domingo, 30 de diciembre de 2012

Barraques: una ciutat en el cor

Dedicat a la persona que em va proporcionar el documental que m'ha inspirat. 
Gràcies per tan gran regal. Gràcies per la teva amistat

Que sesenta años no son nada…, haciendo un símil como decía la canción. Pero lo cierto es que han pasado, y casi diez más, y cuando huelo a pescaíto y calamares fritos, no puedo evitar que acudan a mí los recuerdos de aquellos veranos de la infancia que pasamos en la Bahía de Cádiz. Hasta allí emigró la tita Juana Mari, hermana mayor de papá, harta de las presiones familiares: que si llevas muy corta la falda, que te tapes un poco el escote, buscando su libertad. Lo que encontró, en cambio, fue a un viudo con cuatro niños un domingo de playa, de risas y carreras, volando una cometa invisible. La tita no tardó en quedarse preñada, uno detrás de otro hasta juntar cinco. Sin embargo, ni ella ni su marido, a pesar de vivir rodeados de estrecheces, siendo once bocas que alimentar, nunca negaron techo y comida a buena parte de nosotros, sobrinos soñadores y revoltosos, que anhelábamos disfrutar las vacaciones lejos del calor seco y tórrido de Hinojosa, nuestro pequeño pueblo en la provincia de Jaén. Pero como casi todo lo bueno dura poco, fuimos solamente dos veranos, porque a papá le caían los meses sin faenar, mano sobre mano, y, claro, tenía que buscar una salida, y creyó que sería más fácil encontrarla lejos de nuestra tierra.
                Unos paisanos de Huesa, de la comarca de Cazorla, y conocidos del marido de la hermana de mamá, emigraron a Barcelona, y según contaron por la zona, no solo encontraron trabajo rápidamente, sino que tuvieron posibilidad de construir un hogar donde vivir con los suyos. Así que, ni corto ni perezoso, una tarde que los nervios nos dejaron sin siesta, papá, en tono solemne y muy serio, nos dijo que al día siguiente había que levantarse antes de la amanecida, porque nos íbamos todos de viaje. Si bien nunca preguntamos de dónde sacó el dinero, siempre supimos que las diecisiete pesetas por persona que costaba el billete se las dio la abuela. Mamá entristeció, lloraba, pero sabía que algo tenían que hacer. Cuando El Sevillano –tren que transportaba a la gente desde Andalucía hacia Catalunya, la tierra prometida para muchos– pasó por el apeadero, nosotros hacía rato que estábamos allí. Vagones cargados de hombres y mujeres, con la pena de haber dejado tras de sí buena parte de sus raíces. El recorrido lo hicimos hacinados en el pasillo, sentados en el suelo, literalmente pegados unos con otros, durante casi dieciocho horas de calvario. Papá iba a un lado, mi hermana mayor y yo en medio, y mamá junto a mí, con la pequeña en su regazo. A pesar de lo incómodo de la postura, el cansancio nos hizo dormir algunos ratos, hasta que El Sevillano, por fin, se detuvo en la Estación de Francia, en Barcelona, y claro, ahora había que ponerse en pie, pero las piernas de momento no respondían. A mamá, siempre ella tan coqueta y tan valiente, esta vez hubo que ayudarla a incorporarse.
                Salimos a la calle cegados por el sol. Papá llevaba apuntada la dirección en un pedazo de papel: barri de El Carmel, donde al parecer vivían muchos andaluces. Nosotras teníamos esperanzas de encontrarnos con más chicas de nuestra edad, amigas con las que iríamos a la escuela o a pasear. Las indicaciones que nos dieron nos llevaron hacia la parte alta de la ciudad, hasta una colina del mismo nombre, que tuvimos que subir. Cuando mamá vio aquello se echó a llorar otra vez, y quiso desandar sus pasos, pero papá tenía tal cara de asombro y satisfacción que parecía que hubiese encontrado el mismísimo paraíso delante de sus narices, por lo que no nos quedó otra que subir. Enseguida localizamos a los paisanos de Huesa, gente muy hospitalaria, que nos hicieron un hueco en su barraca, hasta que, al día siguiente, algunos hombres, junto con papá, construyeran la nuestra. No había luz, ni agua, ni váter, ni cocina…, ni nada parecido a lo que habíamos dejado en Hinojosa, pero había ganas de empezar con fuerzas, dándole forma a un sueño, empeñado en hacerse realidad.
                Aprovechando unos muros que no se habían caído del todo, alzaron nuestra vivienda tabicando los lados desnudos y sujetando con piedras el techo de cartón cuero. Habíamos llegado de Jaén prácticamente con lo puesto, pero la generosidad de los vecinos dejó, en la puerta de nuestra barraca platos, un puchero, alguna silla, mantas de abrigo y un par de somieres rescatados del vertedero. Gracias a esos gestos de solidaridad, mamá sonrió por primera vez, y todos estábamos convencidos de que aquella mujer, andaluza por los cuatro costados, sacaría de lo tosco y de la dureza los mimbres de nuestro hogar. A mi hermana pequeña y a mí no nos costó mucho adaptarnos. Vivíamos aquello como una aventura, una más de las de papá que pronto pasaría; porque en el fondo, muy en el fondo, sabíamos que papá no encontraría trabajo y que tendría que ser mamá, como siempre, la que trajera dinero a casa. De momento no íbamos a la escuela, pero todo se andaría, sentenciaron. Mi hermana mayor no acababa de acostumbrarse. Aquel clima tan húmedo la tenía a menudo mustia, y las incomodidades de la vivienda mucho más. Pasaba los días suspirando por las esquinas, añorando nuestro pueblo, nuestras gentes, a la familia, y a un chico de Hinojosa que vivía algunas calles más abajo de la nuestra. Papá decía que tenía el mal del amor, y que la niña, en esas condiciones, terminaría enfermando. Así que mamá, harta de escuchar a unos y a otros, escribió a la abuela. Semanas más tarde recibió carta de su cuñado. Nuestra hermana saltaba de alegría y no paraba de decir: me vuelvo con la abuela, me vuelvo con la abuela… Nosotras, en cambio, nos quedamos con ellos, pasando calamidades, miseria, hambre.  Y encarando la crudeza del invierno, apretujados los cuatro en la cama, temiendo que, de un momento a otro, la fuerza del viento volara el débil tejado, dejándonos a la intemperie.
                El que no levantaba cabeza era papá. Incapaz de hallar su verdadero oficio, deambulaba por las calles de Barcelona abstraído en sus cosas. Un día llegó alegre y anunciando que se iba a hacer palomista. Es decir, agarró el jornal ganado por mamá, lavando y planchando las ropas a una familia de la burguesía catalana, y allá que se fue a comprar dos parejas de palomas para la cría, las mismas que en cuanto pudieron se escaparon, dejándonos la tripa vacía y sin negocio. Mi hermana pequeña llamaba a papá el explorador de tesoros, porque cuando regresaba del vertedero, de buscar todo aquello que pudiera ser vendible, llegaba cargado también de cosas para nosotras: muñecas que habría que arreglar, maderas inservibles que acumulaba al lado de la puerta, y alguna revista de colorines para mamá. Una tarde de verano, al año justo de estar viviendo en El Carmel, papá bajó con otros vecinos a bañarse a la playa. Tres días más tarde, la mar nos devolvió su cuerpo, nos dejó solas en una tierra que mamá nos enseñó a respetar y a querer: Catalunya nos daba de comer, y ahí estaba nuestro verdadero hogar.
                Al único novio que he tenido, tardé mucho tiempo en decirle que mi barri era El Carmel. Me daba vergüenza que viera lo pobres que éramos y en las condiciones en las que vivíamos, pero cuando supe que él venía del barri del Somorrostro, entre el Hospital de Infecciosos en la Barceloneta y la desaparecida fábrica de gas Lebon del Pueblonuevo, aumentó mi cariño y unión con él. Los primeros años de matrimonio nos quedamos con mamá. Mi marido hacía chapuzas de albañil por las escuelas, y yo realizaba los trabajos que mamá ya no podía por su avanzada edad. Pero empezaron a venir los niños y nosotros no queríamos para ellos las mismas angustias que  habíamos padecido nosotros. Por suerte, uno de los maestros, que se portaba muy bien con mi marido, le proporcionó un trabajo estable y una vivienda confortable. Mamá abandonó El Carmel forzada, sobreviviendo a duras penas, hasta que se la llevó una neumonía.
                Sin embargo, ahora que tanto ha cambiado aquella zona, y ya no quedan barraques, cuando los huesos me lo permiten y puedo caminar sin dolores, subo hasta allí con la ayuda de uno de mis nietos, el más aventurero de todos, como lo fue papá, como a su manera lo fue tita Juana Mari, y lo que veo en aquel lugar, además de las vistas espectaculares de Barcelona, es a mamá cantando La Lirio, La Lirio tiene,/ tiene una pena La Lirio,/ y se le han puesto las sienes/”moraítas” de martirio, con el lomo doblado, lavando sobre un barreño, y a papá subiendo la colina, con aquella vitalidad que lo caracterizaba, cuando traía un nuevo proyecto entre las manos. Pero, por encima de todo, lo que veo son les barraques: esa ciudad que todavía late en el corazón de quienes aún podemos contarlo.
                Ahora que las cosas dan un giro para atrás, que no hay trabajo, que la política social hace aguas y la gente joven busca respirar en otras tierras, quizá, ahora, mientras hago balance al conjunto de toda mi vida, en algún lugar próximo o lejano, una comunidad de hombres y mujeres, inyectados de ilusión, estén levantando sus barraques en algún solar abandonado, orientado hacia el sur y con vistas al mar.

Publicado en La Vanguardia. Pincha aquí.  

domingo, 16 de diciembre de 2012

Mauro


Mientras apagaba el televisor desde el mando a distancia, y dejaba medio caída la manta con que se había tapado las piernas, pensó en el gran fastidio que suponía que no dejara de llover, justo cuando iba a salir a comprar su dosis diaria de heroína, en alguno de los mercadillos de droga repartidos por la ciudad. A su lado, en el sofá, invadiéndole el espacio, diversos objetos acaparaban el otro asiento: una cajetilla de tabaco vacía, la foto de los chicos a los que no ve desde hace meses, el prospecto de los ansiolíticos que ya no le hacen efecto, y un libro de poemas de Ángel González, que son la única compañía con la que comparte sus miserias.
                Cinco años atrás, Mauro disponía de todo lo importante que una persona puede necesitar: una pareja estable que le quería, unos hijos que lo adoraban, un buen puesto de trabajo donde estaba considerado, amigos, y dinero suficiente para vivir holgadamente y financiar las aficiones propias y las de los suyos. Llevaban una vida saludable: programaban largas caminatas a pie o en bicicleta con otras parejas de su entorno, y hacían ejercicios de mantenimiento en un gimnasio próximo a su barrio. Todo iba bien hasta que la empresa para la que trabajaba aumentó la plantilla e incorporaron en su departamento a una persona manipuladora y embaucadora que, con su influencia, hizo que la ordenada vida de Mauro se viniera abajo, como lo hace un castillo de naipes con un simple manotazo. Si bien es cierto que en lo profesional chocaron, en lo personal se convirtieron el uno en la sombra del otro. El nuevo compañero arrastró a Mauro hacia un mundo hasta entonces desconocido para él: juegos, prostitución, borracheras que alcanzaban con facilidad hasta el esbozo  de la madrugada, y ajustes de cuentas en callejones oscuros, que acababan a veces dejando en el suelo a algún herido.
                Poco a poco fue autodestruyéndose. Aumentaba la guerra familiar, que empezó fundamentalmente por el rechazo de su mujer a dormir pegada a un tipo empapado en vicio y alcohol. Peleas constantes que deterioraban la relación, amenazas verbales, y continuos reproches, rompían lo que tiempo atrás parecía resistente a cualquier adversidad. En el trabajo tampoco le iban bien las cosas. A menudo faltaba o llegaba tarde, poniendo excusas inverosímiles que ya no creía nadie. Una de esas veces, el delegado de personal lo llamó por teléfono para avisarle de que la empresa pensaba despedirle de forma inminente. Y lo sentía, así se lo dijo, porque esta vez no pudo negociar a su favor para que lo reconsideraran. Pero Mauro acababa de meterse una dosis en vena, y no tenía capacidad de escucha, por lo que abandonó el teléfono descolgado en el suelo. Lo había perdido todo: mujer, hijos, trabajo, hogar, amigos…, e incluso al tío que lo embarcó en esa locura, puesto que a éste ya no le interesaba relacionarse con un tipo que compartía piso con un yonqui, que de noche ejercía de puta.
                Una noche de esas frías, soplando un viento de justicia, se sentó a descansar a orillas del fuego que habían encendido un grupo de personas sin techo. Circulaban entre ellos los cartones de vino barato, igual que los cigarrillos, y, aunque Mauro tenía dolor de estómago y de cabeza, dio unos tragos y diversas caladas. El ruido de un motor paró cerca. Cinco personas jóvenes se les acercaron. Llevaban un chaleco con una inscripción en la espalda, traían termos con café y caldo, y dosis de metadona para quien quisiera. Una de las mujeres, aparentemente la mayor y quien parecía organizar al resto, estuvo hablando con él: de la droga se sale si tú quieres; con voluntad y esfuerzo se pueden recuperar las cosas perdidas… Le tendió la tarjeta de los servicios sociales, con el número de un móvil que anotó por detrás, insistiendo en la posibilidad de salir de aquella mierda. Mauro la cogió y se la guardó en un bolsillo trasero de los tejanos. El vacío le pisaba los talones de regreso a casa, y el miedo se le metió en el cuerpo, porque corría el rumor de que algunas dosis de heroína estaban adulteradas, pudiendo causar la muerte en el acto.
                Desesperado, atrapado en las garras crueles del insomnio, daba vueltas a la tarjeta entre sus manos, hasta que se decidió a llamar, aunque no estaba del todo convencido. Creyó reconocer la voz de la mujer que se la había dado, pero bien podría no ser; en cualquier caso, concertaron una cita para esa misma tarde. La habitación estaba pintada toda de blanco. Era absolutamente impersonal: una mesa, dos sillas y una ventana, cuya persiana estaba partida por la mitad. La mujer le dio dos posibilidades para tratar de salir de la droga. Mauro se quedó con el reto más difícil: acudir a un centro de desintoxicación, aunque en el fondo supo desde un principio que no lo conseguiría. Recogió unas cuantas prendas de vestir –camisetas y cómodos pantalones de pijama– que guardó en una bolsa. Le acompañaba la mujer que, por cierto  resultó ser la misma.
                En el patio central del viejo edificio, construido a mediados del siglo XIX, retumbaba como un minutero el sonido de la lluvia al golpear contra el suelo de cemento. En el interior, a la altura de la galería principal que dividía la parte privada de los despachos y consultas, el silencio era vulnerado por los gritos desesperados de algún interno. El sitio, cuanto menos, era lúgubre, y la escasa luz artificial, de bombilla de bajo consumo, perdida entre las curvas de los techos altos, aumentaba la sensación de sombras que acechaban por detrás. La estancia que le asignaron nada tenía que ver con esto. Un espacio pequeño y desnudo, de una sola cama que sería su calvario por el tiempo indefinido que él mismo marcaría. Los primeros días sin droga los pasó delirando y con  calambres dolorosos en las pantorrillas y en los brazos, alucinaciones, sudor frío y fiebre alta. Vomitaba continuamente y quería morirse, mientras repetía el nombre de su mujer entre sollozos. Sus fuerzas flaqueaban, sabía que no toleraría el tratamiento, y, lo peor, es que no quería salir de aquel infierno. Fue una lástima que no aprovechara aquella oportunidad de oro, ya que acabó por abandonar a la semana de llegar.
                Reconoció el olor de la calle nada más asomar su rostro, esa esencia peculiar que identifican fácilmente quienes viven pegados a la tentación. El metro a esas horas iba medio vacío, y había desafiado un torno colándose en el andén. Tenía claro que lo primero sería hacerse con una dosis; después ya vería. Por detrás de las montañas se adivinaba el final de la tarde. El descampado donde montaban el mercadillo móvil de la droga quedaba a la izquierda de una carretera poco transitada. Hombres y mujeres buscaban un polvo rápido y los heroinómanos dinero fácil. Mauro fue hacia un hombre entrado en años que estaba apoyado sobre una pared. Concretaron el precio y, pagándole por adelantado, desaparecieron  dentro de una caseta improvisada con maderas… No muchos minutos después, Mauro salió abrochándose la bragueta y canjeó el billete que había ganado por un poco de caballo.
                Seguía lloviendo. Faltaban un par de horas para que la oscuridad cerrara todas las esquinas a la noche y la ciudad bajara el ritmo frenético del día a día. Mauro caminaba muy lentamente bajo los efectos de la droga. Estaba desubicado, pero caminaba. Pronto daría con su casa, pronto recuperaría el sofá, y la manta, y los poemas de Ángel González, y la foto de los chicos… Pronto estaría a salvo de las miradas que acusan, rechazan y condenan, y de quienes a toda costa quieren salvarle la vida, la misma por la que él no da ya ni un duro. Por poco no pierde el equilibrio y cae, al tropezar con el cuerpo de una chica que había comprado un poco  antes que él. Se le revolvieron las tripas. Pero ni siquiera eso lo persuadió. Ni la posibilidad nada remota de ser el siguiente hizo que recapacitara, porque, a excepción de su propia persona, nada le quedaba ya por perder.


domingo, 2 de diciembre de 2012

Tito Tomás


Se citó conmigo en Malasaña, en uno de los bares de moda más animados. Había escuchado contar su historia en uno de esos programas nocturnos de radio donde la gente habla de las cosas que le preocupan, propias o ajenas, desinhibidamente. Fluía la vida por las tiendas de diseño que allí se ubican, en un ir y venir de personas que salían y entraban. Rozábamos la media tarde. Elegimos precisamente esa hora porque su turno empezaba de noche. Trabajaba de crupier en el Casino de Madrid. Era joven –o así me lo parecía– y especialmente guapa, diría yo. Me puse en contacto con ella gracias a que un buen amigo, periodista, intercedió por mí en la redacción de la emisora. La historia me interesó desde el principio, y la manera de narrarla, con total  naturalidad, también. Aunque entendí rápidamente, quizá a causa de su juventud, que llevaba una buena carga de ficción: datos o detalles añadidos de cosecha propia, y que, como puede suponerse, yo obviaría a la hora de reescribirla, para reforzar la credibilidad. Acercándome a la barra, pedí dos gin-tonic, más un pincho de tortilla para ella, ya que, según dijo, no había comido por falta de tiempo. Saqué la grabadora –con su consentimiento, claro–, cuaderno y bolígrafo, y rompí el hielo realizándole un puñado de preguntas que centraran nuestra conversación, derivándola hacia donde yo quería: la figura de su tito Tomás, de  quien, tal y como afirmara por radio, me dijo: si levantara la cabeza y viera lo que están haciendo estos
                El tito Tomás nació para entender el campo y el corazón de los mineros heridos de silicosis. Fue un hombre querido, cuyo único defecto visible, que empañaba de algún modo su buena reputación, era el excesivo consumo de vino, hasta el punto de hacerle fallecer a la temprana edad de setenta años, bajo un olivo, absolutamente borracho y al amparo del eco, del quejío, de su propia voz, cuando se arrancaba por Pepe Pinto, la Niña de los Peines o Pepe Marchena. Se fue, solo y en silencio, víctima de una cirrosis que nunca diagnosticaron. Mucho antes de esto y cinco años después de haber muerto Franco, organizó un poco a los dos sectores punteros de la zona: la agricultura y la minería, federados en la Agrupación de vareadores y mineros por la izquierda, nacida en Linares. Hombres y mujeres que buscaban la salida hacia un mundo mejor, donde la explotación de la mano de obra no fuera moneda de cambio, y la salida hacia la libertad, maltrecha por culpa del franquismo, dejara de ser un campo minado de inocencia…
                Embarazada de siete meses y algunos días, al iniciarse el invierno, sobre las doce del mediodía y por aquello de que había que andar para contrarrestar la pesadez de piernas, la mujer del tito Tomás caminaba en sentido contrario al recomendado en carretera, con tan mala suerte que, a la vuelta de una curva, la brutal aparición de un coche que no pudo frenar, segó  su vida, al desplazarla por el aire varios metros hasta golpearse contra un árbol. Cuentan que la reacción del marido, lejos de ser histérica, resultó inexplicable, porque ni siquiera asistió al sepelio, sino que cogió su vara y bajó a derribar olivas. A partir de ese momento, normalmente se le encontraba cantando flamenco, tumbado a la sombra de los olivos, con una botella de tinto vacía a su lado, y otra a medio llenar. Abandonado así a su suerte, y con la pena agarrada a la garganta, transcurrían sus días, hasta que un accidente en las minas le hiciera reaccionar.
                En el Linares de aquella época todos se conocían. Un jueves, de frío cortante, casi concluyendo enero, varios vecinos perdieron la vida en una de las galerías que se derrumbaron. El tito Tomás subía por el camino canturreando mi niña Lola, mi niña Lola/ya no tiene la carita del color de la amapola, cuando un grupo de cuatro o cinco chavales que corrían hacia él le contaron lo ocurrido. En el lugar del accidente tomó conciencia de la situación en la que se encontraban los picadores, y las miserias a las que tendrían que enfrentarse sus familias. Así que, debido a la impotencia y a la mala leche que se le puso, buscó entre los presentes al maestro de escuela, porque siempre andaba dando  vueltas que si a los derechos de los trabajadores, que si al Partido Comunista de España, que si había que organizarse, que tanta explotación no podía arribar en buen puerto, que si había que templar los humos a los socialistas por su apabullante victoria con mayoría absoluta…, etcétera. Dio con el maestro, que abrazaba a la madre de uno de los fallecidos, hicieron un aparte, y el político que el tito Tomás llevaba dentro salió a flote.
                Convocar a los vecinos resultó más fácil de lo que suponía. Gente del campo y sin estudios, pero con verdaderas ansias de escucha, tanto como de expresarse. Las propuestas del tito Tomás y del maestro de escuela eran claras: Sí a los derechos de los trabajadores; sí a las mejoras de las condiciones económicas; sí a la denuncia de los accidentes laborales; sí a la igualdad de hombres y mujeres: mismo trabajo igual sueldo. No al abuso de poder; no a la coacción que priva de libertad; no a la explotación de los más débiles… Cuestiones que todos entendían perfectamente, porque lo sufrían en propia piel.
                La Agrupación de vareadores y mineros por la izquierda, con el paso de los años y la fama adquirida, comenzó a tomar cuerpo en toda la región. La magnífica gestión de quienes estaban al frente hizo de aquella punto de referencia a tantas otras que vinieron a posteriori. El tito Tomás vio pasar delante de él a numerosos trabajadores que, por miedo a las represalias que pudieran tomar contra ellos, callaban y guardaban la denuncia. Pero también vio cómo la clase política inauguraba su personal debacle de credibilidad, postulándose algunos de ellos en la diana de la corrupción. Con Santiago Carrillo fuera de la primera línea de fuego, la izquierda se desinflaba, mientras que el Partido Socialista Obrero Español, posicionado ya en el centro con bandera socialdemócrata, bailaba las aguas a banqueros, empresarios y neoliberales, ahorcando de esa forma el sueño de muchos por cambiar realmente las cosas. El tito Tomás peleó con todas sus fuerzas, hasta el final de sus días, por el bienestar de sus paisanos, con el firme propósito de ayudar a cuantas vidas  pudiera. Todas menos la suya, esa que perdiera aquel invierno, junto a su mujer.
                Llegaba la hora de marcharse al casino. No quedaba nada del pincho de tortilla ni de los varios gin-tonic que tomamos. La hija de la sobrina del tito Tomás se lamentaba de la actual situación mundial que soportábamos, de esta crisis que barría la esperanza de muchos de nosotros. Estaban a punto de despedirla: bueno, a ella y a la mitad de la plantilla, porque, si no hay pasta, la gente no juega, o lo hace menos. Por eso se acordaba ahora de aquel buen hombre, al que nunca conoció, y del que tanto ha oído hablar en su familia. Son otros tiempos, hay otras necesidades y nuevas formas de lucha, pero pienso que, si el tito Tomás estuviera hoy entre nosotros, andaría de manifestación en manifestación vareando olivos, por las calles de alguna capital de provincia, entonando, por ejemplo, algún fandango de Huelva.