En 1981 yo cumplía veintiún
años. Aún faltaría por llegar un buen puñado de inviernos para que los
teléfonos móviles aparecieran en nuestras vidas. Razón por la cual, aquel 23 de
febrero, mi familia no pudo localizarme hasta que los golpistas se entregaron, y las calles recuperaron la normalidad
de un día laborable; aunque el miedo tardaría en quitarle la mordaza a las
esquinas algún tiempo más. Así fue como, a la mañana siguiente, diría que un
tanto desorientado, con el frío metido en los huesos, preocupado por el temblor
que acababa de sufrir la libertad conseguida después de cuatro décadas de
sufrimiento y penuria, y la incertidumbre de no saber muy bien qué podría pasar
en las horas siguientes, regresé a casa somnoliento y con dos docenas de
churros colgados de uno de aquellos juncos
churreros de la época, y convencido de alegrarle con ello el despertar a mi
madre, a la que encontré sentada en una silla, tapada con una manta por encima
de los hombros, el susto metido en el cuerpo y la radio mal sintonizada sobre
la mesa.
Ese mismo día, casualidades de la vida, estaba citado a
las cinco de la tarde para hacer una entrevista de trabajo en Galerías Preciados y, si la cosa iba
rapidita, podría meterme a la sesión de las siete en
el cine Bogart , el de la calle Cedaceros, donde reponían “Casablanca”, una de mis películas favoritas. Salí pronto de casa y,
ya que estaba en el centro, aproveché para ir a algunas librerías de segunda
mano. Sentí algo de hambre, por lo que entré en Rodilla a tomar unos sándwiches a la vez que hacía tiempo. Quince
minutos antes de la hora, en una sala del departamento de personal, aguardaba
con seis o siete personas más, hasta que fueron nombrándonos uno por uno. Me
tocó el último. Diez minutos haciendo test y listo. Salí con la sensación de
que no había superado la prueba; no tenía yo mucha pasta de vendedor que
digamos.
Sabía que, en el Congreso de los Diputados, estaba
teniendo lugar la votación de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo, como
candidato a la presidencia del Gobierno. Sin embargo, no me pareció motivo
suficiente como para encontrar la Puerta del Sol desierta, y más chocante me
resultó aún que uno de los bares de la zona estuviera echando el cierre, cuando
apenas eran las seis y media de la tarde. Y, claro, era todo tan extraño que me
acerqué a preguntarles: Anda chaval,
lárgate rápido a tu casa, que han dado un golpe de Estado. Azarado, y sin
saber muy bien qué hacer, en lugar de meterme en el metro, fui hasta el
Callejón del Gato, donde mi amigo David acababa
de mudarse a vivir solo. Lo primero que hicimos, además de hablar poco y
mirarnos mucho, buscando en los ojos del otro una explicación razonable para
entender lo que estaba sucediendo, fue una cantidad importante de café negro. La noche de los transistores –como se la
conoce, gracias a que Mariano Revilla, joven técnico de la Cadena SER, dejó
abierta una línea de conexión con los estudios centrales de Gran Vía– se nos
hizo interminable. Cuando escuchamos que separaron a cinco diputados del resto
-Suárez, Rodríguez Sahagún, González, Guerra y Carrillo-, nos temimos lo peor.
No obstante, en alguno de los momentos de aquella larga madrugada, comprendimos
que, de no haber pasado ya lo peor, el peligro no era tal.
Mamá estaba empeñada en que ninguno saliéramos a la calle
al día siguiente, pero nosotros, que por entonces nos considerábamos activistas
de primera línea, queríamos manifestarnos con el pueblo por la democracia.
Menos mal que uno de nuestros tíos, un hombre con principios bastante sólidos,
de izquierdas, la convenció. Mi amigo David y yo nos posicionamos dos filas por
detrás de la cabecera. Fue impresionante vivir tan de cerca, y al grito de dictadura no, democracia sí, el sentir
popular de la gente; como no lo fue menor la
magnífica lectura que del manifiesto hizo, con absoluta sensibilidad, Rosa
María Mateo, al pie de la escalinata de las Cortes.
Treinta y dos años
después, con el vértigo de lo andado, y en vistas de cómo está el panorama
político y social, rescato de la memoria el recuerdo de mi madre, el de David
–al que se llevó por delante la movida
madrileña–, aquel susto que atravesó nuestras entrañas, la voz grave pero
de clara dicción de la Mateo, el temor de que hubiesen matado a Carrillo y a
González, el peso de algunos episodios de la historia que podrían no estar bien
contados, el silencio hasta entradas las primeras luces de la mañana, y la
inocencia de mí mismo, viéndome desde la clandestinidad, liderando el
movimiento que destituiría a los reaccionarios y devolvería el poder al pueblo
soberano, el mismo que cantaba, por todas las arterias urbanas y todos los
rincones, la Libertad sin ira de
Jarcha.