domingo, 21 de abril de 2013

Con Luz Casal


Esta vez no puedo dar una explicación convincente de por qué suceden las cosas así, pero la verdad es que he hecho todo lo posible por reponer gasolina en la misma estación de servicio una vez por semana. Y no solamente por la chica tan simpática que atiende con mucha amabilidad, sino porque, cuando entro a pagar, la voz inconfundible de Luz Casal sale por el altavoz de un equipo de música casero, colocado junto a la caja. ...Conozco la jugada/sé manejarme en las distancias cortas/y no me importa nada,  nada… Entonces, como si estuviera interesada en comprar una revista, que no lo estoy para nada, aguardo a que finalice la canción para marcharme. Sin embargo, había esperando más coches de lo normal, así que giré hacia la parte de atrás para posicionarme a la cola del surtidor y reparé en algo de lo que hasta ahora no me había dado cuenta: un merendero que tienen al aire libre, con vistas a la montaña, y que invita a bajar del automóvil, aunque haga un frío de justicia. …Que tomes o que dejes, que vengas o que vayas/y no me importa nada, nada… Paré el motor, bajé y, entonces, tuve la sensación de encontrarme en dos lugares absolutamente diferentes dentro de un mismo recinto, con la posibilidad de poder elegir uno u otro: el que ya conocía en la parte delantera, y el recién descubierto, donde decidí quedarme. Tomé asiento en el extremo de un banco de piedra corrido y me eché a llorar, tapando el rostro entre mis manos, no solamente por el dolor que sentía, sino también por la emoción de la belleza que acababa de contemplar. No sé cuánto tiempo pasaría hasta que saqué del bolsillo un pañuelo de papel para enjugarme las lágrimas, lo único que puedo asegurar con certeza es que el eco de las montañas trajo hasta mí, con devota delicadeza, otro pedazo de estrofa: …Que rías o que sueñes/que digas o que hagas/y no me importa nada, nada… Pero sí que me importaba, ya lo creo, y tanto.
            Varios meses atrás, mi compañero sentimental falleció en un accidente de tráfico, cuyo trance aún no he superado. …Dame un beso/en una noche que nunca se acaba. Pasados esos primeros momentos, durísimos, en los que no te crees lo que te está pasando y los más cercanos andan pendientes de ti, llega la parte difícil: encontrarte contigo mismo, y no me refiero únicamente en la soledad de la casa, de la que siempre puedes huir, quedándote en la calle, sino en la del corazón, despojado de golpe de lo más importante que hasta entonces lo había alimentado: el amor. …Dame un beso /en las tabernas de madrugada… Y, claro, confieso que la situación llega a convertirse en un estado caótico y angustioso, porque, de repente, tienes que restar uno al dos. Y obligarte a no acumular la basura, y a no perder la costumbre de seguir cocinando, y a hacer la colada con cuatro prendas…, por citar de lo traumático lo más suave. …Dame un beso/como un árbol florecido de ramas/dame un beso/con tu cuerpo rebosante de olas… Sentada, aquí, en este banco de piedra, en este pequeño rincón, alejada de los ruidos de la otra parte del lugar, viene a mí esta preciosa letra de otra canción de Luz.
            La chica de la caja salió por una puerta sin cerrojo encendiendo un cigarrillo y llevando un refresco de lata en la mano, y, aunque en un principio se sobresaltó al verme, al instante se relajó al comprobar que era alguien inofensivo.
            - Te gusta bastante Luz Casal, ¿no?; lo digo porque siempre que voy a pagar la tienes puesta. –Quise con eso iniciar una conversación, estoy tan falta de hablar…–.
            - Sí, bueno, no está mal –contestó–; sí que me gusta.
        - A mí también, ¿te sabes esa que dice: …Si la soledad te enferma el alma/si el invierno llega a tu ventana,/no te abandones a la calma, con la herida abierta…? –Tarareé para que la reconociera–.
          - Mi padre –ella tomó la palabra–, que es un buen tipo aunque un poco cascarrabias, dice cuando nos ve en babia: “Qui no té res a fer, el gat pentina”, que viene a decir más o menos: Aquel que no tiene nada que hacer, al gato peina. Es que somos catalanes, por eso primero lo digo en mi lengua.
          La chica era encantadora, y muy alegre. Conversamos largo rato de nada en particular, con esa libertad tan absoluta que dan los desconocidos, sin necesidad de profundizar, y así estuvimos hasta que el encargado la llamó para que regresara a su puesto.
          Si tienes un hondo penar/piensa en mí/si tienes ganas de llorar/piensa en mí… He continuado yendo por allí, aunque la chica ya no está, ni Luz suena en el interior. Y lo hago, principalmente, porque en la parte de atrás no me siento tan sola, como en realidad estoy. En cualquiera de los casos, la vida te golpea y tienes que reinventarte, y tragarte muchas veces el dolor. Pero no queda otra, hay que salir adelante, con o sin ayuda, pero con la valentía de reconocer que nos tenemos a nosotros mismos. Es muy posible que nunca olvide al hombre al que amé, ni que su olor se vaya nunca de mi casa, ni de las sábanas el peso de su cuerpo, ni de mi corazón aquellas sus primeras palabras: …Ya ves que venero tu imagen divina/tu párvula boca…/piensa en mí… Y en realidad lo que tengo que hacer es no pensar, y realizar con tranquilidad la mudanza de la tristeza en mi piel, hasta un guardamuebles de las cosas perdidas, que he localizado a las afueras…

domingo, 7 de abril de 2013

Quien día pasa, año empuja

Minutos antes de efectuar su entrada el tren de las 11.45, cogí mi equipaje de mano, que consistía en algunos regalos que traía de fuera, y me situé delante de la puerta de salida. Disponía de una estancia de pocas horas y no quería perder el tiempo. Alcancé el andén echando primeramente el pie izquierdo; siempre lo hago así, no sabría precisar si es una manía o un ritual que sigo, heredado de alguno de mis antepasados. Apenas diez o doce personas, apresuradas también, salieron de otros vagones a la carrera. Afuera, en el recinto de llegadas, hombres y mujeres aguardaban nerviosos la aparición de los viajeros, probablemente tan deseosos como yo de templar la soledad en el lugar que más reconforta: a la lumbre de los abrazos. Busqué un punto de información y me dirigí hacia él. Una vez en la calle, crucé hacia el lugar que me habían indicado.
                La parada de autobús donde tenía que bajarme estaba a la vuelta de una curva. Unos metros más allá, la marisquería que me habían dado como referencia no era más que un local deshabitado, tanto como mi interior en aquellos momentos. Sin embargo, no quería entristecerme, porque hoy era un día para el reencuentro. Avancé poco a poco y, al final de una cuesta tan empinada como la angustia, no tuve más remedio que sentarme en el borde de una fuente sin agua. A mi lado, una mujer de apariencia taciturna, vestida con ropas de poco abrigo, dibujaba un paisaje indefinido en un cuaderno. Más allá, un grupo numeroso de niños le ponían música al silencio, con sus risas y sus juegos de pelota. Respiré con determinación y reanudé el camino, confiando en llegar a tiempo a la comida.
                Había salido la mañana con uno de esos cielos azules que, de cuando en cuando, generosamente Madrid nos regala. Traía memorizadas en la cabeza, una a una, las palabras con el diagnóstico del cáncer que acababan de detectarme y cuyo protocolo para iniciar el tratamiento estaba activado. Imaginé la cara de perplejidad que pondrían mis amigos cuando les dijera lo que pasaba; cuando entendieran, igual que lo había entendido yo a golpe de lágrimas, que la vida iba a cambiar e iba a cambiarme en los próximos largos meses de incertidumbre que me quedaban por delante. Seguí caminando y pensando en mis cosas. El campo a mi derecha ya estaba primaveral, florecido. Sabía que me haría bien interiorizar la sabiduría de la naturaleza, que eso me ayudaría a encarar la enfermedad, como lo haría dentro de muy poco el contacto con mis amigos porque, aunque me considero fuerte y sé que voy a salir de ésta, no hay nada malo en reconocerse vulnerable y pedir ayuda cuando se necesita.
                Pero, curiosamente, cuando a lo lejos localicé a mis amigos, supe que, al menos por hoy, no diría nada. Entonces pensé en la mujer de la fuente, en su rostro pálido, en sus manos huesudas, en aquel paisaje que dibujaba y que, ahora, reconozco muy bien. Pensé en los niños, en la vitalidad con que corrían por la arena detrás de la pelota. Y en aquel tren, ay, aquel tren que me llevaría de vuelta, tan diferente a los trenes de mi infancia. Y también recordé un dicho catalán que dice: Qui dia passa, any empeny, (quien día pasa, año empuja). Así que, empujada por las buenas energías, llegué hasta la puerta del restaurante, donde me fundí en un abrazo con una de las amigas que me esperaban.
                Pronto se hizo de noche. Apareció la lluvia, llegaron las despedidas y cada cual emprendió su camino de vuelta. En la zona establecida de la Estación de Puerta de Atocha una hilera de taxis esperaba sus clientes. Al poco arrancaba, y yo en él, el  último AVE al sur. Recosté la cabeza y cerré los ojos, había sido un largo día cargado de emociones. Pero me llevaba la fuerza, el apoyo, el calor y la complicidad de los míos, porque, aun sin ellos saberlo, habían sido para mí, por un día, la mejor de las terapias. Y con esos sentimientos respiré hondo y, de regreso a casa, tuve el presentimiento de que todo iba a salir bien.