Nadie debería privarse
de la felicidad
que se encuentra en el
conocimiento.
Es la puerta de la
libertad.
Maruja Torres.
Servida la tercera caña y
apurado el plato de cacahuetes que de aperitivo pusieron con desgana, Ricardo
miró alrededor y entreabrió un poco los labios con la intención de pedir una
cuarta cerveza –ésta necesitaría acostarla sobre el colchón sólido y mullido de
un bocadillo de calamares y una ración de patatas a la brava, que allí hacían
como en ningún otro sitio–, pero, desde el otro
extremo del local, le interrumpió alguien con la misma apariencia de soledad
que la suya, introduciendo una moneda en la máquina de discos, donde seleccionó
dos microsurcos de doble canción por ambas caras, para que las voces de Ray
Charles y Billie Holiday pellizcaran la
nostalgia –el primero cantando Georgia on
my mind y la segunda Blue moon–,
de la clientela que en esos momentos se encontraba en la mugrienta taberna de
Lavapiés –refugio histórico que fue en otro tiempo de putas y maleantes–, con
un rancio olor a orines en los lavabos.
Era el día de su cumpleaños
y, aparte de ir al cine Candilejas, en la plaza Luca de Tena, Ricardo no
pensaba hacer nada en especial. Nadie le esperaba, pero tampoco andaba muy
animoso como para quedarse solo, así que mantuvo
viva la esperanza de que el chico pequeño de la portera –disfrutaba
escuchándole con las historias que se inventaba de barcos piratas–, apareciera
de un momento a otro para dejarse invitar a la
bebida de cola
que estaba prohibida en su casa por las estrecheces que pasaban para llegar a
final de mes. Mientras esa posibilidad se daba, o no, sacó una vieja fotografía
que llevaba encamada en papel de periódico. Era de su madre. Casi no la
recordaba. Al acabar la guerra murió de tuberculosis en uno de aquellos
horribles hospitales que tenía la epidermis arrugada y la estructura fría. Él
contaba con 12 años de edad. Se lo trajo a Madrid un tío paterno, quien le proporcionó, además de cuidados y cariño,
la educación que no habría tenido de haber permanecido en el pueblo. Creció sin
carencias afectivas ni económicas. Bastante tiempo después, convertido en un
joven inquieto e inconformista, cuando su tío, anciano ya, estaba en el lecho
de muerte, se enteró de que su padre, a la vez que la parienta entró en el sexto mes de embarazo, se largó a hacer las
Américas, con el pretexto de regresar forrado de pasta y así poder ofrecerles
una vida mejor. Obvio, nunca regresó. Poco le importaba aquello, no tenía
intención de buscarle. Y, aunque la vida le estaba dando muchas cosas buenas,
la soledad en determinados momentos le angustiaba.
El niño de la portera entró
muy acalorado. Le dio al tabernero una nota escrita por su madre. Necesitaba
algo de dinero fiado –a cambio, el chico podría ayudar en la tarea de fregar
los platos–, para comprar las medicinas
del marido, quien padecía una rara enfermedad que le tenía inmóvil para todo
menos para hacerla hijos y al que,
gracias a la recomendación de una vecina que la
apreciaba mucho, lo estaba tratando un médico particular. El dueño del bar
chascó los dedos, se acercó a la caja registradora, la abrió, y sacó tres mil
pesetas. Con los billetes bien agarrados en la mano, el muchacho le preguntó
que cuándo empezaba a jabonar los vasos; el
hombre, alborotándole el pelo, le dijo que ya ajustaría cuentas con su madre,
que él no se preocupara. Antes de salir corriendo el niño miró a Ricardo. Los dos, apenados, intuyeron la doble intención que
encerraban las palabras del hombre.
Al tabernero también se le
conocía como el prestamista de la
calle Valencia. Aprovechándose de las penurias de la gente que acudía a él
cuando no les quedaba otro remedio, doblaba las ganancias del bar especulando
de esa manera. Lo peor –si cabe–, era que, además de sangrar con las comisiones
que aplicaba, amenazaba a las mujeres que se resistían a acostarse con él, con decirles a los maridos, que se la estaban
pegando con otro. La mayoría de ellas accedían para no dar un escándalo. En
resumidas cuentas, el tipo era un indeseable malnacido. La portera, endeudada
hasta la médula, frecuentaba su cama casi tanto como la del marido, al punto de
no saber con certeza la paternidad de lo que venía. Los vecinos conocían muy
bien estas sucias jugadas, y claro que las repudiaban, pero hablamos de tiempos
muy difíciles y de la desesperación de hacer lo que sea con tal de sobrevivir.
Semanas después, una mañana
temprano, en los puestos del mercado de San Fernando, Ricardo coincidió con la
hija mayor de la portera. La chica andaba apurada, quería comprar un esqueleto
y verduras para hacer un caldo que entonase el estómago de la familia. El padre
agonizaba, habían dejado de suministrarle el medicamento, aunque en realidad lo
que pasó es que la mujer dejó de encamarse con el tabernero y éste de soltar
billetes verdes. Ricardo, con los ojos humedecidos y el
corazón dañado, empezó a narrar una de aquellas historias que tanto le gustaban
al hermano. Una historia de bandidos y de piratas, de princesas y de lacayos,
de fuertes y de débiles, de ricos y de pobres –pobres pero honrados, como dice
Maruja Torres en Diez veces siete–.
La chica comprendió inmediatamente el mensaje que le estaba
dando: “sal de aquí cuanto antes o te verás obligada a saldar la cuenta
pendiente que ha dejado tu madre”. Sin embargo, aquel aviso llegó tarde porque
ya le había puesto las manos encima.
Al domingo siguiente de esta conversación, la taberna de la calle Valencia,
donde hacían las patatas a la brava que mejor había comido nunca, donde Ella
Fitzgerald y Frank Sinatra –con My one
and only love y I've got you under my
skin– cantaban como les daba la gana, donde
casi ya no se distinguía el intenso olor a orines, amaneció con los cristales
reventados y el mobiliario destrozado. Ricardo regresaba de la estación de tren donde había dejado a la portera y sus hijos
camino de Ponferrada. Y, aunque todos le echaban la culpa de lo ocurrido a la
familia que desertaba, casi se podía asegurar que en el fondo se alegraban.
Esa tarde Ricardo disfrutó
mucho en el cine Candilejas, pensando en el nerviosismo de los chicos, en el
agradecimiento de la mujer al enterarse de que él había costeado el viaje, y
del cariño que recibió del hijo, ese pequeño, listo y travieso, que se lo llevó
a un apartado para que le contase una de piratas.