domingo, 23 de septiembre de 2012

El despido

Del siete al nueve de septiembre de 1997, la vida de Daniela Molina dio un giro radical que no esperaba. El primer día de las fiestas de su pueblo, en Benaque, Málaga, y después de disputarse el tradicional partido de fútbol entre solteros y casados, se inició a partir de las once de la noche el baile en el que eligen a la Reina de las fiestas y sus respectivas Damas de honor. Había pasado dos meses de durísimo trabajo en la Costa, y, desde luego, esa noche no tenía intención de salir de casa. Es más, sus planes no iban más allá de meterse pronto en la cama, e intentar conciliar el sueño, a pesar del ruido que llegaba ya desde la plaza. Pero, dejándose convencer por la insistencia de sus amigas, apareció con ellas por la calle principal, radiantes y del brazo, justo cuando la orquesta arrancaba con los primeros compases. Sospechaba lo que vendría a continuación: el patoso de turno que trata de sacarla a bailar, las vecinas que no dejan de mirar considerándola siempre forastera, aunque obviamente no lo era, y el corrillo de niños que invaden el centro de la pista, imitando la torpeza de algunos mayores con el pasodoble. En esas estaba, anticipando todo eso en su imaginación, cuando un desconocido se le acercó. No tocan mal ¿eh?, dijo. No, contestó ella. Vengo con los músicos, les ayudo a montar el equipo, me llamo… Conversaron y bebieron hasta que finalizó el baile. Al día siguiente, tras amanecer en la misma cama, lo llevó de romería. Daniela solía tener relaciones así: fugaces, esporádicas, sin compromiso. Aunque era la primera vez que le ocurría en su pueblo… Nunca se planteaba enamorarse, y tampoco iba a ser ésta la ocasión. El último día de los tres que duran los festejos, entre la paella y la fiesta de la espuma, lo trató con verdadera frialdad. Una estrategia, sin duda, para no hacerse daño. Él se marchó sin despedirse, desconcertado, y con la profunda sensación de que ya no se verían más, como así fue.
          Dos años después, poco antes de acabar la década de los noventa, Daniela Molina emigró a Madrid con un niño de dieciocho meses, y muchos problemas a sus espaldas. Es una mujer corpulenta, de carnes apretadas, pecho abundante, pelo negro, y piel aceitunada. Lo que se dice una andaluza con rasgos árabes muy atractiva. Al niño, cada mañana, cuando aún no han dado las ocho, lo deja al cuidado de una vecina que se presta a hacerlo, mientras ella acude a la casa del matrimonio donde trabaja como asistenta al principio de la avenida de Menéndez Pelayo. El portal, con apliques de bronce que resaltan sobre el mármol, y tiradores con formas egipcias, está dividido en dos zonas perfectamente diferenciadas: la ya citada, alfombrada hasta llegar al ascensor, y la parte de acceso para el personal de servicio, con puerta casi oculta detrás de la portería. Todos los días, justo antes de desaparecer por ahí, el portero, un cubano con la simpatía y alegría inyectadas en el cuerpo, la detiene para saludarla. Cruzan algunas palabras de cortesía, y posponen el resto de la conversación para más adelante, ya que ninguno de los dos puede entretenerse en esos momentos. Si le agrada hablar con él, entre otras cosas, es porque cuenta historias preciosas de La Habana Vieja, con un don especial para meterte en situación, de manera que resulta fácil pasear por sus calles,  hacer un alto en El Malecón, dejar que el embrujo del ron acaricie el cielo de la garganta, y contagiarse, a la vez, de esa facilidad que tiene el cubano de ser feliz, aun teniendo los bolsillos vacíos, y de desprenderse de esa prisa que tanto nos agobia a nosotros. Todo ello novedoso e ilusionante  para alguien que sólo ha viajado de Andalucía a Madrid.
          El último tramo de las malditas escaleras de caracol resulta ser el más difícil: estrecho, empinado, y con un recodo traicionero que tiene al final, sin barandilla. Las paredes están desconchadas, y hay ventanas que ni encajan, lo cual intensifica, si cabe aún más, la sensación de humedad. Al cerrar la puerta, aguantándola del pomo para que no diera portazo, y girar sobre los talones, encontró a los señores esperándola en la cocina. El marido, con quien había coincidido en contadas ocasiones, mostraba un talante displicente, marcando, tajante, las diferencias que hay entre la clase obrera y los de posición social alta. La esposa, menos orgullosa y estirada aunque en el fondo igual de superficial, rompió el hielo interesándose por la salud del niño. Entonces Daniela, conjugando frases cortas, dijo: Ahí va, esperando el trasplante de hígado. Dicho lo cual, y puesto que no comprendía el verdadero motivo que les mantenía allí, de pie derecho, pidió permiso para ir a cambiarse de ropa, antes de prepararles el desayuno. Pero el hombre, con modales algo bruscos, le indicó que se sentara. Así lo hizo. Así lo hicieron. Aferrada a las asas del bolso que tenía sobre las piernas, apenas controlaba el nudo de terror que le oprimía la boca del estómago, como si de unos roedores se tratase. La pusieron en la calle sin ninguna delicadeza, con una mano delante y otra detrás, sin importarles las consecuencias que aquel despido supondría para Daniela y su hijo. Y lo hicieron, los muy insensatos, alegando que por la compleja situación que vivimos a nivel mundial, nos vemos obligados, nosotros también, a realizar ciertos recortes. Es por ello que hemos de prescindir de sus servicios. Por supuesto, cuenta usted con la debida carta de recomendación por nuestra parte. El vaso de agua no consiguió deshacer la capa de lija que tenía adherida a la lengua. Ahora se arrepentía de haber aceptado ciertas condiciones que le pusieron al principio, aún sabiendo que repercutirían negativamente en su futuro, pero entonces habría hecho lo que fuera por conseguir aquel empleo, porque acababa de llegar de Benaque sola y con un niño enfermo.
          El portero se hallaba limpiando la primera planta cuando escuchó varios golpes secos, muy seguidos, como si bajaran algún bulto con tremenda dificultad. Rápidamente, y antes de que cualquier propietario saliera a pedirle explicaciones por el alboroto, abrió la puerta de servicio a punto de montar en cólera. En ese momento vio a Daniela agarrándose por las paredes y con la cara desencajada. Acongojado, corrió a ayudarla, temiéndose lo peor, y, sujetándola por debajo de los hombros, consiguió bajarla hasta su casa, una planta por debajo de la de entrada. Su esposa, al verla en tan lamentable estado, se hizo cargo para que él regresara a su puesto y nadie notara la ausencia. Al principio pensaron que podría tratarse del niño, pero pronto descubrieron que no tenía nada que ver. Acababa de perder el trabajo que financiaba su vida; un trabajo que engordaba las cifras de la economía sumergida de este país, porque en siete años de servir a los señores nunca habían cotizado por ella, tal y como acordaron, al principio de contratarla. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo explicarle al hijo la situación, evitándole el menor sufrimiento? No sabía pero tenía la cabeza a punto de estallar. En cuanto las dos mujeres quedaron solas, con taza doble de tila en las manos, cada una sirvió de desahogo a la otra. La del portero, con la gran pena que la embargaba, añorando todo lo relacionado con Cuba: a los suyos, sus gentes, el Caribe, aquella alegría tan contagiosa… Y Daniela, aun con lo que se le venía encima, sentía  necesidad de hablar de su pueblo, Benaque, que es una pedanía de Macharaviaya, dentro de la comarca de la Axarquía, donde nació el poeta Salvador Rueda, precursor del Modernismo. Y resaltar la riqueza agrícola de los mangos, chirimoyos, aguacates… Un paraíso, en definitiva, difícil de abandonar. Pero ella lo hizo, y no por capricho, sino por la necesidad de darle a su hijo una oportunidad mejor, sobre todo a raíz de descubrir la enfermedad congénita que padecía, y que pasaba por el trasplante como única solución. Así que, a la mañana siguiente de una noche que cambió la luna, sin meditarlo a fondo y embargada por la gran pena que implica marcharte lejos de los tuyos, metió en una bolsa lo imprescindible, cogió al niño, cerró la puerta con llave, y arrancó el motor del coche en busca de sus sueños, truncados hoy por la fatal noticia del despido.
          Tranquilizándose un poco, fue encajando el golpe a medida que la respiración se le ralentizaba. Prometió seguir todos y cada uno de los consejos que le dio la mujer del portero, empezando por tener la cabeza fría para buscar soluciones, porque, de lo contrario, las consecuencias podrían ser nefastas. Pero, conociéndose, echaría arrojo y saldrían adelante. Se puso en pie, había llegado la hora de marcharse. Seguramente pasaría por momentos de incertidumbre, de debilidad, de desconcierto, de angustia, pero lo superaría, prometiéndose a sí misma que aquel golpe bajo no podría con ella. Se abrazaron, y habida cuenta de la soledad que tendría sin el apoyo incondicional del matrimonio caribeño, un escalofrío atravesó su pensamiento de arriba a abajo, porque cabía la posibilidad, nada remota dadas las circunstancias, de que la mala racha durara cierto tiempo. Ojalá las cosas fueran tan fáciles de solucionar como formatear la realidad para configurarla después a las necesidades de cada uno. Pero la realidad –sobre todo en ocasiones como ésta– con frecuencia no te deja escapatoria. Es más, últimamente, se acoda a menudo en la barra del bar, donde esconde su pena en aguardiente.
            Por no levantar sospechas, llegó a la hora de todos los días. El niño y la vecina disfrutaban de un rato de televisión. La mujer, tras informar de lo que habían comido, recogió los tebeos y revistas esparcidos por el sillón, y, besándole en la frente, se despidió de ellos hasta el día siguiente. De espaldas al comedor, Daniela fingía trastear en la nevera, tratando de reprimir el deseo de abrazar, llorando, a su hijo, quien, debido a sus circunstancias, se mostraba más maduro y comprensivo de lo normal en un chico de nueve años. Lo que sucediera a partir de ahora era una incógnita, pero la lucha empezaba ya.
          Se despertó sobresaltada, y aunque todavía no habían dado las cinco de la mañana, preparó café. Muchos frentes se le abrían de inmediato: buscar empleo, la operación del niño, pagar las facturas… Un agujero negro de desesperación, en el que caería con una simple patada. Cuando la vecina tocó al timbre, Daniela estaba sin arreglar. La puso al corriente, y, convirtiéndola en fiel aliada, evitaron decirle al niño la verdad, para que no sufriera. Y como hiciera de lunes a viernes, durante los últimos años, metió su ropa de faena en el bolso grande, dispuesta a buscar trabajo, sabiendo que las cosas están difíciles, y que en el sector de la limpieza la competencia empieza a ser  desleal. A punto de tomar el metro, retrocedió, y, a paso ligero, encaminó sus pies hasta la oficina del INEM más cercana. Y allí, una vez que legalizó su condición de desempleada, por primera vez en mucho tiempo, sintió la complicidad de otros hombres y mujeres iguales a ella, que, con problemas y preocupaciones similares, abordaban todos juntos un mismo barco, convencidos de encontrar una segunda oportunidad para sus vidas.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Los abuelos

Hacia el final de una tarde cualquiera, con esos matices tierra que va trayendo septiembre, tomo el fresco sentado en el porche, junto a unas pocas cosas que me son imprescindibles para escribir mi biografía: tabaco de picadura, librillo con papel de liar, una foto que a fuerza de caricias el tiempo ha descolorido, y mis recuerdos, con esa sensación inexorable que me entra cuando pienso que se acabarán conmigo. Cincuenta años atrás, ahora que lo pienso, lo que más me gustaba de esta casa era la cocina. Amplia, acogedora, luminosa. Con su ventanal de doble hoja y su persiana de láminas verdes, siempre enrollada en la parte de arriba, para que pudiera verse la montaña recortada en el azul del cielo. Entraba también el olor a tomillo, llenando cada rincón de la modesta vivienda, y a té de roca, el mismo que crecía salvaje, pegado a la fachada del patio trasero. Dos butacas de mimbre, bastante deterioradas y enfundadas en tela de invierno, eran una tentación para cruzarse de brazos esos meses difíciles en los que la nieve tapaba parte del camino de entrada. Una mesa grande, alargada, de madera robusta, cubierta con hule de cuadros blancos y rojos, y una docena de sillas alrededor, todas desiguales, presidían aquel espacio donde los huéspedes, por lo general, durante la cena, conversaban sobre cómo les había ido el día. Desde mi posición privilegiada de nieto y ayudante de la patrona asistía a aquellas charlas con la boca abierta. Pero la reina de esa cocina era la lumbre baja, con sus tenazas, fuelle, trébedes, todo lo necesario, en suma, para la elaboración de los distintos guisos que se cocinaban a la vez.
          La abuela Felisa, dueña de aquello, tras haber amasado el pan que pronto saldría del horno, tostado y crujiente, trasteaba por allí con sus cosas. Mujer de pocas palabras, ataviada con los colores de quien siempre está de luto. Mirada esquiva, ideas profundas, dormir ligero. Alta, muy delgada, de blancos cabellos, que recogía en un moño bajo, estilizando, todavía más, si cabe, su figura. Al despuntar la primavera, a la puesta de sol, le gustaba escuchar a Carlos Gardel, en un viejo magnetófono, balanceándose en el columpio del porche. Por entonces, yo era un chico rebelde que no quiso estudiar. Mis padres, desesperados e impotentes, al no poder disciplinarme en el entorno de la ciudad, decidieron enviarme con la abuela, por si ella, con más mano izquierda que dura, conseguía poner orden al caos en el que se estaba convirtiendo mi vida. No hizo falta que marcara normas a seguir; ni un solo motivo le di para la reprimenda. Enseguida, aquel aire, sus gentes, el paisaje, las costumbres y la presencia insustituible de la abuela Felisa, hicieron que encajara a la perfección.
          Recuerdo muy bien que un día llovió mucho. Los caminos estaban cortados, la carretera inundada, y las noticias nada halagüeñas que llegaban del campo presagiaban una noche de gran preocupación. Sería larga, de sobresalto, y la vuelta de la gente, según de qué zona vinieran, a este lado del valle, era una incógnita a despejar en la madrugada. Por eso, y porque la incertidumbre era mala consejera para la paciencia, serví dos vasos de vino tinto y corté unos tacos de queso curado, el preferido de la abuela, y al que, sin mayor esfuerzo, me fui aficionando. Sumidos en el silencio, escuchando tan solo el crujir de la leña quemándose, atrapada en las garras implacables de las llamas, observé que la mirada de la abuela Felisa se perdía por las esquinas de un tiempo que yo no había conocido. Quizá fuera una fecha, marcada con círculo rojo, en el calendario de sus temores. Sin pensarlo dos veces, ni madurar la pregunta, me atreví a realizarla, sacándola de sus pensamientos: ¿Qué le pasó al abuelo Miguel? Apenas quedaba algo de los troncos que la abuela había cortado en la amanecida anterior, pequeñas astillas, escasos rescoldos que apenas daban para mantener templado el guiso de liebre con patatas. Descolgué de la percha mi chaquetón y me dirigí al cobertizo donde guardábamos la leña. Cogí toda la que por suerte no se había mojado y entré en la casa de nuevo. Cuando restablecí la lumbre, me miró con aquella mirada, profunda y a la vez esquiva, tan suya, con los labios apretados y las manos sobre las rodillas. Alargó las manos para calentarlas e, indicándome que hiciera lo mismo, dijo con media sonrisa: ¿Qué se dice de él por ahí? Yo respondí: Pues que en 1945, cuando avistaron un convoy de la guardia civil subir por el camino del apeadero, el abuelo Miguel, junto a otros hombres y mujeres del pueblo, y otras personas de los alrededores, se echaron al monte, dejando atrás a sus familias. Y que tú, desde aquí, ejerciste de enlace para con ellos. Pero la leyenda dice que, en un encuentro furtivo que tuvisteis, alguien, a quien identifican como tu amante, os siguió, y, pistola en mano, acabó con su vida. Se mantuvo pensativa, con la mirada fija en el fuego y manteniendo un silencio estremecedor. Entonces, por primera vez en toda mi vida, comprendí que la tristeza era un cuerpo de mujer, cargado de hombros, con los pies cansinos y el corazón escondido en algún refugio del cerro.
          Desde la desaparición del abuelo, la abuela y mi padre se quedaron solos. Fue entonces cuando ella tuvo que reinventarse para sacar al hijo adelante. Y así arregló la parte de arriba de la casa para alojamientos baratos. Pero el chico no encajaba en el lugar. Demasiado orgulloso como para darle de comer a las gallinas o retirar las ropas sucias de las camas. Así que no tuvo más remedio que satisfacer sus deseos, dejándole ir a estudiar a la capital. Mi padre es de esa clase de personas que se creen superiores al resto de la humanidad. De esos tipos que le ponen a sus raíces tierra de por medio y le niegan el saludo a los paisanos si, ocasionalmente, regresan obligados al pueblo, que suele ser, casi siempre, por la contrariedad de algún entierro. Además se sentía muy lejos de todo lo relacionado con su padre y, por consiguiente, de la pasión del abuelo por la política, que mantuvo  hasta sus últimas consecuencias. Tanto es así que para mi padre ser de izquierdas era tan despreciable como ser homosexual. Habría que exterminar ambas plagas, escuché una vez decirle a mi madre. Nosotros nunca congeniamos, y menos aún cuando supo, por oídas, que, de alguna manera, y en muchos aspectos concretos y determinados, yo, sin pretenderlo, había recogido el testigo del abuelo, convirtiéndome en el primer alcalde que gobernó en el pueblo con principios republicanos.
          Al abuelo lo mataron por la espalda, tras reunirse conmigo y regresar rápido monte arriba. Pronunció con voz rota y en la más absoluta de las amarguras. Yo, por mi parte, ya había perdido toda esperanza de saber la verdad. Continuó hablando: El miedo vino a instalarse entre nosotros, con la noticia de la rendición o apresamiento de otros maquis de Zaragoza. Alguien tenía que alertar a los nuestros y ponerles sobre aviso, para que reforzaran la guardia, conscientes, por otra parte, del riesgo que corría quien lo hiciera, puesto que podría ser perseguido y posiblemente asesinado. Aguardé la llegada de una noche sin luna, tal como acordé con el enlace que me unía al abuelo. En una bolsa de tela, puse una buena ración de pan y algunos embutidos. La cogí junto a la cantimplora llena de agua, y salí de casa con la toquilla por la cabeza. Aunque había hecho infinidad de veces el mismo camino, con el corazón encogido y el temor de ser detenida, tendiéndole sin querer al abuelo una trampa, ésta vez, no sabría decirte por qué, iba segura y confiada. Al llegar al cruce de las nueve curvas, encontré una nota escondida, indicando el punto exacto en el que saldrían a mi encuentro. Seguí de frente, contando los pasos. Giré a la izquierda, bordeé unas piedras bastante altas y, entonces, le vi. Allí estaba, sonriente, galán, esperándome enamoradizo, con el pitillo a medio apagar. Cuando calmamos el universo de las pasiones, y fui capaz de narrarle el verdadero motivo que me había impulsado a subir, él se convirtió en un amasijo de preocupación. Algo no encajaba. Los nuestros nunca se rendían: se suicidaban. Si separarnos siempre era duro, cuánto más ahora que los dragones de los malos presagios expulsaban su fuego por la boca. Antes de alcanzar el último llano para refugiarme en la maleza, las cuchilladas de varios disparos me desgarraron el alma. No había vuelta atrás; eso pondría también en peligro a los demás. Aunque tenía el corazón sangrando de pena y estaba algo bloqueada, contuve la respiración todo lo que pude, agachándome para no ser descubierta. Pero un huracán de pisadas, cada vez más cerca, me hicieron reaccionar. Si conseguía llegar hasta el pueblo, por el otro lado de la montaña, entraría en casa por el patio trasero, sin ser vista. Cada pocos metros, la fatiga me obligaba  a hacer un alto. El sendero, cuesta abajo, no era fácil, y menos todavía en las condiciones que me encontraba: destrozada por el asesinato de mi marido, enfurecida por haber sido engañada, perdida en una oscuridad abrumadora y pisando un suelo que me resultaba extraño. Además del propio nerviosismo de querer llegar antes de que amaneciera. Cuando me pareció ver la torre del campanario, ya tocaba con los dedos la puerta de entrada. Abrí muy despacio, me dejé caer sobre una silla y rompí a llorar. Las primeras luces se filtraban por las rendijas de las contraventanas que no ajustaban. Entonces, comprendí que había picado el anzuelo, que el objetivo era tender una emboscada al abuelo. Una mañana, de camino a la fuente a por agua, una mujer, también con un cántaro, se me acercó y dijo: el agua para las ranas. Supe que traía un mensaje para mí. Me dio una nota doblada que guardé con disimulo en el delantal. En ella ponía que, cuando entendieron que la guardia civil se había retirado, salieron de su escondrijo y buscaron minuciosamente el cuerpo sin vida de mi marido, sin ningún resultado. Nunca apareció. El resto de la historia la conoces perfectamente; una buena parte de la misma la estás viviendo conmigo. Impresionado, no sólo por la narración en sí y todo lo que conllevaba, sino también por la entereza  de la abuela, tomé sus manos entre las mías y, retirándole unos pocos cabellos de la frente, para poderla besar, me comprometí a reanudar el trabajo que el abuelo, por razones ajenas a su voluntad, había dejado inacabado. Sería mi manera de rendirle tributo y demostrar el impagable agradecimiento que sentía por los dos. Así lo hice y en esas sigo estando.
          Años más tarde, cuando la abuela murió, lo hizo absolutamente tranquila, cogida de mi mano, ya que no me aparté ni un momento del lecho. Recibió mis cuidados y cariño, así como el reconocimiento de todas aquellas personas que directa o indirectamente, habían tenido relación con ella. En la tumba de la abuela Felisa quedaron enterrados también, además de la mitad de mí mismo, algunos objetos personales que quedaban del abuelo Miguel. Hasta hace bien poco, que empezaron a fallarme las fuerzas, he llevado adelante la posada con buenos resultados. Heredé la destreza en los fogones, y aprendí a satisfacer las necesidades del viajero, para que vuelva. Estoy viejo, solo, se me han oxidado los sentimientos y ya no puedo caminar por el cerro, porque las piernas no me aguantan. No sé el tiempo que podré resistir aquí, pero ahora, cuando empiezan a llegar los primeros rayos de la primavera, me gusta sentarme en el columpio del porche, encender un cigarrillo, tener cerca la bota de vino y dejar que, a través del viejo magnetófono, suene la voz de Carlos Gardel, por la galería de mis emociones.