domingo, 20 de mayo de 2012

La chica de la oficina

A Ovidio Parades
Que también lo está pasando muy mal.
(http://www.bbc.co.uk/mundo/noticias/2012/01/120110_grecia_padres_hijos_abandono_lp.shtml El sábado 14 de enero de 2012,  Chloe Hadijimatheou, de la BBC, se hizo eco de una noticia surgida en Atenas. Apoyándome en ella, he construido el relato que sigue).

El almacén de molduras y tableros daba a un patio interior cuyas ventanas, condenadas con ladrillo visto, hacían aún más siniestro el lugar irrespirable por la viruta. Situado en Miguel Yuste, a mitad de calle y en la acera de los impares, compartía espacio con otros pequeños talleres, que poco a poco se fueron desplazando hacia Polígonos Industriales, unos, y a la quiebra, otros. Maderas Fernández S.L. era el negocio familiar de dos hermanos que se establecieron por su cuenta en los años noventa, con parte de la herencia que su padre recibió por la venta de unas tierras en el pueblo, convirtiéndose éste en socio mayoritario. Con ellos trabajaban diez obreros y un transportista autónomo que, de manera puntual, llevaba encargos a domicilio. También estaba la chica de la oficina, quien, además de ocuparse de la parte administrativa, recibía a los clientes, cerraba presupuestos y se encargaba de que los pedidos estuvieran terminados y entregados en la fecha comprometida. Los jefes conocían bien el negocio. Manejaban las herramientas con total habilidad: la garlopa, la espigadora, la segueta… Al punto que, cuando el tiempo apremiaba, no dudaban un instante en ponerse el mono de trabajo y entregarse a la faena. Pero, según crecían como empresa, el comportamiento se les fue aburguesando.
          Cuando el taller estuvo consolidado, Maderas Fernández S.L. facturaba importantes cantidades de dinero. Aquello les llevó a expandirse a otras localidades, multiplicando de esa manera los beneficios. Vivieron años boyantes gracias al auge inmobiliario y la aparición de la fiebre por el bricolaje, convirtiendo su Sociedad Limitada en una empresa absolutamente solvente, hasta que la palabra crisis acaparó casi todos los titulares de prensa, las quejas por la subida de precios en la cola del supermercado y las tertulias de cafetería a la hora del desayuno. Así las cosas, agarrados a la tabla optimista que lanzaban algunos políticos, empecinados en sacar pecho negando la evidencia, aquella inestabilidad, aparecía como pandemia que corría igual que la pólvora, lejos de alcanzarnos de lleno. Pero la crisis a nivel mundial la teníamos ya encima. Con respecto al negocio, disminuyeron paulatinamente los pedidos, aumentaron los paros parciales, llegaron los despidos, y, en consecuencia, importantes retrasos con el ingresar las nóminas. A menudo llegaban citaciones judiciales para juicios de conciliación. La situación se hizo insostenible y, finalmente, se declararon insolventes.
          La primera mañana que la chica de la oficina estuvo en la cola del INEM, guardando turno para formalizar sus papeles y poder percibir el subsidio de desempleo, tomó verdadera conciencia de la situación, y lo que es más grave aún: de la de su hija. Una niña preciosa de dos años, con los cabellos rubios y esa media lengua que se les pone cuando están para comérselos. Observó a su alrededor la misma expresión desesperada en las caras que había visto en la suya delante del espejo horas antes. Allí estaban, todos, en posición de vencidos. Familias enteras al borde del abismo o en circunstancias extremas. Otras, puede que las menos, albergando incluso la esperanza de despertar un día y comprobar que el debacle laboral no había sido más que un mal sueño. Pero, lamentablemente, era muy real.
          A la chica de la oficina le tocó la letra B409, mesa 05. Una mujer de apariencia menuda, con falda plisada azul oscuro, blusa de seda color crema con lazo ancho, gafas de gruesos cristales en montura de pasta marrón tostado, y gesto de pocos amigos, digitalizó sus datos a dos dedos en los campos vacíos a rellenar por la administración. Sin apenas mirarla, y cruzando escuetas palabras para realizarle determinadas preguntas, completó el trámite de manera impersonal, mecánica y sin un adiós siquiera de cortesía. Tras indicación del guardia de seguridad, regresó a la máquina expendedora y pulsó sobre la letra R, correspondiente a Información y Recepción, donde recogería las tarjetas para sellar en lo sucesivo.
          La inestabilidad económica empieza siempre rompiendo costumbres. Los meses corrían deprisa, la niña crecía sin tregua, y ella hacía números; restaba de aquí, quitaba de allá. Calibraba qué es primera necesidad y qué no lo es. En definitiva, estiraba un salario de ochocientos euros que llegaba a su fin. En un abrir y cerrar de ojos pasaron los dos años de desempleo y  se abrió un periodo vitalicio de penuria. Empezaban a fallarle las fuerzas en la misma proporción que le faltaban los recursos. Se sentía al borde de la desesperación, en la calle, sin trabajo y con la responsabilidad de una criatura de cuatro años dependiendo exclusivamente de ella. Buscaba ofertas de trabajo, mandaba currículos, pero nada. En algunos sitios la rechazaban directamente por ser madre soltera; en otros, recibía buenas palabras y misma respuesta: Déjelo ahí, pero ya le adelanto que la cosa está muy mal para todos.  El año siguiente a terminársele el paro, los pocos ahorros que tenía, de un soplido, se evaporaron como la espuma, se dio a la bebida, y como nunca había sido una persona fuerte, el deterioro físico fue acelerado.
          Había pasado toda la noche en vela, a medias luces, deambulando de un sillón a otro y con la botella de aguardiente cerca, aunque, curiosamente, apenas lo probó. El día amaneció completamente nublado. Las predicciones anunciaron precipitaciones en toda la Comunidad de Madrid, con fuerte probabilidad de lluvia en la ciudad. Esta vez los meteorólogos acertaron de lleno. Recostada en la pared de la ventana de la cocina, buscando un atisbo de claridad aunque manteniendo la mirada perdida, dobló en cuatro la carta del casero tantas veces releída, y se la guardó en el bolsillo trasero del pantalón: “Si en quince días no abandona la vivienda, me veré obligado a tomar medidas legales contra usted”. Este era el segundo aviso que recibía, y el plazo del mismo expirado hacía cuarenta y ocho horas; estaba sentenciada y el ultimátum a punto de ejecutarse. Sin dinero, sin familia y en la calle, pocas posibilidades tendrían de salir adelante. La desesperación, como la metástasis, se le extendía por el cuerpo sin tregua.
          Apareció la niña silenciosa y triste, como estaba últimamente. La chica de la oficina sacó de un paquete las únicas galletas que quedaban, las partió dentro de una taza con dibujo infantil, y vertió sobre ésta la leche que previamente había calentado, dejando a la pequeña desayunar sola. En el dormitorio revisó la mochila del colegio para asegurarse que llevaba lo que pedían: una muda interior y un chándal de repuesto. Agregó también, por su cuenta, la caja de vitaminas que le había recetado el pediatra.
          Bajo el paraguas, aunque mojándose por los costados a consecuencia del viento, cruzaron varias calles del barrio de Hortaleza hasta llegar a la escuela. La chica de la oficina, sin traspasar el umbral de entrada, se acuclilló para abrazar a su hija y besarla más efusivamente que de costumbre. La niña, un tanto inquieta, se desprendió de la madre y se alejó por el pasillo. Ésta giró sobre sus talones y, con la mano pegada al vientre y rota de dolor, caminó hasta el parque cercano a su domicilio para sentarse en un banco solitario, como esperaba que estuviera a esas horas. Necesitaba un trago, pero no, tenía que aguantar y mantenerse sobria. Cuando comprendió que había llegado el momento, sin duda, de tomar la decisión más difícil de toda su vida, se levantó e inició camino a su casa. Sin aliento, despacio, subió los cuatro pisos que la separaban de la maleta que tenía preparada con parte de sus cosas. Sacó la llave del bolso, introdujo los dientes, primero hacia arriba, después hacia abajo, ¡y nada! No consiguió abrir. Entonces, al reaparecer el temblor en sus manos producido por la ansiedad, tocó el timbre de la vecina. Ésta, entre sollozos por el aprecio que la tenía, le explicó que, al poco de irse, vino el dueño del piso con un cerrajero y cambiaron el bombín de la puerta.
          Entrada la tarde, cuando los últimos niños que quedaban jugando a fútbol o en actividades extraescolares se marcharon, la hija de la chica de la oficina permanecía sentada en uno de los escalones que conducían a su aula, con la carita escondida entre las manos y las rodillas flexionadas, esperando que su madre viniera a recogerla. La directora del centro, al no conseguir localizarla, activó el protocolo de los Servicios Sociales que se ocupan de estos casos. Junto a otros profesores informados del asunto, salió del despacho, desolada. Cogieron a la pequeña de las escaleras y se metieron dentro. Lógico en una criatura de cinco años, la empujó a refugiarse en el regazo de la directora, quien la abrazó con inmensa ternura. Apresurado, el conserje del centro irrumpió con la mochila de la niña en una mano; en la otra, una nota manuscrita que había encontrado en su interior y decía: “Hoy no vendré a buscar a mi hija, ya no puedo mantenerla. Hazte cargo de ella. Lo siento. Su madre”.
          Tiempo después, la hija biológica de la chica de la oficina y sus padres de adopción fueron de vacaciones al Sur. La niña, convertida en una dulce adolescente de aspecto relajado y feliz, supo aprovechar muy bien la gran oportunidad que le daba la vida. Era estudiosa, educada, cariñosa, y, aunque estaba al tanto de su pasado, nunca preguntó nada más allá de lo que se le contó, que, por otro lado, no fue más que la verdad. Se hospedaron en un lugar casi paradisíaco, en el Hotel Sol Sancti Petri, en Chiclana de la Frontera, una de las playas más conocidas de la Costa de la Luz, a treinta kilómetros de Cádiz y a setenta del Aeropuerto de Jerez. Pronto hicieron amistad con otro matrimonio y su hija.
          Una tarde ambas familias, recién levantadas de la siesta, pidieron en recepción que les enviaran un taxi, con la intención de pasar una velada diferente en el centro de Chiclana y comerse unos buenos pescaítos. Dejándose aconsejar, se sentaron en la calle, en un restaurante y comenzaron pidiendo unos entrantes. El camarero y jefe de rango trató de impedir que una indigente se les acercara a pedir limosna, pero fue inútil porque ya les había abordado. La niña la miró muy fija. Entonces, la mujer, que no era otra más que la chica de la oficina, reconoció aquellos ojos: verdes agrisados, y expresivos, como una vez los tuvo ella. Agachó la cabeza, recogió las monedas que le dejaron encima de la mesa, dio media vuelta y se marchó, llorando, por ser cobarde y no tener valor de estrechar contra sí el cuerpo de su hija, pero a la vez satisfecha, porque comprobó que en todo su conjunto, aquel matrimonio había hecho de su pequeña una gran persona y lo que sería sin lugar a dudas: una excelente mujer con brillante futuro.


domingo, 6 de mayo de 2012

De los apegos

Cuando a finales de los años sesenta, Matías Pulido emigró a Catalunya procedente de Andalucía, Reus tenía la peculiaridad de ser una  ciudad tremendamente comercial. Sigue siéndolo. Había negocios familiares que conocían el entorno de los compradores, lo que ayudaba a venderles muy bien, acertando de lleno en sus gustos, necesidades o preferencias. Tal era la importancia mercantil que gente de Tarragona se desplazaba hasta allí a comprar. En muchos de aquellos negocios las que atendían a la clientela eran les tietes –tías solteronas–. Pero con el paso del tiempo y el cambio acelerado de la sociedad, la mayoría de esos locales han ido siendo ocupados por franquicias, como Benneton, Rosa Clarà o Perfumerías Julia, –que son andorranas–. Aún quedan algunos colmados –como Giner o Barò–. Pero muchos de ellos, como ya he dicho, han ido cerrando, instalándose en su lugar las grandes marcas; y en según qué barrios, predominan también las tiendas llevadas por magrebíes.
          Como tantos otros españoles de entonces, Matías quería mejorar la calidad de vida de los suyos. Andalucía no le ofrecía demasiado futuro. Reus, en cambio, la oportunidad de emplearse en algo que él sabía hacer muy bien: ponerse al otro lado del mostrador. De manera que empezó a trabajar en Forn Sistarè –horno propio, panadería y pastelería–. Unos meses después de haberse afincado, llegó la mujer con las tres niñas: Lola, Cecilia y Rocío, quienes, aún sin perder sus raíces, se acoplaron sin dificultad a la cultura catalana. Después, como es natural, cada una crecería como persona por caminos muy diferentes, aunque sin perder nunca el contacto fluido entre ellas.
          Vivieron en el barri Fortuny, –Rocío continúa allí–, un barrio humilde que fue creciendo en los años sesenta por la fuerte llegada de personas de otras regiones españolas. En la actualidad sufre un proceso de remodelación y rehabilitación urbanística, aunque ciertas zonas, con población muy envejecida, continúan tal cual, habitadas por personas que han quedado viudas, familias con pocos recursos y el colectivo de inmigrantes del Magreb. Matías y su esposa lucharon por labrar, no sin grandes sacrificios, un porvenir para sus hijas, aunque solamente Cecilia, aprovechando la oportunidad que le brindaron sus padres, fue a la universidad Estudió Filología Hispánica y, cuando acabó, sacó una plaza de profesora en la Universitat Rovira i Virgili –universidad pública– de Tarragona, adonde se desplaza cada día desde Reus. Lola había heredado de su padre la profesión de comercial. A Rocío, en cambio, la suerte no le sonrió. Casada con un buen hombre, de nobles sentimientos y pasión por su mujer, erraba en un defecto significativo: era vago para el trabajo, por lo que ella, con las armas que tenía a su alcance, tenía que sacar a su familia adelante. Las tres tienen dos hijos respectivamente.
          Cuando Matías enviudó, y su salud empezó, por los achaques típicos de la vejez, a empeorar, las hijas acordaron tenerlo por meses. Sin posibilidad de réplica por su parte, aceptó echar la llave a lo que durante años había sido su hogar.
          Lola, que tiene el privilegio de salir una hora antes del cierre, trabaja en Tous, en el Raval de Santa Anna con carrer de Monterols, a poca distancia de su domicilio, en la avinguda de Sant Jordi treinta y uno. Una  tarde, terminada su jornada, salió, como tantas otras, hambrienta y con tentación de tomarse un bocado en cualquier sitio, pero todavía tenía que recoger a los niños –bueno, ya no tanto– que habían ido a ver a su suegra, preparar la cena y dejarlo todo listo para el día siguiente. Sin embargo, la presencia de sus hermanas, Rocío y Cecilia, aguardándola en la calle, cambiaría y mucho el rumbo de las cosas. Se alegró bastante de verlas, la verdad es que no se presentaban muchas ocasiones para estar así, las tres solas, sin familias; pero, según se le acercaban, comprendió que traían malas noticias. –Papá no ha vuelto a mi casa desde esta mañana –dijo Rocío–. Cecilia y yo llevamos buscándolo por todo Reus y no damos con él. Hemos pensado que quizá estuviera contigo; como a veces viene a verte
          Como dejé entrever antes, Rocío tiene una posición económica inferior a la de sus hermanas. Vive en el carrer de Catalunya, barri Fortuny, en un piso de apenas cincuenta metros cuadrados, donde se meten cinco personas –contando al abuelo cuando está–. Cecilia, Lola y Rocío subieron las escaleras deprisa. La casa de Rocío era un auténtico caos. Llena de trastos y cachivaches arrumbados en cualquier rincón, era complicado el poder desenvolverse por ella. No obstante, registraron la maleta del padre con la esperanza de encontrar algo que pudiera aclarar su paradero. Conforme pasaban los minutos aumentaba la preocupación. Lola, que ante la adversidad prefería mantener siempre la cabeza fría, propuso ir a denunciar la desaparición, no sin antes pasarse por el Hospital Universitari de Sant Joan de Reus, por si algún accidentado coincidía con la descripción del padre. Fueron en el coche de Cecilia a la calle del General Moragues, a la Comisaría de Policía. Las atendió la subinspectora Gramunt, –eso dice su placa–, quien informó que mientras no transcurrieran setenta y dos horas desde la desaparición no podían cursar dicha denuncia. A pesar de la contrariedad, las tres hermanas se resistieron a abandonar tan fácilmente, por lo que, adentrada ya la noche, siguieron buscándole. Unas veces en coche, otras a pie, recorrieron las calles sin éxito alguno. Desesperadas, optaron por marcharse a sus domicilios y reanudar la búsqueda a la mañana siguiente, con la luz clara del día. Quedaron en reunirse en casa de Cecilia, una vivienda unifamiliar en avinguda de la Vall d’Aran.
          El marido de Lola la esperaba despierto. Cuando ésta entró en el dormitorio cariacontecida no hizo falta decir nada. Se miraron, y bastó con que ella se tendiera en la cama a su lado, para comprender que no traía noticias, ni buenas ni malas. Lola cerró los ojos, pero su cabeza no paraba de dar vueltas, y de preguntarse cómo y por qué. De pronto cayó en la cuenta: habían buscado en todos los sitios menos en casa de Matías. Descolgó el teléfono, y llamó a sus hermanas. Dos horas más tarde se encontraron en el carrer de Castella, en el barri Fortuny. Aparentemente, desde la calle, no había señales de que allí hubiera alguien; en todo caso, y gracias a que Rocío había cogido sus llaves, pudieron abrir el portal. Subieron y tocaron al timbre de la puerta.
          Insistieron un par de veces más sin obtener respuesta. “Vámonos, que aquí no está” –comentaron–. Pero Cecilia las detuvo, había escuchado pasos en el interior. Una vuelta de llave, otra, y chirrido del cerrojo al descorrerse. De la penumbra, y con ojos soñolientos, apareció el padre en bata y pijama. No se sorprendió, las esperaba. Una vez que acostumbró la vista a la luz del rellano de la escalera, las miró fijamente y, con un gesto de la mano, les indicó que pasaran. El anciano arrastraba los pies, había envejecido de repente unos cuantos años, o quizá pudiera ser que las hijas, últimamente, no se hubieran fijado demasiado en él. En cualquiera de los casos, lo cierto es que la relación entre ellos había fallado, y ahora era el momento de poner las cosas claras entre todos, y aplicar soluciones.
          Cecilia que era la más impulsiva de las tres, empezó a regañarle, pero Matías le arrebató la palabra. “Cuando vuestra madre murió y decidisteis que echara el cierre a estas cuatro paredes, –miró alrededor–, no me opuse aunque en el fondo estaba contrariado. Desde aquel momento, siempre que me ha sido posible, he vuelto aquí. Y lo he hecho sencillamente por mantener vivos mis recuerdos, y para conservar estas cosas, que a fin de cuentas son las nuestras. El lugar de donde venimos. Aquí están los cimientos que me apuntalan, y la vida que he tenido: mis risas y mis llantos, mis alegrías y mis carencias. No me malinterpretéis, nada más lejos de mi intención. Estoy bien con vosotras, me siento querido, cuidado, alimentado. Sois buenas hijas, pero echo en falta un hogar, éste, el mío en concreto. Así como suena. Es que no es lo mismo casa que hogar, ¿sabéis? Y lo que peor llevo, lo más triste de todo, es andar con la maleta de un lado para otro, que cuando te has instalado ya te tienes que marchar. Además, te vas con la sensación del cansancio que dejas, y llegas con la del malestar que vas a ocasionar. Así un mes tras otro, durante años, y ya no puedo más. Estorbas a los nietos, incomodas la intimidad de los yernos, y cargas de más trabajo y preocupación a las hijas. No es fácil entenderlo, supongo. Tampoco lo es explicarlo, no creáis. Añoro a vuestra madre, y añoro mi hogar, mis costumbres, mi privacidad, mis recuerdos… Por eso, he tomado una decisión en firme: no pienso moverme de aquí”.
          Lola caminó con pasos cortos por la salita, y se detuvo ante el retrato de boda de sus padres, enmarcado y colgado en la pared, presidiendo la estancia. Lo contempló por unos segundos. Una fotografía –tantas veces mirada– cuyo tono sepia estaba ya amarillento. Encendió un pitillo y ofreció a sus hermanas; ambas lo rechazaron. Se giró en redondo y, dirigiéndose a su padre, dijo: “Imposible, papá. No podemos hacer eso. Entiéndelo, no estás en condiciones de vivir solo. Sería una locura y mucha preocupación para nosotras”. Las otras asintieron. Matías, impotente, se vistió, y, custodiado por las hijas, abandonó por segunda vez el domicilio, por una inmensa tristeza.
          Un año más tarde, Lola, Cecilia y Rocío alquilaron una pequeña embarcación en el Port de Tarragona y se adentraron en alta mar con las cenizas del padre, cumpliendo el deseo que siempre tuvo: “¡cuando palme –en tono coloquial– quiero que me arrojéis en el Mediterráneo!”. Así lo hicieron. Los últimos meses de vida para Matías transcurrieron apacibles. Tras oponerse en un principio a que viviera solo, un domingo por la tarde se citaron las tres  en la Plaça del Mercadal, en Casa CODER, –cafetería instalada donde antes estuvo una droguería–. Rocío, que había madurado la petición hecha por el padre, dio su opinión: “A lo mejor, resulta que hay una solución para lo que nos dijo papá”. “¿Cuál?”, –preguntó Lola–”. “Pues, ¿y si somos nosotras las que nos trasladamos por meses a su casa?, –siguió Rocío–”. “Uf, ¡qué jaleo!, –continuó Lola–”. Cecilia que hasta entonces se había mantenido callada, dijo, a pesar de ser la más distante emocionalmente: “Pues a mí me parece muy bien. ¡Hagámoslo! ¿Qué nos cuesta? No creo que a papá le quede mucho tiempo de vida. Probamos, y, si vemos que no funciona, con volver a lo anterior, listo. Nuestros hijos son mayores. Podrán sobrevivir sin nosotras por un mes”. Convencieron a Lola, que se mostraba aún  reticente. Y así, cada último de mes, de manera aleatoria, iban y venían con la maleta hasta el carrer de Catalunya, a cuidar a Matías, quien permaneció en su hogar, y en paz consigo mismo, hasta el final de sus días.