domingo, 22 de diciembre de 2013

El duende se llama María Mezcle


Quiero cantar a las piedras, a la tierra, al agua,
al trigo y al camino que voy pisando.
A la noche, al cielo, a este mar tan nuestro,
y al viento que por la mañana viene a besarme el rostro.
Joan Manuel Serrat.

A Fran y María.

Al primer sorbo de leche con Cola Cao y a la segunda untada de mantequilla por encima de la barrita de pan poco tostada –según le pide al camarero–, María Mezcle te roba el corazón. Entre la madera y los espejos de nuestro lugar de encuentro pasea su verbo elegante de mujer ilustrada que rompe las costuras de flamenca justa en cultura, haciéndolo al principio con cierta timidez, que dura lo mismo que se tarda en anotar nuestra comanda, para dar paso a la conversación ordenada en lo cronológico, y enriquecedora en la distancia corta para quienes estamos presentes y tenemos el gusto de escucharla. María mueve las manos con suma templanza, dándole así mayor énfasis a la hora de hablar desde el respeto y desde la sensibilidad de la variedad de los palos flamencos, mostrando especial debilidad por el Mirabrás, –que junto a las Alegrías, las Romeras, los Caracoles, las Rosas y las Cantiñas, forman el grupo que recibe el nombre de este último cante, cuya métrica tiene el compás de la Soleá, aunque varía el ritmo (velocidad)– que ella domina tan bien y que explica muy sencillo –lo cual agradezco dado mi absoluto desconocimiento sobre el tema– gracias a esa parte suya de maestra diplomada en Magisterio Musical. Y lo hace todo con tal apasionamiento y admiración, entre otros, por: Antonio Mairena, La Niña de los Peines, La Paquera, Tomás Pavón, Manolo Caracol –fuentes de las que ha bebido–, y las sanluqueñas La Sallago y María Vargas, que despierta en mí una pronta curiosidad por documentarme y unas ganas de correr a la tienda de discos más cercana y adquirir cuanto haya en el mercado al respecto.
            Bajo el signo de Leo, el 28 de julio de 1987, en la costa atlántica, concretamente en Sanlúcar de Barrameda, y en clave de siguidiya, María de los Ángeles Rodríguez Cuevas recogía el testigo de su bisabuelo Juan Ortega Gómez, “el Mezcle”; apodo traído de su oficio de albañil, al estar todo el día con la mezcla. Es a la temprana edad de seis años cuando a la niña se le suelta el duende del baile. Incluso mucho antes, en la barriada del Carmen, pegada a la carretera de Jerez, en la callecita –así llamaba de pequeña a la calle donde vivían sus abuelos–, ya deleitaba con su arte a los vecinos, cautivados con las dotes visibles de aquella personita tan pequeña y tan grande que ya apuntaba maneras. Sin embargo, pronto descubre que el cante jondo es lo suyo, y cuando cumple los once empieza a dedicarse profesionalmente a él, abriéndosele las puertas del flamencólogo jerezano Domingo Rosado, quien la guía en sus inicios. Desde entonces, una avalancha de concursos a los que se presenta y gana, junto con la disciplina y constancia en el ensayo, y el estudio continuo buscando los más puros orígenes del flamenco son los mimbres que han ido estructurando el cuerpo de su cante ortodoxo, hasta que Gerardo Núñez, bajo su sello discográfico El Gallo Azul, le  propone grabar su primer disco en el año 2010. Es ahí, en el estudio de grabación, donde María, sabiendo como sabe muy bien la técnica, encuentra algo que hasta entonces tenía oculto: el gran potencial de su garganta, los límites hasta donde podía llevarla y todo cuanto sería capaz de sacar de sí. Lo cual ha demostrado muy bien desde entonces. Prueba de ello, además de haber compartido escenario con cantaores consagrados, primeras figuras tales como Miguel Poveda o La Sallago, por ejemplo, y de haber recorrido numerosos países y ciudades del mundo, es el Premio a los Cantes Bajoandaluces por Alegrías, en el Festival del Cante de las Minas de la Unión, que ha obtenido en este 2013.
            María Mezcle pisa fuerte. Es una trabajadora incansable. Persona de costumbres sencillas que posee también una cualidad rara para los tiempos que corren: Ser agradecida con los suyos, esos progenitores que supieron transmitirle, con tiento y mucho cariño, una serie de valores y de principios fundamentales que han estructurado los suyos propios. Padres que con suma inteligencia supieron hacerle entender que, sin apartarla de su sueño, sin coartar su libertad de elección, tenía que formarse intelectualmente, porque ese iba a ser el colchón que la sostendría en los escenarios. María habla con ternura y admiración sobre quienes dedicaron tiempo, esfuerzo e inversión en hacer realidad el sueño y propósito de la niña: Llegar a ser reconocida nacional e internacionalmente como una figura del flamenco puro. Esfuerzo que, habiendo realizado entre todos, hoy empieza a dar sus frutos, que ella recoge con timidez y comparte con generosidad.
            En mi humilde opinión, María Mezcle es al cante jondo lo mismo que Lorca a la poesía: Artista de casta con carisma y puesta en escena contemporánea. Esta mujer de voz potente que arranca del sentimiento, y que por donde quiera que va pasea a Sanlúcar orgullosa de haber nacido allí, canta con el brazo izquierdo cruzado hacia el hombro contrario, para que la palma de la mano extendida sobre el mismo sujete los flecos finos de un mantón corto y negro, dejando así más espacio al brazo derecho, que marca el acompañamiento al ritmo de su voz. María es una persona paciente y muy segura de sí misma. Sabia a la hora de entender que las cosas sin precipitación llegan puntuales, a su tiempo, como refleja esta frase que en algún momento de nuestra conversación dice: “Poco a poco voy cumpliendo sueños”. Así es, porque, como buena Leo que tiene a su favor el elemento del fuego y es por naturaleza entusiasta y optimista, sabe que la fama es efímera, y que lo importante de ésta es mantener los pies pegados al suelo.
            María hace un alto en la charla. Me sonríe, toma un poco de agua, se coloca el pelo, respira hondo, gira la cara hacia la derecha, y descansa con ternura sus ojos de enamorada por encima de la piel de su pareja, que, sentado a su lado desde el principio, satisfecho de ella y pendiente de sus deseos, expresa su admiración en la sonrisa. Quizá ese sea el único momento de nuestra conversación en que no he visto a la artista sino a la mujer, aunque es difícil separar a la una de la otra, porque: María de los Ángeles Rodríguez Cuevas, conocida artísticamente por el nombre de María Mezcle, es una mujer apasionada y entregada, dentro y fuera de los escenarios. Un ser humano que roba el corazón. “Yo es que si no canto todos los días me falta la vida” –aseguró rotunda.
            Salí de allí con el quejío de una guitarra sonando en mi memoria, con la dulzura de María adherida dentro de mí, y con la satisfacción de haber crecido como persona a su lado. Sospecho que la gira que iniciará en breve será un verdadero éxito y que agotará las entradas cada día. Mientras eso ocurra yo seguiré yendo de vez en cuando, como acostumbro, al mismo lugar donde nos conocimos, y soñaré que a su regreso volverá a compartir conmigo las tablas de una mesa de café, a la hora del desayuno, tal vez entrada la primavera, cuando los colores urbanos de la vida toman asiento en la calle.

(Nota: Esta es la página web de María, http://www.mariamezcle.com/)

domingo, 8 de diciembre de 2013

Pensamientos sueltos


Cuando uno empieza a comprender las cosas, es hora de marcharse.
Fernando Trueba y Jean-Claude Carriere

Dejó que sonara el tono de llamada: una, dos, tres..., hasta quince veces.  Lo hizo con el remordimiento que nos entra cuando pensamos que no hemos elegido el mejor de los momentos. Colocó la mirada con tristeza en un punto vacío del horizonte y  respiró con pesadumbre, como si la intensidad del silencio envejeciera a la materia y al alma. Frunció la frente, quitó el auricular del oído, y cortó la comunicación sin más. Atravesaba una etapa complicada. Una de esas crisis que aparecen en momentos puntuales de la vida, planteando el eterno dilema: ¿Qué coño hago yo aquí? En esa situación, y angustiada con sólo pensar que tenía que pasarse sola lo que quedaba de fin de semana, buscó la compañía de alguien querido, alguien que la conociera bien por si flaqueaba. Así que, en lugar de llamar otra vez, decidió que lo mejor sería redactar un breve whatsapp: “Hola guapa. ¿Comemos juntas y luego nos hacemos un cine? Besos”. Vio en pantalla que la destinataria se puso en línea, señal de que lo estaba leyendo. Mientras aguardaba respuesta, con la misma impaciencia que el estómago a falta de pan se pone en la cola del hambre, pensó que dejar sin contestar estas notas, o los emails, es una falta de delicadeza por parte de quien recibe. Sin embargo, sabía muy bien que lo correcto en estos casos era esperar unos minutos, aunque se hicieran interminables. Pero, en vista de que no saltaba el aviso de un nuevo mensaje, se metió en configuración del teléfono y seleccionó modo avión. Se puso en bandolera la bolsa donde llevaba el ordenador y otros documentos. Apagó el libro electrónico que sujetaba con una mano, y deseó con todas sus fuerzas que existiera un sitio donde solicitar la conmutación de la pena del corazón. Entró al Parque del Retiro con la misma lírica que se entra a los versos, y, ajena al suelo que pisaba, parecido a una corteza de alquitrán llena de lágrimas, buscó un lugar apartado de las zonas transitadas. Un rincón donde el paso de las horas, o el cambio de luz, transcurrieran sin agobios, y le sirviera de marco para descifrar y para comprender por qué se tambalean las cosas menudas, cuando pensamos que somos un solar abandonado.
            Finales de noviembre estaba siendo duro, en cuanto al tiempo. Hacía un frío de justicia, que impedía disfrutar del aire libre. Al fondo de un camino algo retirado, divisó una terraza acristalada; se acercó hasta ella y pasó al interior. A pesar de ser viernes, todavía no había mucha gente, por lo que pudo elegir una de las mesas que estaban pegadas al ventanal. Dejó sus cosas en ella y fue a pedir la consumición. Pensó que la persona que despachaba, por su acento, era de la Europa Oriental, y su expresión denotaba el desdén de alguien muy cansado de escuchar tonterías muy repetidas al otro lado de la barra. Calculó que podría ser de Bulgaria o de Polonia, a saber. Pidió un café con leche y se lo llevó a su sitio. Había llegado hasta ahí para despegar del pensamiento las cosas incómodas e intentar encontrar las claves que quizá la ayudaran a salir del círculo viciado de pesimismo alimentado por sus circunstancias actuales. Mirar por la ventana es como escribir con los ojos la biografía de la vida que sucede fuera, sin nosotros en el papel protagonista, pensó.
            Tenía muy bien aprendido que huir de uno mismo te convierte en residuo que flota sin dirección en el Cosmos. Por eso su meta más inmediata era recuperarse y levantar cabeza. Reconocía que tenía a su favor elementos muy deseables: Una profesión agradecida que ahora empezaba a dar sus frutos, buenos amigos con un alto concepto de la amistad, unos principios por los que regirse. Todo atractivo y envidiable. Sin embargo, no era feliz. Y no lo era porque le faltaba el amor. Ese amor que nos fundamenta como ser humano que se entrega, que admira lo que hace el otro,  que respeta lo que dice, que siente y valora, se reinventa y se crece, se cae y se levanta. Y lo hace pegado a uno, en el mismo párrafo del libro en común. No era feliz, pero aspiraba a ello. Y a pasar página a las malas noches, a las tardes de desconsuelo, al vaso ni lleno ni vacío, sino hecho añicos. A la zozobra, al desamor, y a ese mal compañero de viaje que es la preocupación de quedarse atrapada en la soledad.
            Llevaba un año sufriendo acoso psicológico y alguna agresión física, “de poca importancia”, según consta en los documentos oficiales de denuncia. Increíble y estremecedor sólo leerlo, ya que la realidad iba por otro lado. Sabía que estaba al límite de su capacidad de aguante y que las fuerzas empezaban a fallarle. Me refiero a las fuerzas mentales porque, sin lugar a dudas, descubrir que la persona que se ha querido durante veinte años se ha convertido en un psicópata enfermo y desconocido atemoriza y descoloca a cualquiera. Sufría en silencio, lloraba en silencio, vivía en silencio…
            Cuando quiso darse cuenta la tarde había tupido de gris la copa de los árboles, y la cafetería se había llenado de conversaciones. Desactivó el modo avión y mantuvo el smartphone unos segundos fuera del bolsillo… Pero no había nada nuevo: ni notas, ni llamadas perdidas, ni nada de nada. Se levantó muy despacio, recogió sus cosas y salió de allí. El viento que soplaba como hoja de cuchillo intensificaba la sensación de frío en su rostro. Caminaba meditando cada paso, cuidando muy bien dónde pisaba para no lastimar los restos caídos de otoño. Seguramente no había sacado grandes conclusiones, ni habría reforzado su resistencia, pero comprender que debía dialogar con ella más a menudo le había abierto la puerta de la comunicación, la misma que nosotros, conscientemente a veces, cerramos  porque no queremos ver.