domingo, 19 de mayo de 2013

El color de un fado portugués

A Lourdes Goy Vendrell, por los buenos ratos en Gran Vía

Faltaban algunos meses para terminar de escribir mi segunda novela y, si quería cumplir con el plazo que me había dado la editorial, necesitaba aislarme de mi entorno. Así que, alquilé un piso luminoso en el corazón del Barrio de las Letras, en el número 2 de la madrileña Plaza de Matute. Era pequeño, acogedor, funcional. Con pocos muebles, o tal vez sólo los necesarios. Mi jornada de trabajo se iniciaba a las seis de la mañana y duraba más de ocho horas. Sin embargo, aquel día, el despertador biológico por el cual me guío se activó mucho después de lo acostumbrado. Tanto es así que, cuando el sol filtró la luz entre las lamas de la persiana, salté de la cama con sensación de mareo o falta de oxígeno. Abrí el balcón para ventilar el dormitorio y respirar aire fresco, pero, junto con él, entró la melodía que salía de una de las casas. La reconocí inmediatamente: era “Veinte años”, de la cantautora cubana María Teresa Vera, en la voz rota e inconfundible de Diego el Cigala. “Con qué tristeza miramos/un amor que se nos va:/es un pedazo del alma/que se arranca sin piedad”. En ese preciso momento, una avalancha de recuerdos vino a mí, y me vi con treinta años menos, con aquellas ganas vivas de comerme el mundo, recién llegada de provincias y el firme propósito de convertirme en escritora de éxito. 
            Llegué a Madrid en los años ochenta. Me gustaba salir de noche, contagiarme de la alegría de la gente, tratar con personas que luchaban por salir adelante construyendo una sociedad más libre para sus hijos, alejada de las rancias cuatro décadas anteriores. En muchos lugares del centro de la ciudad –Malasaña, aledaños de la calle Huertas o Lavapiés– había locales donde tomar unas copas y fumar hachis. Yo lo hacía. Aunque también me gustaba sentarme en las terrazas al aire libre viendo pasar a la gente. Imaginar sus vidas, su historia, el motor que les hacía  arrancar cada mañana, lo que motivaba sus caras de alegría o de mal humor… Pero esto sólo cuando el buen tiempo lo permitía, cuando no…
            Conocí al hombre que hizo un paréntesis en los planes que me trajeron aquí en un local cercano a la calle Echegaray, uno de aquellos con música en vivo. Era relaciones públicas y tenía una voz como de fado portugués que enamoraba. Toda mi persona giraba en torno suyo. Su trabajo, sus amigos, su ambiente, su adicción al sexo, lo que defendía, lo que rechazaba, eran mis derrotas y mis triunfos. Día tras otro vi cómo clavaba su aguijón de mesa en mesa, excusándose después conmigo, restando importancia, o dando a entender sin delicadeza que le pagaban para atraer clientes y que, si no me gustaba, nada ni nadie me obligaba a permanecer allí. Pero yo, enamorada como se enamoran las chicas de provincias, dándolo todo, me anulé. No pensaba por mí misma. No sentía por mí misma. No vivía para mí misma, y a distancia sufría sus ausencias, lloraba sus desplantes y me dolía, me dolía su indiferencia y lo poco que me daba.
            Una madrugada, después de acostarnos, dijo que tenía que hacer un largo viaje, una tontería aburridísima del trabajo. Sugerí acompañarle. La posibilidad remota de salir de la rutina revivió dentro de mí, por un instante, las ganas y los deseos. Sin embargo, su tajante negativa no dio pie a discusión alguna. Cuando se marchó, dolida como estaba, o con intención de incomodarle, me arreglé y fui a tomar unas copas. Por casualidad entré en un sitio tranquilo, con música en vivo. La única mesa libre estaba cerca del escenario. El solista presentaba cada tema metiéndote en situación. Cuando las primeras notas de “Veinte años” empezaron a sonar, no pude evitar las lágrimas. “Si las cosas que uno quiere/se pudieran alcanzar,/tú me quisieras lo mismo/que veinte años atrás. Ahí me di cuenta: nunca me había querido. Tampoco me utilizó; simplemente, me dejé eclipsar. Salí de allí dispuesta a cambiar, a crecer, a emanciparme emocionalmente; sin embargo tengo la sensación de que aún continúo huyendo, de nada en concreto o de todo en general. No he vuelto a tener noticias suyas, ni las he buscado.
            Mientras la canción, como decía, se colaba por el balcón de mi casa, esos recuerdos me dieron la oportunidad de incorporar en la novela un personaje secundario, si quieren autobiográfico, de corta intervención pero que no dejase indiferente. Fuerte y sensible como yo, aunque con otros mimbres para que no sufra tanto. Alguien capaz de funcionar por sí solo –como lo he hecho yo desde entonces–, entendiendo que la fortuna de poder elegir es valorar lo que se tiene y, fundamentalmente, cuidar de aquellos que nos quieren. Lo demás son sólo fantasmas que habitan nuestro pensamiento.


domingo, 5 de mayo de 2013

Mi hermano Rafael

A Isabel Casas, que me regaló buena parte de esta historia

Después de tirar la basura me gusta pasear por el barrio. Sus calles desiertas me animan a hacer balance de lo que ha dado de sí el día. A veces voy tan metido en mis cosas que sin darme cuenta me alejo demasiado. Si tengo suerte y hace buena temperatura hago un alto en el camino y fumo un cigarrillo en el parque. Ahí, aunque no siempre, encuentro a una mujer que lee a la luz de una farola, y me recuerda mucho a mi madre. A primera vista diría que tiene poco pelo, todo blanco, muy corto, y una expresión por la que fluye, supongo, parte del desorden que lleva por dentro. Aquella noche, mucho antes de verme con ella e intercambiar unas breves palabras de cortesía, ya había decidido visitar a mi madre. Soy uno de esos hijos que se fue de casa a los dieciocho, y no porque me encontrara a disgusto, todo lo contrario, sino más bien por las ganas de libertad y la necesidad de poner distancia con un pasado que, mientras no lo aclarara, seguiría pisándome los talones.
         El banco donde se pone aquella desconocida está bien alumbrado. Ataviada con buena ropa de abrigo y calzado para la lluvia, se sienta con las piernas cruzadas y el libro sobre éstas. Llego a su altura y, con discreción, ocupo el otro lado, dejándome llevar por el pensamiento lejos de allí.
            –¿Me da un pitillo, por favor?, –dice la voz de la mujer al tiempo que me trae de vuelta a la realidad.
            –¡Claro! Por supuesto –respondo–. Esas dos frases, escuetas, puede que alguna más, es todo lo que nos decimos. Sin embargo, el silencio de esta persona, que tanto sosiego transmite, es clave para decidirme a indagar en el fondo de un secreto que mi familia guardó a voces, por miedo a las represalias del régimen rancio y cruel que tuvimos.
            La casa de mi madre está situada en el centro de Madrid, con vistas a la Gran Vía. Es un ático pequeño, lleno de trastos, de cajas aún sin desembalar, permaneciendo así durante años. Atestada de libros, y de recortes y revistas de prensa, que dan cuenta de un pasado reciente que esperemos no vuelva más. Recuerdos dolorosos que se ejecutan como un software malicioso, que procesa en segundo plano, oculto.
            Mamá está en un punto de la enfermedad de Alzheimer donde ha perdido casi todos los estímulos. A veces reacciona, aunque confusa, ante una música, un nombre o una fotografía. El ascensor, que fue incorporado posteriormente a la construcción del edificio, para entre plantas; hasta el ático, hay que subir doce peldaños. Cuando la chica que cuida de mi madre abre la puerta, percibo el olor a su colonia de baño, la misma que me transporta hasta aquellos veranos en el pueblo, donde, cada vez que alguien preguntaba por mi hermano Rafael, en casa zanjaban el tema diciendo que “se perdió yendo a por huevos”, aunque el abuelo, que no se le escapaba una, murmuraba por lo bajo frases ininteligibles, candadas a una final: “La jodía  envidia se lo llevo”. Anda, anda, no digas tonterías padre, –decía mamá, dando carpetazo a un asunto que a mí, como poco, me intrigaba–. Sobre todo porque tenía edad más que suficiente para captar que delante de mí no se hacían comentarios referentes a “dictadura” o “vencidos”… Sin embargo, esa escuela indiscutible que conjuga calle y amigos  me descubrió muy pronto que mi hermano fue otra víctima, otro desaparecido más sin motivo.
            En alguna de aquellas cajas tenían que estar guardadas las pertenencias de Rafa; mamá las clasificó por fechas, lo cual facilitó mucho su localización. Ahí estaba: 1945-R. Rafael había desaparecido, y yo tenía meses. En el interior hallé solamente una carpeta con documentos. Papá, desesperado, inició la búsqueda del cuerpo de su hijo, recorriendo buena parte de las cárceles del país, con la esperanza de encontrarlo con vida. Según decían aquellos papeles, oficialmente le perdieron la pista entre Murcia y Valencia. Papá escribió en uno de los márgenes lo que un vecino de un pueblo de Cartagena le dijo: que a finales de ese año allí habían fusilado a muchas personas, y que los cuerpos, a saber, estarían enterrados en fosas comunes repartidas por la comarca. Mi padre quiso ir más allá, pero mamá le convenció para dejar las cosas como estaban. Desde ese momento, ella, no sólo desarrolló la soledad, la enfermedad y la inestabilidad, sino la culpa, el arrepentimiento, la cobardía… Por eso la tristeza o la insatisfacción de la lectora del parque me recordaban tanto a la de mi madre.
            Salí del ático con la carpeta bajo el brazo. Averiguar dónde podrían estar los restos mortales de mi hermano no era solamente por él, sino también por mí, para entender de dónde vengo, de qué raíces salen mis principios, mis ideales, los valores que priorizo en la vida. Y, desde luego, igualmente, porque estoy convencida de que hay que recuperar la memoria histórica, para poner a cada cual en su sitio, sin violencia, sin acritud, con justicia y con honradez, para que cada cual, aquellos que lo quieran, sepan de una vez y por todas, dónde están sus muertos. Dónde están porque…, la vida sólo se puede vivir mirando hacia delante, aunque, por paradójico que parezca, sólo se puede comprender mirando hacia atrás: Sin odio, con reconciliación, sin fiscalizar los verdaderos hechos de la historia, y con la mano tendida, esa misma que, si se alarga un poco más, es muy capaz de tender puentes de entendimiento.