domingo, 30 de junio de 2013

La habitación y el abuelo

Dedicado a Javier. Un pirata de dos años y medio.
Para que se ponga pronto bueno y comience a hacer travesuras.

Al día siguiente de enviudar el abuelo, mis padres decidieron traerlo una temporada a vivir con nosotros, asegurando que no sería por mucho tiempo, solamente el necesario –decían–, hasta que fuera asimilando la repentina pérdida de la que había sido su compañera en los últimos sesenta años. Pero en realidad sabíamos muy bien que aquello no iba a ser así, por tanto más me valía armarme de paciencia y tomarlo de la mejor manera posible, porque aquel señor con sombrero color crema, cargado de hombros y andares que parecían tirar de las pantorrillas hacia atrás, era todo un desconocido para mí, un extraño callado y enjuto que se expresaba con monosílabos, un intruso que había venido para quedarse. Un hombre que miraba no sólo al fondo de las cosas, sino al de las personas, como juzgándote, aunque después la realidad vino a demostrar que nada tenía que ver con esto. Por esa razón, y por el cabreo monumental que tenía, obligado a compartir habitación, le recibí dos pasos por detrás de mamá. El primero de mis sufrimientos partía precisamente de ahí: ceder espacio. ¿Por qué yo? ¿Por qué aquí, en mi universo, y no en el sofá cama del comedor?, pregunté bastante enfadado, rabioso e impotente. No recuerdo la respuesta que dieron, siquiera si la hubo, pero supongo que lo harían para que se sintiera más cómodo, más integrado, menos estorbo. ¡Menuda faena me había hecho la abuela con morirse!, aunque, pensándolo bien, enseguida comprendí que debía manejar el asunto a mi manera, y tener al abuelo de aliado en lugar de enemigo.
            A los días de escuela que pasaban veloces, pronto les sucedieron los de instituto, y, tanto para unos como para otros, el abuelo resultó ser una pieza fundamental para mi educación y crecimiento. De pequeño no eres consciente de la riqueza humana que te transfieren algunos mayores –y con cierta edad, a veces, casi que tampoco–. Andas ocupado, lógicamente, en el mágico mundo de los juegos, en coleccionar gusanos de seda, en explorar y descubrir los tesoros enterrados en los descampados, o en canjear cromos con los compañeros –al menos son cosas que se hacían en mi época, ahora las cosas han cambiado tanto...–. Sin embargo, es probable que todo mi interés se centrara en la disponibilidad económica del abuelo, ya que, sin necesidad de insistirle, satisfacía todos los caprichos que me asaltaban.
            Me gustaba encontrarlo aguardándome cada tarde, recostado en la verja del colegio, fumando aquellos cigarrillos finos y extra largos que olían a menta, con su porte elegante aunque triste, con la camisa blanca, sin arrugas, y el cuello perfectamente planchado que dejaba mamá. Venía con el bocadillo de la merienda recién hecho, a mi gusto. Otros días traía alguno de los dulces que nunca me dejaban comer, y que a mí me sabían de maravilla. Yo salía, le besaba, me cogía de su mano y emprendíamos el camino hacia el parque, donde no paraba de vigilarme aunque simulara tener la mirada perdida. Aprovechando que el abuelo estaba en casa y al cargo de mí, mis padres salían a diario y regresaban tarde. Me enseñó a compartir y repartir tareas: él preparaba la cena y yo recogía los platos. Nos gustaba irnos pronto a la cama a hablar de nuestras cosas. Primero empezó por contarme cómo conoció a la abuela. Lo hacía con exquisito cariño y con la ternura que ponemos cuando nos referimos a alguien que está vivo dentro de nosotros. Después contaba episodios sueltos de su infancia, tardes  enteras perdido por los montes, rellenando pequeñas libretas con dibujos que, aún siendo ya adulto, parecían hechos con trazo infantil. Según fui creciendo nuestras conversaciones alcanzaron otro tono más comprometido, más político, más humano.
            El abuelo era una persona que no molestaba ni invadía la intimidad ajena. Amaba la libertad de los pueblos por encima de todas las cosas, la tolerancia en la opinión del otro, el sentido de la responsabilidad, la defensa de lo común. Con él fumé mis primeros cigarrillos, lloré en su hombro el desengaño de la primera novia, y siempre se prestó a ser mi coartada cuando quería llegar tarde a casa. Me inculcó la lealtad que hay que tenerle a los amigos y los principios fundamentales de honradez y de solidaridad. Me ayudó a madurar, a convertirme en la persona que hoy soy; me enseñó que las cosas había que llamarlas por su nombre y a aclarar los malentendidos con las personas que interesan para vivir más tranquilo. Cuando enfermó y tenerlo en casa se hizo insostenible, yo ya no vivía con ellos, y mis padres decidieron llevarlo a una residencia asistida. Meses atrás me había independizado con otros compañeros que también estudiaban Arquitectura. Al principio procuraba visitarlo cada día, pero luego vinieron los exámenes, el compromiso político, la pareja, el primer trabajo en prácticas y distancié aquellos encuentros para el domingo, aunque esto también lo dejé después por..., ¡yo qué sé!
            Murió solo y en silencio una noche de agosto. Desde entonces tengo reparos en entrar a la habitación que habíamos utilizado juntos, me da nostalgia, pellizco en el corazón, ¡qué se yo! A veces, por diversas circunstancias de la vida, nos da pereza regresar a ciertos sitios, aunque luego nos vaya bien. –Esta frase no es mía pero la tomo prestada–.  Lugares, quizá, donde el tiempo se ha detenido en el interior de un retrato, en la cajetilla de tabaco a medio vaciar que uno de los dos dejamos olvidada, o en las arrugas de la última sábana que utilizó el abuelo. Son muchas las cosas que aprendí de él, incluso después de su muerte, a través del legado de cuadernillos que me dejó: unos con los sentimientos puestos con palabras, otros con dibujos de mi propia persona jugando en el parque, mirando por la ventana, tomando un vino junto a él. Era un hombre de izquierdas, prudente, respetuoso, tolerante… Un gran ser humano que me enseñó a disfrutar de la vida con muy poco, que no se cansaba de repetir que la felicidad es como una raya discontinua cuyo adelantamiento es peligroso. Hoy, gracias a él, sé que la felicidad también es  detener por un minuto las máquinas, sentarse frente a un paisaje que relaja, y compartir aunque sea sólo con el pensamiento, unas olivas de Jaén recién aliñadas y un vino del Priorat. Así era el abuelo: un hombre de gran riqueza con muy pocas cosas.

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domingo, 16 de junio de 2013

El lector apagado


Poco antes de la medianoche subió al autocar que la trasladaría directamente a Madrid, con la intención de pasar en el Parque del Retiro, como tenía por costumbre desde quince años atrás, el último domingo de la Feria del Libro. En la mochila que cargaba a la espalda, bastante espaciosa como para llevar los bocadillos traídos de casa, y las obras que compraría previa lista elaborada minuciosamente, guardaba también un pequeño obsequio, hecho a mano por ella misma, para uno de los escritores que firmaba ese día, y que además era amigo. La carretera ofrecía un paisaje nada atractivo, más bien austero, y el cansancio que hacía aparición en el tramo final del trayecto se manifestaba en el cuerpo a través de pinchazos en los riñones. Los cambios de sonido del motor, incorporados en la cabeza como un runrún natural, ayudaron a que unos dormitaran y otros echaran a volar el pensamiento. Esto fue lo que ella hizo: dejarse llevar, visualizando o adelantando cómo sucedería en la distancia corta cada detalle, cada vivencia, cada encuentro con los autores. Percibiendo el calor y la cercanía de los mismos, la frialdad y la antipatía, que de eso también hay, aunque sean los menos. A lo lejos, en la periferia, la nítida luz del sol, solapada por la contaminación y el perfil de los primeros polígonos industriales, que parecían guardarle los muros a la ciudad, como si fueran la avanzadilla que le pide papeles de identificación al viajero, confirmaba que, a pesar de quedar muy poco, todavía no había llegado a su destino. En ese momento, y pudiéndose haber rendido fácilmente en brazos del sueño, se dejó tentar por la posibilidad de recordar aquellas otras ferias, aquellas otras fiestas del libro mucho más dichosas, cuando venía acompañada, cuando compartir esos momentos y la vida eran motivo más que suficiente para seguir adelante. Era otro tiempo menos difícil, tan vivo, tan diferente, tan divertido… El pasajero del asiento contiguo le rozó la rodilla con la parte trasera de la pierna para poder salir; entonces comprendió que habían llegado al intercambiador de Avenida de América. Dentro del metro, y aunque al ser domingo no había hora punta, colocó la mochila sobre sus rodillas con mucho cuidado.
            A las siete de la tarde, realizadas todas las compras y conseguidas buena parte de las firmas que quería, le quedaba quizá el motivo más importante y deseado que probablemente la había llevado hasta allí: ver a uno de sus escritores de cabecera, a quien consideraba además un amigo. La gente se agolpaba para conseguir una foto al lado de uno de los famosos de la tele que también firmaba. Sin embargo, ella pasó de largo y dos casetas más allá le vio. Ahí estaba, moviéndose entre libros como pez en el agua, captando con la sonrisa la mirada de quienes pasaban de largo sin conocerle. Pero él se mantenía erguido, impoluto, vestido de domingo, inocente y ofreciendo con palabras el mejor de sus desnudos. Enseguida la localizó, y seguramente se alegró de verla, aunque ella notó un matiz de distancia en su reacción. Aquello le rompió el corazón por dentro, cayéndose el mito y lo que es peor: el amigo, aquella persona a la que tanto quería, a la que tanto había defendido y justificado en reuniones literarias, había dado paso a un ser vanidoso que no reconocía. Mantuvo el tipo y contuvo las lágrimas frente a él; abrió la mochila, hizo a un lado el regalo que traía y sacó el libro para que el autor lo firmara… Y se fue, con tan sólo un apretón de manos por despedida, y con pena, no por ella, si no por él, al verle incapaz de salir de su círculo amurallado de cartón piedra.
            En el autocar de regreso pensaba que este año, cuando concluyera la 72 Feria del Libro de Madrid, habrían pasado por allí escritores y ciudadanos de todas las calañas.  Gentes comunes y corrientes –aunque los hay que se resisten a serlo–, que se levantan por la mañana con legañas en los ojos, y se acuestan por la noche –el que lo haga– con el intestino vacío. Escritores instalados en su egomanía – como dice un amigo mío con quien comparto opinión–, en su narcisismo congénito que les impide bajarse del pedestal, que les incapacita para salir de la caseta y abrazar a los amigos. Personajes secundarios que llaman especialmente la atención, sobre todo si aparecen en grupo, jaleándose los unos a los otros, montados en sus escobas de glamour, aparcados en sus elites fuera de la realidad. Alguien que se dedica a escribir, y se supone que está dotado de una sensibilidad especial, que se debe a sus lectores y por supuesto a los amigos y conocidos –en ambos casos: esos que ejercen tan bien el boca a boca–, nunca debería mirar a sus semejantes por encima del hombro, por muy divo o diva que se sienta, por muy star que se sueñe. Hundida en el asiento de cuero y con la cabeza vuelta hacia el cristal, decepcionada y entristecida, pensaba estas cosas en el viaje de vuelta, convencida de que la generosidad y la gratitud son valores fundamentales y necesarios que nos humanizan. Cuando por el horizonte reconoció que estaba llegando a casa, a la hospitalidad de los campos de provincia, orientó el agradecimiento y el recuerdo hacia aquellos otros, grandes autores, que, teniendo un nombre hecho, un lugar muy consolidado, y ganándose las garrofas –algarrobas– con el sudor de la palabra –Javier Valenzuela, Elvira Lindo, Rosa Montero, Maruja Torres, Muñoz Molina, por citar solamente a algunos–, reciben a sus lectores en mangas de camisa y en pantalón corto. Magníficos profesionales que comunican sin creerse especiales o superiores, y que llegan como tienen que hacerlo, de la única manera posible: por la emoción, esa fruta, a veces fría, que todos saboreamos con mayor o menor dolor, cuando nos identificamos con las historias que escriben otros.
            La casa estaba tal y como la había dejado: atestada de libros, de plantas, de revistas antiguas que iba comprando en los mercadillos de segunda mano, de fotografías tomadas en otro tiempo, en otros viajes. Piezas de la vida que iba acumulando una a una y que hacían de su hogar un lugar confortable donde quedarse a dormir. Abrió uno de los cajones del mueble aparador, apartó buena parte de la correspondencia que guardaba desde siempre y, con lágrimas en los ojos, introdujo muy al fondo el obsequio que había hecho para el escritor y el beso que no se habían dado.

lunes, 3 de junio de 2013

Maruja Torres: Una señora con mucha dignidad

Trailarai larai, trailarai.../Traigo la camisa roxa... Poco después de conocerse la noticia de que Maruja Torres no escribiría más en el diario El País, comentábamos Ovidio Parades y yo que no hemos conocido a una mujer tan generosa y tan buena gente como Maruja. Por la repercusión y el peso que tienen las cosas que escribe, y cómo las escribe, representan en realidad la voz de sus lectores. Hombres y mujeres que a lo largo de los años hemos ido creciendo con ella, opinando juntos, y comprendiendo a su lado que no tomar partido dentro de la sociedad, quedarse al margen de los problemas, no involucrándose en las necesidades de los demás, conduce ni más ni menos hacia una tierra hostil, hacia un terreno donde es peligroso adentrarse. Soy testigo, y receptora en primera persona, del apoyo que da a nuevos autores. Ayuda y empuje que presta sin dudarlo a quienes comienzan a abrirse camino como escritores, como periodistas, o como ambos a la vez. Y lo hace, sin que se le caigan los anillos, cediendo espacio, reseñando libros o recomendando relatos o artículos de otros, bien desde el legendario “Perdonen que no me levante”, bien desde las redes sociales: facebook, twitter, blog. Sin embargo, y por encima de todo esto, o además de todo esto, Maruja es la ciudadana que viaja en AVE,  que conversa de la vida con el taxista y que compra verduras y arroces para cocinarlos con mimo. Y también la persona que se manifiesta en la calle sin agachar la cabeza y, teniendo el sentido común muy bien puesto en su sitio, la que reclama y reivindica, y la que harta, como lo estamos una gran mayoría, grita: ¡Basta ya! ¡Qué despropósito! ¡Pero qué se habrán creído!
            Aunque la seguía de mucho tiempo atrás por los reportajes en Garbo y Fotogramas, por los artículos y crónicas tanto en El País como en Diario 16 –hago un paréntesis para destacar su trabajo cubriendo las guerras tanto en Líbano como en Panamá, donde presenció la muerte de su compañero el fotógrafo Juantxu Rodríguez por los disparos de un soldado estadounidense–, no nos conocimos personalmente hasta una Feria del Libro de Madrid. Recuerdo que estuve largo rato haciendo cola para una firma de Terenci Moix, quien, con aquella simpatía que derrochaba, tan cercano y tan campechano como era –eso sí, sin perder el glamour–, al ver que también llevaba en la mano Amor América: un viaje sentimental por América Latina, dijo: “Ese de Maruja es una buena elección”. Así que, contenta y metida en situación como iba, me puse delante de la escritora. Su sonrisa me cautivó. No conversamos mucho, me cuesta vencer la timidez, pero desde ese momento empecé a quererla, a leerla, con mayor intensidad, si cabe. Años después, nuestro trato es más fluido, gracias a las nuevas herramientas de comunicación que proporciona Internet.
            Una de las cosas que más admiro en ella es la fortaleza que la caracteriza. Curtida seguramente en el corazón del Barrio del Raval –también conocido como Barrio Chino–, entre La Rambla y el Peral.lel,  en el distrito de Ciutat Vella, de donde eran igualmente sus amigos Terenci Moix y Manuel Vázquez Montalbán. Tres hijos de la posguerra creciendo entre dificultades, abriéndose camino entre carencias, saltando los obstáculos de un tiempo tremendo y difícil. Con ellos compartió parte de la vida, de la literatura, así como la pasión y el amor por el cine, además del oficio, éste, de escritores, que tantas satisfacciones y bienestares aporta.
            Me atrevo a escribir sobre Maruja Torres desde el respeto  por supuesto. Con la humildad de alguien que la admira, y con profundo agradecimiento hacia su persona. Por abrirme su casa on line, por ponerme en el camino de César Rufino Sánchez, gran amigo y maestro de las letras, por regalarme manojos de su tiempo, ese bien tan preciado que tenemos las personas. Por el conjunto de todo su trabajo, por su manera de compartir, por ella misma, no puedo decir otra cosa que no sea: gracias Maruja. Seguramente se me van a hacer extraños los desayunos de los jueves sin su columna, y los de los domingos sin el Perdonen que no me levante… Pero al finalizar estas palabras pasaré página tal y como ha sugerido ella. Esto no es más que el final de una etapa acabada, un ciclo concluido, una experiencia vivida con intensidad, como sólo pueden vivirse las grandes emociones que da la vida. Quizá de otras cosas no estaré tan segura, pero de que la voy a seguir leyendo, sí. Allá donde esté.
            Quisiera concluir con un poco de esperanza, invitando a que hagamos un llamamiento a los medios, un toque de atención en clave de reflexión, para que el espíritu de prensa independiente prevalezca por encima de todo. Entre otras cosas, porque, si no  recuperamos la ilusión, de poco habrá servido el esfuerzo de aquellos que un 4 de mayo de 1976 –yo tenía dieciséis años recién cumplidos– echaron a andar, en plena Transición democrática, la rotativa del diario El País. Así lo espero, sobre todo, porque aún queda gente dentro que opina muy bien –por ejemplo, los compañeros de Maruja de la contraportada– y a los que seguiré leyendo. Y, también, para que el imperio que con tanta inteligencia estructurara levantó Jesús de Polanco no haga aguas. De sangre d'un compañeru…/Trailarai larai trailarai.
  
Nota: “En el pozo María Luisa”, también conocida como “Santa Bárbara Bendita”,  es una canción popular, emblemática para los mineros asturianos y leoneses. De ella provienen los versos que extraigo.

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