A Lourdes Goy Vendrell, por los buenos ratos en Gran Vía
Faltaban algunos meses para terminar de escribir mi segunda novela y, si quería cumplir con el plazo que me había dado la editorial, necesitaba aislarme de mi entorno. Así que, alquilé un piso luminoso en el corazón del Barrio de las Letras, en el número 2 de la madrileña Plaza de Matute. Era pequeño, acogedor, funcional. Con pocos muebles, o tal vez sólo los necesarios. Mi jornada de trabajo se iniciaba a las seis de la mañana y duraba más de ocho horas. Sin embargo, aquel día, el despertador biológico por el cual me guío se activó mucho después de lo acostumbrado. Tanto es así que, cuando el sol filtró la luz entre las lamas de la persiana, salté de la cama con sensación de mareo o falta de oxígeno. Abrí el balcón para ventilar el dormitorio y respirar aire fresco, pero, junto con él, entró la melodía que salía de una de las casas. La reconocí inmediatamente: era “Veinte años”, de la cantautora cubana María Teresa Vera, en la voz rota e inconfundible de Diego el Cigala. “Con qué tristeza miramos/un amor que se nos va:/es un pedazo del alma/que se arranca sin piedad”. En ese preciso momento, una avalancha de recuerdos vino a mí, y me vi con treinta años menos, con aquellas ganas vivas de comerme el mundo, recién llegada de provincias y el firme propósito de convertirme en escritora de éxito.
Llegué
a Madrid en los años ochenta. Me gustaba salir de noche, contagiarme de la
alegría de la gente, tratar con personas que
luchaban por salir adelante construyendo una sociedad más libre para sus hijos,
alejada de las rancias cuatro décadas anteriores. En muchos lugares del centro
de la ciudad –Malasaña, aledaños de la calle Huertas o Lavapiés– había locales
donde tomar unas copas y fumar hachis.
Yo lo hacía. Aunque también me gustaba sentarme en las terrazas al aire libre
viendo pasar a la gente. Imaginar sus vidas, su historia, el motor que les
hacía arrancar
cada mañana, lo que motivaba sus caras de alegría o de mal humor… Pero esto
sólo cuando el buen tiempo lo permitía, cuando no…
Conocí
al hombre que hizo un paréntesis en los planes que me trajeron aquí en un local
cercano a la calle Echegaray, uno de aquellos con música en vivo. Era relaciones públicas y tenía una voz como
de fado portugués que enamoraba. Toda mi persona giraba en torno suyo. Su
trabajo, sus amigos, su ambiente, su adicción al sexo, lo que defendía, lo que
rechazaba, eran mis derrotas y mis triunfos. Día tras otro vi cómo clavaba su
aguijón de mesa en mesa, excusándose después conmigo, restando importancia, o
dando a entender sin delicadeza que le pagaban para atraer clientes y que, si
no me gustaba, nada ni nadie me obligaba a permanecer allí. Pero yo, enamorada
como se enamoran las chicas de provincias, dándolo todo, me anulé. No pensaba
por mí misma. No sentía por mí misma. No vivía para mí misma, y a distancia
sufría sus ausencias, lloraba sus desplantes y me dolía, me dolía su
indiferencia y lo poco que me daba.
Una
madrugada, después de acostarnos, dijo que tenía que hacer un largo viaje, una
tontería aburridísima del trabajo. Sugerí acompañarle. La posibilidad remota de
salir de la rutina revivió dentro de mí, por un instante, las ganas y los
deseos. Sin embargo, su tajante negativa no dio pie a discusión alguna. Cuando
se marchó, dolida como estaba, o con intención de incomodarle, me arreglé y fui
a tomar unas copas. Por casualidad entré en un sitio tranquilo, con música en
vivo. La única mesa libre estaba cerca del escenario. El solista presentaba
cada tema metiéndote en situación. Cuando las primeras notas de “Veinte años”
empezaron a sonar, no pude evitar las lágrimas. “Si las cosas que uno
quiere/se pudieran alcanzar,/tú me quisieras lo mismo/que veinte años atrás”. Ahí me di cuenta: nunca me había
querido. Tampoco me utilizó; simplemente, me dejé eclipsar. Salí de allí
dispuesta a cambiar, a crecer, a emanciparme emocionalmente; sin embargo tengo
la sensación de que aún continúo huyendo, de nada en concreto o de todo en
general. No he vuelto a tener noticias suyas, ni las he buscado.
Mientras
la canción, como decía, se colaba por el balcón de mi casa, esos recuerdos me
dieron la oportunidad de incorporar en la novela un personaje secundario, si
quieren autobiográfico, de corta intervención pero que no dejase indiferente.
Fuerte y sensible como yo, aunque con otros mimbres para que no sufra tanto.
Alguien capaz de funcionar por sí solo –como lo he hecho yo desde entonces–,
entendiendo que la fortuna de poder elegir es valorar lo que se tiene y,
fundamentalmente, cuidar de aquellos que nos quieren. Lo demás son sólo
fantasmas que habitan nuestro pensamiento.