domingo, 26 de agosto de 2012

Verano del 2010

Con cierta frecuencia, coincidimos en la cola del supermercado. Íbamos con nuestras respectivas familias, y fue allí donde nos enamoramos, un primero de septiembre, a la caída de la tarde, el primer día de los veinte que estaríamos de vacaciones, y que marcarían un antes y un después en nuestras vidas. Un alumbramiento y una ruptura, en mitad de la superficie comercial; todo por una porción de sandía.
          El chalé que alquilamos a través de la agencia de viajes no era tal. No tenía aire acondicionado, ni garaje subterráneo, ni piscina individual. Era, simplemente, una casa de campo, pequeña y funcional, práctica y acogedora. Un palacio para tres personas que prometieron pasárselo en grande. No lejos de nosotros, había uno de esos complejos residenciales, con todo lujo de prestaciones, para que el veraneante no tenga necesidad de salir fuera a divertirse: piscina olímpica, chiringuito, pista de tenis, de petanca, socorrista… Moles de rascacielos que abundan en casi todas las costas españolas, y que tanto afean los paisajes, antaño vírgenes, de nuestras playas. Nuestros hijos, de diecisiete y dieciocho años, respectivamente, se hicieron grandes amigos. Presentía, no me pregunten por qué, que aquel verano, de septiembre del dos mil diez, sería el último que pasaríamos juntos como familia porque nuestro hijo apuntaba maneras para iniciar el vuelo en solitario. Pensaba todo esto mucho antes de saber que la que cambiaría sería yo. La que alzara el vuelo, muerta de miedo y esperanzada de aventura, de pasión, de gozo…, y de miedo, sería, como digo, yo. Sería yo la que al regreso rompería con todo, recogería mis cosas, y cerraría, con este acto, la etapa de mi matrimonio que, mientras duró, fue maravillosa. Sería yo la que buscaría consuelo en otros brazos, la que migraría hasta los besos de otros labios, la que volvería a experimentar la sensación de hormigas en el estómago cuando él me mirara.
          Ese primer día, sin deshacer las maletas, y porque nos resistíamos a perder ni uno solo de los minutos de descanso que nos habíamos ganado con tanto esfuerzo, saqué un biquini negro y un pareo del mismo color y discreto estampado de rosas amarillas, y fui al encuentro de mi marido y de mi hijo. Eran cerca de las dos de la tarde y la orilla del mar parecía una pintura contemporánea, de múltiples colores. Aun así, desde lo alto de la escalerilla del paseo marítimo, pude localizarles enseguida, porque el sitio elegido, cercano a las rocas, era como una pequeña cala mucho más tranquila, donde la gente hacía nudismo o no, con absoluta libertad.
          Llegué a la altura donde estaban. Mi hijo tenía los auriculares puestos y leía una de esas revistas de informática que tanto le apasionan. Mi marido parecía oír la radio  por el móvil, aunque en realidad dormía. Yo llevaba en la cabeza la lista de las cosas que necesitábamos que comprar: azúcar, galletas, embutidos… Cogí la toalla, la extendí en la arena, me quité el pareo, lo doblé con cuidado, lo puse como de almohada, miré de reojo a mi hijo y me quedé sin la parte de arriba del traje de baño, tumbándome boca abajo. Cuando desperté de la pequeña siesta, mi marido rozaba la parte exterior de uno de mis pechos con la yema de los dedos. Una sensación de desagrado, en forma de escalofrío, me recorrió la espalda de arriba a abajo. Algo, dentro de mí, había dejado de funcionar.
          Mientras calculaba menús poco laboriosos en la sección de congelados, dejé que los míos desentrañaran la difícil decisión de cuántas latas de Coca Cola y cerveza necesitarían durante nuestra estancia allí. Entonces, delante de una columna próxima a las cajas, vi que alguien de frutería, posicionado bien visible, ofrecía porciones de sandía, cortadas a dados, en una bandeja de acero inoxidable. En ese instante me invadió la sed, y al ir a coger uno de los pinchos, mi mano chocó con otra que trataba de hacerse con el mismo pedazo. Se disculpó. Me disculpé. Y ya no pudimos abandonar el fondo de nuestros ojos. A la mañana siguiente, las dos familias, sin conocernos, nos convertimos en vecinos al aire libre. Es decir, estuvimos juntos en la playa. Pronto su hijo y el mío se hicieron amigos, su mujer y yo buenas conversadoras, y él y mi marido, pareja de tenis. Por primera vez en muchos años, tomé el sol con las dos piezas del bañador puestas. Algo me decía que de no haberlo hecho así, habría comprometido, en presencia de todos, la mirada de él.
          Cuando su mujer y mi marido se empeñaron en encargar una paella para seis en el restaurante del complejo donde ellos se hospedaban, nosotros ya estábamos locamente enamorados. Aunque hacíamos grandes esfuerzos por disimularlo, a cada segundo que pasaba resultaba más complicado mantenerlo en secreto. No daba una a derechas y las cosas se me caían de las manos. Antes de la comida, decidí darme una ducha, no me encontraba cómoda con la mezcla de bronceador y agua salada en la piel. Sugerí que se adelantaran ellos a coger la mesa. Así lo hicieron. Acabé el aseo y con una buena capa de crema hidratante bien extendida, desandé los pasos del camino, y lo encontré allí, esperándome, agazapado entre los árboles para que no lo viera nadie. Cogiéndome por la cintura, me atrajo hacia sí, besándome fogosamente. Aquel beso hizo tambalear por completo los cimientos que hasta entonces me habían sostenido. Aparecimos juntos, acalorados, con el nerviosismo de dos adolescentes. Sin embargo, nadie lo notó ni se extrañaron al vernos. Pero yo ya no era la misma que se fue, ahora tenía una razón, un motivo, una reciprocidad…
       Salir a tirar la basura se convirtió en una necesidad que intensificaba nuestros encuentros. Toda excusa, por disparatada e inverosímil que fuera, servía, si culminaba finalmente en abrazo, si convertía la poca luz del descampado en luna llena o aportaba el aliento que empezaba a faltarnos cuando estábamos todos. ¿Qué haríamos al acabarse las vacaciones? ¿Mantener una doble vida? Así las cosas, entre tentar a la suerte de los secretos y ponernos en peligro, pasaban los días y el tiempo volaba en nuestra contra. Una mañana, según amanecía, salí sigilosa de la casa para encontrarme con él en la playa. Paseábamos con los brazos entrecruzados por la espalda, las cabezas muy juntas, y esa risa tonta que tanto afloja las tripas. Algunos metros más allá, llegamos a las rocas, y nos sentamos a conversar un rato. Mi hijo, que siempre fue muy despierto e intuitivo, nos había seguido. En esa singular situación, lo último que hubiese querido oír era su voz. Sin embargo, ahí estaba, plantado frente a nosotros. A la vez que yo perdía altura, el mundo bajo mis pies crecía y crecía, dando paso al sinsabor brumoso que por lo general suele dejar el remordimiento. Busqué la huída, la capacidad de cavar un hoyo y que el fondo del mar me absorbiera. Pero no hizo falta, porque la madurez con la que nos miró, y la falta de reproche que posteriormente tuvo hacia a mí, me dieron la fuerza que necesitaba y el punto que uniría para siempre toda mi existencia: pasado, presente, futuro… Podría haber reaccionado de otra manera, ya que se desmoronaba su familia, pero, a pesar de su juventud, mi hijo comprendió que lo que yo sentía por aquel hombre, aquel hombre de mirada segura, de manos serenas y de palabras amorosas, era tan grande que nada ni nadie podría ya cambiarlo.
           El regreso a la ciudad fue, mirándolo bien, un alivio. Me sinceré con mi marido al poco de llegar. Cómo le dices a la persona que ha compartido contigo los últimos veinticinco años que le has dejado de querer porque todo en la vida es provisional. Que te has enamorado locamente de otro. Que planeas marcharte de casa, y que nuestro hijo, porque así lo ha decidido él, pasará temporadas iguales con cada uno. ¿Cómo le dices, pues, todo esto, porque ya no tienes más remedio que hacerlo, buscando la mejor manera, aun sabiendo la magnitud del daño que vas a hacerle? Acabado el invierno, aunque no las lluvias, en un restaurante que no conocía, nos citamos para firmar los papeles del divorcio. Llegué tarde. Moverse por la ciudad a las ocho de la noche, con el tráfico que hay, es un infierno. Temí que el padre de mi hijo estuviera malhumorado, que concentrara en ese encuentro puntual, todo el dolor que le había causado, arrojándolo hacia mí con creces, Pero me equivoqué. Completamente. Poco después de romper nuestros matrimonios, la mujer de él y mi ex marido mantuvieron algunos encuentros de ocio con los chicos. Una cosa llevó a la otra: el desconsuelo al cariño, el abandono a la compañía, encontrando el uno en el otro la ilusión que nosotros les habíamos arrebatado. Se enamoraron y, solamente entonces, nos comprendieron. Con el tiempo y buena voluntad por parte de todos, aunque bien pueda parecer poco creíble, hemos conseguido ser una gran familia, atípica, pero familia al fin y al cabo.