lunes, 31 de octubre de 2011

Give peace a chance (dale una oportunidad a la paz.) John Lennon.


A los que perdieron su vida inútilmente

Estiré cuanto pude el brazo para alcanzar la toalla grande y salir rápido de la bañera. Había tenido un día muy duro de trabajo: reuniones que siempre se complican, almuerzo con directivos de prolongada sobremesa, cita con delegados sindicales a quienes adelanté que la empresa barajaba despidos inminentes y un par de desagradables conversaciones telefónicas con mi madre y mi ex novio. Total, que aquel baño, con sus sales tonificantes y toda clase de potingues, sin duda me reconfortó. Cuando encendí el aparato de radio para escuchar el informativo de las nueve de la noche, tenía el bote de crema hidratante en la mano. Primero quedé perpleja, después confusa y seguidamente esperanzada. ETA emitía un comunicado anunciando el cese definitivo de la violencia. Rompí a llorar como no podía ser de otra manera; lágrimas de alegría y de tristeza se mezclaron dentro de mí. Alegría por la libertad para Euskadi, y tristeza por cuantos se quedaron en el camino para nada, víctimas de un terrorismo cruel y sin sentido. Sin embargo, bajo los efectos del momento histórico al que asistía, tomé el teléfono y calculando la diferencia horaria con Colombia, marqué todos los prefijos que me llevaban hasta Cartagena de Indias, mi lugar de destino.

Jon Iruñela juró ante la tumba de su padre —mi tío—, que no regresaría a España mientras no se erradicara el conflicto armado. Tenía trece años recién cumplidos y se preparaba para ir al colegio con sus hermanas pequeñas. Edurne, la mujer que cuidaba de todos, puso en las carteras el bocadillo correspondiente a cada uno. Esperaban de un momento a otro la llegada del coche oficial que traería al padre de vuelta, después de haber pasado toda la noche en el Ayuntamiento de Hernani, junto a sus compañeros de partido, preparando un acto recordatorio en memoria de Francisco Tomás y Valiente, asesinado por la banda terrorista hacía un año. Lo que nadie imaginaba era que mi tío engordaría esa misma mañana la lista de muertos a manos de los etarras. Cuando se produjo la explosión, la pequeña de las niñas corrió junto a Edurne. A continuación vino el silencio, la confusión, carreras de las gentes al lugar de los hechos, frío, sordera, impotencia, temblor de piernas temiéndose lo peor, y de nuevo silencio y frío y gritos de dolor, de rabia y silencio y frío y…

Colocaron la bomba en la parte delantera del automóvil, con lo cual chofer y escolta quedaron bastante irreconocibles. Por el balcón, cuyos cristales se hicieron añicos, la mayor de las chicas vio volar por los aires pedazos de chapa, metralla y materia humana, que caerían de nuevo sobre el suelo de un asfalto sembrado de horror y amasijos. Edurne, llevándose las manos a la boca para acallar su propio grito, no pudo reaccionar a tiempo, y cuando quiso darse cuenta, Jon ya estaba abajo, arrodillado ante el cuerpo mutilado de su padre.

Tras enviudar con tres hijos de corta edad, mi tío se casó de segundas con Itziar, quien, al poco, no pudo soportar el miedo a las amenazas que hacia ellos salía de una Herriko taberna, feudo de los radicales afines a Batasuna y próxima a su domicilio. Así fue, que el primer domingo de año nuevo, en su quinto aniversario de boda, Itziar dijo que bajaba a dar una vuelta… y ya no volvió. Así y todo, encariñada como estuvo con los niños, no dudó por un momento en regresar y llevárselos con ella a Colombia cuando se enteró del asesinato devenido. Años después, Jon y sus hermanas, se sentían en deuda con aquella mujer que hizo de ellos unas buenas personas. Educándoles en libertad, y fuera de todo odio y de todo rencor, nunca paró de recordarles quiénes eran y de dónde venían.

La voz de mi primo Jon al otro lado del teléfono, sonaba entrecortada. Recibieron directamente la noticia del Consulado de España en Cartagena de Indias y no podían creérselo. Entenderle, lo que se dice entenderle, tan sólo esto: “Llegamos a España en ocho días. ¿Tú podrías recogernos en el aeropuerto de Barajas?, luego, si te parece, iremos a Gipuzkoa.”  Tendré que alquilar una furgoneta para meternos todos, pensé mientras cortaba la comunicación.

Encontré a Itziar muy cambia físicamente y, aunque había trabajado como nadie para sacar adelante a aquellas tres criaturas a su cargo, ahora recibía como fruto el cariño y respeto de unos hijos que la adoraban. Estaba nerviosa, conmovida, y seguramente aún enamorada de mi tío, porque lo demostraba en cada elogio que de él hacía. Sin demora, procedió a darle sentido al verdadero motivo de tan largo viaje. Arropada por sus tres hijos, cuatro nietos y demás familiares, así como de viejos compañeros del Partido Socialista de Euskadi, levantó la copa de cava que sostenía su mano izquierda y, para que el resto hiciéramos lo mismo, pronunció: “Gora Euskadi askatuta.” (“Viva Euskadi libre.”)

Días después, en el avión que les llevaba de vuelta a Cartagena de Indias, Itziar tenía al nieto pequeño dormido sobre su regazo. En el asiento contiguo iba sentado Jon para no perderla de vista ni un instante. Conscientes de la emoción que acababan de vivir, echaban una parrafada apasionada sobre la posibilidad de volver a menudo a Hernani; incluso podrían rehabilitar la casa paterna que todavía conservaban, y, desde luego, inculcar a los niños la cultura y gastronomía vasca, algo que últimamente ellos habían desatendido. Pero cuando más eufóricos estaban y mejor se sentían por dentro, una cortina de tristeza cerró temporalmente la ventana de los proyectos, al recordar el sufrimiento y la barbarie de cada atentado.

(Ojalá que a partir de ahora todos los demócratas, gracias a la puerta recién abierta a la esperanza, sin excepción alguna, desde la periferia al centro, desde el sur al norte, desde la izquierda a la derecha. Es decir, toda la sociedad española en su conjunto, le demos una oportunidad a la paz, como bien dijo John Lennon.)

lunes, 17 de octubre de 2011

Asiento compartido


Cuevas del Ayllón, es un núcleo rural situado en la Serranía de Guadalajara, donde grandes mamíferos conviven a sus anchas, mientras la mano del hombre que urbaniza sin miramiento, no llegue hasta allí a embrutecer su natural belleza. Rodeados de jara, brezo y alguna encina, se enclava Rincones de la Alcarria, residencia de ancianos llevada por un equipo de profesionales que, con respeto, paciencia y cariño en su hacer vocacional, mantienen alta la autoestima de los residentes.

Alicia Miralles no está casada, es introvertida, enfermizamente solitaria, puntual al estilo británico, escrupulosa, insensible, fría y calculadora. Trabaja como funcionaria del Estado en el Ayuntamiento de Tamajón, municipio donde reside en un caserón mayúsculo, desde hace pocos meses para ella sola. A primera hora de la tarde, vestida de obligación con traje dos piezas de corte clásico, se desplaza hasta Rincones de la Alcarria a visitar a su madre, ingresada cuando la demencia senil pasó a una fase aguda y mermó sus facultades físicas e intelectuales, siendo difícil, por no decir casi imposible, atenderla en casa.

Lola Sotillos, segunda hembra de una bordadora que quedó viuda con cinco bocas a su cargo, no tiene descendientes, familiares conocidos ni nadie que vaya a verla en fechas señaladas. Nació en Torreperogil, corazón de la comarca de La Loma, limítrofe con Úbeda y no lejos de Sabiote. El 29 de enero de 1995, a la edad de setenta y dos años, durmió por primera vez en Rincones de la Alcarria, hasta el día de hoy no ha vuelto a salir de allí. Desde entonces, o a consecuencia de eso, tiene agujeros negros en la memoria, pérdidas de orina y de norte, fantasmas que acechan por su espalda, miseria económica y sequedad en los afectos. Pero también conserva recuerdos entrañables, uno de su infancia seria por ejemplo: el sabor a “garbanzos mareados” —sobrantes del cocido con tomate, cebolla y sal—, que tan deliciosos fueron. Aunque seguramente, se acordará también, de otros, que en registros diferentes, formen parte de una vida más plena y exitosa.

Escurrido y guardado lo utilizado en la cena, Alicia puso a calentar leche que acompañó con copos de avena en cereales. En el dormitorio de paredes aislantes y estilo rústico, empuña el mando a distancia como cada día, cada semana, cada mes y cada año de sus aburridas e interminables noches de desvelo, para detenerse en la 2 de Televisión Española, donde reponen el viejo espacio Estudio 1, con El mercader de Venecia, la obra de Shakespeare. Distraída leyendo los títulos de crédito por si reconocía a todo el reparto, no se dio cuenta que derramó parte del líquido sobre la cama. A punto de ir en busca de una toalla para secarlo, vio a la actriz que salió en pantalla, menuda, pequeña y elegante. Quedó pensativa, no hacía mucho que había visto a esa mujer pero, ¿dónde? En fin, tarde o temprano se acordaría.

Poco a poco su madre empeoraba. Solían colocarla junto a la ventana con vistas al jardín, pero ya no abría los ojos y, la alimentación administrada por sonda gástrica, complicaba el funcionamiento regular de estómago e intestino. Una de las veces, Alicia bajó a cafetería a comprar una botella de agua. A la vuelta del edificio por la parte de atrás, había un porche con techo de caña cuya sombra huele a rosas silvestres. Una mujer de cabellos blancos y figura menuda pero elegante, ocupaba un extremo del balancín, Alicia se acomodó en el otro. La anciana, absolutamente ida, emitía monosílabos sacados de un castellano en desuso, lo cual impedía mantener una conversación cordial y coherente, con alguien que padecía de estolidez. De regreso a la habitación, preguntó a las chicas del control por la mujer misteriosa. “¿No sabes quién es Lola Sotillos? —dijeron extrañadas— en sus tiempos fue una actriz famosa.”

Desde que falleció su madre, Alicia acude puntual a la cita adquirida con Lola. En el corto periodo de cuatro tardes, la actriz recobró la cordura, el color en las mejillas, las ganas de vivir, el don para canalizar la fuerza que da el espectáculo y aplicarla después al quehacer de la vida. Recuperó el norte y la retención de orina. En cuatro tardes, como quien dice, Alicia recibió mucho más que en toda su existencia e intuyo que nadie mejor que ella, otra solitaria sin hijos, familiares conocidos ni aparentemente nadie que en un futuro la visite en fechas señaladas, podría hacerle a la anciana más llevadero, como a sí misma, el último tramo de la existencia. Disfrutaron muchas cosas juntas. Fotos que Lola conservaba en una caja de zapatos, recortes de periódicos archivados cronológicamente, secretos de alcoba, y discrepancias, envidias, aventuras, y rencores que por entonces tuvieron ciertas glorias de la escena, así como miseria, mucha miseria de una posguerra cruel marcada con estraperlo y hambre. Pero lo mejor, lo más valioso, valiente, maravilloso y extraordinario que compartieron, fue: compañía.

Al año siguiente Alicia se acogió a un plan de jubilación anticipada. Sacó a Lola de la residencia, y juntas emprendieron viaje a aquellos lugares de España, donde tiempo atrás, la actriz triunfó colgando siempre el cartel: “Agotadas todas las localidades.” El 3 de mayo del año en curso, hicieron noche en Baeza. De buena mañana, con una Lola resfriada y decaída, partieron hacia Torreperogil. Semana y media después, Alicia regresaba sola de Jaén, hundida en la más absoluta perplejidad, desconcertada, derrumbada en el interior oscuro de un pozo sin fondo, y perdida, terriblemente perdida porque el delicado corazón de Lola Sotillos, no aguantó la tremenda emoción de encontrarse al fin entre los suyos.

Apenas ha cambiado el paisaje en Rincones de la Alcarria. Mismo silencio acogedor colándose por las ramas de los árboles, semejante oxígeno puro con toque a rosas silvestres, idénticas costumbres longevas, parecidas puestas de sol y lunas crecientes. Aunque, tal vez, el cambio más significativo sería, que ahora la ocupante del balancín en el porche, es Alicia Miralles, mujer solitaria que se ha dejado apresar, por las garras de la indolencia.

miércoles, 5 de octubre de 2011

A la luz del día


Si digo Montera con Gran Vía justo en la Red de San Luis, quienes son de Madrid o vienen a menudo reconocerán la esquina que alberga un establecimiento de la cadena McDonald’s, en cuya puerta, Gonzalo de Lucas, indigente, yonqui, pide limosna y duerme la turca compartiendo asfalto con prostitutas de la zona. Al caer la tarde cuando está todo el pescado vendido, va al mercadillo de la muerte donde cambia monedas por heroína y un brik de vino.

Patricia trabaja de encargada en la Hamburguesería y conoció a Gonzalo siendo éste un prestigioso neurocirujano que ejercía en su ciudad natal, Zamora. En julio de 1969, la joven estudiante de Bachillerato estaba allí de vacaciones, invitada por una compañera de clase a su casa de verano. Colindante a ésta estaba la del médico, quien pronto congenió con las chicas interesándolas en temas de arte, su gran pasión. Algún tiempo después tras cometer negligencia médica con un colega de planta que murió en quirófano, supo que abandonó la profesión y, sin dejar rastro, desapareció quedando tras él el esfuerzo, sacrificio, penuria y lucha de tantos años de trabajo fatigoso e incansable.

A mediados de enero, bajo las garras de un frío invierno de justicia, Patricia, recién ascendida, entraba a trabajar por primera vez en aquel local como responsable en el turno de día. La inminente llegada de la jefa y los nervios por la nueva responsabilidad, hicieron que no reparara en la persona que a la entrada dormía sobre cartones renegridos. Hasta que una mañana, conmovida por no haber dejado de llover en toda la noche, metió al vagabundo dentro y colocándolo en una mesa fuera de la vista, le sirvió un desayuno con bollería. Gonzalo, agradecido y haciendo gala de la poca cortesía que recordaba, se quitó el pasamontañas y, dejando el rostro al descubierto, fue cuando aquellos ojos se reconocieron, vacíos y desconfiados los de él, sorprendidos y serenos los de ella.

“La griega”, es el nombre de guerra de Soledad Ariza, una puta que ejerce desde los quince años, después de bajarle su primera regla, y llamada así por la cantidad de “griegos” que realizaba cobrando a precio de oro. La vida resultó durísima con ella. A los diecisieta parió un hijo que dio en adopción, con veinte tuvo sífilis, con veintitrés el proxeneta la molió a palos y desde los treinta es adicta a la heroína y seropositiva. Total, después de haber pasado en el lupanar de la calle diversas penurias, ahora, vieja, enferma y con crisis en el oficio, vende servicios por la Red de San Luis, a cinco euros la felación.

Últimamente andaba Gonzalo lloroso y cabizbajo, releyendo un papel ajado que sin piedad lo herida.¡Qué pasó Gonzalito!, cuéntaselo a “la griega”, primor”, —dice cariñosa la mujer agachada a su lado—. Un día, localizaron en Zamora a aquella amiga de la infancia, quien a su vez, contacto con Patricia haciéndole llegar un documento que decía: “Estimado señor de Lucas: Nos ponemos en contacto, para comunicarle que su padre ha fallecido. Rogamos en la mayor brevedad posible, venga a retirar sus cenizas”. Y vuelta a leer… Y vuelta a llorar… Y vuelta a la herida… Y vuelta a…

Es fácil perder la noción de las horas, no digamos meses o años, cuando se vive en la calle, pero llevaban sin ver a “la griega” una semana larga y aquello, desde luego, no era normal. De pronto, cruzó dando tumbos, malherida, con la ropa ensangrentada y cosida a navajazos. Intrigada por el revuelo Patricia empujó la puerta abatible, salió y sobrecogida por el siniestro espectáculo, llamó al Samur. Lejos o cerca se oían sirenas subir con urgencia por Gran Vía, apartando coches y transeúntes rezagados o eclipsados por el ensordecedor ruido. Aun así llegaron tarde porque, cuando giraban bruscamente a la altura de Hortaleza, Soledad Ariza se le murió al mendigo en los brazos. En estado de choque emocional por la pérdida, Gonzalo tomó una habitación de hostal que pagó por adelantado. Se afeitó, aseó, puso ropa limpia y fue hasta la sucursal del banco donde tenía los ahorros de su etapa en activo. Hechas las pesquisas pertinentes y, comprobando que a Soledad no le quedaba familiar alguno, corrió él con los gastos de la incineración.

La semana siguiente transcurrió tan rara que, aun estando las nubes rotas, impedían entrar la luz del sol. Se abrió la puerta y un perfume peculiar a derrota impregno de esquina a esquina todo el establecimiento. Lloraron a Soledad y abrazados, hallando por fin la paz el uno en el otro. Al despedirse, Patricia comprendió muy dentro de ella que se veían por última vez. En el autocar destino a Zamora, Gonzalo ocupó asiento de ventanilla en la parte trasera y, llevando la urna con las cenizas de “la griega” en una bolsa de deporte, inició junto a ésta un viaje de ida sin retorno.

Amaneció de primavera con viento suave el día que fue a retirar los restos de su padre al crematorio. Sacó del garaje el viejo todoterreno y, asegurando ambas urnas bien sujetas en el maletero, puso rumbo a un monte de difícil acceso, que recordaba por Asturias, donde tenía intención de esparcirlos. Suponemos que así lo hizo. Sin embargo, cuenta la Guardia Forestal que hallaron un cadáver en posición fetal y avanzado estado de descomposición, entibado por dos grandes montones de ceniza que no se esparcieron.

Muchos años después, una Patricia con el cabello poblado de canas, absolutamente cambiada, recién llegada de una prolongada estancia en diversas ciudades europeas y antes de acudir a la cita que tenía en Chicote con antiguos compañeros y amigos, quiso cruzar de lado a lado la Red de San Luis para recordar desde lo más profundo del sentimiento y del corazón, a Gonzalo y “la griega”.

martes, 4 de octubre de 2011

Ventanas a Recoletos

A Esperanza, sin cuya corrección, opinión y crítica constructiva, este Blog no gozaría de sencillez
A Miguel Ángel, que me ha documentado y orientado sobre la parte técnica del oficio de maestro

Decía la madre de Serrat: “Yo soy de donde comen mis hijos”, y a día de hoy no conozco a nadie que haya dado una definición de patria mejor ni con mayor inteligencia que esa.

Silvia Oleza Molina, a la edad de cincuenta y tres años, natural de Madrid, divorciada, nacida y criada en Plaza de Chamberí y, hasta hace poco, profesora de Enseñanza Secundaria en un centro público, se detuvo en esas palabras mientras hacía el trayecto en AVE a Málaga, donde pasaría unos días de relajo junto a su hermano y la pareja de éste.

Sin apetito, esquinó a un lado el catering que el personal de Renfe repartió entre los viajeros. Al otro lado del pasillo, dos abuelos andaluces, derrochando salero, peleaban con el nieto que se negaba a comer lo que la mujer, con mimo y paciencia, había troceado. Mientras eso sucedía, el rapaz devoraba una bolsa de patatas fritas que el abuelo al final cediendo había comprado. Tentada estuvo Silvia de seguir observando aquella escena hogareña, pero no quiso desnortar sus pensamientos y por la ventanilla del coche se dejó llevar a ellos. Los trenes es lo que tienen; ayudan a acunar recuerdos que nos han ido marcando.

Cuando fuera del programa oficial surgía, impartía entre los alumnos lo que ella llamaba “desarrollo del sentido común”; esto establecía con la dirección del instituto fuertes discrepancias. Por ejemplo, las veces que reconoció su falta de apego a la bandera y el recelo que sentía por las masas que, desde el fanatismo, mitifican a simples individuos de carne y hueso. Por no hablar de cuando, en horas extraescolares, presenciaba con ellos en vivo cómo se defiende que la calle es un espacio para todos y no un oratorio que avala al aire libre un único modelo de familia. Recibía acusaciones de todo tipo, pero quizá la más beligerante fue cuando la culparon de provocar a ciertas zagalas y zagales para que difundieran a través de las redes sociales lo siguiente: “África se muere de hambre y son escasos los esfuerzos que los gobiernos canalizan para paliarlo.”

El último curso se complicó y de qué manera. Al regreso de vacaciones en enero, vio que la silla ocupada por Rachida, una chica árabe, sutil e inteligente, estaba vacía. Preguntó a los chavales pero ninguno daba una versión parecida de los hechos. Por tanto, subió al despacho del director donde fue recibida por la plana mayor. ¡No daba crédito! Pronto disipó el temor al racismo, pero, ¿cuál sería el verdadero motivo de la expulsión? Finalizado el primer trimestre, el padre de la muchacha se presentó en el centro acusándoles de haber “occidentalizado” el sagrado espíritu de su hija, cargando concretamente contra esa maestra de Educación para la Ciudadanía que estaba inculcándole ideas “rojas”. Semejante dislate obligó a convocar al claustro de profesores, al que Silvia no asistió, encamada con gripe. Vanas fueron las conversaciones para que el padre reconsiderara la posibilidad de volver a traer a la joven a clase. Desde ese momento, la vida docente de la educadora fue un camino lleno de obstáculos, hasta que solicitó una excedencia.


Sin embargo, minutos antes de pisar tierra malagueña, recordó unas declaraciones realizadas por Elisa García Grandes, adolescente de aproximados quince años, con la cabeza muy bien amueblada y a propósito del movimiento 15-M, donde dijo: “Yo de mayor quiero refundar la izquierda.” Sin duda, esto es un balón de oxígeno para los descreídos que dudan de la juventud de ahora y su compromiso social. Habida cuenta de todo lo narrado, Silvia concluye sus reflexiones hallando un punto de unión entre la definición de doña Ángeles que abría este escrito y la afirmación contundente de Elisa, que lo cierra.

Ya en el andén y notando cerca la presencia del mar, dejó que sus preocupaciones reposaran en una vía muerta de la memoria. El niño, rozándola veloz como una bala y los abuelos sonriéndole y llevando en sus manos más bultos de los necesarios, salieron a la par de la estación María Zambrano hacia la parada de taxis, donde en automóviles diferentes sus destinos se separaron para siempre.

7 respuestas a Ventanas a Recoletos

  1. Carmen Cervantes dijo:
    Me parece muy interesante. Estoy totalmente de acuerdo con la definición de la madre de Serrat. Es más yo voy más allá, las banderas son trapitos de colores y me da igual la de España, que la del Barça que incluso la catalana.
    Lo importante es que los gobiernos, que para eso les pagamos, aseguren la vida de sus gobernados que son a la vez sus jefes.
  2. Angie dijo:
    Yo me quedo con:” Y es que lo trenes es lo que tienen, ayudan a acunar recuerdos que nos han ido marcando.” Es muy cierto y además nos dan el tiempo que nos ayuda a construir los sueños, la ilusión y la esperanza para el futuro.
    En cuanto a la madre de Serrat, de tal palo tal astilla.
  3. Mayte, te sigo en lo que escribes, continua en tu escribir soltando la personalida por aflorar. No permitas la intromisión ajena, se tu misma!.
    • Esperanza dijo:
      Pues yo con las ideas y las banderas.. mejor no me meto. Cada cual que acune lo que “estima” sin despreciar lo que estima el otro. Es bueno sentirse de casa y a la vez ciudadano plural y del mundo. Aprender TOLERANCIA y a respetar las diferencias es una gran tarea para todos los educadores; mucho mas dificil que enseñar matemáticas. Y los trenes…los recuerdos….las historias vividas. Viajar ; y viajar en tren se presta a recordar, a madurar lo vivido…Un viaje implica un cambio, sino no es viaje. Ha sido agradable de leer. Yo es que me meto en el alma de Silvia y siento con ella. Eso es obra de la escritora.
  4. Elena dijo:
    Estoy totalmente de acuerdo con los comentarios de Esperanza, cada cual que se sienta donde mejor vea, sin despreciar al otro, hay que ser ciudadano del mundo…. Aprender TOLERANCIA ¡¡qué difícil!! ¡¡cuánto nos queda por aprender!!
    Mayte, gracias por tus escritos con los que nos haces viajar con el pensamiento.
  5. Ana (Alicante) dijo:
    Los cambios implican nuevas expectativas, ayudan a hacer un parón en el “camino” y reflexionar… y nos dan la oportunidad de movernos hacia direcciones que quizá de otra forma nunca nos atreveríamos. Debemos pensar en los cambios como auténticas oportunidades para seguir avanzando… puede que ese tren lleve a Silvia hacia un futuro mejor.
    Gracias Mayte.
  6. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    Mayte: Tu historia sugiere, como otras veces, reflexiones sobre muy variados aspectos: los viajes (y concretamente los hechos en tren), las circunstancias de la vida que te llevan a hacer cambios, los prejuicios,… Yo pienso que éstos son una de las causas principales de muchos de los males que sufre la humanidad. Juzgamos a los demás por su pertenencia a un grupo o damos a todos los componentes de un colectivo las mismas características, normalmente con sentido negativo (los catalanes son… ; ya se sabe, es un gitano…; todos los hombres son iguales…etcétera, etcétera). Pero no me enrrollo más, que aquí la escritora eres tú. Muchas gracias por la dedicatoria; yo creo que no era para tanto. Besos.

Lo mejor está por llegar

Para E.M.R.
Cuando Megan despertó de madrugada en su casa de La Hiruela, arropada con una colcha tejida a mano por su cuñada, la sierra norte de Madrid presentaba un manto compacto de nieve, cuya instantánea, de haberla hecho, habría inmortalizado al natural, toda la belleza que atisbaban sus ojos. Recién levantada y tiritando de frío, sacó de la leñera pequeños tarugos y apilándolos con tino, trató de reavivar el fuego medio apagado desde la noche anterior. Necesitaba también templarse por dentro, de modo que preparó una infusión con lo primero que encontró en la despensa, tomillo, manzanilla y anís en grano, todo ello, hirviendo en un cazo a la antigua usanza. El salón, dividido en dos partes de estilo diferente por la distribución de los muebles, comprendía a un lado el clásico comedor, discreto, funcional y agradable y al otro, una envidiable librería en media luna con un sillón relax, reservado para el disfrute del ocio. Una vez entonada la temperatura por dentro y por fuera, dispuso sobre la encimera del lavabo, la caja rectangular que había comprado en la farmacia del centro comercial.

Días después de lo anterior descrito y habiéndoselo confirmado la prueba de orina, cogió el coche e incorporándose a la  Autovía del Norte, puso dirección a la capital donde, seguramente, pasaría una inolvidable jornada. Apenas tocando las diez en punto en la Catedral de la Almudena, ocupó mesa en la terraza exterior del Café de Oriente, situado en el precioso Madrid de los Austrias, frente al Palacio Real. Piezas de Puccini, Mahler o Bach, interpretadas por músicos que a pie de calle, deleitaban con sus acordes, la espera de los escasos comensales, que a aquellas horas tan tempranas, andaban por allí. Sin demora, sirvieron un completo y apetitoso desayuno mediterráneo, a base de productos traídos de la comarca de origen. Cuando el camarero se hubo retirado, con la discreción propia que da el oficio, sacó el móvil del bolso y tras dos intentos fallidos, pudo establecer comunicación al tercero.

—Hola. Soy Megan. Estoy en Madrid. Me gustaría verte, tengo buenas noticias. Estaré a la misma hora donde siempre. Besos. —Dejó grabado en el contestador automático.

Manolo es uno de sus mejores amigos. Tipo divertido, ingenioso, fiel, conciliador, especial. Alguien que ejerce muy bien aquello de “cuenta siempre conmigo” y en quien depositar alegrías y temores, con absoluta confianza. Estaba embarazada o lo que es lo mismo, asustada, pletórica, revuelta, contenta, extraña, radiante, invadida y muy feliz, sobre todo, feliz. Tanto que compartir con él la noticia, además de haberlo hecho ya, lógicamente, con su pareja, significaba todo para ella. Lo imaginaba comprando juguetes y ropa infantil, sin reparar en gastos, barajando para el bebé nombres rusos de mujer, que después descartarían por el chat, o ¿por qué no?, subiendo a La Hiruela más de lo acostumbrado para vivir in situ, el tsunami de sus cambios hormonales. Pensaba esto mientras callejeaba por el centro hasta que a las catorce treinta en punto, exhausta y hambrienta, lo visualizó al otro lado del cristal con su habitual aspecto sonriente, impoluto, paciente, y centrado en beber cerveza de una jarra muy fría pero, en el momento que ella irrumpió en el local, él se convirtió en alegría y fue, presto, a abrazarla.

Hacía siete meses que no comían juntos lo cual hizo el reencuentro mucho más entrañable, si cabe. Tras conversar de forma intrascendente, “¿cómo estás?, ¿qué tal te ha ido por Caracas?, ¿sabes lo de Lorenzo y Martina?, si, se han separado, ¿no?, ¿pasas nochevieja en la isla o te quedas con nosotros?… Mas fue con la llegada del segundo plato, “Langostinos al curry con arroz basmati y Rape al horno con ajos tiernos confitados” (habituales del restaurante catalán Ginger), cuando le dijo lo de la preñez. Conocido como buen conversador y de fácil palabra, se quedó sin ellas o mejor dicho, se le atropelló todo el abecedario en el color de su mirada. Ambos emocionados, ella por la espera del hijo y él por la plenitud de la complicidad que los arropaba, acabaron los postres y caminaron hacia Tirso de Molina, donde Manolo, tenía un piso en plena plaza.

De la cita anterior al presente, a Megan le ocurrieron varias cosas. Algunas buenas y otras no tanto. Por motivos que sólo la propia naturaleza sabe, el embarazo, entrando en su segundo mes, no siguió adelante. Una noche, alarmada por fuertes molestias que no la dejaban estar, intuyó que algo no iba bien y partió con su pareja a la clínica. Una vez allí y antes de ser diagnosticada por algún facultativo en servicio, tuvo un aborto en los baños de la sala de espera de urgencias. No descenderé por el desfiladero morboso de los detalles porque, sería poco elegante por mi parte, dar la impresión que hago chanza de su cuita, todo lo contrario, la gran dama de la escena española, Ana Belén, dice: “lo mejor está siempre por llegar” y yo me quedo con eso, con la total seguridad de que a Megan, no tardando mucho, volverá a sonreírle el vientre.

4 respuestas a Lo mejor está por llegar

  1. Ana (Alicante) dijo:
    Es la primera y creo, que no será la última incursión que hago en tu “gran espacio”. Me ha encantado poder conocer algo más de tí a través de tu buen hacer, presente en estas líneas.
    Ya cuentas con una fiel seguidora más… adelante!!
    Un beso.
    AnaUna historia de las que nos pasan, de cuando se hacen planes y ocurren cosas y se dehacen en un momento para ver qué pasa luego.
  2. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    ¡Fenomenal!, como siempre. Muy bien retratadas las escenas; uno las va visualizando mientras va leyendo. ¡Y esas historias ocurren en la realidad! Si me permites algún pero, para que no se te hinche el ego demasiado, en mi humilde opinión, el último párrafo, el final de la historia (claro, que no tiene final…) me deja un poco insatisfecho. Confío en no molestarte con este comentario, pero creo que estamos para todo, no sólo para lo buenísimo. Y además es sólo una opinión personal. Y es mucho más fácil criticar que hacer. Etcétera, etcétera.
    Un abrazo. Nos vamos a ver pronto.
    Miguel Ángel.
  3. Estefanía dijo:
    Impresionante, no se que decir. Lo que has escrito demuestra mucho como escritora, pero para mí, demuestra mucho como persona. Es lo primero que leo al llegar del hospital…GRACIAS POR ESTAS LINEAS. Lo mejor está por llegar, y lo disfrutaremos juntas, ya verás. Un fuerte abrazo
    Estefanía

Moussa

A Lourdes Goy Vendrell, por su ayuda con este escrito
Moussa, es un senegalés oriundo de Kolda de aproximadamente treinta y pocos años, que huyó vía Atlántico en un cayuco rumbo a España, buscando el porvenir fácil del que tanto había oído hablar, si uno se metía a trabajar en la construcción. Algunas mañanas con otras colegas, frecuento una cafetería de la calle de Alcalá semiesquina a Goya, donde lo vemos sentado en el suelo, cruzado de piernas y tocando el djembé con el que expresa lo jodido de la vida y su impotencia instalada en el lado oscuro de la miseria. Hoy, como decía, es una de esas mañanas…

Apenas tomamos asiento, cuando un grupo masivo de peregrinos hicieron su aparición, clonados con idéntico atuendo: “camiseta, eslogan, mochila, abanico y sombrero”, irrumpiendo en el mesón con malos modales y exigiendo la inmediatez de unos desayunos, canjeables por los bonos que la organización del evento les habían facilitado. Moussa, a quien últimamente no le iban bien las cosas, entra enfadado, dolido y abriéndose paso educadamente, llama la atención del camarero que al otro lado del mostrador, presencia, gélido, cómo este parado de larga duración, enseña su credencial con el que reclama también para sí, otro desayuno. Se armó la gorda…

De pronto, apareció el gerente del local con varios requetés, lo tomaron por los hombros y zarandeándolo lo sacaron a empujones hasta la calle, propinándole un puntapié que lo tambaleó a la vez que gritaban: “negro de mierda vuelve a tu puto país, hostia”. Los blanco de mierda que quedamos dentro no reaccionamos ni sacamos la cara por quien en días de lluvia y llanto, supo regalarnos sonrisas de marfil y abrazos de ébano en tantan. Mientras sucedían los hechos, los mastuerzos uniformados que predican su caridad cristiana, asistieron imperturbables, a la gravedad de dicho atentado, tal y como acabo de contar, hacia un ser humano.

Al resto, nos queda un peso desagradable de culpabilidad sobre la espalda y la opción de no volver nunca más a ese lugar siniestro. Dos noches después, supimos que encontraron a Moussa muerto, desnudo y con signos de violencia en todo el cuerpo. Entre las piernas partidas y con cortes de arma blanca, dicen que hallaron además, un djembé roto y manchado de sangre.

3 respuestas a Moussa

  1. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    Así están las cosas…
    Un abrazo
  2. Maite sevilla dijo:
    Mayte, qué brutal la cruda realidad.

El niño que quería vivir dentro de la radio

Inspirado en una frase sacada de contexto a Iñaki Gabilondo
En el tercero segunda del número noventa de la calle del Amparo, viví hasta recién cumplidos veinte años. Me llamo Andrés y soy el mayor de cinco hermanos nacidos entre 1955 y 1968, tiempos —como épocas anteriores— en los que tener varios hijos en España era muy común aunque para ello, resultara difícil financiar las necesidades básicas de tantas personas. Los recursos que entraban en casa eran escasos. Mi madre cuando no se hallaba en la recta final del embarazo o amamantando, limpiaba en el domicilio de unos señores pudientes en Santa María de la Cabeza, zona adinerada del distrito, mientras que mi padre trabajaba en Torres e Hijos, tienda de ultramarinos que había en Miguel Servet y de la que percibía un sueldo inferior al quehacer realizado.

Cada día al salir de la escuela, pasaba por delante de la taberna de Donato, donde mi padre junto a los habituales del local, fumaban pitillos Ideales, popularmente llamados caldos, 18 cigarrillos selectos al cuadrado, papel blanco para liar —decía en la cajetilla—. Cerraban el ritual del chato de vino, discutiendo dudosas jugadas contra el Atlético de Madrid, equipo casi oficial del barrio. Desde la puerta observaba cómo ejercía de árbitro ante los compadres sabelotodo del reglamento de fútbol pero, a decir verdad, el ambiente de tasca y a veces de exabrupto soez con escupitajo verbal, me desagradaba. Más tarde, cuando crecí y la vida puso cada cosa en su debido sitio, me aferré como náufrago a la barra de algún bar solitario en mitad de la noche, idóneo  para conversar entre amigos.
 
Recuerdo hacer los deberes del colegio cerca del poyete de la ventana, espacio que más tarde mis hermanos estarían deseosos de ocupar, ya que por allí echábamos a volar nuestras fantasías, mientras mordisqueábamos un trozo de pan untado con mantequilla y azúcar. El aparato de radio heredado de mis abuelos paternos durante el día estaba siempre encendido y presidía la cocina-comedor, sobre una balda blanca con escarpias a la pared. La imagen de mi madre junto a ella es entrañable para sostener y argumentar los cimientos de esta narración. Podría centrar todo el escrito en su persona pero, diré tan solo que era una mujer de silencios contenidos, de fuerte carácter aunque prudente, robusta a la hora de apuntalar los tabiques de su familia, coherente en la forma y republicana en los hechos. En definitiva, una persona sin estudios pero con grandes recursos filosóficos. Ahí va uno: “El pan de la víspera mejor migado que tirado”.

Cinco minutos antes de las cinco de la tarde, quedaba prohibido hacer ni el ruido de una mosca porque Mercedes, vecina del bajo izquierda y mi madre, rotas de cansancio por la dura jornada, desplomaban sus cuerpos doloridos sobre viejas sillas de tijera junto a una copa de anís que de a poquitos, iban rellenando según crecía la pasión en Ama Rosa, radionovela con la que Juana Ginzo, junto a José Varela, José Fernando Dicenta y la gran Matilde Conesa, magnífico cuadro de actores de Radio Madrid, paralizaban a los oyentes que siesteaban embelesados sobre el colchón mullido y desgarrado por aquel drama.
Por aquella ventana que dije antes escapaba con todas mis fuerzas para meterme dentro de la radio. Tan pronto, era el galán que seducía a la chica, la chica que plantaba por tonto al galán, el niño protagonista, la abuela regañona, o el malo del argumento, daba igual, todo valía con tal de salir cuanto antes ileso, del cuarto trastero de mi rutina. Yo apretaba fuertemente los ojos y cabalgaba por lugares reales donde ocurrían noticias, descubría inimaginables paisajes hasta entonces para mí, con matices desconocidos, culturas diferentes, costumbres vanguardistas y ciudadanos de inteligencia desarrollada. En consecuencia, necesitaba formar parte de los habitantes de la radio para llevar una vida interesante y no como la mía, aburrida, descolorida, opaca, desnutrida y anoréxica, pero a fin de cuentas, toda mía.

Amaneció domingo frío y gris. Por suerte para nosotros mis padres con sólidos principios republicanos no eran creyentes, por tanto, nada de misa de once en festivo. Cuando quise darme cuenta, los pequeños ya estaban arreglados para el paseo. Mi padre había madrugado con la intención de llegarse a la Plaza Mayor a cambiar algunos sellos repetidos de su colección. No me apetecía salir, se lo hice saber a mi madre que marchó sola, con Lucía y Javier. Olvidaron apagar la radio, quedó conmigo de fondo, convirtiéndonos cada uno en el guardián del otro. Tras el boletín informativo de las doce, me preparé mental y psicológicamente para suplantar la personalidad del locutor de turno pero, el inconfundible Tomás Martín Blanco, arrancó con una edición de El Gran Musical. Inexorablemente, así sufrí por primera vez el duro revés de la realidad cuando rompe de bruces el hechizo de los sueños.

Sin embargo, años después, a finales de primavera, tendido sobre el césped del Campus Universitario, acompañado de una carpeta a rebosar de proyectos y una oferta de trabajo ya bajo el brazo, recordé que aquel muchacho que fui, pretendiendo vivir dentro de la radio, acababa en esos momentos con nota ejemplar, la carrera de Periodismo. Transcurrido bastante tiempo, con edad avanzada y la satisfacción de haber consolidado el oficio, conseguí tocar con la punta de los dedos y los pies siempre en el suelo, las estrellas de esta extraordinaria profesión.

3 respuestas a El niño que quería vivir dentro de la radio

  1. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    Querida Mayte: Tu escrito me ha traido muchos recuerdos de mi infancia y adolescencia, pues citas calles y describes ambientes y sensaciones comunes para los nacidos en aquellos años 50 y 60 en aquel barrio de Embajadores, Atocha,… Como curiosidad te diré que voy a volver a tomar algún día de estos el pan con mantequilla y azúcar. Otra merienda muy habitual para mi en aquella época era una rebanada de pan empapada en vino tinto y azúcar. No sé si los dietistas y nutricionistas de hoy serían muy favorables a aquellas costumbres con los niños. Un beso.
  2. Esperanza dijo:
    Ahora si que me ha gustado. Es como una melodia. También me trae recuerdos agridulces de una época, entrañable y humana, donde la vida transcurria muuuucho mas despacio que ahora. Pero donde de cada pequeño evento hacíamos un hito. No teníamos gran cosa pero teníamos amigos. Y siempre se merendaba, llegaba la hora de la merienda y también marcaba un hito en el quehcer diario.
    Besos.
  3. elena dijo:
    Para mí que llevo varios años lejos de mi Madrid, me ha hecho volver a recordar y hasta saborear algunos rincones, algunos momentos. Un relato lleno de añoranza. He disfrutado leyéndolo aunque, debo reconocer, me ha envuelto la nostalgia.
    Besos

Estoy "indignada"

Por los que no se indignan; por lo corazones acomodados que están dormidos; por los ideólogos de panfleto barato  que reagrupan a una determinada juventud bajo el nombre de “perro flauta”; por el perenne cartel que puede leerse en la vía urbana y dice: “presente y futuro, permanecerán cerrados indefinidamente por reforma, hasta nuevo aviso”; por la incomprensible actitud de “no me incumbe, no va conmigo”; por el derrumbe y derribo, sin tratamiento paliativo de la utopía y la confianza; por los corrillos de escalera que empujan al bipartidismo como única alternancia preparada para gobernar; por la pérdida de valores democráticos y sociales, que han dado paso al “todo vale”; por el descrédito humano que figura en “dime de quién eres y te facilitaré lo que mangas”; por el intento de minimizar con discurso de extrema, el impactante movimiento sin precedentes, que ha conquistado con alegría festiva la plaza pública y de manera organizada; por los medios de comunicación en cuyo escaparate cuelga en letras de molde: “Informamos al 70% de credibilidad por cese del negocio”; por quienes tratan al inferior de diferente, al diferente de extranjero y al extranjero de contrato por hora basura. Así, podría alargar eternamente esta lista pero caigo en la cuenta que no resultaría fácil darla por finalizada.

Estoy muy cabreada, perpleja, irritada e indignada porque en nombre de la Democracia, los de casi siempre, han pretendido manipularnos de manera vitalicia. Por ello o a consecuencia de observar cómo los mimbres del sistema estaban pudriéndose delante de mis narices sin hacer nada, hoy, domingo veintidós de mayo del dos mil once, he madrugado y aunque sigo con las ropas de la indignación puestas, llegué fuerte hasta el colegio electoral correspondiente, donde con la cabeza bastante alta y dos papeleras bicolor en minoría, ejercí mi derecho al voto como protesta contra esos grandes partidos que no nos representan y sí lo hacen descaradamente en cambio, al poder financiero, al clero reaccionario y a la banca. Después, no lejos de Sol y acompañada cálidamente de un café con leche, preparé mi personal manifiesto interior donde en cada punto, trataré de refundar aquellos principios democráticos que tanto me han hecho crecer como persona.

Dicho lo cual, en absoluta paz conmigo misma, eufórica y viva como hacía mucho tiempo no me sentía, añadiré solamente que desde este instante puntual, será para mí prioritario antes de recurrir a la queja, rejuvenecer mi ideología política con la mejor y más preciada herramienta atemporal que conozco: LA LIBERTAD.

2 respuestas a Estoy “indignada”

  1. Esperanza dijo:
    Lo mas importante es que te has quedado en paz contigo misma, y que te sientes viva.
    Y es que la libertad se conquista y el camino no puede ser cómodo.
    La libertad y el cambio se tienen que producir en nuestros corazones, y mantenernos así firmes en reivindicar justicia y no callarnos y denunciar los abusos que conducen a las desigualdades tan extremas y a la corrupción.
  2. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    Es curioso que el librito “Indignaos” me lo regaló un amigo más bien de derechas, pero que se moviliza de vez en cuando contra situaciones injustas, etc. Mayte, cada día admiro más tu fuerza. Me alegra ver que haya gente capaz de reaccionar y movilizarse ante lo que está pasando. Lamentablemente pienso que sigue siendo una pequeña minoría, pues los que ostentan el poder llevan mucho tiempo utilizando muchos medios para adormecer/distraer a la gente, y consiguen sus resultados. Un abrazo

Mariona y Estela

Hoy me he levantado en el cuerpo de una desconocida que tiene un marido musculoso y atento, que desayuna a base de té con leche y bollería industrial, que huele a Chanel número 5, que usa pijama de flores bastante hortera y duerme con su amante en Marbella una vez al mes, que deja generosas propinas en restaurantes de lujo, donde roba dispensadores de jabón en el baño, que tiene un conserje lleno de tics que la reverencia cuando sale a la calle y una oficina sin oficio a medias con papá, por encima de la planta veinte en Torre Picasso. Así empieza la flamante novela que por las esquinas de los ratos sueltos, me dicta Mariona Capdevila, famosa autora de cuentos infantiles que en la clandestinidad firmaba bajo el nombre de Margarita Risueño.

Refugiada en Moscú durante el franquismo, publicaba en España de la mano de Águeda Ruiz, editora y amiga, quien doce años después de la muerte del dictador, se ocupó de organizar y facilitar, el regreso anónimo de la literata a casa. Algunos años después, tropecé con Mariona en “Cuesta de Moyano”, un festivo a principios de primavera. Mi nombre es, Estela Domingo Sánchez y doy recitales de poesía, allá donde los corazones, estén dispuestos a peregrinar el verso.

Aquel 6 de mayo, a la altura de la caseta once, sobre una tabla auxiliar al stand, reposaba un ejemplar de Blas de Otero que ambas buscábamos. Tras realizar el librero alguna gestión infructuosa para conseguir otro tomo, Mariona cedió a mi favor poniendo una sola condición, compartirlo. No supe qué decir. Estaba en deuda con ella, sugerí, nada original por mi parte, cruzar hasta la cafetería del Hotel Nacional. Una cosa llevó a la otra, los poetas a la confesión, el sol a la noche, los minutos a las horas y media docena de cervezas con olivas, al orgullo de haber podido envejecer juntas. Segura de sí, narró con todo lujo de detalles, la historia que aquí transcribo tan solo a gruesas pinceladas, mezclando lo personal con la memoria histórica.

El 23 de agosto, con doce años e identidad falsa, abandona Barcelona como hija legítima de Natasha y Alexander, residentes rusos y amigos de su padre, quien alejándola de los bombardeos, se la confió. Fue acostumbrándose a todo menos al frío soviético, a la falta del Mediterráneo, de su familia, de la lengua catalana o de la coca de Sant Joan. Añoraba sobremesas de infarto cuando su madre temblaba de miedo mientras el marido proclamaba que pronto la izquierda gobernaría el país. A finales de 1938, recibió la triste noticia del asesinato de sus padres, a manos de reaccionarios nacionales. Se acostumbró a Rusia. Leyendo a los clásicos aprendió literatura con mayúsculas. Al tiempo que escribía cuentos infantiles en catalán y novelas profundas en ruso, colaboraba con pequeñas crónicas urbanas en un periódico local. Fue al cumplir los treinta cuando un grupo de cómicos apareció por Moscú. A través de ellos contactó con Águeda Ruiz, directora de una editorial de barrio en Mataró. Mariona se ocupó personalmente de hacerle llegar sus escritos, la editora valoró el talento de ésta y quedó absolutamente prendida a su estilo. Así nació Margarita Risueño.

Cada jueves impar y durante un cuarto de siglo hasta el día de su muerte, Estela Domingo Sánchez, se desplazó a casa de la Capdevila, donde leían cervezas y bebían poemas, como solían bromear. Ahora soy yo, su hija, quien habiendo tomado el testigo y narrado esta historia, visito a Mariona como lo hiciera anteriormente mi madre, con Blas de Otero bajo el brazo, aquellos textos de posguerra que aparte de hacerlas vibrar, tanto las unió, “quedando, además de ellas, la palabra” . Me enseñaron, desde luego muchas cosas pero, dos bastante hermosas, una, que la generosidad no tiene puertas y dos, que las malas experiencias con el tiempo y empeño, son biodegradables.
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2 respuestas a Mariona y Estela

  1. Esperanza dijo:
    Um.. promete esta historia.
    Está que intriga.
  2. Maite dijo:
    Siempre que leo algo tuyo, busco algo autobiográfico. No lo puedo remediar. Esta vez me llama la cuesta de Moyano.

Los fantasmas de San Ginés

Vengo de sobrevolar un sueño por la parte baja de los sueños imposibles. Medianoche y cuarenta y nueve minutos marca el reloj que intuyo próximo un día cualquiera a mediados de julio de mil novecientos setenta y uno, cuya velada calurosa desvía las pocas ganas de dormir que tengo, hacia el balcón de la casa en mi antiguo barrio, donde prendo y combino, tabaco de picadura e insomnio, con recuerdos que abrigan hoy la distancia y guían al narrador por estas líneas inspiradas en un fondo de armario muy querido para mí. Esas calles de entonces con alumbrado de posguerra y colonizadas en silencio por miedo a hacer ruido, abrían una ventana de oxígeno en verano cuando a pie de acera, vecinos de mi portal y colindantes, se sentaban en la puerta a tomar el fresco y del botijo tragos, conjugando la primera personal del plural del verbo compartir.

Evoco como si fuera ahora olores peculiares de aquella época. Recupero, por ejemplo, aquel a matanza de pueblo recién curada, ese otro a babi de colegio con travesura de recreo, alguno quizá a grasa de motor Pegaso, aunque por encima destaco, el tufo a aceite frito que despedía la ropa tendida en las cuerdas del piso cuarto. Desde mi escondite de observador veía avanzar calle abajo, al churrero de san Ginés, hombre taciturno, melancólico, cansado, a quien el aguardiente en noches de luna tapada con tos de sartén, ensamblaron los suelos de su vida en el compartimento del fracaso. Aquellos sábados de sesión continua en el cine Pavón, irrepetibles, eran todos prácticamente iguales. Uno de ellos, dispuesto a innovar, aunque sin embargo indeciso, salí hacia la periferia del barrio, en dirección a paisajes donde oí contar a los mayores que había chicas de alterne y cigarrillos de importación, clandestinos, americanos.

Remé con viento libremente alrededor de la Plaza Mayor, al tiempo que entre vino y mesones, perdí en sus adoquines una parte de inocencia. Poseído por aquel aroma tan particular, caminé pisándole los talones al hambre para detenerme en el Pasaje de san Ginés, donde a decir verdad, me sorprendí pidiendo “una de churros con chocolate, por favor”. Allí estaba mi vecino tirando masa sobre aceite hirviendo, trabajo de alto riesgo que realizaba en serie y sin protección. Parecía una sombra de sí mismo, un alma en pena, un frustrado de la vida a quien las cosas le habían salido bastante mal. Supongo que no reparó en mi presencia, es más, diría que no me conocía ni de vista.

El diecinueve de abril de mil novecientos ochenta, vendió el piso y desapareció de allí con su familia sin despedirse apenas de nadie. Más tarde supe por Lola la frutera que veinticuatro meses después, falleció en la frialdad de otro distrito, llevándose consigo a la tumba, el secreto o motivo de tanta aflicción, aunque en calidad de literato, digamos que puedo imaginarlo.

Hace pocos días volví de un largísimo viaje que me ha tenido varios años fuera del país, al otro lado del continente. Ha cambiado tanto la ciudad de Madrid que me cuesta reconocer algunos rincones de mi juventud muy transitados, pero fue a la caída de la tarde con nubes rotas, cuando sentí un pellizco de añoranza en el corazón y tomé la línea de metro que lleva a Sol. Ya en la churrería, apenas sin entrar, comprobé que los de antes solamente éramos, fantasmas guardados en la memoria de quienes aún subsistimos. Mientras tanto, gestionada por patronos sin solera, san Ginés pierde lo emblemático y castizo, que tanto popularizó aquellas cuatro paredes con mesas de mármol y sillas de madera. Giré a la izquierda desandando un manojo de pasos y apretado a la bolsa de largo recorrido donde se guardan las experiencias, desaparecí llorando por toda la calle Bailén abajo.

Una respuesta a Los fantasmas de san Ginés

Rosa dijo:
Bueno amiga Mayte, por fin he disfrutado esto que también siento mío. Escrito desde el corazón sobre un papel nostálgico de trocitos del ayer, esos trocitos que nos gusta conservar en nuestros recuerdos, que nos hacen olvidar lo menos bueno de entonces y de ahora y revivir lo que hicimos magnífico.
Te quiero con un abrazo así de grande…
Rosa

Emilia Fortunatti

Seis de la mañana. Amanece tímidamente en el Aeropuerto de Barajas cuando el primer bostezo con aroma a café instantáneo, irrumpe en la cara plomiza de quienes hemos pasado aquí, veinte largas horas, esperando la salida de un vuelo que nos llevará a Buenos Aires y cuya causa de demora desconocemos. Cerca de donde me hallo un grupo numeroso de personas con la paciencia gastada como yo, relativizan, también como yo, un desayuno a base de bocadillos envasados que inviernan el estómago y bebidas gaseosas que hacen cosquillas en la lengua. Una vez comidos, cada cual distribuye el tiempo como bien le parece. En lo que a mí respecta, por tanto, mientras no aparezca en el panel de información el número de vuelo y respectivo despegue inmediato o alguien con responsabilidad dé explicaciones al respecto, elijo este presente, este momento, bueno como cualquier otro, para bajar a la sala de máquinas del corazón y narrar desde allí, ésta, tu, nuestra historia. Resido en el Hotel Mediodía de Madrid donde agoto las últimas fechas del séptimo mes de un año lleno de adversidades tras haber superado en el anterior, un cáncer linfático con posterior quimioterapia agresiva, repulsiva y desconsiderada por levantar en pie de guerra los suelos de mi organismo. Trabajo para una famosa cadena de laboratorios, soy fotógrafo profesional y sinceramente, han cambiado tanto los valores de mi vida que no tengo ninguna gana o necesidad de volver a determinadas parcelas superficiales de la anterior. Un amigo que se ha incorporado también la pasada temporada al equipo del cáncer y calienta siempre por la banda el optimismo, dice que ésas destructivas células malignas, humanizan al resto de la persona.

Durante el tratamiento coincidí con Emilia Fortunatti, corpulenta argentina de cincuenta y cuatro años, afincada por amor en España y poseedora de una facultad innata para sosegar con elegancia las cosas. Nos despedimos un mes después de concluir el sexto ciclo, bromeamos con la calvicie, ojeras, palidez en la piel, vómitos, mareos… El adiós nunca fue tal si no un hasta luego. Ella partió con el firme propósito de regresar con los suyos a Buenos Aires por una temporada si superaba esta segunda mastectomia y yo con la promesa de visitarla cargando al hombro el equipo fotográfico y así conocer de su mano la Pampa Argentina. Ambos deseos se cumplieron aunque cambiaron los matices.

Hace un manojo de cuatro días atrás, planee una mañana de Museos, algún almuerzo ligero de camino al centro y una sesión a las cuatro con película de estreno. Terminé de salir de la ducha cuando llamó la recepcionista por teléfono para decirme que en el vestíbulo alguien me esperaba abajo. Apresurado, intrigado y sorprendido por lo inesperado de la visita, simplifiqué el ritual de plantarme frente al armario por ver qué me pongo. Soy de Cabanas, un municipio de la provincia de A Coruña y pocas personas saben de mi estancia en la capital, como pocas supieron de la enfermedad y siguiente tratamiento, quienes viven en lugares pequeños comprenden lo difícil y casi imposible que resulta pasar inadvertido.
Bajé con gesto de contrariedad, lo reconozco.

Abrirse la puerta del ascensor y reconocer la espalda ancha de David paso en menos de un segundo. Allí estaba, vestido de otoño, de orfandad, de dolor, de vacío, aguardándome compungido. No dije nada, le abracé, me abrazó, lloramos juntos y entonces lo supe todo, fue como volver a escuchar la voz de Emilia cuando decía: “¿vos me querés, flaco?”. David cuidaba un poco de todos nosotros, lo llamábamos “el asistente”. Vigilaba nuestra moral para mantenerla alta, se esforzaba en proporcionarnos una alimentación variada, buscaba métodos de relajo en horas desesperadas. Soportaba debilidades, malos humores y por encima de toda esta maleza, amaba a Emilia, su pareja, esa mujer arrolladora que se afincó aquí para hacerle feliz.

Pasajeros del vuelo con destino al Aeropuerto Internacional de Pistarini, diríjanse a la puerta de embarque tres. Desperté a tiempo de coger mi mochila y a David del brazo, ahora era él el dependiente. Emilia sufrió una recaída y partió a su país con la esperanza de reponer fuerzas al lado de los suyos e ilusionada con la posibilidad de que él en breve fuera con ella. No puedo ser o al menos no de esa manera. Por expreso deseo suyo, íbamos a reunirnos con su familia y viajaríamos hasta la Pampa donde David y yo, esparciríamos las cenizas de aquella mujer a la que tanto quisimos.

Post


Hay post que te esperan cerca de casa y sin pedir nada a cambio, se recuestan contigo sobre la barra de bar próxima a la oficina, comentan noticias de actualidad y se ponen de lunes a mitad de semana, echándote, el brazo cómplice por encima. Los hay que regalan sustantivos a la salida del metro, con ropa de agosto en febrero, mucho viento soleado y preparada la maleta de viaje, por si hay que salir apresurado. Los hay que dicen frases hermosas y a pie de mejilla, sacan colores de recién enamorado. Algunos, cargando miedo sin papeles, desafían la cordura de lo políticamente correcto cruzando a nado La Cibeles.
Me gustan post que escriben otros, motivados por causas que unen pueblos, con libertad de expresión y arrestos para denunciar genocidios, violencia de género, toques de queda, malos tratos… Me interesan robustos de compromiso ciudadano, de ideales que cuando pinta difícil no mueren, de esa gota que colma el vaso y toma la calle, talando de ella al tirano. Y desde luego, apuesto por arrojar al mar y que lo encuentre alguien, post metidos en besos, guardados con cuidado, con ternura, como el misterio del vino viejo. Y cómo no, también, aquellos que a la caída de la tarde, buscan el mejor momento para quedarnos tú y yo a solas, en el espacio común de mi cuaderno de notas.
Cierro pues el documento no sin antes decir que haré post con llegadas y despedidas, con euforia y hundimiento, con proyectos y soledades, con ahora y hasta luego, en pijama o traje de noche, pero sobre todo, escribiré con mimbres de alegría y nostalgia, materiales suavemente sensibles que me ayuden a encajar en el puzzle de las musas cada palabra.
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8 respuestas a Post

  1. LEOPOLDO JUAN dijo:
    el principio,es hermoso se nota que te gusta la palabra,sera un placer seguir tus pensamientos.
  2. Esperanza dijo:
    Muy poético este pasaje ¿ o paisaje? porque casi me parece un paisaje de tucabeza y tu corazón, ricos ellos en matices, emociones, sensaciones, humanidad. Bonito
  3. Rosa dijo:
    Un día más llegaba a su fin. Un día más en que esa hoja en blanco de mi cuaderno se empeñaba en seguir inmaculada. Mi corazón, el del coraje, blandía el lápiz sabiendo que vencería la virginidad del papel, pero mi cerebro, el de la razón, le hacía desistir. No había estímulo. Gracias a que en esa noche, una mano alentadora, tocó mi hombro y heme aquí, retomando el bloc de bolsillo que mi corazón va conquistando.
    Mayte, gracias por aparecer casi de la nada, por tu mano y por tu estímulo. Así es más fácil. Quiero llenarme de todos tus adverbios. De noche y de día. Ayúdame con tu crítica constructiva para poder crecer un poco más.
    Crucemos a nado la Cibeles una y otra vez.
    Un abrazo amiga
  4. Carlos Alba dijo:
    Querida amiga:
    Huele que alimenta , en tu cocina de pensamientos. Solo con imaginar la cantidad de suculentos platos de verbo, sentido comun, sentimiento, con tan diversos ingredientes, que por suerte o desgracia la vida nos proporciona. A uno le entran ganas de sentarse ya a tu mesa y esperar emocionado que sirvas el siguiente plato.
    Me encanta como cocinas la letra. Gracias
  5. Ana Luisa Ortega dijo:
    Qué bonito. La verdad que me deja sin palabras. Además me gusta la foto de la cabecera.
  6. Nines dijo:
    vaya, estabas aqui escondida tu y tus palabras en un rincon perdido de esta red…me han gustado mucho.