada. Y, aunque todos le echaban la culpa de lo ocurrido a la familia que desertaba, casi se podía asegurar que en el fondo se alegraban.
Esa tarde Ricardo disfrutó mucho en el cine Candilejas, pensando en el nerviosismo de los chicos, en el agradecimiento de la mujer al enterarse de que él había costeado el viaje, y del cariño que recibió del hijo, ese pequeño, listo y travieso, que se lo llevó a un apartado para que le contase una de piratas.