domingo, 24 de marzo de 2013

Llengües

Dedicado a la persona
 que me ha proporcionado el material
 para construir esta historia

Al acabar la carrera de periodismo en Madrid, y tras meses de buscar trabajo sin obtener resultados, probé suerte en Barcelona, donde me cogieron de becaria en una radio local. Al poco de estar allí, empecé a concienciarme de la importancia que tiene conservar la identidad de un lugar, transmitiendo con naturalidad que la diferencia no pretende levantar fronteras sino consolidar el espacio que le corresponde. Poco a poco fui aprendiendo el idioma, acostumbrándome a una manera de pensar más abierta, más universal, más respetuosa. Algunos fines de semana volvía a ver a la familia y a los amigos. Entonces me daba cuenta del alcance que aquí, por la desinformación que dan algunos medios de comunicación, el mensaje de la diversidad de lenguas estaba errado. Hasta donde alcanzaba mi poder, intentaba hacerle comprender a los míos que la realidad era otra cosa, que lo que aquí llegaba estaba trastocado, pero, salvo dos o tres personas que se interesaron por lo que decía, el resto prefirieron quedarse en el estereotipo de la ira. Al regreso a la Ciudad Condal, y contando conque mi contrato finalizaría en breve, me propuse difundir y defender la llengua catalana. Hasta mí llegó la noticia de que había una endocrinóloga, Ángels Cardona, de mucho prestigio, que se dedicaba a ir por la península conferenciando sobre su especialidad y, de paso, transmitiendo con sosiego que el multilingüismo aporta, como poco, a la especie humana, riqueza de miras. Por eso me era de vital importancia conocerla y cambiar impresiones con ella. Pero la vida da muchas vueltas y no me quedó más remedio que volver a Madrid.
            La primera vez que vi a Ángels Cardona fue en la tribuna del Auditorio del Palacio de Congresos de Madrid. Daba una conferencia sobre Alteraciones en la menopausia y su alimentación. Me habían invitado unos colegas que sabían el interés que despertaba en mí esta persona. Su verbo fluido, sin tecnicismos, con términos que todos entendíamos, me atrajo desde el principio. Ángels era una mujer menuda, extremadamente delgada, con la piel tostada y ese olor innato a salitre que desprenden las personas que están en contacto con el mar. Al finalizar el acto, un amigo común nos presentó. “¿Qué opinión le merece la incorporación a nuestra dieta mediterránea del tofu, la comida oriental que se prepara mediante la coagulación de la leche de soja? –preguntó alguien–. La doctora, con templanza, dijo: “No veo inconveniente en aceptar e incorporar a nuestras costumbres todo lo que suponga una aportación saludable”. Intercambiamos algunas palabras más pero, dado lo solicitada que estaba, me hice a un lado. Presentía que llevaba una historia adherida a sus suelas y quería ser yo quien la escribiera. El cóctel que siguió a continuación fue corto, al menos así me lo pareció. Antes de que acabara, fui a despedirme de ella. Me dio una tarjeta, asegurándome que me llamaría, ya que también la habían hablado de mí.
            Aunque el termómetro del coche indicaba que a esas horas la temperatura exterior era baja, la sensación de frío no era excesiva, porque el viento se había retirado. Entre unas cosas y otras daban las once de la noche cuando llegué a casa. Los nervios me tenían últimamente desvelada, así que, ante la perspectiva de dar vueltas en la cama, dudé si hacerme un Nespresso o abrir una botella de vino. La decisión no fue costosa: me senté delante del ordenador, con una copa de 6 Vinyes de crianza, de las bodegas Laurona, del Montsant, un caldo muy bueno de Catalunya que compro por Internet. Cargué el navegador y en el buscador puse el nombre y apellidos de la doctora. Salieron infinidad de enlaces que a su vez remitían a otros; prácticamente los conocía todos ya que hacía tiempo que la seguía, pero, de cuando en cuando, colgaban noticias nuevas sobre su persona. El cuerpo del vino en mi paladar y el manto de la madrugada, que caía como una gasa sobre los tejados, ayudaron a quedarme dormida.
            Trabajaba en un periódico cubriendo pequeñas noticias locales, pero, lógicamente, aspiraba a más; quería salir del encasillamiento al que me tenían sometida, y para eso necesitaba presentar algo de calidad, algo que enganchara. El ambiente en la redacción estaba tan crispado como a pie de calle, con temas candentes y susceptibles de empeorar: Sanidad, congelación de salarios, reforma laboral, reforma educativa, a cual levantando la ampolla más alta. La investigación que llevaba en paralelo a mi trabajo iba sobre las lenguas. Quería escribir un gran artículo que, a ser posible, saliera a doble página, a raíz del despropósito de querer españolizar a los alumnos catalanes, relegando la llengua de este país a un cuarto lugar, lo que, a mi entender, era y es violar el derecho y herir la sensibilidad de una Catalunya cada vez más indignada, como lo estaba yo, y no solamente por el hecho de haber vivido allí, sino por principios democráticos y cuestiones de sentido común que siempre he tenido bien arraigadas.
            Al menos dos meses después de la conferencia, una tarde, a la hora de la merienda, sonó el teléfono de mi mesa. “Hola. Soy Ángels, Ángels Cardona. ¿Se acuerda de mí? Prometí llamarla y así lo hago. La persona que nos presentó me ha contado de su gran implicación hacia lo catalán y su generosidad para con nosotros y nuestro sentir. Y me preguntaba si le apetecería tomar algo conmigo”.
            Me citó en la cafetería del Círculo de Bellas Artes. Como llegué primero, elegí una mesa redonda, pegada a la ventana. Hacía mucho que no iba por allí, así que, con ojos de forastera que quieren fotografiarlo todo, no perdí detalle de aquel lugar de inmensa belleza: sus techos altos, con el lienzo enmarcado que preside todo el centro, los apliques de luz con cristales cayendo en cascada, aumentando mucho más la elegancia, las columnas de color blanco como a punto de inaugurar la puesta de largo, así como la silla de madera maciza, con cojín azul, que no recordaba, y que me pareció bastante confortable. Ya habían encendido el alumbrado artificial de las calles; por eso adiviné que La Cibeles resaltaría en el centro de la plaza, y que la silueta de los edificios perfilaría su contraste en el paño oscuro de la noche. Ángels llegó en punto, nos besamos y vinieron a tomarnos nota. Acompañaron a las dos cervezas un plato con olivas. Iniciamos la conversación con cordialidad, pero la impaciencia no me dejaba disfrutar en plenitud del momento, así que, de forma rápida, introduje en nuestra charla el elemento que más me interesaba. Quise que me hablara de su experiencia, no la profesional, si no la de activista, y, más concretamente, de la repercusión que había tenido su respaldo al Manifest a favor de la diversitat de llengües, algo que desde aquí, –como he dicho antes– por absoluta desinformación, es malentendido, distorsionado, denostado.      
            “Mira, aquello supuso para mí un paso al frente; significó posicionarme en primera línea, haciendo llegar a los de dentro lo importante que es explicar las cosas fuera, a pie de calle, con palabras llanas, sin discursos políticos; para que llegue con transparencia que la cultura, la gastronomía, la lengua, las señas de identidad de un país son las células madre del mismo, aquello que lo engrandece, que lo hace libre, que renueva de generación en generación las raíces de donde surgimos. Yo, como catalana, –sin entrar en valoraciones de signo independentista cuyo análisis requeriría mayor profundidad–, te diría que me siento muy orgullosa de lo que hemos avanzado en ese sentido. Pondré un ejemplo: cuando visito la escuela y los niños de ahora se manejan con total soltura en los dos idiomas la alegría recorre todo mi cuerpo. ¿Sabes dónde quizá empeora el entuerto? Pues  que fuera de Catalunya, y más concretamente aquí, en Madrid, se piensa que queremos arrinconar o destituir el castellano, y no es así, tú lo sabes; ambas lenguas pueden convivir perfectamente, compartir cientos de hectáreas y complementarse la una con la otra haciendo hincapié, fundamentalmente, en que el multibilingüismo fortalece el músculo de la libertad. A veces tengo la sensación de que piensan que lanzamos cuchillos al aire, que tratamos a los no nacidos en nuestra tierra como si fueran intrusos. Tú sabes que no, que la realidad es otra y cualquiera que visite alguno de nuestros rincones verá que es bien acogido y comprobará que el estado de excepción no se ha  reinstaurado. Ya sé, nunca se debe generalizar, pero cuando pedimos respeto es porque nos sentimos ofendidos, y últimamente más, porque desde no se sabe muy bien dónde, ¿o sí?, se ocupan de aumentar la crispación jaleando a las masas para que se levanten. No sé si me explico, aunque por otro lado está muy claro, y bastaría con divulgar el siguiente mensaje: cuando se pierde una lengua por ignorancia, por conceptos retrógrados de muy malas intenciones, una parte de nosotros muere con ella. Catalunya es un país que hay que conocer, una nación que merece la oportunidad de crecer, un territorio con personalidad, con plante, con estructura y una población con herramientas propias para abrirse camino. Así que no va a quedar más remedio que sacudir la alfombra para barrerla de prejuicios, hacer oídos sordos a aquellos que manejan los hilos del desencuentro, y construir entre todos, los de fuera y los de dentro, un terreno rico en diversidad, para darles en las narices a los que se empeñan en ahogar nuestros orígenes, los de cada uno”.
           Desde entonces, y aunque no conseguí que me publicaran el reportaje, mi compromiso con Catalunya es, si cabe, más fuerte, porque, juntas o por separado, hacemos llegar al resto de la península el sentir de un país cuya finalidad no es levantar barricadas, sino, más bien, acoger a todo aquel que quiera saber, explicando la historia bien contada, como hicieran conmigo. Después, cada uno tiene el grado de implicación que quiere, y se deja robar un pedazo del corazón, como hice yo, porque al costat de la seva gent faig el camí d’un poble que té una rica història i per univers tot el futur –junto a sus gentes hago el camino de un pueblo que tiene una rica historia y por universo todo el futuro–. Confío plenamente en que las generaciones que están por venir entierren el hacha de guerra, se manejen naturales en la multipluralidad y no sigan alimentando la consigna desagradable de “conmigo o contra mí”, porque el enemigo no son, ni mucho menos, los hombres y mujeres cuya primera lengua no sea el castellano, de manera que al adversario habrá que desenmascararlo, precisamente, cuando haga correr la hostilidad para romper las relaciones.

domingo, 10 de marzo de 2013

La soledad no era esto

Hace más de un mes que ha dejado de sonar el teléfono en el comedor de casa. Las últimas luces de la tarde escapan por la línea rojiza del horizonte, y los primeros copos de nieve, que podrían alfombrar de blanco el centro de la ciudad, caen suavemente para fundirse con el asfalto. Ha llegado el frío de golpe; se adivina por los cuerpos veloces que buscan el anonimato de algunas calles. El cristal del escaparate de la peluquería canina que tengo enfrente congrega la atención de varios niños, aunque realmente no se sepa muy bien qué despierta más su interés: eso o un mendigo que orina contra la pared. Pero aquí donde me encuentro, en el interior de la cocina, estoy a salvo de todo. Sin embargo, por paradójico que resulte, a este lado de la frontera, de quien no estoy a salvo es de mí misma. El agua para los espaguetis hace rato que hierve en la cazuela. Abro una Voll Damm, mi cerveza favorita, y elijo al azar un CD de baladas de Rod Stewart. Al otro lado del fino tabique las voces del desencuentro preparan la huida del dormitorio; una noche más, la joven vecina recién llegada dejará reposar la cabeza sobre la almohada del llanto. Y, aunque en realidad no espero a nadie, aguardo sentada en la mesa de la cocina a que el ruido de las llaves que abren, rescaten mis huesos de la desolación.
            Nos conocimos en la cola del teatro María Guerrero, donde Nuria Espert,  la grandísima dama de la escena, estrenaba el 20 de abril “La Loba”, de Lillian Hellman, dirigida por Gerardo Vera. A pesar de llevar la primavera un mes entre nosotros, hacía un frío de justicia. Saqué un cigarrillo y, sin pedirlo, me ofrecieron fuego. Considero que soy algo torpe a la hora de iniciar conversaciones con extraños, pero reconozco que esa vez fue fácil hacerlo. Empiezas por el autor, aportas la emoción de haber visto a Nuria muchas veces en escena, y, para demostrar buen manejo de las Artes Escénicas, hablas del director: el mismo de “Segunda piel”, en cine. El tiempo pasa así más ameno, y, cuando quieres darte cuenta, hace cuarenta y cinco minutos que dieron las doce y estás a pie de taquilla. Recogimos las entradas: él cinco, yo una. Dimos un largo paseo, y de la escena pasamos a la literatura: ¡Que si tal me gusta más que cual!, ¡que si vaya rollo la última de…!, ¡pues anda que aquella, sí hombre, la anterior a la última, de no sé quién…! Y así atravesábamos la ciudad: contentos, dinámicos, sin dirección, eclipsados. A ratos cogidos de la mano, a ratos por la cintura, a ratos sabiéndonos desconocidos, a ratos con pudor, y también los hubo desinhibidos. ¿Te apetecen unas cañas? –dijo. Acepté encantada, ¡y tanto!, porque para entonces me había enamorado de él hasta las entrañas. La tarde llegó cargada de cafés con dulces. No quería que aquello se acabara, tenía miedo a dejar de respirar si se iba, pero él, tras un giro brusco de muñeca para consultar el reloj, puso el punto y seguido. Nos despedimos con un beso en los labios, en la boca de metro cercana a mi casa. Me fui, guardando en el puño cerrado la servilleta de la confitería donde anoté su número de teléfono, y en el corazón, la certeza de haber tocado la felicidad, el mismo tiempo que tarda en cambiar la luna.
            Días después, no puedo precisarlos, me llamó y acudí al lugar de la cita, su casa. Resultó ser un gran cocinero y un magnífico anfitrión. Nos hicimos muy buenos amigos, y muy buenos amantes, también. Lo único quizá que me descolocaba del todo era lo vacía que estaba la casa de objetos personales, esas cosas que hacen el hogar de cada persona y dan calidez. Sin embargo, no le di mayor importancia, porque lo que me molestaba en realidad tenía más enjundia, más trasfondo: su negativa a compartir conmigo la vida en público, en la calle, con amigos. Tampoco sabía de su historia, quién era, de dónde venía, en qué trabajaba… En el momento que hacía el menor intento de indagar, se salía por la tangente. Recuerdo cuando le dejé sobre la mesita auxiliar una copia de las llaves de mi casa,  por si le apetecía venir. Eso fue motivo de desencuentro, porque lo que argumentó no se sostenía: a ver quién se cree que un tipo no quiera ir a la casa de su chica, porque la orientación de la finca le transmite mala energía. Y en estas llegó el verano, y, tonta de mí, soñé con una playa no muy poblada, con vestir de pasión a la noche, en la habitación del hotel, con la risa, el cine, el teatro, los libros, el cuerpo al desnudo, el alma entregada, y todo lo que significaba estar a su lado… Pero me quedé esperándolo, con la maleta hecha y el coche a punto de arrancar…
            Un año después de aquel abril, guardo la esperanza de verlo aparecer en el umbral de mi puerta: Amplio de sonrisa, grande de palabra, fuerte de ternura. Si acaso sucediera, quiéralo el destino, me levantaría de la mesa sin prisa, recogería los platos rotos, miraría de soslayo a los niños y al mendigo que orina, caminaría hacia él, muy despacio, alargaría la mano para sacar la llave de la cerradura, abriría dos cervezas, cambiaría a Rod Stewart por Stevie Wonder, baladas también, y, sin pedirlo, como aquella primera lumbre cuando saqué el cigarrillo, al otro lado del tabique se haría el silencio, y dentro de mí prendería la llama de la realidad, convenciéndome de que la soledad, por muy cruda que se manifieste, no debe alterar nuestro equilibrio, ni bloquear los sentimientos.