domingo, 27 de octubre de 2013

La mujer del parking



Saber lo que tienes, saber lo que necesitas, saber de
qué podemos prescindir: eso es control de existencias.
Justin Haythe.

A Amaia López de Munain, periodista,
amiga que siempre me alienta a seguir escribiendo.

Según dejaba el coche en el aparcamiento del centro comercial, para realizar la compra grande de la semana, se repitió por enésima vez, tal y como hacía en los últimos meses: “Necesito con urgencia tomarme unas largas vacaciones, y meterme en un avión que aterrice en la otra punta del mundo”. Aumentaba día a día el ambiente de crispación en el trabajo. Numerosos compañeros a los que apreciaba, y que en su opinión eran valiosísimos para el empleo que desempeñaban, ingresaban de ayer para hoy en la lista del paro, franquicia sujeta a las condiciones de la mala suerte, vulnerando la capacidad de razonar que tenemos las personas. En la actualidad, en la fábrica, ocupaba la dirección de Recursos Humanos y, aunque probablemente su puesto fuera de los últimos en desaparecer, no podía evitar sentir miedo a perderlo. O quizá era la excusa perfecta para enmascarar lo que en realidad le producía desánimo: la derrota continua de la noche solitaria, provocando en ella la sensación de ser o sentirse como una pyme emocional, con perfil de quiebra y un superávit de inseguridades y de amarguras que la bloqueaban.
            El hipermercado estaba en el nordeste de la zona de chalés de clase media alta, donde se trasladó a vivir cuando pensó que reforzaría así la apariencia del nuevo estatus social alcanzado. Más tarde, el tiempo, y plantar los pies en el suelo, le harían ver que en la sencillez encontramos pequeños atajos que conducen a la felicidad, disfrutada de cuando en cuando. Antes de atravesar la doble puerta de acceso al interior, vio a una mujer que se ofrecía para cargar las bolsas en los maleteros, y que lo hacía con absoluta dignidad y educación, a cambio de la moneda introducida en el carro para utilizarlo, y que seguramente recibiría los insultos y desplantes de algunos clientes desconfiados. “Que no esté cuando salga, por favor”, –pensó para sí cruzando los dedos–. Pero, a decir verdad, había algo en ella que le resultaba conocido. Tras pagar y colocar todos los artículos en el carro metálico, pensó salir por uno de los laterales que dan directos al aparcamiento, pero finalmente no lo hizo, y no supo por qué.
            Aunque nunca volvió siquiera por las cercanías de su antiguo barrio, el paso del tiempo no pudo borrar el recuerdo entrañable de algunas personas. Podría tardar más o menos en ubicarlas, pero al final lograba hacerlo. Así que no le quedaba ninguna duda de que la mujer del parking, la que con timidez y vergüenza ofrecía su ayuda, era la vecina que, años atrás, vivía en el piso contiguo al suyo; la misma que, a pesar de sus esfuerzos por hacerlo, no lograba ocultar su desdicha, causada por un marido adicto a las putas y al juego. La cafetería del autoservicio estaba casi vacía. Había pasado la hora de la merienda, y tan sólo algunos rezagados permanecían sentados. Pagó en caja dos botellas de agua, un bocadillo de tortilla, un café con leche y un bollo, y lo llevó todo a la mesa donde la mujer esperaba hambrienta y deseosa de compartir con alguien su dolor.
            Con dos horas de diferencia, tres años atrás, perdió al marido y el empleo. Trabajaba de pinche en un buen restaurante cuyo dueño era un canalla. Hacía más de seis meses que no pagaba las nóminas, a pesar de que la cadena funcionaba perfectamente. Sin embargo, uno a uno, fue deshaciéndose de la plantilla, hasta que, declarándose insolvente, cerró. Aquella mañana, a medias de ponerse el uniforme, cuando el jefe de cocina le entregó la carta de despido, le sonó el móvil. Uno de los hijos había encontrado una nota del padre en el cuarto de baño, donde decía que no le esperaran a cenar. El chico, bastante alarmado porque en la familia nunca hacían las comidas juntos, se lo comunicó de inmediato a la madre, quien comprendió el abandono desde las primeras palabras.
            A partir de entonces todo fue a peor. Apenas pudieron vivir con el subsidio del desempleo. Cada día se tiraba a la calle a buscar trabajo y regresaba, no sólo con los pies doloridos, sino también con la frustración de sentirse uno más en el camino del censo de las personas invisibles. Primero se fueron los hijos, luego le embargaron el piso, no quedándole otro remedio que dar tumbos por los albergues sociales.
            Cuando se despidieron sacó de una de las bolsas un paquete de galletas de chocolate, y se lo dio junto con los billetes que le quedaban en el monedero. No quiso que la acompañara. Se metió en el coche y permaneció dentro bastante rato, quieta, pensativa, enfadada consigo misma, con esa incapacidad tan absurda de desaprovechar lo que tiene, con ese egoísmo convertido siempre en queja, en insatisfacción… Minutos después de arrancar el vehículo para irse a casa, se incorporó a una de las salidas de la carretera de Burgos. Sintonizó en la radio una de las emisoras programadas de solo música. Sonaba la canción Botas de anda de Pablo Guerrero y Javier Álvarez: “…Botas de buscar mi huella en otras huellas,/de atreverme a pisar los caminos de estrellas,/duras botas de los días que no tengo,/botas que desean la piel de otras botas,/que me llevan a beber amor gota a gota/botas de donde voy de donde vengo…”. Entonces se echó a llorar. Lloraba por su cobardía, por la lección que acababa de recibir, por la mala baba que tiene la vida con determinadas personas que no merecen su cruel destino. Lloraba también de alegría por la decisión que tomaría en breve. Y, sin lugar a dudas, de las muchas enseñanzas que había aprendido de aquella mujer, una era que estamos obligados con nosotros mismos a cumplir los sueños en la medida de lo posible; así que se dijo: Mañana, en cuanto abran la agencia de viajes, saco un billete para Egipto y hago posible esa realidad.

domingo, 13 de octubre de 2013

Daniela Baxter

…Cuál sería el instante, quién le enseñó estas cosas
cuando probó la muerte y amaneció entre sombras...
Víctor Manuel.

Hay relaciones que, como bien sabemos, pasan por distintas etapas. Las más sólidas, si se mantienen arraigadas al cariño, prevalecen por encima de malentendidos, envejeciendo al lado hasta el final de nuestros días. Algunas de ellas, absolutamente entrañables, lo hacen incluso salvando la dificultad añadida que pone la distancia. Pero la influencia que ejerzan en nosotros determinadas compañías de naturaleza conflictiva, y que rompen la soldadura del sentido común, dependerá, sin lugar a dudas, del nivel de manipulación que cada uno tengamos, hasta que, en un arranque por recuperar la lucidez, quisiéramos darnos de hostias, al habernos dejado llevar por quienes nos complican la existencia, frente a aquellos que, tratando de abrirnos los ojos, puedan haberse sentido ninguneados.
            Eso es lo que pensaba Daniela Baxter, resumiendo un poco su biografía, mientras velaba en solitario el cuerpo del único pariente cercano que siempre tuvo: su padre. Emigrante neoyorquino, del condado del Bronx, y afincado en Cabanas, La Coruña, contrajo matrimonio con la mujer que seis años después lo abandonara con un bebé de apenas uno. Entonces tomó la decisión de quedarse solo en un país donde imaginó que podría darle a la niña, quizá una peor calidad de vida, con menos oportunidades, pero sí mucho más segura y relajada. Sin embargo, al cumplir los dieciocho, a Daniela se le quedó pequeño aquel encantador municipio gallego. Tenía necesidad de comerse el mundo, de ser anónima, de triunfar, de enamorarse, de conseguir un trabajo, de formar tal vez una familia y llevarse a su padre de vacaciones. Por eso, cuando su gran amiga y compañera de clase le propuso irse juntas a Cádiz, donde una prima de ésta les buscaría alojamiento barato, no se lo pensó dos veces; activó la adrenalina de la ilusión y emprendieron viaje, quedándosele, en el fondo, un sabor amargo, al ver al padre en la estación, despidiéndola abatido, aunque comprendiendo que la separación tendría que llegar algún día. En cualquiera de los casos, una cosa era poner la aventura sobre el tapiz de los sueños, y otra muy diferente agregarle los colores de la cruda realidad, porque, aunque  los primeros meses tiraron con el dinero que había traído cada una, al igual que le ocurre a la paciencia, éste se agotaba, lo que terminó por hacer insostenible la convivencia, determinando la separación de sus destinos.
            Una mañana que despertó con tremenda resaca tirada en la playa, se encontró, cerca de la pensión, a un huésped que veía de vez en cuando. Cruzaron unas frases y él la invitó a desayunar. Atraída por la persona que la arruinaría su vida, Daniela le contó que estaba desesperada y a punto de tirar la toalla. Se resistía a volver a Cabanas frustrada, fracasada y paupérrima…, Para impedirlo estaría dispuesta a conseguir pasta como fuera. El hombre, manejando muy bien la seducción, le propuso entrar a formar parte del negocio que resolvería completamente sus males: hacer entregar a clientes muy discretos pequeñas cantidades de droga, a porcentaje, sin peligro y con el privilegio de ser la primera en probar la mercancía. Así fue como el caos y el desorden se colgaron de sus faldas, introduciéndola en un mundo hasta el momento desconocido para ella. Pero la realidad era que estaba más enganchada de lo que imaginaba, porque necesitaba más perico del que vendía, llegando a prostituirse para saldar sus deudas. Tampoco fue suficiente, por lo que se unió a un grupo de rateros que conocía, participando en diversos robos, hasta que fueron detenidos por la pasma. Afortunadamente los meses de cárcel la  sirvieron, primero, para desengancharse y, segundo, para comprender que aquel no era su lugar, ni ese hombre un buen compañero con quien compartir la vida. Decididamente, quería regresar…
            Había recorrido más de mil kilómetros en autocar hasta llegar a Galicia, tenía los huesos molidos y traía un ERE sentimental alineado al corazón, pero la cara de agradecimiento y felicidad de su padre, extendiendo los brazos para recibirla, compensaba lo anterior por duro que hubiera sido. Sin embargo, la apenaba muchísimo haberlo encontrado envejecido, sensible, indefenso…, parecía mentira que aquel hombre fuera el mismo que con tanta fuerza la sacara adelante. El barrio apenas había sufrido cambios. Salvo algún negocio cerrado, todo permanecía igual. Al final del segundo tramo de escaleras, observando que  el padre respiraba con cierta dificultad, se pararon unos minutos. Cuando por fin entró en la casa lo hizo emocionada y con nostalgia. Pasó los dedos por encima de los muebles, la vista por cada rincón de su dormitorio, la memoria de atrás por los objetos, por la colcha de color teja, por el armario donde seguramente aún estarían sus ropas de infancia. Pero enseguida comprendió que ni de allí, ni de ningún otro sitio, tenía recuerdos nuevos, y lo peor es que no había sido capaz de crearlos, y mucho menos de retenerlos, como le ocurriera al protagonista de la película Memento, brillante historia que se desplaza hacia atrás en el tiempo, tejida con inteligencia por Christopher Nolan.
            Estos recuerdos, como decía al principio, acudieron a la memoria de Daniela en la sala solitaria del Tanatorio. Tras incinerarle, el resto del día lo pasó caminando por el municipio, ordenando pensamientos, limpiándose los pulmones de tanto tabaco fumado, alargando el momento de llegar al silencioso hogar, a la butaca vacía, a la copa de vino tinto y sin brindis… Ocuparse de su persona, haciendo reparaciones emocionales, era el proyecto más inmediato que tenía, sabiendo que para ello necesitaría rememorar algunos episodios tormentosos de su pasado. Así fue que al entrar en la casa, a pesar de que la ausencia del padre se notaba en el ambiente, rescató la curiosidad del primer día, de aquella primera noche que durmió a pierna suelta, cuando volvió como lo hacen las manos frías al otoño: buscando caricias de chimenea.
             Ahora no tenía más preocupaciones que ella misma. Sabía positivamente que no caería de nuevo, que saldría adelante con toda dignidad y que, con ese nuevo rumbo en su vida, su padre estaría orgulloso de ella, porque, como dice Víctor, en los versos del principio, “probó la muerte y amaneció entre sombras”. Daniela sabía perfectamente que hay personas que se instalan bajo el toldo del victimismo, o se pasan hora tras hora retroalimentando la hormona de la amargura, por la incapacidad o falta de decisión que tengan para levantar cabeza. Pero ese no era su caso. No pertenecía a ese grupo pese a las duras experiencias vividas. Sabía perfectamente que sacaría lo mejor de sí, acababa de salir el sol y pensaba aprovecharlo.