domingo, 21 de octubre de 2012

Un lunes por la mañana


(Hay amigos que vuelven con intensidad tras años de ausencia. A ellos dedico hoy este escrito, aunque la trama del personaje no se corresponda en absoluto, y nada tenga que ver con sus vidas).

Quien dijo que todo está perdido.
Cuando no haya nadie cerca o lejos.
Yo vengo a ofrecer mi corazón.
Fito Páez.

Quan les bruixes t’esgarrapin de matí.
No et faré més tebi el fred
ni més dolç el cafè amb llet
però pensa en mí.
Menuda.
Pensa en mí.
Joan Manuel Serrat.


Esos primeros minutos del café de cada mañana son para mí imperdonables; me sirven para pensar y establecer prioridades respecto a las cosas pendientes que tengo por delante. Esa es una de las razones por las que busco espacios poco ruidosos. La cafetería donde me hallo es uno de esos lugares minimalistas que te reconcilian con la sencillez. Está ubicada en una zona peatonal aunque no demasiado céntrica, donde se agradece que todavía no pulule por allí el mercado negro que trafica con las miserias de la noche. Sus sillas en blanco roto, de respaldo recto pero cómodas, y mesas de superficies transparentes, me relajan. Sobre la que ocupo tengo la taza ya vacía y un pedazo de tarta de pasas con frambuesa, especialidad de la casa, que ningún día acabo. Tengo abierto el portátil donde ojeo la prensa y consulto el correo, que siempre abro con retraso. Dos más allá, o tres o cinco, no podría precisarlo, está ella, acompañada solamente de una botella de agua sin tocar. Sorprende lo bien vestida que va, toda elegante, con estilo. Pero sólo me refiero a la ropa, porque la borrachera que lleva encima arruina su imagen, además de la pena que da ver cómo la mitad de su cuerpo, abandonado, pierde la dignidad sobre la luna del escaparate. El camarero, aunque con aspecto de buen talante, parece haber sido desbordado por la situación, y la zarandea con brusquedad, rogándola que se marche. En esos momentos me encuentro un poco abstraída, pensando en un bonito paisaje –voy a volver– entre avellanos, las montañas al fondo y la humedad del mar que me recuerda cuánto lo hecho de menos. La voz pastosa y en tono desagradable de la mujer, diciendo enloquecida: ‘déjame en paz, coño’, me trae de mala gana al presente. Sin embargo, en lugar de ejercer mi derecho a la protesta, que podría, me atrapa esa mirada perdida que pide a gritos entendimiento, y esos ojos bebidos de frustración, que cautivan buscando amparo. Cierro la tapa del ordenador y, con él en una mano y la bolsa en la otra, me acerco tratando de poner cordura entre aquellos dos.
            En qué momento nos hemos quedado solas, sinceramente no lo sé, pero nos hemos quedado, o eso pensamos, claro, que esa es otra. Nos hemos quedado solas en mitad de la nada, del jirón, del océano, del reloj sin límite de tiempo, o con la duración necesaria para atender las cosas que verdaderamente merecen la pena, como compartir conversación entre dos desconocidas, atravesando el zaguán de un diálogo que empieza sin pies ni cabeza, y concluirá de forma cálida y confidente. Nos quedamos solas, sí; yo dándole vueltas a unos miedos que me atormentan, y que explico abreviados, usando la elipsis para verbalizar el fracaso, que no es más que el miedo a despeñarme por un pozo, donde caigo y caigo sin final… No obstante, estas pesadillas mías, y la sensación molesta de tener de cuando en cuando la autoestima por los suelos, me valen de alguna manera para ofrecerla confianza, quedándonos solas la una en la otra, nada más empezar a contarme su vida…
            Llegó a lo más alto de la empresa familiar de textil, al mismo tiempo que dio con los huesos de su vida personal en el suelo. Les llovían los pedidos para confeccionar prendas a los grandes almacenes, teniendo que aumentar la plantilla en un veinticinco por ciento. Era directora adjunta con otro de sus hermanos, vivía rodeada de lujos: coches, restaurantes, casa, viajes, fiestas de alta sociedad, bailes, personal de servicio… En fin, todas esas cosas que no están al alcance de los recursos de la mayoría, o, mejor dicho, de nuestras manos asalariadas que sobreviven los envites de esa cosa mundial que va tan mal.
            Una fecha de esas en las que todo se pone en contra –vuelo que llega con retraso, equipaje que no aparece, tráfico infernal de regreso, tarjeta de crédito caducada, reunión suspendida, y servidor de Internet caído– encuentra al llegar a casa un mensaje de su médico en el contestador automático, instándola a presentarse lo antes posible por su despacho. Antes de ponerse en camino, decide darse un baño, acompañada de un dry martín.
            Joaquín Costa, cerca de la plaza de la República Argentina, es una calle amplia, de edificios no muy altos. Hacia la mitad de la calle, en dirección a la glorieta López de Hoyos, está la consulta médica. El chófer aparca en la misma puerta,  y la mujer baja del automóvil, intuyendo que no le aguardan buenas noticias. Ni siquiera lleva diez minutos cuando la llaman. El médico es amigo de la familia, ha tratado a los padres en sus largas enfermedades, y ha cuidado de los hijos en sus grandes excesos. Hace meses que no se encuentra bien. Lo achaca a la vida tan irregular que lleva. Por eso acudió a él. Ahora, sobre la mesa de caoba, enfundados en una carpeta verde, están los resultados del laboratorio. La frente fruncida del especialista agrava sus sospechas. Le ruega que no oculte nada. El hombre, muy coloquial y ejerciendo del padre que ya no tiene, le comunica sin rodeos que padece una enfermedad irreversible, para la que apenas hay tratamiento paliativo.
            No sólo por un apagón puede sentirse la ciudad a oscuras; también cuando una mujer perdida y sin horizonte aborda la calle sabiendo que esta vez ya no le quedan comodines. La persona que sale en nada se parece a la que entró, altiva y perspicaz, pese a las dudas que albergaba. La que sale es una mujer mucho más delgada, algo envejecida, y con andares un tanto etéreos. El chófer, al ver que salía, aguarda de pie con la puerta del automóvil abierta, ofrecimiento que ella rechaza a golpe de mirada. Gira la esquina y desaparece por calles aledañas. Nadie la espera y a nadie debe explicaciones, así que prefiere caminar entre la gente para sentirse más arropada; no soporta la idea de quedarse sola, y mucho menos entre cuatro paredes que se le van a caer encima.
            Nadie sabe la maleza que puede encontrar el peregrino sin techo, hasta que un buen día te coge la madrugada, acostada sobre cartones,  con unos zapatos que cuestan más de doscientos pavos y una botella vacía de ron junto al pecho. Todavía estaba borracha, y probablemente continuará así, mientras los estragos de la enfermedad no sean evidentes. El destino ha querido cruzarla conmigo, o quizá porque las cosas nunca ocurren porque sí, como siempre afirmo, me doy por satisfecha si a mi lado ha podido encontrar un poco de paz.
            Las últimas luces de la tarde, entremezcladas con las primeras de la noche, reflejan en el cristal de la ventana las caras de dos mujeres que aunque de vuelta de muchas cosas, mantienen aún viva la facultad de sorprenderse. Dos mujeres que, sin conocerse, han sido capaces de resumir en pocas horas el éxodo hacia la locura que han tenido que hacer, alguna vez, para sobrevivir. Nos despedimos, con la certeza por mi parte de haber crecido como persona a su lado; ella con la sensación, seguramente pasajera, de haber encontrado a última hora un hombro sobre el que llorar. En la calle, comida de remordimiento al tener que marcharme, y antes de dirigirme hacia la parada de taxis que hay a quinientos metros, me vuelvo para decirla adiós, pero el corazón se me rompe viendo que la mitad de su cuerpo, abandonado, acaba de ceder toda esperanza contra la luna del escaparate.
            Al entrar en casa, apenada, como si hubiera recibido un golpe de estado en las tripas, lo primero que hago es pulsar el play en el equipo de música y descalzarme, al tiempo que la gata me recibe emocionada y se enreda entre mis piernas, a punto de hacerme caer y aplastarla. Enciendo la luz de la mesita, la misma que utilizo para recibir a mi amante, saco dos cubitos de hielo, me sirvo un trago de lo primero que encuentro, y me dejo invadir por la selección de baladas del boss, de Bruce Springsteen: esas melodías que consiguen siempre acariciarme las veces en las que, envenenada de superficialidad, paso por alto lo verdaderamente importante: un puñado de sentimientos, absolutamente nobles, cuya finalidad no es otra más que ayudarme a ser mejor persona.

domingo, 7 de octubre de 2012

Vendrá octubre


(Pido disculpas a Usua, Marta, Lara, Bego, Alfredo…, los chicos de la primera fila, por si no respeto bien el orden de las canciones).
A Ana Belén

Guardaba esa botella de vino francés, cosecha del setenta y seis, comprada en el Aeropuerto de París, para una celebración especial, y la que traigo hasta estas líneas lo es sobradamente. Vivo en el barrio de La Latina, en un loft de pocos metros pero bien aprovechados. La cocina, tipo americana, está ubicada en la zona de más luz, y separada del resto por un mostrador, que hace también a veces de mesa de despacho. Del cajón de los cubiertos con diseño compartimentado, de esos modernos que hay ahora, saco el abridor, cuyo mango es, nada más y nada menos, que la mismísima Estatua de la Libertad, un icono de souvenir como otro cualquiera. La descorcho y, con temple para no derramar el caldo, me sirvo una cantidad generosa, en la copa de talle alto que he elegido para la ocasión. Huele bien, y su textura con cuerpo trae hasta mi memoria el recuerdo de ese viaje, de los cafés parisinos, absolutamente más bohemios de lo que me habían contado. O la espectacularidad de los Campos Elíseos, y la belleza inconmensurable del Sena… Lástima que ahora no tenga tiempo para evocar y recrearme en aquellos días irrepetibles, pero el vaquero y la camiseta negra de algodón, planchados y preparados sobre los pies de la cama, desde bien temprano, me aguardan junto a la cartera y la entrada para el concierto que voy a disfrutar en breve.
                Cuando llegué a la plaza de Santa Ana, procedente de la calle de la Ruda donde vivo, eran algo más de las siete y veinte de la tarde, y la primera caricia para mis ojos fue una foto grande de Ana Belén, que ocupaba buena parte de la fachada del teatro Español, presentando la gira de A los hombres que amé. En las inmediaciones del edificio, así como en terrazas próximas, de bares y cervecerías, ya se iban agrupando los asistentes. Unos con el disco en la mano, otros con el resguardo de Internet para retirar su localidad en taquilla, y todos con la cara radiante de felicidad y el corazón permeable para recibir a la artista madrileña, nacida, ahí es nada, entre Embajadores y Lavapiés. Esto sucedía fuera, porque dentro, quien más y quien menos, filtrábamos los nervios entre el baño y el vestíbulo. Ocupé mi butaca, y busqué hospedaje en la lectura del programa que me había entregado la acomodadora, aunque sin perder ningún detalle de lo que ocurría alrededor mío –las llegadas de Miguel Ríos, Iñaki Gabilondo, Rosa Torres Pardo, María Barranco…, personas a las que admiro profundamente, y a quienes caracteriza un alto grado de sensatez y naturalidad–. Me sabía todas las canciones, aunque no cometería la imprudencia de cantarlas; claro que esta afirmación, tajante y radical, después en caliente dejaría de cumplirse. La impresión que me dio el escenario fue de sobriedad; luego, cuando Ana apareció, cada rincón se pobló de vida. Cinco minutos antes de las ocho, hora del comienzo, un Víctor Manuel discreto y respetuoso, se quedaba recostado en una de las puertas centrales de acceso al patio de butacas, con el fin de no restarle ni un solo segundo de protagonismo a su mujer, esperando –como hacíamos el resto– a que se apagasen las luces. Y se apagaron. Entonces, David San José, Ovidio López, Ángel Crespo, Javier Sáiz y Santi Ibarretxe –La Banda– salieron a ocupar cada uno su lugar.
                Se me aceleraron las pulsaciones, y las manos, indecisas, no sabían si quedarse sobre mis rodillas o agarrarse fuerte a los brazos del asiento, porque tenía en ellas golpes de calor. Y cuando adelanté un poco uno de los pies, con el propósito de relajarlo, reconocí enseguida los primeros compases de Yo vengo a ofrecer mi corazón, una preciosa canción de Fito Páez, que en la garganta de la chica de la calle del Oso adquirió una belleza difícilmente de describir con palabras. Esa fue la primera ovación que se llevó Ana Belén, la primera de toda una noche llena de ellas, cuyo saludo inicial se le quebró en la voz, por la emoción de cantar en casa. Vestida toda de negro, con un traje pantalón y corpiño elegantísimo, por sus muchas tablas, con gran sencillez y guiños constantes al público, como hace siempre, hizo el tránsito de un tema a otro, llevando el concierto de manera magistral. Yo también nací en el 53, Peces de ciudad, Debajo del puente, Y sin embargo, Echo de menos, Canción pequeña, Si me nombras, El hombre del piano…, y claro, cuando se sentó en la silla plegable, preparada a su izquierda en el escenario, y cantó Ojalá que te vaya bonito de José Alfredo Jiménez, en una extraordinaria interpretación que nos regaló nuestra dama de la escena, simulando la imagen de una mujer vencida por el alcohol y la madrugada, el público, que ya estaba rendido a sus pies, vibraba con el espectacular gorjeo de la ranchera que hizo suya y particular, al recordarla como una de las canciones que sonaba en las radios por el patio de vecinos donde pasó su infancia. Yo miraba a uno u otro lado, y, contrariamente a lo que algún crítico escribió al día siguiente, Ana nos hizo estremecer a todos. Huelga decir que al llegar Contamíname y Derroche, la complicidad con David San José –gran músico y compositor–, deslumbraba a todo el teatro. Me tenía impresionada: la madrileña estuvo dos horas ininterrumpidas dándolo todo, reservándose para el final un apoteósico Sólo le pido a Dios, que cantamos juntos. Durante varios minutos la aclamamos aplaudiendo, hasta que no tuvo más remedio que reaparecer, y lo hizo pletórica, e invitándonos a permanecer de pie, bailamos con ella La Banda de Chico Buarque.
                Lo primero que hice al salir a la calle fue ponerme delante de la foto de la fachada, y agradecerle a Ana la oportunidad que me había dado de disfrutar de aquellas veintiocho historias irrepetibles de algunos de los hombres que ella ha amado.
                Camino de mi domicilio, yendo absolutamente feliz, mientras atravesaba Tirso de Molina, no pude dejar de tararear España camisa blanca de mi esperanza, emblemáticos versos que escribiera Víctor, en un momento importante de la Transición. Ya en casa, tras tomar un sorbo de la copa que había dejado en la mesilla, me dirigí a la estantería donde tengo las biografías y memorias de algunos ilustres, y cogí la de Santiago Carrillo para releerla. Amanecí hecha un cuatro en el sillón de la lectura, con el libro encima de mí, y el CD de A los hombres que amé sonando todavía en modo aleatorio. Sin embargo, quién me iba a decir que, justo una semana después de esto, me encontraría con gran dolor en la capilla ardiente de don Santiago, estrechando las manos de Jorge Carrillo Menéndez, agradecidísimo al presentarle mis respetos.
                Llegará octubre. Vendrá cargado de fríos, de recortes sociales, de movilizaciones, de protestas hacia el Gobierno, de reivindicaciones, asambleas, concentraciones contra la clase política que no nos representa, y manifestaciones defendiendo lo público que ha quedado tan en detrimento frente a lo privado. Y yo, seguramente, andaré metida en alguna de estas cosas, en nuevos proyectos, en otras lecturas o pendiente de algún viaje. Habrán de pasarme, cuando llegue octubre, muchas cosas, pero no dejaré de recordar un solo minuto de aquel concierto, ni, desde luego, a la gente maravillosa que gracias a él he conocido, ni la generosidad de Ana, que ya me había demostrado la vez que la esperé a las puerta del teatro Bellas Artes, ni la grandeza de la familia Carrillo Menéndez. En homenaje a todos ellos, y recordando las emociones vividas esos días, abriré una botella de vino, de Sant Sadurní d'Anoia. Cierro septiembre, y lo hago con los afectos adheridos muy en la piel, y la sensación de haber coronado la cima de una montaña maravillosa, una cordillera de treinta días inolvidables, que quedarán guardados para siempre en un sitio de honor de mi diario de ruta, cuando inaugure la primera fecha de octubre.