La historia que voy a contar es
muy común entre los mortales; nada tiene de original. Sucede desde que el mundo
es mundo y sus habitantes alcanzamos una edad sensata para entablar relaciones.
Pero no se hagan ilusiones porque no voy a descubrir nada nuevo, especial o
diferente. Todo lo contrario. “Chico conoce a chica, o chico conoce a chico, o
chica conoce a chica, o comoquiera que cada cual opte por vivir su sexualidad”.
Se enamoran, viven juntos, se comen a besos, creen tener un proyecto de vida y,
cuando una de las partes se desinfla sin motivo o con todos a la vez, se tiran
los trastos a la cabeza, si te he visto no me acuerdo, reparten lo comprado en
Ikea, y se reclaman el rosario de la madre. Se produce la ruptura, se separan y
uno de ellos queda tan tocado que decide caminar de espaldas al amor el resto
de sus días. Aunque para ser sinceros, esa es la postura fácil, la cobarde, la
que no arriesga, la comodona. Dicho lo cual, y a sabiendas que de historias
parecidas están los poemas llenos, cuento la mía.
Cuando conocí a Alonso —el gran
amor de mi vida— acababa de descubrir muchas cosas que me tenían eufórica. Los
orgasmos, los porros, las manifestaciones contra la guerra de Irak, el ridículo
que sentí por mi país cuando Aznar soltó aquello de estamos trabajando en ello, con acento tejano, y los támpax. Pues
sí, han leído correctamente. Esos rollitos de material absorbente que se
introducen dentro de una cuando tenemos la regla. (Es que vengo de una familia católica de extrema derecha y, como comprenderán, meterse ese tipo de cosas no
estaba bien visto). Quería vivir, disfrutar mi soledad, no tener compromisos y
pasar página a tanta presión y severidad ejercida por parte de mis padres. Mi
hermano mayor, hippy, ateo y de
izquierdas de toda la vida, tenía un bar de copas a medias con un amigo por la
plaza de Cascorro. Allí me prepararon una fiesta por todo lo alto. Cumplía veintiún
años. Acudí, convencida de encontrar solamente un pequeño grupo de gente, pero cual fue mi sorpresa al comprobar que no cabía ni un alfiler en el antro. Saludé casi uno
por uno a los conocidos, y los que no lo eran, el socio de mi hermano, dotado para las relaciones públicas, me los iba presentando. En cuanto pude me escabullí
hacia el cuarto de baño. Entonces le vi. Ajeno a todo, acodado en la barra,
observando y sin quitarme los ojos de encima. Me llamo Alonso, dijo. Era un
hombre alto, extrovertido, atractivo… Muy guapo,
diría yo. Me senté en un taburete a su lado, le ofrecí un cigarrillo, que
encendió, mientras indicaba con un gesto al camarero que rellenara su copa y
pusiera otra de lo mismo para mí. Bebimos, mucho o poco, según se mire. Remamos
juntos por la orilla de la conversación amena y fluida. Reímos, coqueteamos y,
cuando el ambiente se convirtió en un molesto griterío, huimos con disimulo.
Confieso que no estaba borracha, aunque sí tenía un ligero mareo. Fuimos a su
casa. Tenía un ático en la Gran Vía
de San Francisco con las vistas más maravillosas de Madrid que yo jamás había
visto. Me enamoré desde el primer minuto; se enamoró desde el primer momento.
Me enseñó a querer e intentó sin éxito alguno que respetara el espacio del
otro, admirando a la persona querida, pero mi tozudez y desconfianza hicieron
de nuestra relación un vaivén y a veces un infierno los cinco años que duró.
Los cinco años que duró era raro
el día que no me despertaba con un beso en la boca, una caricia en los hombros,
un te quiero al oído y haciendo el amor a primera hora de la mañana. Como dejé
entrever antes, yo siempre quería más y sufría y le agobiaba y me ahogaba y
veía sombras donde sólo había luces, e infidelidades sin pruebas y me
reprochaba y le sacaba de sus casillas y volvía la duda y él se reconciliaba y
yo de nuevo discutía… Y así me fue que, por insegura y arrogante, una tarde de
septiembre, cuando regresó del trabajo, me dijo que hiciera las maletas y me marchara. Se
acabó, sentenció tajante. Así lo hice. Recogí mis cosas y salí por la puerta, segura de que, a
partir de ese instante, nada, absolutamente nada, podría cicatrizar mi herida.
Ha pasado el tiempo, y hoy, por alguna extraña circunstancia, tengo
necesidad de volver a los mismos sitios de entonces. Todo ha cambiado. El local
en el que mi hermano levantó su negocio es ahora un bazar de venta al por mayor, donde chinos, indios y
marroquíes salen con grandes bolsas que portan con trabajo. Todo ha cambiado.
Ahora, de la azotea del ático, pende un cartel que pone: “Abogados penalistas”.
Todo ha cambiado. Recorrí las calles, algunas de ellas apenas intransitables
porque la otra cara de la globalización pide pan en las aceras. Caminaba con
lentitud, sin prisa. Dudé un momento entre bajar a Cibeles o subir a Callao. Opté por lo segundo y el azar quiso ponerme en el
Postigo de San Martín, donde hallé una tienda
de discos antiguos con solera. Encontré
uno de Bob Dylan cuya dedicatoria resultaba ilegible ya por el paso del tiempo.
Lo compré. Llegué a casa, me serví una copa de vino y acabé con toda la
botella. Conecté el equipo de música, levanté la tapa del tocadiscos, quité el
protector de plástico a la aguja, limpié con un paño blanco el vinilo y dejé
que cantara Dylan imaginando que la
respuesta a todas mis preguntas está
en el viento. Empapada en sudor, me acerqué al balcón. Todo estaba
tranquilo, y presidido por una luna llena, triste, plena, redonda y hermosa,
parecida a esa otra que había la noche que conocí a Alonso. Los primeros rayos
de luz entraron por el mirador de la salita, me dolían los riñones, había
pasado la noche tirada en el sofá de mala manera y la resaca me impedía abrir
con claridad los ojos. A tientas, corrí a la ducha, pero
ni siquiera ésta pudo despejarme. Sonaba el teléfono, o la puerta, no sabría precisar. Envuelta en una
toalla grande, apagué el equipo de música y preparé café. No me quedaban
fuerzas para enfrentarme al pasado, ni era saludable seguir haciéndolo. Debía aprender a disfrutar el presente. Me puse unos
tejanos y un jersey gordo de cuello vuelto. Conecté el ordenador y, a modo de
terapia, o, como dice Almudena Grandes, por ahorrarme una pasta en el psicoanalista,
comencé a narrar esta historia.